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LA FORTALEZA DE FONTAINEBLEAU

Las puertas de palacio retumbaron con golpes grandes, el rey francés se conturbó sobre el trono rodeado de todos sus lacayos y prosélitos, los soldados francos saltaron a apuntalar la puerta central con sus fornidas espaldas y tablazones puestas para que la misma no cediera. El rey franco Luis era de pelo rizoso rubio, con una corona de oro sobre su mentón, bastante delgaducho y zanquilargo, llevaba unos botines dorados y una capa labrada en oro le colgaba a la espalda. No sabía quién podía estar tras aquellos enormes portones y que accedía a sus estancias a golpe de mazo igual que la mano de un gigante. Las sacudidas hacían temblar todo el piso marmolado y las columnas se agrietaban y las teas bajo la cúpula se movían de un lado a otro, todos mantenían el aliento y el desconcierto y el miedo se apoderó de los presentes.

En aquella cámara real destacaban los arcos de medio punto, los ventanales superpuestos, adintelados, ligados por molduraciones verticales y apoyados en cornisas uniformes, lucernas decoradas con botareles y una escalera en forma poligonal calada de aberturas.

Las cadenas y eslabones de la puerta se tensaron y un gran estremecimiento a hierros retorcidos se percibió en toda la sala de palacio, el tambor que enrollaba las cadenas frenó bruscamente, con un fuerte tirón que se sintió en todos los cimientos de la pilastra que lo sostenía, se balanceó escorándose hacia su izquierda y luego volcó, como si un mazo gigantesco lo hubiera desestabilizado desde su eje. Cayó de costado con un fuerte impacto que retumbó en las proximidades levantando una gran polvareda.

En ese preciso instante hicieron acto de presencia un grupo de hombres con un semblante de acero impenetrable, sus ojos parecían bañados por el plomo, y en su mirada reposaba la malicia.

Las juntas cedieron y las tablazones saltaron por los aires hechas astillas, y allí irrumpió abriéndose paso un bulto negro envestida con ropajes de gasa y capa, apartando y avanzando sin apenas resistencia con una treintena de hombres fieles a su disposiciones, con la heráldica del cuervo en sus petos y armaduras y llegando con descaro en presencia del propio rey, sus más fieles lacayos se interpusieron con daga en mano ante la presencia amenazante de lady Mortem. Las fuerzas invasoras de aspecto humano recubiertas de pies a cabeza de una coraza repelente, tocadas por un mono casco, y planchas blindadas brillaban como la loza en la noche.

―¡Vos hija del Averno!, ¿cómo os atrevéis a franquear las santas puertas del francés? La aristocracia normanda siempre buscó reforzar su poder a expensas de los demás reinos, pero jamás imaginé que una dama de tan insigne porte tuviera la osadía de adentrarse en mis aposentos a horas tan intempestivas y desprovista de toda protección con tan insignificante guarnición ―rezongó el rey francés.

El porte de lady Mortem era temible con aquellos guantes de cuero y su resplandeciente celada que, cual cofia, le venía encajada y a la medida en su cabeza, de fino grosor y acabada en aquel pico tan extraño que casi llegaba a la altura de su nariz, sus ojos de felino e increíbles ojos garzos mutaron aún más su iris dantesco, parecía una pantera bajo la luz de los relumbrantes hachones adyacentes al recinto, todos contuvieron el aliento, y trataron de mantenerse frente al rey como una barrera humana o un perímetro de seguridad para que aquella ninfa lasciva no se atreviera a zaherirle con su manos. No supieron discernir la procedencia de aquella embajada nocturna, con ese pálido cutis empolvado y esas cejas finas remarcadas en negro, esos perfiles la resaltaban aún más. Era la imagen vívida de un demonio venido del más espantoso de los infiernos, reforzada con peto, escarcelas y altas botas hasta llegar a las rodillas. Ni el más fiel y osado de los hombres allegados al rey se atrevió a plantarle cara. Todos se echaron a un lado cuando el franco desde el trono les ordenó que despejaran su visibilidad, dejándola al descubierto y justo en frente de él plantada. Hasta el rey quedó mudo por unos instantes y con la mirada desorbitada, era amenazante, sin duda, pero trató de mantener la serenidad ante su corte y no dar la impresión de ser un simple cobarde ante las inverosímiles pretensiones de una dama, aunque viniera del mismo Averno, con aquella embajada siniestra y retadora de la más terrible apariencia. Aquella tropa de hombres iba encabezada por lady Mortem y uno de sus lacayos, Geissler, un viejo capitán reclutado de la guardia inglesa, parecía un cortejo fúnebre. Apenas se esforzaba en darles el más mínimo protagonismo a sus muy allegados subalternos y matones, ni siquiera cierto bagaje psicológico, eran simples clichés de virtud o maldad, marionetas a las cuales mover a voluntad.

