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LA DESOLACIÓN DE CYDONIA

Se extendía una árida e inabarcable inmensidad de piedra arenisca colorada, una seca planicie totalmente inverosímil para la conciencia humana, en aquel despertar donde la esperanza se ausentaba entre recónditas rocas que despuntaban hacia el cielo encarnado y bermellón con esa tonalidad de rojizo sangriento; ahora todo parecía ser una desolación al igual que un espejismo donde la conciencia estaba totalmente ausente de toda connotación susceptible de aplicar hacia el género humano, era un valle rocoso magenta, con aquellas aristas capaces de apuntalar aquella cima celeste al igual que un carámbano se descuelga de su cavernosa covacha, todo era no solo un pedregal lleno de austeridad y ese silencio que encogía el alma del más creyente y de las castas almas de un devoto, sino que al igual que de un acertijo se tratara se destapó ante sus retinas como un dosel siniestro del que dependían aquellas planicies inabarcables, donde unas ruinas monolíticas parecían invertir los signos inequívocos del destino en una auténtica obra de la naturaleza, allí estaba ubicada escalando el cielo como una inmensa torre de Babel e incluso se podían discernir las almenas y torreones, con fosas espantadizas y profundas que circundaban sus murallas, puro arte venido de un ingenio nunca antes visto, como algo ya vetusto y fuera de lugar, era como si todo hubiera estado planificado de antemano por los hados que todo lo dictan y ejecutan a su antojo, de lustrosas y perdidas moradas inabarcables y fuera de los mapas, como algo totalmente fuera de explicación y contra natura, era un mausoleo totalmente petrificado, y ahora derruido en parte por esa erosión eólica de la que siempre se valen los vientos huracanados, pero era un alma latente negra e infernal la que se palpaba en las postrimerías de aquella fortaleza pedregosa y que desentonaba con todo lo concebible, entre aquella desolación tan horrenda para los ojos de lo humano, daba la impresión de ser un atardecer inacabado con un cielo algo enrojecido y carente de ese sol circular que debería de aparecer y, sin embargo, estaba ausente ante aquellas estrellas lejanas que se hacían participe tomando el testigo como algo anodino y fuera de lugar, pues no se amolda a lo que debían ser unas simples Pléyades, era algo nuevo, y allí se mostraban inalterables al paso del tiempo ante aquellos dos peregrinos, esas dos sombras montaraces que se abrían paso forzoso entre la áspera superficie hacia aquel mortecino umbral, la de aquel castillo, esa fornida fortaleza o tal vez el residuo de lo que una vez fue algo que desconocían, entre aquellas figuras estaba en primer lugar una sombra o un simple perfil, la de un viejo clérigo o eremita, de barbas canas y envuelto en un holgado hábito con capucha y escapulario, con un ceñido cinturón que llevaba por debajo, portaba un cayado y a la espalda un zurrón forrado de cuero, más bien guiado por la percepción sensorial de sus fanales que otra cosa, atravesando el dificultoso camino entre aquellas monolíticas presencias, esas talladas rocas que formaban las espantosas imágenes de un ayer inexplicable, y así avanzaba poco a poco, paso a paso cada vez más acercándose hacia su objetivo, trazando un camino sinuoso entre la áspera planicie; y ahí estaba su figura, la de Juan I de Inglaterra, ahora un simple desterrado de su propio reino y en compañía de su inseparable compañero de fatigas sir Geoffrey de Colwick los cuales iban con destino a Tierra Santa, donde poder empezar y arraigar una nueva vida lejos de la sombra de la muerte y los propios traidores de su corte. A figurar por la apariencia de aquel bastión se asemejaba en parte a la fornida piedra de arenisca del viejo castillo de Nottingham junto al río Leen, y del que era natural