De la llegada a Cesaracosta y de los primeros días en ella
—¡Alto en nombre de nuestro rey Chindasvinto!
Harald se detuvo al ver la diestra del soldado en clara señal de parada.
—Tenemos una carta de entrada –dijo el jefe del clan familiar mostrando el documento.
El soldado no entendió y cruzó su lanza ante el pecho de Harald protegiéndose con un escudo ovalado. Este retrocedió alarmado.
—Tenéis que pagar el portazgo.
El imponente godo ataviado con yelmo de hierro no parecía comprenderle, asemejaba ser de su misma raza y sin embargo sólo hablaba aquel lenguaje incomprensible que llevaban oyendo semanas y más semanas. Harald se giró hacia los miembros de su clan con expresión de pesadumbre.
—No ha mirado siquiera la carta del godi.
—¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó Liuva.
—Acamparemos al lado del puente y lo volveremos a intentar mañana.
Los cinco hombres comenzaron a montar las tiendas mientras las cuatro mujeres sacaban de los fardos los últimos pedazos de carne para preparar la cena. El atardecer caía sobre ellos, pero el aire cálido era un bálsamo para sus pieles curtidas por el frío y el sol de las montañas.
Otros debían estar en la misma situación que el clan y se distribuían en grupos a la ribera del río para pasar la noche allí y entrar a la ciudad prometida al día siguiente. Harald miró la sólida corona blanca que impedía el acceso y se sintió completamente desesperado e impotente; habían alcanzado su ciudad y no podían penetrar en ella. Realizó un rápido análisis del entorno y sacó varias conclusiones, como que la muralla de apariencia marmórea tenía una altura de cuarenta codos y una anchura inverosímil, ya que el jefe del clan calculó que equivaldría a la medida de cuatro hombres tumbados. Observó también que estaba rodeada por un foso pero, como algunos de los imponentes edificios sobresalían por encima de ella, Harald razonó descubriendo que el suelo de la ciudad era más elevado. No había, por otra parte, muchos arqueros en las ciento veinte torres circulares del muro, señal de que la urbe vivía momentos de paz y no era necesaria la presencia de demasiados guerreros armados. En suma, razonamientos todos ellos muy acertados pero que no le sirvieron de mucho, ya que era imposible acceder al interior de la ciudad prometida de forma alguna.
—¡El embaucador dios Loki nos ha engañado! –bramó.
—Yo no hablaría así, amigo –dijo un tuerto acercándose al grupo.
—Hwas thu? (¿quién eres?) ¿Hablas nuestra lengua?
—Aún no la he olvidado del todo.
El acento del hombre resultaba absurdo y algunas palabras que pronunciaba no eran comprensibles para el grupo de Harald, pero al menos su idioma se parecía extrañamente al que ellos hablaban.
—Veo que necesitáis ayuda. Si me dejáis sentarme al amor del fuego y compartís vuestra comida conmigo, podría resultaros de mucha utilidad.
Los hombres se miraron entre sí.
—¿En qué podrías sernos útil? –se interesó el jefe del clan, desconfiando.
—Puedo responder a vuestras preguntas, veo que sois forasteros y ni siquiera habláis latín.
Las miradas claras volvieron a cruzarse.
—Siéntate –refunfuñó Harald mesándose la barba.
—Sabia decisión –rio el viejo tomando asiento al lado de Gorm.
—Dinos, ¿por qué hablas una lengua similar a la nuestra?
—Provengo de la Germania –comenzó mientras sacaba un trozo de pan de su zurrón.
Harald le conminó con un gesto a que cogiera una pata de conejo y Galeswintha le sirvió unas hortalizas en la escudilla que él mismo sacó de entre sus pertenencias.
—Vine a la Península siendo un niño como ese –continuó a la vez que señalaba a Erik– asimilé la lengua romana, pero mi madre, del pueblo de los jutos, jamás llegó a aprenderla por completo, así que con ella continué hablando la lengua germana de Iutum.
—¿Por qué te ha llamado la atención pues que nombrara al dios Loki? –se extrañó Harald tras reflexionar.
—Amigos, me doy cuenta de que no sabéis nada sobre estas tierras, aquí son católicos y es mejor no ser otra cosa, así conservareis el pellejo.
—¿Qué quieres decir?