Desde el trono la presencia intimidadora de Geissler hizo enmudecer al resto de lacayos francos. Era un rostro el cual nunca se olvidaba, lleno de cicatrices a lo largo y ancho de él, no despertar demasiado la atención de una dama, era robusto y de anchas espaldas, sonrieron artificiosamente observando la mirada estupefacta de los francos.

―La inefable curiosidad y ese decrépito corazón ardiente que tanto os valentona, rubricará vuestro legado, intrigante sierpe sin befos, testigo ocular y fiel cronista de sus últimos responsos. Una mugrosa alfombra se interpone entre vos y yo, estimado capeto, pues ocultáis entre susurros a esa perra descuidada y a su real hijo, no soy precisamente dada a la indulgencia, o soporte con aserción el enojoso sermón de un traidor que confabula en circunloquios y comadreos palaciegos, dando cobijo a ratas y figuras de rancio abolengo bajo su techo, y que desoye los fundamentos que dicta el inglés. Si tan beato sois que, desde Acre, Cesarea y Jaffa, todos vitorean vuestro nombre, bien que dais pábulo con apoteósica vanidad a los que huyen a horas tardías cruzando el canal, pues cualquiera creería que os vengo a suplicar o apelar, solicitando la enmienda de alguna sentencia ―le respondió lady Mortem.

―Intrigantes soflamas las vuestras, milady, aquí el diablo ya los trilla con la yunta y sus jumentos, desconozco de qué me habláis, mas sin desdeño a vuestra causa, jamás supe de vos, ¿a qué reino os subordináis que no logro identificar tan decorosa e incierta heráldica, la que os cuelga cual buitre bruno como espantadizo?, ¿vos conde de Anjou, o vos Guillermo de Rubruck y vos André de Longjumeau, o tal vez vos comandante Eljigidei, vuestras fuerzas mongolas de Armenia y Persia se hicieron participes alguna vez de tan ignota alegoría? ―les preguntó el capeto.

Todos quedaron mudos y estupefactos observándose sin saber qué responder al respecto, ya que todos ignoraban aquellos emblemas espantadizos que portaba su propia guardia, ni el más docto de los allí congregados logró desentrañar tan enredado galimatías. Lo que más temía el capeto es que aquella perra hubiera traído zapadores desde el exterior para abrir brecha en la fortaleza mientras conferenciaba y parlamentaba.

―Tal vez yo pueda, milord, esta adición tardía con la que hoy nos brinda la dulce melancolía, traza sus antojos con licenciosas y amaneradas invenciones, tan llenas de inquietud como tedio, olisqueando el fétido hedor a cuervo carroñero, con los que deleita y sazona en insípidos trances lo que la dicha depara, mas en el redoble de su reclamo trata de aprehenderos pues aguzadas son sus hoces, no hay dádiva provechosa para el que no intuya la dura osamenta que reviste su retribuido trono, tan remisa en desvelar ante cortes ajenas. Así sacrifica en el altar su egolatría, mas sin ser cáliz de esperanza ni de anhelo a todos toca sin remedio, desde reyes a emperatrices ―reveló el conde de Anjou.

