I

Donde se narra el viaje del clan godo

Cansancio, frío y hambre. Aquellas tres palabras terribles se repetían una y otra vez entre los miembros del pequeño grupo familiar que se disponía a cruzar los Pirineos. Esas enormes montañas nevadas parecían querer engullirlos y hacerlos desaparecer, pero no iban a conseguirlo, ellos tenían que llegar «al Sur». El Sur era el vocablo opuesto a las tres palabras del sufrimiento; en ese punto cardinal residía la felicidad y el pequeño Erik se preguntaba cuándo lograrían alcanzarlo. Llevaba mucho tiempo escuchando cómo sus mayores repetían, con ojos brillantes, que en aquel lugar no existirían los problemas y el muchacho godo tenía prisa por llegar. Jamás había sufrido, en sus siete breves años de vida, como en aquellos últimos meses. Su cuerpo flacucho apenas soportaba una gelidez que le hacía sentir alfileres clavados en su pecho a cada bocanada de aire que respiraba.

Apretó la mano de su madre y elevó los ojos hacia ella.

—¡Ánimo, hijo mío! –susurró dulcemente la mujer–. Pronto alcanzaremos nuestro destino y allí podrás descansar.

Las jornadas eran eternas; la primavera había alargado las horas de luz y había que caminar y caminar, algunas veces bajo lluvias torrenciales y otras entre densas nieblas. Llegada la noche, y si no encontraban algún monasterio en las inmediaciones, los miembros del clan montaban el campamento en algún lugar resguardado del aire helador que entumecía sus cuerpos y dormían agotados, sin siquiera notar el dolor de sus músculos y el escozor de las profundas heridas que surcaban sus rostros mientras, por turnos, uno de los hombres permanecía en vela para dar la voz de alarma en caso de ataque de algún oso, una manada de lobos, o cualquier otro animal salvaje de los que habitaban por aquellos bosques. Erik tiritaba y se preguntaba por qué habían tenido que abandonar su hogar, las tiendas de pieles no eran tan cómodas y calientes como su casa de piedra y madera y, aun estando acostumbrado al intenso frío del norte de Europa, apenas conseguía entrar en calor con aquellos pellejos en los que su madre lo envolvía. Su primo Olav había muerto días atrás, en el camino, y lo habían enterrado en la zona boscosa de un lugar llamado Galia. Erik había llorado mucho al enterarse de que su eterno compañero de juegos había partido hacia el reino tenebroso de la gran diosa Hell. ¿Por qué se había ido sin decírselo? Ellos dos siempre se habían confesado todos sus secretos, pero aquel día Olav no se había levantado por la mañana y poco después Erik vio como la hermana de su padre se arañaba el rostro con desesperación y lanzaba aullidos aterradores mientras su esposo la sujetaba para evitar que se lesionara gravemente. Después todo el grupo familiar había tenido que intervenir para separar a la mujer del túmulo de piedras del que se negaba a moverse, pues los paganos tienen a veces ideas terribles sobre la vida después de la muerte. Tras arrancarla de allí habían continuado la marcha, pero su primo ya no iba al lado de su madre, ni sobre los hombros de su padre, porque el dios Odín no tuvo a bien que Olav llegase al Sur.

Después de aquel terrible suceso, los rostros del clan familiar se ensombrecieron y las caminatas transcurrían en un triste silencio que Erik no se atrevía a romper. Aquel día avanzaban especialmente cabizbajos y, cuando pararon a comer, los hombres se reunieron aparte hablando en voz baja y meneando la cabeza de izquierda a derecha, mientras la madre de Olav miraba al horizonte, como cada jornada, con los ojos inundados de lágrimas.

—¿Cuándo llegaremos? –preguntó el pequeño Erik por enésima vez, mientras contemplaba como su madre amamantaba a su hermanita.

—Muy pronto. Tras esas montañas se encuentra Hispania.

La niña giró su cabecita y sonrió a su hermano mostrándole sus dientes blancos y desiguales. La pequeña ya tenía más de un año, por eso su madre, además de proporcionarle la leche materna, le preparaba una pasta especial mezclando agua y alimentos masticados por ella misma. Galsuinda crecía fuerte y hermosa y parecía no resentirse por el tremendo viaje con el que había inaugurado su segundo año de existencia. Erik había tenido otra hermana llamada Galsuinda que había muerto a poco de nacer, pero un par de años más tarde su madre había parido otra hembra que recibió el mismo nombre porque, según las creencias del clan, los dioses la habían enviado para sustituir a la anterior.