sir Geoffrey, el rey Juan era de enflaquecidas carnes, de enjutas y prominentes facciones, algo encorvado por el paso de los años, pelo rizoso y canoso, su barba le caía hasta la altura de la tripa, sus sandalias estaban desgastadas al igual que las de su súbdito real que, aunque algo más joven, eran entrados en años y rozando la ancianidad, el de Nottingham era algo más robusto, ambos llevaban daga al cinto, tirando a regordete, de faz redondeada, mofletes rosáceos y gruesas piernas pilosas, su espesa cabellera canosa le llegaba por los hombros y de barba rasurada de varios días, pues desamparado iba entre aquellas estrecheces del mundo y del retiro, aquella perturbadora presencia, esa pétrea mole que el destino había ubicado frente a ellos parecía venir de la prudente venganza, la que se hacía eco a cada pliego del mapa de todo aquel entorno tan paradisíaco como hostil nunca antes visto ni reconocido por visitantes o cronistas pretéritos, todo parecía desvirtuarse de toda regla o realidad, esa realidad imperante, pero ese sentir de que algo mortificante estaba tras aquellos gigantescos muros los hacía vagar con extrema cautela, algo aturdidos, porque no se atenía a ningún paraje nunca antes descrito ni apostillado en las cartas, o castillo alguno narrado por los peregrinos más sagaces y osados que utilizaban aquellas viejas vías para alcanzar el lejano Oriente, mas como rey que era y ahora arrastrando un lastre realmente pesado a su espalda, la de ser un errante, un proscrito, un simple montaraz que huía y desertaba de su propia tierra, tan desarraigado de toda una vida lucrativa impregnada de lujos inalcanzables para la plebe, no estaba para muchos entuertos, pero al igual que una demanda cogía el testigo de aquel desafío, no ocultó su escepticismo hacia lo que aquellas ruinas le podrían deparar de ahora en adelante, ¿quién sería su rey o regente, eran gentes leales a su causa, bajo qué estandarte blasonaban sus torres?, pujando sobre aquellos eriales donde nada crecía y todo era estéril como una piedra, ¿quién podría regir aquel mundo perdido y arrinconado a un simple pliego acartonado, la de un mapa tiempo atrás trazado y descrito por antiguos peregrinos?, todo era tan extraño, pero no había marcha atrás y él lo sabía, debía de adentrarse o fenecer y no estaba dispuesto arrojar la toalla después de tantas millas recorridas, era un lugar tan peculiar y no tenía parangón alguno con cualquier otro reino de los concebidos y alguna vez vistos o visitados en su insigne pasado, aquella tierra rojiza y carmesí era tan peculiar como fantasmagórica, un fino viento mantenía trazas benevolentes que no gélidas sobre el terreno que pisaban, era un paisaje donde las altas temperaturas habían modelado a su antojo junto a la erosión eólica aquellos monolitos sobre el cual la imaginación se había pertrechado con artes inusitadas nunca antes vistas, como un artista sobre ese barro dúctil y al cual ir formando a capricho, aquel terreno terroso manchaba sus calzados y sus ropas llenándolos de ese sangriento despertar, el futuro, esa era la palabra, el maldito futuro, donde todo hombre depositaba sus esperanzas y objetivos, los sabios anhelos, donde escondía los sueños, donde guardaba el porvenir, pero nadie se acordaba del pasado, porque era una dimensión que no solucionaba nada. Algunas tribus nómadas que recorrían las rutas caravaneras conocían esas vías secundarias por las que vagaban, mundos deshabitados donde poder echar raíces, y bastante lejos de Occidente, pero en su mayoría dominados a su vez por la imaginería popular, donde se decían pululaban bestias fantásticas de todo orden y concierto, eran submundos fuera de la ley y el control. Tal vez en Oriente fueras más libre, pero acabarías siendo sometido de alguna u otra forma por la hostilidad de su inapelable clima.