El hermano menor de Luis IX iba envuelto en ropajes de lujo, un Capiello de franela y saya larga con medias y zapatos lustrosos. Era barbudo y de edad avanzada, cuerpo enclenque, manifestando grandes ojeras entre ojos lacrimosos y grisáceos.

―Las supersticiones pasadas tan en boga de algunos no pronostican sustancia singular alguna ni resultan fatigosas y embarazosas de romper. Aferradas a la avaricia pierden la alusiva ductilidad de lo inquebrantable e irrompible, sus cadenas se afianzan y sujetan a frágiles y disolutos vínculos, los que embargan la razón y el contexto de los bienaventurados mortales que, en su cerril celo pecaminoso, se afanan en apropiarse de todo lo que no es suyo, usando como tributo la doliente espada del desacato y el desencanto para esos piadosos asilos que dan refugio a prófugos de la mano de la justicia ―replicó una amenazante lady Mortem.

―¿Justicia?, solo Dios sabe mediante qué cauces y ardides funestas os habréis valido para llegar hasta aquí, entre vigilias y sudores, con veladas transgresiones en las tierras del francés ―le reprochó el franciscano Guillermo de Rubruck―. Quebrantar las reglas sacramentales con simples letanías y hechizos o con las artes místicas y taimadas del despropósito, son el alma rígida e irreverente de esta áspid forjada a fuego y hierro por los yunques de Aqueronte, pero tan volátil en su esencia que rastrilla a través de sus intersticios, las llagas y flaquezas de toda humana corporeidad, transgrediendo y tornando los umbrales de la certeza en desengaño, como fiel albacea y portadora en custodia de un mandamiento encontradizo.

Este viejo franciscano iba envuelto en hábito y cofia de lino, regordete y aspecto mofletudo, sus manos eran rugosas y grandes, de ojos negros y diminutos en comparación con sus largas narices, del cinto le colgaba una pequeña cruz.

―En torno a esta conjunción de reproches que cobran intensidad sin desistir a las pretensiones y derechos del inglés sobre mi reino, ¿cómo osáis profanar mi sagrado templo entre litigios y acusaciones desprovistos de todo tino y alegato, inculpándome de acoger a simples desheredados de tierras baldías, con la cruda degradación del que, envuelto en ego, interfiere con la necesidad perentoria del que amasa ese repertorio de retazos desprovistos de todo fundamento y lógica? ―rezongó el capeto.

―Cuidado, majestad, friccionad con aceite esas sulfuradas llagas que la ira del dios guerrero traza en vos, aún siento el resuello de esa apesadumbrada ambigüedad que tanto os reconforta palpitando en vuestro corazón, pues la afrentosa procacidad y rapiña por lo hurtado no podrán encubrir la verdad. ¡Dónde paran la prófuga Leonor y el príncipe Eduardo! ―el grito gutural de lady Mortem los dejó a todos sordos―. Devolvedla a tierras del inglés o juro que más aguzadas que las áureas y afiladas dagas que, cual carámbanos se ciernen ya sobre vos, horadarán vuestro cuerpo con más ahínco que San Jorge al dragón, y tanto escaldos como bardos de pueblos más septentrionales perpetuarán vuestra desdicha y ralea con las preces del lastimero amor y la amarga cicuta, y no con la embriagante hidromiel precisamente.

―Ved cómo esta bruja segrega y tamiza a su antojo con más artes que la conjura de Pisón1 la que rezuma y fragua en verdad tras su lirondo y falso porte, todo ello para ennoblecer las arcas de un tirano, a expensas de sagradas oblaciones o capitulaciones las que consuma con tan inicua farsa ―tomó la palabra Edmundo de Lancaster―, en sus viles y abyectos propósitos en pos de destronaros y apoderarse del reino.