—¡Que el gran Odín nos ayude! –oyó exclamar a su padre.

Erik se acercó al grupo de hombres para escuchar la conversación que mantenían.

—Si nuestros antepasados pudieron cruzarlas –rugió Harald señalando las montañas– nosotros también podremos.

—No somos un grupo de guerreros a caballo. Nosotros vamos a pie transportando una carga pesada, llevamos mujeres e incluso niños pequeños… y ya hemos perdido a uno de ellos –dijo el padre de Erik con consternación.

—¡No quiero verte flaquear, Gorm! –exclamó alterado Harald–. Sven lo ha resistido, ya contábamos con sufrir alguna baja.

El rostro de Sven se ensombreció al recordar a su hijito.

—Podríamos esperar a que el tiempo mejorase.

—Eso no tiene sentido –refunfuñó Harald–. Comenzamos la travesía en pleno invierno y ahora nuestro viaje está a punto de finalizar.

—Pero estamos agotados y ya estoy harto de que nos estafen y de solicitar hospitalidad a esos hombres que llevan la cabeza medio pelada y que visten túnicas extrañas. ¿Por qué no nos asentamos aquí, al sur de la Galia? –rogó Gorm abriendo mucho los brazos como para abarcar el lugar en que se encontraban.

El jefe del clan negó con la cabeza y lanzó un gruñido.

—Muestra más respeto, Gorm, esos a quien tú desprecias son hombres santos, los godar de estas tierras, y gracias a ellos hemos logrado llegar hasta aquí. Y recuerda que fue nuestro godi quien ordenó que cruzáramos las montañas hasta llegar a Hispania y alcanzar la ciudad indestructible.

A lo largo del penoso viaje, Harald se había referido muchas veces a una urbe misteriosa cuya existencia ninguno de ellos conocía.

—Pero ya hemos cambiado la mayoría de nuestras posesiones por alojamiento y comida, no nos queda casi oro… y ni siquiera sabemos qué ciudad es esa.

—Sabes que nuestro godi me dijo su nombre, aunque me prohibió revelarlo hasta nuestra llegada.

—¡Escucha, Harald! –gritó el padre de Erik–. Espero por tu bien que ese lugar exista y que seamos bienvenidos en él.

—¿Me estás retando, Gorm? –preguntó el aludido poniéndose en pie.

Erik contuvo la respiración desde su escondite. Su abuelo era un gigante que cuando se enfadaba hacía temblar la tierra a su alrededor y no iba a permitir la más mínima insubordinación en su jefatura, ni siquiera de su hijo Gorm.

—¡Sentaos los dos! –chilló Sven que aún no había abierto la boca–. Parloteáis y gimoteáis como mujeres, sin embargo miradlas a ellas, ni una sola queja ha salido de sus bocas en todo este ridículo viaje, salvo las de mi pobre Willa cuando perdimos a nuestro pequeño.

Harald y Gorm bajaron las cabezas ligeramente avergonzados.

—Cruzaremos las montañas y llegaremos hasta el final, no quiero que la muerte de mi Olav haya sido baldía. Además, si los dioses han hablado por boca de nuestro hombre santo, contaremos con su protección.

Sven se levantó abandonando la compañía de los demás para abrazar el cuerpo de su esposa, que continuaba con la mirada perdida en el horizonte como esperando ver aparecer la silueta de su hijo en la lejanía. El pequeño Erik se acurrucó tras el tronco de un árbol para no ser descubierto por su tío y así poder continuar con su apasionante espionaje.

—En parte tienes razón, Gorm… os… os debo una explicación –comenzó Harald mirando al grupo de hombres reunidos alrededor del fuego–. Tengo la absoluta certeza de que, tal y como aseguró nuestro godi, ese lugar existe. En el último monasterio donde nos aprovisionamos pregunté por la ciudad a uno de los hombres santos que hablaba una lengua similar a la nuestra y la conocía.

Los rostros de los cuatro hombres se alzaron inquisitivamente hacia el jefe del clan familiar.