―¿Qué es esta extraña estribación que como un combado anzuelo se extiende con tan pérfida demora?, ¡con qué bendita paradoja se bifurcan las potestades de lo intransitado! ―Juan observó toda aquella desolación de rocas afiladas y punzantes―, ¿qué es este cortejo ritual que parece asimilar los rudimentos inquebrantables de la aritmética?, y heme aquí, desterrado a mi desdicha por los que una vez vertieron con sus libaciones su inquino ánimo, ante estos nuevos horizontes, a merced de este porte falso y adulterado, ante estas deidades que atesora el reino de lo incomprendido, donde se ensanchan las fronteras de lo irrazonable, a la vera de la siempre divina voluntad y el lacerante destino. ¿Así es como bendice Dios sus dones, tan alejados de la fe y la superchería?, al igual que un fabulista que interpola su moraleja con fútiles desvaríos, ¿decidme, sir Geoffrey, dónde se diluyen los egos del hombre?, ¿y este impertérrito silencio?, ¿dónde resuenan las valientes espuelas? Los prejuicios y la imprudencia que destruyen siempre la mente, se alzan ante este umbral del provecho y el beneficio, a través de las frías manos de lo inadvertido, con ese ego que ahoga y se atora en el corazón del ineludible destierro. ¡Oh, pobre de mí!, alma errante, singular desecho de un ayer dorado y colmado de antojos, ahora relegado a una vida austera, resignado a las artes de la peregrinación, ¿es esto lo que deparan los excesos de la vanidad? Oh, irreparable contrariedad, paradoja irreal, yo, el último linaje de una genealogía que se remonta a mis ancestros, yo, Juan de Inglaterra, más conocido y bautizado en la pila bautismal como el Sin Tierra, despojado de mi reino por vejámenes pecuniarios, deslices y tropiezos, ahora encomendado a rendir cuentas al mismo San Pedro. Oh, santos querubines, cantad maitines ante este infortunio ya antaño auspiciado, y por vuestra mano solventado, esta vacuidad tan llena de fútiles diatribas, y ahora vilipendiado por el velo del incierto decoro. ¡Oh, garante del destierro!, los alardes de la poderosa ciencia y la edad dorada de los hombres menguan en su hastío ante la pérfida y negra hilandera, la que sepulta en decepciones al más garante de los reyes, ¿acaso alberga el crimen en nuestros desamparados corazones?, porque es aquí tras este telón de paradójicos contornos donde la edad de los hombres se diluye con la impronta que impone el reverso tentador, con carga imperiosa y retribución jactanciosa, bajo este tiempo de audaces conquistas, este preludio de majestuosa rebeldía, la dureza de lo más consagrado se vuelve dúctil como el olvido, y el alma del bondadoso translúcida como el alabastro, ¿cuándo sobrevendrá el reposo de los difuntos?, mientras auspiciado por el maligno desde los más sagrados cálices se forjan los cascos y espadas de la podredumbre y la traición. Ya espero una embajada de nuestro redentor para que me redima de esta saña asesina que impone la imperante y teocrática oligarquía, del que sembró cizaña entre la buena semilla, purgando sus flemas impías al amparo de candelillas y lunas muertas, pues, yo, Juan de Inglaterra, tracé las arrugas de lo más taimado, garabateando la expresión resignada en el rostro de un hermano. ¡Oh, Ricardo!, hoy los hados atestiguan su condición más beligerante, pues al deliberar sobre la malignidad de aquel que rindió servidumbre a lo largo y ancho de este orbe justiciero, hoy es solo un desterrado, un simple despojo de habladuría, exhalando en su hastío su último suspiro. Nadie es capaz de sobrellevar tan pesada carga, la mata del elixir se arraiga sobre esta tierra baldía, condenada al reposo y la expiación, tan extraña en su concepción que, acrecienta los latidos del corazón más valiente, a las horas bacanales donde huye la cordura y perturba la razón. Transfigura tu faz inconfundible por los escabrosos arrabales y lindes del arrepentimiento, ¡oh, desdichado Juan!, pues dicen que la ironía se caracteriza por lo tardío y nada justifica la calidez de su avieso timbre, ¡con qué extraño precedente quisiera rebatir el afán de gloriosas traiciones, abdicaciones y conjuras!, todos somos partes imaginarias de este globo que aglutina nuestros sueños, los beodos oficios en estos tiempos de recogimiento y superación son el gravamen acentuado de un ayer pecaminoso y corrompido, dispensadme de habladurías y congojas, ¡oh, hados del pensamiento!, que detentáis de tan incongruentes desmanes, con pasos ingeniosos y con el ineludible distintivo de un perro sarnoso, escribir quisiera a golpe de pluma, para remendar con diligencia y consignar la historia de mi vida a una mera contingencia. El lapso pretencioso de nuestras cuitas se desvanece preso cual romo y vago errante, ante este orbe anquilosado y cimentado de negra serpentina. ¿Cómo podemos dar sentido a lo imperecedero?, y es aquí donde el torvo ceño del halo del mundo desarruga sus ingenios para atraparme y, yo, inhibido de toda perplejidad, me mantengo ante este plano abstracto donde mente y conciencia juegan entre equívocos desmanes, donde el presagio ora de fruslerías inducido bajo la terrible esfera de lo ocioso y lo marginal, entre cuervos y a la espera, por la senda feraz de la tortuosa vereda, así languidecen mis días, ya que el pensamiento sobrenatural arraigado en la cognición humana, mortifica mis pecaminosas carnes, pero escuchad, sir Geoffrey, entre momentos de tribulación el lóbrego humo del Averno, el que escucha mis azarosos pasos para no servir a la vanidad de este impío desheredado, ser consuelo de mi soledad solo eso me queda, contados quedaron mis días, la carestía de un reino consolidado en la solidez de un tirano ya han sido loadas por muchos, y resuenan en nuestros oídos como las campanillas de una doctrina tan impúdica como inconexa a merced y a despecho de estas cucarachas infames. ¡Oh, desdichada Britania!, el viento ya susurra ambrosía, entre pilares macilentos tan decrépitos y mugrientos.