Edmundo el segundo hijo varón de Enrique III llevaba ropas de corte inglés, con capa a juego con los brocados de la cenefa del cuello, iba con calzas sobre las rodillas, un jubón de cuero marrón y sombrero con plumas. Era barbudo y rubio, de ojos claros y piel lampiña, flaco y de enjuto rostro con prominentes pómulos, la de un joven apuesto y gallardo con una gran espada al cinto.

―Vos que detentáis la alquimia curativa de todo hombre de bien y a carta cabal, ¡qué dispendio de oro, huestes y caudales para intentos tan vanos como tardíos!, pues con tanto gazapo y desliz, vos, Ricardo de Cornualles, irrisoria figura engrosada de flaqueza y lasitud, vuestra soberanía sobre Gascuña y el Poitou, fue una mera pantomima, sin potestad ni dominio; y vos, conde de Lancaster, ¡gran steward de Inglaterra!, segundo hijo varón del ahora reo y convicto Winchester y la prófuga Leonor, en pos de consolidaros en esa isla díscola e insignificante, renunciando a sus derechos al trono de Sicilia ―rio lady Mortem―. ¡Atajo de gallinas! ¡Menudo redil de medrosos timoratos! Afianzados a la diestra del estrado, cual fiel cortesano a la sombra de su amo que, cual mascota nociva o ínfimo bufón, solo sirven para amenizar una corte en decadencia, pervertida y degradada a la más baja ralea venida de Inglaterra.

Por unos momentos inundó de dudas el rostro taciturno del rey franco, como si hubiera acertado en su punto más neurálgico y lo hubiera tenido preso y escondido durante tiempo.

―Infravaloráis mi arrojo, hechicera, con esa sulfurosa y ladina verborrea, siempre presta a verter con las peores libaciones, pues, ¡eh, que aquí me alzo!, con la espada retadora, cual audaz Odiseo ante Circe, ¡jamás os la entregarán! ―le espetó Edmundo de Lancaster.

Edmundo hizo ademán de ir a sacar una daga y la alzó de repente con su puño desde varios metros de distancia, entre la corte que rodeaba el trono, lady Mortem se percató de sus intenciones anticipándose a su cometido, alzó su diestra embozada en aquellos negros guantes y lo atrajo como un imán, arrastrando su cuerpo deslizándolo por todo el marmóreo suelo hasta llegar a la palma de su mano, ahogándolo con su diestra mientras con su otra mano trababa y cogía la punzante daga.

Una mano negra enguantada salió de improviso con la cruel imagen de un demonio ante la cara del inglés, con su mirada sangrienta refleja en la noche, lo agarró del gaznate paralizándolo en seco, pues al igual que una onda expansiva lo llevó atrayéndolo como a un simple muñeco a sus pies, lo alzó en volandas ralentizando sus movimientos como a cámara lenta. El poderoso brazo de lady Mortem lo estrujó aún más apagando su voz y escuchándose un leve gimoteo seguido de un chasquido de huesos. Luego sobrevino el silencio.

―¡Qué arraigado ánimo enaltecido!, para un simple varón tan predispuesto a saltar a la gresca, mas si he de tomarla de grotesca, deciros que no gozo de espíritu, ni de lágrimas tributarias algunas que transmitan clemencia ante este pareo tan malavenido ni visto de luto para enjugar o aderezar mis aguados ojos, pues resecos son como el ónice.

―¡Ya basta, liberadle! Oh, maldita hechicera, vuestros reclamos territoriales no tendrán cabida con esa hilarante determinación subvertida que, ni asentada, ni refutada por ninguna clase de aclamación, plebiscito o adhesión, hoy tratáis de imponer cual castigo del mismo Ticio,2 la desaparición de ese anárquico sistema liberal en tierras inglesas solo ofrecen una consecuencia inevitable e insoslayable, el sometimiento y la postración ―le reprochó el rey.