—Continúa –solicitó Gorm.

—El godi galo me aseguró que la urbe a la que nos dirigimos es conocida porque nunca pudo ser tomada por la fuerza debido a sus legendarios e impenetrables muros. Hace apenas una centuria, un rey de Galia quiso invadir Hispania y saqueó varias poblaciones importantes venciendo a las guarniciones que las protegían pero, a pesar del asedio al que sometieron la ciudad prometida durante cuarenta y nueve días, no lograron traspasar su inexpugnable muralla.

Los que escuchaban el relato se miraron entre sí.

—¿Cómo terminó el asedio?

—Los francos pidieron a los dirigentes de la ciudad sitiada la concesión de reliquias del que había sido un hombre sagrado entre ellos, la estola de un tal san Vicente fue entregada al rey Childeberto y con ello se terminó el conflicto.

El joven Karl sacudió la cabeza incrédulo.

—¿La estola de un santón terminó con lo que podría haber sido una terrible masacre?

—Eso le pregunté yo al sacerdote –explicó Harald encogiendo sus potentes hombros–. Parece que cuando los nuestros se instalaron en Hispania, profesaban una creencia contraria a la de los francos, llamada arrianismo.

—No comprendo –reconoció Liuva.

—Tenían otros dioses –aclaró Sven, quien silenciosamente había vuelto a acercarse al grupo.

—Pero los francos descubrieron que los habitantes de la ciudad prometida se habían convertido a la doctrina católica, que es la recopilación de esas nuevas leyendas de las que habéis oído hablar. En esta religión constituyen un gran tesoro los restos de sus líderes, y esa fue la condición que pusieron los sitiadores para terminar con el asedio. El rey Childeberto marchó a la ciudad de los parisii con su reliquia mágica e hizo construir un recinto sagrado para que fuera guardada allí.

Todos callaron intentando asimilar las palabras de Harald.

—¿Y estás seguro de que en esa ciudad a la que nos dirigimos hay descendientes de nuestros antepasados?

—Eso aseguró el oráculo.

Gorm respiró una gran bocanada de aire frío.

—En verdad que los dioses deben tenernos reservada una misión muy especial para habernos mandado a un lugar tan lejano y extraño.

Harald asintió.

—¿Sabes cómo llegar a la ciudad prometida?

—Sí –afirmó Harald–. Iremos por la vía romana y, una vez pasadas las montañas, la hallaremos en un fértil valle a orillas del río más caudaloso de toda Hispania.

—¿Cómo sabremos con seguridad cuál es?

—Preguntaremos a las gentes aunque, seguramente, los dioses nos indicarán su ubicación exacta.

—Todavía quedan muchas jornadas de viaje –aseguró Sven chasqueando la lengua.

—Y me temo que aún reste lo peor –auguró Gorm elevando la vista hacia las altas montañas que tenían ante sí.

Harald se puso en pie con decisión.

—No perdamos la esperanza –aconsejó sonriendo–, estas montañas no pueden ser peor que los bosques de la Germania.

El pequeño Erik salió a rastras de su escondite y corrió hasta donde se encontraban su madre y su hermanita, quien dormía placidamente entre un amasijo de pieles.

***

Los días siguientes fueron duros, pero no tanto como Gorm, el padre de Erik, había temido. La vía romana estaba en buen estado, había puentes o vados para cruzar los ríos e incluso pequeños túneles facilitando el paso montañoso y, con bastante rapidez, llegaron al Summo Pireneo donde se aprovisionaron de víveres. La lluvia y la nieve, dos impertinentes compañeras de viaje, los habían acompañado incesantemente durante su marcha por la zona gala y fueron remitiendo paulatinamente en Hispania. Afortunadamente pudieron alimentarse espléndidamente cazando rebecos y jabalíes y pescando truchas en los límpidos ríos con los que se encontraban, y la abundante comida les proporcionó la energía necesaria para continuar caminando. El paisaje era similar al de su tierra natal, abetos, hayas, encinas y flores de edelweis constituían la flora autóctona y eso propició que Erik añorase su antiguo hogar. ¿Existirían allí también seres malvados escondidos en las grutas? Los malignos trolls podían estar al acecho para devorarlos en cualquier descuido. El pequeño sintió como se le erizaba el vello del cuerpo y apretó con fuerza la diestra materna.