Juan se agachó entre el holgado traje y recogió un grumo de arena en su mano, mantuvo el puñado de tierra entre sus dedos y luego los dejó caer lentamente deslizándose y deshaciéndose en el aire flotando con reflejos plateados. Era un desierto de polvo tan enigmático, y el rojizo y curvilíneo horizonte brumoso lo envolvía todo en sus márgenes, el terreno surgía lleno de cráteres causados por los violentos choques de meteoritos.

Una estrella fugaz trazó los cielos ambarinos y magentas con una fogosa luminiscencia que traspasó aquella planicie como un vendaval, sus ojos lo captaron en lo alto de los cielos surcando el firmamento y perdiéndose entre las rutilantes y dilatadas estrellas, con aquel tamaño tan fuera de lo normal.

―No os vengáis abajo, milord, mantened el temple, parecéis un inglés que solazado en sus bacanales lujurias y ante el implícito diablo, se prosterna en sus dispendios trasnochando bajo la oscilante luz de aquellas teas que resplandecen en la distancia, las que desde sus torreones macilentos hacen tremolar los negros crespones de su temerosa insignia ―respondió, levantándole el ánimo sir Geoffrey.

Juan I abrió sus párpados entre terrenos cobrizos y áridos, y una luz ambarina se infiltró por las angostas claridades de sus ojos, levantó la vista y pudo contemplar el parapeto descomunal que se alzaba ante ellos, la tenue claridad del cielo mandarina y rosáceo se conjugaba con las primeras estrellas que comenzaban a hacerse notar y despuntar arriba, afianzándose en el éter y tomando el pulso al demoniaco paisaje de Cydonia.

Esa enorme y encaramada fortaleza parecía atraerles enigmáticamente hacia sus potestades, y aquellos bloques ciclópeos y paredes solidificadas en estructuras amalgamadas de un hormigón entrelazado con roca natural, mitad erigida por manos humanas y en parte propio de la naturaleza, se erigía como una inmensa mole de roca realmente conmovedora, alzaron su mirada y parecía como si se les encogiera el alma, no era de extrañar, porque aquella simbiosis entre arquitectura y natura representaba un estilo muy peculiar y digno de ser contemplado en su magnitud y belleza, desde aquel bastión la mayor y más alta de las torres dejó caer una sombra que se deslizó lentamente trazando una recta sobre ellos al igual que una mano siniestra que intentara mostrarles el camino a seguir; pudieron distinguir algunos arcos trifoliados, vidrieras, entrantes y viejos portones e incluso algún que otro puente levadizo, pero ignoraban el nombre de aquella inmensa mole que había sido construida para unos fines y propósitos que ignoraban, así como su señor y rey, también el nombre de aquel erial tan controvertido y fuera de lugar del espacio tiempo, daba la sensación de que hubieran transgredido una línea divisoria y profanado la misma voluntaria o involuntariamente, pero definitivamente transgredida, es por ello que no sabían exactamente qué les depararía una vez llegados a sus aposentos.

―¿Torreones decís?, ¿dónde, mi estimado Geoffrey?, ¡alabado sea el cielo!, porque si en la desolación pedregosa de la árida Cydonia no advirtiéramos más que espejismos, jamás podría mantener ese temple que ha de ostentar un Plantagenet, siempre basado en ese concepto normando de malevolentia y perversión. O esto es cosa de brujas o a fe mía distingo torreones y ruinas en lo alto de aquella loma, las que colindan con tierras falaces sin desdeñar las ocasiones, ni siquiera las estrellas parecen trazar signos distintivos, ni a manera somera logro calcular sus posiciones, ved qué constelaciones dispensa la mano de la creación, porque con artes engañosas ofusca las ideas ante este extraño lienzo de fiero semblante ―dedujo Juan bajo esa peculiar cúspide sidérea.