—Se persigue a los que no lo son –explicó con la boca llena del conejo que masticaba con la ayuda de sus aún fuertes muelas–. Nuestro rey, Chindasvinto, profesa la religión católica, y ni siquiera soporta a los arrianos, a quienes tacha de herejes, aunque también sean cristianos –lanzó una risotada–. No quiero ni imaginar qué pensaría de vosotros si supiera que sois paganos.
—Nosotros adoramos a nuestros dioses –se defendió Sven.
El tuerto le lanzó una mirada heladora como advirtiéndole que «cum Romae fueritis, romano vivite more», es decir que si se va a Roma, hay que vivir según la costumbre romana.
—Aquí no hay dioses en plural –dijo con voz cavernosa– sólo hay uno, ¿comprendido?
—Señor –susurró Frida saliendo de su mutismo–. En las montañas vimos una figura tallada en madera, representaba a una madre con su hijo, ¿no era acaso una diosa de la fertilidad?
—¡Por todos los diablos, mujer! –exclamó el desconocido–. No blasfemes contra la Virgen María.
La mujer enrojeció apretando contra el pecho a su pequeña hijita.
—La Virgen es la sagrada madre de Cristo, que es el Hijo y a la vez Dios mismo.
«Estos extranjeros no van a durar ni dos días en este regnum» debió pensar el viejo.
—Escuchadme –les dijo tomando otra pata de conejo–, mi nombre es Orenco.
—Orenco no es un nombre germano –sentenció Gorm.
—Mi verdadero nombre es Horink, pero a los romanos les resultaba impronunciable. En algunos lugares significa obediente… y puedo llegar a serlo a cambio de comida y protección. Ya no me queda nada en la vida, soy un anciano de casi sesenta años.
Erik abrió los ojos hasta que casi le salieron de las órbitas. Aunque no sabía qué cantidad era «sesenta» exactamente, nunca había conocido a nadie tan viejo, excepto al godi de su aldea, y supuso que el resto del clan tampoco.
—Mientes –cortó Harald–, muy pocos llegan a esa edad y no se encuentran tan ágiles como tú.
—Pues nuestro rey tiene más de ochenta.
El jefe del clan se preguntó si no tendría ante sí a la personificación del malvado Loki, el dios astuto y embaucador, el bello gigante responsable de la muerte del dios de la alegría podría haberse disfrazado de inofensivo tuerto para engañarlos y conducirlos a la perdición.
—¿Qué nos propones?
—Como decía –continuó Orenco–, no me queda nada en la vida, mi mujer y mis hijos murieron a consecuencia de las fiebres y ahora vago por las ciudades y aldeas pidiendo limosna para comer. Ya no soy joven y fuerte como vosotros, pero poseo un conocimiento que os puede ser beneficioso para sobrevivir en ese hormiguero humano.
La cabeza del viejo señaló la muralla de piedra clara que resplandecía con las docenas de hogueras que la iluminaban. Harald asintió tristemente, era cierto, no conocían las costumbres de la urbe, ni su organización, ni su religión, ni siquiera su lengua.
—Puedo ser vuestro siervo a cambio de comida y cobijo. Sé leer y escribir.
¿Leer y escribir en latín? Aquello acabó de convencer a Harald, siendo Orenco un hombre cultivado quizá también pudiera descifrar la carta del godi. Todas las miradas se posaron de nuevo en él para que tomase una decisión.
—De acuerdo –bramó el jefe del clan–, quizá tu ojo tuerto pueda ver más de lo que ven los nuestros.
—No te arrepentirás, amo –sonrió mostrando los numerosos dientes que aun conservaba y de los que se sentía orgulloso– y ahora decidme vuestros nombres y la relación de parentesco que os une.
Uno a uno fueron presentándose hasta que Orenco emitió un extraño sonido de reprobación.
—¿Quieres decir –preguntó dirigiéndose a Gorm– que eres polígamo?
—¿Qu… qué? –se extrañó el padre de Erik.
—¡Madre celestial! Eso hay que arreglarlo ahora mismo, no puedes tener dos esposas.
Frida y Galeswintha se miraron entre sí.
—No se lo digas a nadie –susurró el viejo tuerto–. Bueno ¿a quién se lo ibas a decir si no hablas ni una palabra de…?
Orenco contempló a ambas mujeres con extrañeza.