—¡Adelante, hijo! A partir de ahora todo será mejor –oyó como le decía su madre.

Y efectivamente, las jornadas siguientes se hicieron más llevaderas a pesar de la dolorosa ausencia de su primo, a pesar del daño lacerante en las plantas de los pies, a pesar del escozor de las heridas supurantes en las manos y a pesar de los arañazos producidos por la vegetación espinosa. Erik y los demás miembros del clan se sentían más felices desde que habían llegado a Hispania. Así, con esos nuevos ánimos, sonreían ante cada miliario que dejaban atrás porque, aunque no supiesen descifrar los signos de las columnas de granito sitas al borde de la calzada, comprendían que iban acercándose a la ciudad prometida.

El corazón de Erik latió con más fuerza una alborada en la que, tras haber abandonado el camino principal para cazar en las inmediaciones de la villa de Iaca, divisaron una lejana figura saliendo de una gruta. A la distancia a la que se encontraban no podía asegurar el pequeño qué forma viviente era aquella, podía tratarse perfectamente de uno de los muchos seres malignos que poblaban los bosques y las montañas. Los hombres del clan cruzaron miradas y avanzaron sigilosamente, seguidos por las mujeres y los niños, hacia el habitáculo medio cerrado con piedras de diferentes tamaños acumuladas desordenadamente. Al acercarse, el pequeño se tranquilizó al comprobar que sólo se trataba de un anciano de insólito aspecto que se encorvaba con impresionante agilidad recogiendo ramas a diestro y siniestro. Harald levantó una mano para que el resto del grupo detuviera sus pasos mientras él se aproximaba hacia el extraño. El jefe del clan se situó al lado del hombrecillo de larguísima barba y le dijo algo que los demás no pudieron oír. Era sumamente chocante ver al enorme Harald gesticular nerviosamente frente al inmutable anciano al que casi duplicaba en tamaño. El eremita observaba al gigante sin pestañear y cuando éste le apremió para que respondiera, el hombrecillo se agarró los labios entre sus dedos índice y pulgar, dando a entender que no quería o no podía contestar. Harald se giró hacia el resto del grupo con expresión turbada a la vez que el anciano volvía a centrarse en su tarea de amontonar ramas. El godo continuó intentándolo hasta que el eremita, hastiado y dando ridículos saltitos, le señaló hacia el Sur con su dedo descarnado.

—Ese viejo debe de estar loco –aseguró Harald regresando hacia donde los demás esperaban anhelantes–, le he repetido el nombre de la ciudad hasta cansarme y él parecía no verme siquiera.

—¿Qué estará haciendo aquí solo? –se preguntó Sven en voz alta.

—No sé… quizá sufre la maldición de los dioses y su clan lo ha dejado en la montaña a merced de los animales salvajes.

—Probablemente –reflexionó Gorm.

—De todos modos parece que el camino que seguimos es el correcto.

A poca distancia de la morada del anciano, el clan halló una pequeña gruta semicircular en cuyo interior descansaba una imagen tallada en madera. La figura representaba a una mujer ataviada con un manto romano, del tipo que habían visto lucir a algunas galas, y en sus brazos sostenía a un niño pequeño.

—Debe ser la personificación de alguna diosa de la fertilidad –sentenció Liuva.

—Como Frigg –susurró la madre de Erik a su amiga y segunda esposa de su marido, Galeswintha.

—No podemos asegurarlo, Frida –dijo Gorm mirando a sus dos mujeres.

La madre de Erik entornó los ojos, iba a proponer el sacrificio de algún animal a aquella diosa de aspecto dulce y maternal, pero la tajante intervención de su marido la hizo desistir.

—Continuemos –ordenó Harald elevando su mirada hacia el sol–. Pronto atardecerá y el frío se hará más intenso.

Parecía que las dificultades iban a ser menores. El clima fue suavizándose conforme avanzaban, día a día las montañas eran de menor altitud y la nieve desaparecía de sus cimas. La primavera se mostraba allí en todo su esplendor y las mujeres comenzaron a sonreír y a canturrear, todas menos la madre de Olav, que continuaba con la vista fija en la lejanía mientras caminaba mecánicamente.