Juan mantuvo entre sus manos el pliego del itinerario a seguir, el que le suministraba una copia exacta del relieve natural de la zona, mostraba una desolación, pero detentaba una toponimia tan fuera de lo común, que encogía el ánimo del más osado, todo se hallaba tan apartado, con esa belleza indescriptible, esos valles, esos cañones y paisajes por los que siempre habían suspirado sus cronistas, eran una realidad tangible, contemplándolos desde su aroma innato, despertó sus sentidos colocándolos en guardia, despabilándolos del profundo letargo, pero la milenaria dama que modera las vigilias y el desvelo no mostraba su faz en lo alto del cielo, algo de lo que se percataron, y es que en realidad no existía luna alguna.

Juan observó el pico que destaca sobre los demás del mencionado lugar, la dichosa montaña, si andaba errado no equidistaba mucho en paralelo del Oeste con el cráter Wallace, observó el pliego, en cambio, más abajo hacia el norte logró discernir bastante nítida la Laguna de la Putrefacción, descrita igualmente en el mapa, pero no se percató de ninguna singularidad o incoherencia, aunque aquel vacuo silencio sin vestigio de vida inteligente alguna lo desubicaba y lo alejaba de aquellas marcas del pergamino, sostuvo el mismo entre sus manos, cartografiado en relieve sobre su vieja y carcomida corteza y lo comparó de cerca con el hemisferio que remarcaba la ruta.

Anduvo hacia aquella monstruosidad, parecía como algo imperativo, una atracción surrealista que se anteponía a toda perspicacia, pero al vagar con tan escasos acopios se veían obligados a atravesar aquella senda abrupta, aquel descarriado periplo, pues apenas llegaban a sostenerse en pie muy maltrechos y sedientos, errantes y moribundos; ahí se alzaba aquel inmenso torreón como un ojo ciclópeo que los estuviera observando, el propio rey Juan pudo percatarse de aquellas estructuras que, aunque medievales y propias de un castillo antiguo y de realengo, eran algo inusitadas de ver por aquellos contornos, tan apartadas de Tierra Santa, aun así se armó de valor para sostener su cayado e ir avanzando lentamente, pero seguro hacia las grandes entrantes y el enorme puente levadizo que llevaba inexorablemente hacia la abrupta mole de hormigón y roca, algunos fuegos lo que parecían ser antorchas se podían discernir pues al parecer pertenecían a los propios soldados centinelas que hacían acopio de sus pertrechos, y aquellas plateadas corazas dejaban por sentado que eran una guardia pues estaban en lo alto de las almenas, aparte de esto la cúspide celeste rebosaba de una tonalidad fuera de lo común con aquellos esplendorosos sardios tan ardientes y una luminosidad pálida y rosácea nunca antes vista, pues hasta el mismo rey quedó contemplándolas atónito sin dar crédito a lo que sus ojos estaban siendo testigos, describir aquel escenario era realmente difícil a no ser de estar una persona en cuerpo y alma presente, pues era un entorno totalmente onírico y ficticio, se acercaba al anochecer, con aquellas tonalidades y franjas entre mandarinas y rosáceas, que despuntaba en el horizonte, parecía alargarse en los minuteros del tiempo y eternizarse de una manera nunca antes percibida, a pesar de ello trataron de mantenerse serenos y fueron paulatinamente avanzando hacia esa robusta fortaleza cada vez más grande ante sus retinas, haciéndose más diminutas y difusas sus figuras insignificantes, y de nuevo esa sensación de angustia que parecía mantenerse parapetada a la espera de su llegada, una extraña sensación al igual que un mal inherente que pudiera ser fácilmente desalojado por cualquier fuerza extraña o foránea, todo ello era tan grandilocuente y a la vez discordante de la razón que hacía sentir a ambos como meros y banales espectadores de un suceso totalmente de ensueño e irreal, hasta su compañero percibió esa impronta significativa en el conjunto de aquellas estrellas y constelaciones que trazaban esbozos y líneas nunca antes vistas ni siquiera la estrella Polar se hacía tangible a través de los sentidos, todo era extremadamente extraño y peculiar, Juan se pellizcó la barbilla secándose su frente con un paño deshilachado, el mismo que arrastraba sucio y purulento durante días, y en aquel punto quedó mudo por unos instantes, quieto sin susurrar apenas palabra ni pestañear, siendo testigo de aquel fenómeno tan peculiar y trascendente, «¿dónde podrían estar?», aquella fue su pregunta.