Edmundo cayó al suelo extenuado con un gran shock, sin saber muy bien qué había ocurrido, desorientado como si hubiera perdido la memoria de lo sucedido apenas unos segundo, tosió de angustia palpándose su cuello dolorido y magullado, fue auxiliado por varios miembros de la corte levantándolo del suelo y ayudándole a reincorporarse, pues casi no se mantenía en pie. Luego lo apartaron de la presencia de aquel ser maligno de sangre fría que los observaba con aire retador al igual que una efigie. Todos los allí congregados quedaron enmudecidos sin saber qué hacer al respecto, eran artes oscuras lo que estaban presenciando, y hasta el propio rey se persignó susurrando una plegaria, o al menos, aquello pareció surgir de sus labios, pero fue rápidamente cortado por la impertinencia de lady Mortem.

―Cuidado, estimado capeto, que torres más altas que vos han caído ante mi mano, mas ni aun siendo novicio ni prelado, bien haríais en refrenar vuestra atrevida lengua, pues descosida os cuelga sin bajío ni farallón que osen aplacar lo estoico de sus pasiones. Advertido quedáis, majestad, y a lo más pronto sopesad bien mi demanda u os abriré una tronera por gañote, en menos de lo que se tarda en cantar maitines, pues no hay atrevido censor que se precie en zarandajas ―sentenció, tajante, lady Mortem.

El rey estaba enojado y envuelto en un ataque de ira y miedo difícil de digerir, había sido humillado por una dama enigmática, una negra hechicera de un reino ignoto y desconocido.

―¡Abrid las puertas, dejadla marchar!, oh, agorera de infortunios, quebranto de hombres y ruina de reyes, pagaréis por vuestra afrenta. Preparad un plan de contingencia de inmediato, milores, contra esa torre usurpada y al amparo del inglés ―se volvió el rey hacia sus más allegados consejeros.

Lady Mortem lo señaló con su mano en señal de advertencia con un ultimátum retador el cual debía coger y tomar como algo serio, y no como mero capricho o ambigüedad, era una diatriba hacia su persona, su corona y su reino. Y aquello el francés lo supo de inmediato, sabía que su cuello pendía de un hilo, tenía la soga bien sujeta al gaznate y desconocía los poderes que envolvían con ese halo de misterio a aquella bruja desalentadora y capaz de martirizarte en su recuerdo, era el fiel reflejo de una ensoñación, como un espejismo, algo irreal, pero debía ser prudente y aceptar lo que por todos se hizo evidente, aquello era algo de carne y hueso, no una pesadilla pasajera, era un hecho consumado en las mismas puertas de su fortaleza, en detrimento de su persona, con solo el inquino propósito de desacreditarle y colocarlo contra las cuerdas.

―¿Habláis de esa ciénaga pútrida habitada por parásitos carroñeros siempre a la espera de incautos?, aparcad esas triviales ansias, milord, la de esos obsesos apologistas siempre en defensa de la pugna y la discordancia. Al menos, servirá para salvaros el gaznate. Rezumáis esa irrefrenable y abyecta voluntad tan impotente en sufragar ante tanto desagravio, insensato, ¡oléis a carroña, a rey depuesto y sin heredad!, ese ímpetu que os espolea cual una pleamar de forma tan arbitraria y peculiar contraria a los ríos, juro os lo acortaré, cual tibio regato y remanso, encauzado al sempiterno mundo del olvido. ¡Apartaos de mi vista, escoria! ―se abrió paso echando a la guardia franca a un lado.

Sacudiéndose la capa con su mano se volvió dándole la espalda al galo, abandonando rápidamente las estancias, escoltada por su propia guarnición con la que había incursionado en la fortaleza, desapareciendo igual que un espíritu maligno tras los grandes accesos, los cuales aún permanecían derruidos tras la enérgica embestida e irrupción de aquella extraña venida de una tierra la cual ignoraban.


1 La conjura de Pisón fue un complot dirigido contra el emperador Nerón en el año 65.

2 Ticio a su intento de violar a Leto, fue castigado a yacer en el Hades.