—Los romanos tienen razón, sois bárbaros. Escúchame incauto –dijo dirigiéndose a Gorm–, la religión católica prohíbe terminantemente la bigamia, la pena por ello podría ser severísima, se consideraría adulterio y serías castigado.
Gorm se puso repentinamente nervioso.
—¿Qué debo hacer?
—¿Cual de las dos es tu primera mujer?
—Frida –respondió Gorm rozando el brazo de la madre de Erik.
—Pues esa será la única ¿entendido?
—Pero ¿y Galeswintha?
El viejo se llevó las manos a la cabeza, aquellos godos eran más estúpidos de lo que parecían.
—Encontraremos otro marido para ella.
Frida abrazó a Galeswintha con ternura.
—Bueno, siervo –bramó Harald dando por zanjada la conversación sobre la bigamia–, mañana intentarás introducirnos en la ciudad y espero que con éxito.
—Sí, amo –rezongó Orenco.
—Y ahora, mira a ver si puedes descifrar esta carta que nuestro godi nos facilitó antes de partir.
El viejo tomó de mala gana el trozo de cuero que aquel salvaje analfabeto le tendía. Empezaba a dudar si no hubiera sido mejor continuar mendigando alrededor de la muralla y recibiendo palizas de manos de los malhechores que soportar a aquel grupo de bobalicones corpulentos. Desató la cinta que rodeaba el rollo de piel y extendió suavemente la carta a la luz de la fogata.
—¡Cielo santo! –exclamó antes de mirar a Harald con su único ojo.
La diestra de Orenco tembló sosteniendo aún el mensaje. No era capaz de leer el texto rúnico, pero lo que comprendió fue suficiente para que diese gracias al Cielo por el feliz encuentro con aquellos salvajes.
—¿Qué? –preguntó Harald con su vozarrón.
Los demás miraron expectantes.
—Mi amo –sonrió el viejo tuerto–, esta carta lleva el sello del dux provincial.
—¿De quién?
—El dux, el duque, es el representante real en la provincia –explicó Orenco– nuestro rey reside en Toletum, capital del reino, y designa para cada provincia a un noble para que lo represente y asuma las funciones militares, jurisdiccionales y recaudatorias. La provincia está integrada por varias ciudades que, a su vez, están regidas por un comes civitatis y un obispo, que son ayudados por otros funcionarios y…
—Escucha, siervo –cortó Harald poniendo los brazos en jarras–, no necesito que me expliques ahora toda la jerarquía de cargos de la urbe, sólo quiero que mi clan pueda entrar en la ciudad.
—Comprendo, pero satisface mi curiosidad, amo –el tuerto suspiró– ¿Cómo os dio vuestro sacerdote una carta con el sello de nuestro dux?
Harald se encogió de hombros.
—Ambos territorios distan miles de millas y la comunicación no puede ser fácil –reflexionó Orenco.
—Nuestro godi es un hombre santo, un adivino, y él nos aseguró que existía cierta relación de parentesco entre nuestro clan y los gobernantes de esta ciudad.
El siervo meneó la cabeza.
—Y ahora a dormir todo el mundo –bramó el jefe del clan–. Liuva, tú harás el primer turno y mantén los ojos bien abiertos, la gente que rodea esta muralla es más peligrosa que los lobos y los osos de las montañas.
*
La tibia luz de la madrugada abrió los parpados de los miembros del clan familiar mientras Orenco roncaba plácidamente con la boca muy abierta. El pequeño Erik pensó que los siervos de aquel reino eran muy perezosos y cogió una brizna de hierba para pasarla por la nariz del dormilón y así despertarlo. El viejo se frotó la cara y simplemente cambió de postura. El niño rio encantado y el sonido de su risa provocó que su hermanita se carcajease también.
—¡Despierta, holgazán! –bramó Harald pateando levemente a su nuevo servidor.
Orenco abrió su ojo y vio al coloso de más de seis pies de altura ante sí. Se incorporó medio aturdido y comprobó que el grupo había recogido ya el campamento. Comió en silencio una sopa de nabos y zanahorias que la solícita Galeswintha se había afanado en preparar. ¡Que criatura más deliciosa!, pensó para sí, no iba a ser difícil encontrarle un buen marido, no tendría más de quince años y su belleza era deslumbrante. Estaba el problema de la virginidad, pero no importaba, había cientos de pecadoras que a cambio de unas monedas arreglarían aquella pequeña contrariedad.