―En efecto, mi señor, no logro distinguir Polaris, pueden ser Draconis o Lyrae, estos ruinosos sedimentos sacrifican así sus muros en señal de sagradas hecatombes o pretéritas contiendas tiempo ha, acontecidas por manos ignotas, colmadas de excesos y ultrajes, cual mortal muérdago envueltas en mortal lujuria ―respondió Geoffrey―. Mirad estas dagas afiladas que, cual puntiagudos carámbanos se estiran hacia el cielo de ocre y bermellón, jamás presencié un paisaje tan onírico e irreal.

Hizo hincapié sir Geoffrey en cuanto a las rocas y sedimentos que obstaculizaban su andadura, esa pétrea presencia monolítica impuesta por la hostil natura.

―Como un dios venerado por humanas flaquezas, tan frugal y escaso se revela ese aire conquistador tras sus muros ―lo divisó Juan―, mas quién lo diría, pues la condición humana redunda en el pasado y se ofusca o se dilata en acopio de ripios, pero a pesar de estas latitudes imperiosas que imponen ante nos los hados, tan superfluas quedan mis palabras como un debilitado estío. Y es aquí donde los vanos sueños fingen su pragmatismo y sencillez ante los rigores de la muerte acerba, ya que ni el tramposo Egisto1  capaz sería de elucubrar tan enrevesado galimatías.

―Mas ved, milord, que me aspen si no distingo alzarse antorchas desde altas atalayas y almenas, ya sus llamas ardientes chisporrotean desde su ajuar inmaculado. Su candor derrama tal albura que humedecen mis pupilas, destilando ese aliento que solo el lustroso fuego sabe otorgar a las horas gélidas de la noche y la destemplanza ―advirtió sir Geoffrey.

―Entre gemidos y congojas, ya los gélidos céfiros liman su aspereza ante esa creciente luz que embriaga más que la flamígera espada de San Miguel Arcángel, pues si encaramado yace sobre esa jerarquía que bien nos guía desde el octavo coro de los nueve, ya despeja el camino del serpenteante y abrupto Cinto.2  Desde las montañas de Judea a las llanuras del Sarón, perdidos y errantes vagamos al amparo de las obras placenteras que nos brinda la creación, tan lironda, monda y pelada se descubre esta honda desolación, pues no hay Orden de San Juan ni argumento disuasorio alguno que sirva para atemperar la locura que estas entrañas constriñen en su ardor ―expuso el rey Juan.

―Así es, milord, mas testigo sois de las vertientes deshonestas y traidoras que este piélago ignoto nos reserva ante los ojos, ¿quién podrá gobernar semejante retiro? Pues desde el éter al ponto, solidifica con voz nominativa, articulando el abatimiento y, en su más epistémico juicio, nos revela los pendones del terror ―le contestó Geoffrey.

Sin duda, a sir Geoffrey le entró una congoja enorme al percatarse de aquella estructura ya cercana y a sus pies con esos bloques tallados de hormigón, una enorme fosa de más de treinta metros cubriendo su perímetro sur en un círculo de seguridad donde se podían advertir esos hondos pozos que circundaban normalmente todas las fortalezas ante cualquier serie de contrariedad o amenaza que pudiera provenir del exterior, no había duda de que los estaban vigilando desde las altas atalayas, mermados en su andar errante, ya que no iban rectos sino más bien dando una sinuosa caminata hacia los umbrales de aquel templo, fortaleza o castillo, pero sus ánimos y bríos se iban disolviendo en una incertidumbre que, paulatinamente, les acechaba, ya que no sabían quién podría ser su dueño o señor, aun así no había marcha atrás y ante aquellas flaquezas que arrastraban cual sudario era perentorio hollar sus puertas lo antes posible, para poder sobrevivir entre aquel inhóspito escenario, ese erial que se extendía ante un horizonte más amplio de lo normal, el que cualquier otro mortal hubiera contemplado jamás, sin duda, que sabían que algo no encajaba en aquella ubicación tan extraña, sir Geoffrey notó la cara desencajada y turbada de su señor, una intranquilidad plasmada en sus facciones consumidas por la flojedad manifiesta, eran los ojos de alguien que percibía un peligro inminente y acechante, no podía explicar la razón de aquello, ya que aquí era todo mera percepción, pero aun así era algo obvio que el miedo a lo desconocido fuese haciendo mella, adueñándose de sus inherentes desasosiegos, la angustia y esa expresión que languidecía a cada paso que daba su señor, repercutía en sir Geoffrey y, a la vez, lo hacían ser partícipe de aquella experiencia tan difícil de explicar, pero de la que ya no podían salir, el círculo estaba cerrado y habían entrado en unos dominios oníricos y fantasmales, ante tales hechos y heredades ancestrales, bajo una causa que les urgía a salvar sus vidas al mayor precio posible, todo lo hacía inevitable, con su cayado avanzaba el rey Juan seguido de su lugarteniente, pero era obvio que aquellas enormes entrantes estaban dominadas por un señor despiadado.