Atta –llamó Erik a su padre.

—¿Qué quieres, hijo?

—Padre, ¿tenemos casa en la ciudad prometida?

Gorm sonrió.

—De momento no.

—¿Dónde viviremos?

—No te preocupes, Erik, encontraremos una.

El niño calló unos instantes.

—¿Será esa ciudad como nuestra aldea?

El hombre rodeó con su brazo fornido los hombros de su hijo y miró a lo lejos sin encontrar respuesta.

Los campos, tanto de labor como de pasto, se extendían a ambos lados del camino romano y ya comenzaban a verse casas dispersas y cierta actividad humana, porque iban abandonando la zona montañosa y adentrándose en territorio de sierras. El paisaje era de gran hermosura, los picos se habían transformado en montes cortados y las tierras estaban surcadas por ríos de agua cristalina. Decidieron seguir por la ribera de uno de ellos que, además de asegurarles alivio para su sed, les proporcionaría buena pesca y posibilidad de caza dado el sinfín de criaturas que acudían a beber a sus aguas. Además, aquellos parajes estaban repletos de deliciosas frutas y bayas que ellos no conocían pero que decidieron probar al ver a ciertos pájaros picoteándolas.

Era de madrugada cuando el traqueteo de las ruedas de un carro los despertó. Sven, que en aquel momento hacía el último turno de vigilancia, sacudió el corpachón de Harald señalando un carromato lleno de sacos que recorría el camino. El gerifalte del clan se puso en pie y saltó ante el vehículo haciendo parar a su conductor.

—Amigo, ¿puedes indicarnos de qué población vienes y adónde te diriges?

El hombre, un joven de unos veinte años y cabello oscuro y brillante como la noche, frunció el ceño sin entender las palabras del godo. Harald gesticuló señalando el contenido del carro, al propio conductor y algún punto en la distancia, y repitió sus mudas preguntas hasta que su interlocutor pareció comprenderle.

—¡Ah! –exclamó– Ebelino… Osca, Osca.

La primera palabra la pronunció indicando con el dedo una magnífica mansión rodeada de tierras sembradas en las que varios hombres trabajaban ya en plena actividad. Parecía la finca de un noble, similar a aquellas que habían visto en algunos lugares de Galia. El segundo vocablo, Osca, se acompañó de un movimiento con el brazo indicando lejanía, parecía que era el lugar hacia el que dirigía sus mercancías.

-¿Latín? –preguntó el joven señalándose la boca.

Harald negó y el conductor meneó la cabeza impotente ante la imposibilidad de ser comprendido, pero el godo se acercó al hispano susurrando el nombre de la ciudad prometida.

—Gallicus flumen –dijo el joven asintiendo y gesticulando– Gallicus flumen.

Harald pareció comprender y el joven sacudió las riendas del jumento para seguir su camino hacia Osca. El jefe se acercó a los cuatro hombres de su clan.

—El gran padre Odín nos ha guiado sabiamente. He creído entender que hay que seguir el curso de una corriente de agua que los nativos llaman Gallicus flumen.

—Pero el «gran padre» no se ha manifestado –se quejó Gorm–, no veo los signos enviados por él.

Erik suspiró angustiado. Iban por unos lugares desconocidos en los que era difícil incluso hacerse comprender ¿Por qué aquellos hombres hablaban de forma tan diferente? ¿Llegaría a entenderlos algún día? ¿Cómo iban a vivir en un lugar en el que no disponían de un hogar y en el que la gente se expresaba con extraños sonidos carentes de significado?

El terreno era cada vez más llano y a ambos lados del camino comenzaron a encontrar mansiones y villas de diferentes tamaños, y campos con pastores tañendo cítaras tumbados al sol mientras los rebaños de ovejas pastaban la aromática hierba húmeda.

El grupo se desplazaba en silencio, observando y sacando conclusiones unas veces acertadas y otras erróneas. A todos les llamó la atención las poderosas diferencias físicas que observaban entre las gentes y distinguieron principalmente dos grupos raciales y sus posibles mezclas. Los había con rasgos similares a ellos que sin duda serían originarios de sus mismas tierras, hombres grandes y rubicundos; otros, sin embargo, eran más morenos, algo más menudos y con los cabellos cortos. Los primeros parecían ostentar la supremacía, aunque los segundos aparentaban ser más cultivados y pacíficos. Ambos tipos se relacionaban con naturalidad en una lengua similar a la que habían oído hablar en la Galia, pero con un acento más fuerte y marcado.