—En marcha –vociferó Harald agarrando al viejo de un brazo y obligándolo a ponerse en pie.
Los miembros del grupo cogieron sus abultados fardos como si se tratase de plumas y se encaminaron hacia la puerta norte de Cesaracosta precedidos por Orenco.
—Dejad paso a mi amo y a su familia –ordenó el viejo al soldado que cobraba el portazgo.
—Escucha esclavo, si pagan pueden entrar, sino no.
—¿Os atrevéis a cobrar a la nobleza? –preguntó en voz muy alta Orenco para que todos pudiesen oírle.
—¿Nobleza? –dudó el soldado–. Estos no tienen aspecto de ser nobles, más bien parecen forasteros desarrapados.
El único ojo de Orenco lanzó chispas.
—Ata tu lengua –amenazó– si no quieres que el dux te cuelgue de un gancho como a un cerdo.
El soldado tragó saliva mientras cogía el pedazo de vitela que el esclavo le tendía.
—No… no está en latín.
—¡Claro que no! –exclamó Orenco– ¿Desde cuándo se habla la lengua de los romanos en las tierras del norte?
El portero comenzó a sudar copiosamente y le entregó la carta a su compañero, quien tampoco supo leerla. La situación para el soldado era compleja, si realmente eran parientes del dux y no les permitía entrar, su pellejo correría peligro, aunque si no lo eran… bueno, los infractores serían los primeros en evitar que se supiera que habían mentido a la guardia de la ciudad y nadie tendría por que enterarse.
—¡Pasad! –dijo finalmente haciéndose a un lado.
Orenco hizo una señal al resto del grupo para que traspasasen la puerta septentrional de la ciudad, y temblorosos y asustados fueron entrando uno a uno y, con la boca abierta, contemplaron el novedoso espectáculo que tenían ante ellos.
La urbe era un enjambre de miles de hombres y mujeres de todas las razas, romanos, godos, judíos y otros de tierras desconocidas. Los había altos y bajos, gruesos y delgados, rubios y morenos y algunos de ellos con la piel aceitunada. Aquellas gentes iban y venían provocando un ruido ensordecedor, algunos portando tinajas, otros cestas de frutas y mezclándose todos ellos entre caballos y canes, carros, carretas y alguna que otra litera llevada en volandas por siervos de tez oscura.
La explanada que se extendía tras pasar la puerta era una plaza compuesta por restos de un antiguo foro romano mezclado con edificios cristianos, y entre todos destacaba una basílica dedicada a san Vicente. Tras esta plaza monumental, punto de cruce entre los antiguos Cardus y Decumanus maximus, se abría un conglomerado de calles repletas de casas e iglesias, cuya soberbia altura destacaba entre los tejados de las viviendas de los civites. A la izquierda, había un mercado repleto de puestos que se surtían de las mercancías que arribaban vía acuática al puerto fluvial, o de los carros y rebaños que campesinos y ganaderos introducían tanto por la puerta de Toletum como por la puerta norte. Se vociferaba a pleno pulmón que el aceite y la cerámica de África estaban a buen precio, que los ungüentos orientales tenían un aroma delicioso, que el vino de Tarraco era de una calidad insuperable y que el garum era condimento imprescindible en todas las buenas mesas. Todo esto iba traduciendo Orenco a los impresionados hombres del norte y aún añadió que las verduras y hortalizas provenían de los campos circundantes y de Graccurris, y que los cerdos y corderos que se vendían en aquel mercado se criaban en los ricos pastos de los alrededores de los ríos Iberus, Gallicus y Orba.
—¡Por todos los dioses! –exclamó Harald recuperando el habla.
—Recuerda que aquí sólo hay uno –rio Orenco.
Erik miraba asombrado en todas las direcciones y fijó su atención en un grupo de muchachos algo mayores que él que jugaban con el chorrillo de agua que salía de una piedra en forma de pez. Se divertían de lo lindo mojándose de aquella forma y no parecía molestarles el terrible hedor de aquella populosa urbe que había provocado que él arrugase la nariz nada más entrar. El pequeño sintió cómo su madre le agarraba de la mano con fuerza y nerviosismo, y alzó sus ojos hacia ella comprobando cierto pavor en su rostro. ¿Por qué tendría miedo? No tenía de qué preocuparse, él la cuidaría a partir de entonces.