―Esas negras guarniciones parecen clavar su ojo avizor cual espinas punzantes en nuestro errático itinerario. Esta dilatada maceración que el tiempo nos reserva expulsa su pulpa requemada como el retraído prepucio de un repulsivo vestiglo, ¿qué extraña abominación puede dormitar sobre estos parajes, la que inspira la animosidad profunda de un renegado y la corrupción endémica de un desalmado? ¡Oh, el cielo nos guarde, sir Geoffrey!, ni las más afinadas apreciaciones herodoteas podrían discernir bien de mal y, a fe mía, que postulan un carácter meramente ficticio sobre estos pelados páramos que lastran la conciencia y someten la voluntad del más pudiente.

―¿Qué inquino pesar os hace sospechar sobre esas conjeturas y dilemas, milord? Sed consecuente, no dictéis sin razonar ante los desvaríos del maldiciente mundo, pues ya los hados no son dados a la mera palabrería y especulación, ceñid mirto y corona, apartad el nimbo de lo indecoroso, alzad con orgullo vuestra estirpe y abolengo de realeza ―lo ensalzó sir Geoffrey.

―Sería capaz de volar sobre una simple tela de cedazo si hiciera falta, y que los lóbulos de vuestros oídos no entren en contradicción ni se exasperen contra esta lengua soez y malsana, aun apercibiéndoos de las más lascivas soflamas, pues a fe mía que cualquier peregrino sucumbiría ante este paisaje tan pétreo y fragoso, cual fiel reflejo de algo lacustre y dudoso, que mis ya pobres y salidos huesos dejen de rifar, aunque solo cargue con una sola libra de pan ensilada a la andorga. Siento languidecer, sir Geoffrey, ¿cómo poder mitigar esta dolencia que afloja las corvas y ofusca y perturba la razón?, pues inhibido e impedido en mis facultades, pierdo lucidez a cada tranco que soportan mis caderas, pues entre muescas y trechos, he de trepar por aristas y pendientes tan afiladas como el acero ―le respondió Juan, caminando entre el pedregoso valle.

―No desesperéis, milord, pues a decir verdad estos parajes de locura otorgan, al menos, esta fortaleza durmiente, este rellano de reposo y quietud, esta fonda proscrita jamás citada por los más tempranos cronistas desde Nicéforo a Alberto de Aquisgrán ―le refutó sir Geoffrey.

―No despertad aún al dragón dormido, sir Geoffrey, pues entre puntos ciegos y dialectos jergales, quién sabe qué prolegómenos de dichas o infortunios podrán deparar una vez traspasados sus muros, pues ya el viento dispersa aromas a incienso y, la mirra resinosa que embalsama a los muertos, posterga nuestros ímpetus más exacerbados en pos de la prudencia ―le replicó ahora el monarca.

La discoidal presencia de la luna estaba ausente, esa pálida mota durmiente simplemente no existía, y Juan se preguntó el porqué de aquello, esa musa que en cualquier rincón del orbe era cortejada y llevada en volandas por sus gregarios allá en las noches de plenilunio, ¿cuántas generaciones habrían ansiado con volar y caer en el arenoso regazo de su seno?, pero enigmáticamente ese disco etéreo no aparecía de ninguna de las maneras. Ya casi anochecía bajo aquel rojizo cielo donde los enormes sardios pestañeaban de azul lustroso. Puede que ellos pudieran culminar los sueños de todos aquellos que nunca pudieron y ser portadores de los mismos.


1 Egisto: el átrida ayudó a Clitemestra a consumar su traición y asesinar a Agamenón. (Hom. Od. III. 263, &c.)

2 Cinto: (h. Apol. 140ss.)