En la última mansión en la que se detuvieron, Gallicum, les aseguraron que la ciudad que buscaban se encontraba a sólo una jornada de viaje sin abandonar el curso fluvial.

—¿Estás seguro de haber comprendido las indicaciones? –preguntó Sven oteando a lo lejos–. No se ve ninguna urbe.

—No puedo asegurarlo –reconoció Harald–, no sé si pronuncio correctamente el nombre.

Pero lo que creyeron la señal de los dioses se presentó repentinamente y los semblantes de los miembros del grupo se iluminaron de esperanza. Dos cuervos negros describieron un par de círculos sobre sus cabezas para luego dirigirse en línea recta hacia donde les habían indicado.

—¡Los cuervos de Odín! –gritó Gorm señalando a los dos pájaros.

—Cierto –dijo Sven sorprendido–. Son Hugin y Munin.

Por fin iban a alcanzar su destino. Las mujeres se abrazaron llorando de dicha y la velocidad de la marcha se incrementó. Harald llegó a la conclusión de que era tiempo de desvelar la información que poseía, ya que la divinidad se había manifestado en los cielos permitiéndole romper el silencio.

—Creo que ha llegado el momento de deciros algo más sobre la urbe en la que probablemente pasaremos el resto de nuestras vidas.

Todos se acercaron al jefe Harald sin aminorar el ritmo.

—El godi me contó que cuando los nuestros arribaron a ella hace dos centurias, era la segunda ciudad en importancia de la provincia Tarraconense, siendo principal la urbe de Tarraco; pero ahora es, junto a la capital, Toletum, una de las ciudades más significativas de toda la península Ibérica por su importancia estratégica y porque la mayoría de los caminos romanos que cruzan Hispania y que la unen con el resto del continente pasan por ella. Está situada en un valle fértil y sus tierras están regadas por tres grandes ríos, uno de ellos inmenso llamado Iberus.

—Todo eso está muy bien –refunfuñó Sven–, pero ¿qué vamos a hacer nosotros allí?

—Nuestro hombre santo me dio una carta –dijo Harald sacando un trozo de cuero de entre sus ropas– que debo entregar a los dirigentes de la urbe, que son de nuestra etnia.

—¿Qué dice el mensaje? –se interesó Gorm.

—No lo sé… no puedo descifrar su contenido y nuestro godi no me aclaró nada al respecto, pero me aseguró que presentándola seríamos bienvenidos en la ciudad y que conseguiríamos asentarnos y ser tratados como hermanos.

—Bueno, y dinos ya ¿cómo se llama ese enigmático lugar?

—Primero contempladla allá a lo lejos.

Los rostros se volvieron hacia el frente. En el horizonte divisaron unas formas que fueron creciendo a sus ojos conforme se acercaban y Erik contuvo la respiración. La altísima muralla de piedra blanca reflejaba su magnificencia en las aguas de un río ancho y caudaloso por el que navegaban barcas de todos los tamaños que arribaban a un puerto fluvial para descargar mercancías. Las incontables torres de vigilancia, similares a gigantescos guardianes, estarían custodiadas por arqueros y soldados en momentos de peligro, y la ciudad cerraría sus pesadas puertas si algún enemigo osase acercase. La algarabía y el bullicio que salía de entre sus muros prometían que en su interior habitaba un enjambre humano de proporciones insospechadas para los miembros del clan. El puente acueducto que cruzaba el Iberus soportaba el peso de la hilera de gentes que accedían a la urbe, mientras que en las huertas y cabezos que la circundaban, agricultores y pastores llevaban a cabo sus cometidos. Incluso algunas construcciones se habían levantado extramuros al no tener cabida en el perímetro amurallado.

Erik alzó la vista hacia sus mayores y descubrió que algunos tenían los ojos llenos de lágrimas. La ciudad prometida existía.

—Es... –balbuceó su padre.

Harald terminó la frase.

—La Caesaraugusta romana, llamada ahora Cesaracosta.