—No os paréis aquí –recomendó el viejo tuerto– y sobre todo tened cuidado con vuestras pertenencias.
—¿Dónde iremos ahora? –preguntó Harald sin poder apartar los ojos del gran templo cristiano.
—Al palacio del dux –respondió Orenco con naturalidad.
El clan se encaminó lentamente mirando a su alrededor y haciendo preguntas a su guía.
—¿Qué edificio es ese?
—Una ceca.
—¿Qué es una ceca?
—El lugar donde se acuña la moneda.
—¿Y ese surtidor?
—Es una fuente.
—¿Y esa puerta?
—La entrada del silo.
—¿Para qué se usa?
—Para guardar cereales. Esta ciudad está en una de las zonas más fructíferas de la Península y produce deliciosos manjares, además tiene la peculiaridad de que no se pudre en ella ningún alimento, hay aquí trigo almacenado de cien años de antigüedad, legumbres de veinte, y frutas conservadas hace cuatro años.
Los godos miraron a su nuevo siervo con incredulidad.
—Dios sabe que no miento ¿no habéis observado que Cesaracosta está rodeada de jardines y huertos? Pues estas bondades se deben a la pureza de su aire, que elimina la inmundicia del ambiente, y a la calidad de las límpidas aguas de sus ríos.
Casi sin darse cuenta, debido a la amena exposición con la que les obsequiaba el germano, llegaron a un imponente edificio que había sido castillo de Augusto. Orenco se detuvo ante él.
—La residencia ducal.
Un par de maceros de aspecto huraño guardaban la puerta.
—Tenemos que hablar con el honorable dux –anunció el siervo al que parecía menos violento de los dos.
—El dux no se encuentra en Cesaracosta en este momento.
—¿Y el comes?
—Esperad –rugió entrando en el edificio.
Un hombre salió acompañado del macero.
—¿Qué deseáis? –preguntó el recién llegado.
—Queremos hablar con el comes civitatis.
—El conde Celso no puede recibiros ahora, pero podéis ver a su vicario si me decís qué os trae por aquí.
—Mi amo y su familia acaban de llegar a la ciudad –explicó Orenco señalando a Harald–. Son parientes del duque provincial y portadores de esta carta.
El mayordomo miró atentamente el indescifrable documento.
—Entrad y esperad en el atrio.
El grupo penetró en el recinto rectangular, rodeado por altas columnas que soportaban arcos. Bajaron sus ojos hacia el suelo comprobando que pisaban sobre un hermoso pavimento de mosaico multicolor que representaba algún tipo de leyenda romana y alguno de ellos levantó alternativamente un pie y después el otro, avergonzado de que sus primitivos calzados mancillaran aquella maravilla.
—Acompañadme –oyeron que decía el mayordomo volviendo a aparecer entre dos columnas.
Orenco hizo una señal al clan para que siguieran al hombre, que les condujo al interior de una amplia sala de techo abovedado.
—Acercaos –ordenó un patricio que escribía tras una elegante mesa de mármol.
El vicarius levantó la vista del pergamino para observar a la comitiva que se aproximaba a su mesa. Era un grupo de bárbaros sucios vestidos de forma extraña, cinco hombres, cuatro mujeres y tres pequeños que seguían a un hispanogodo tuerto. ¿Aquellos podían ser parientes del duque?
—¿Quién de vosotros es el paterfamilias? –preguntó el delegado alzando la voz.
—Mi señor –se apresuró a contestar Orenco– son un clan familiar que viene del norte del continente. No hablan ni una palabra de latín, así que me permitiré ser la voz de todos ellos.
—¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Orenco y soy su siervo –respondió señalando a Harald.
—¿De dónde habéis sacado este documento? –se interesó el vicarius.
—Se lo facilitó a mi amo el godi de su aldea.
—¿Godi?
El tuerto se mordió los labios, si respondía que se trataba de un sacerdote-reyezuelo pagano con poderes mágicos, todos ellos iban a tener problemas.
—Su jefe –mintió.
El delegado del comes volvió a mirar el documento.
—No entiendo una palabra de lo que pone aquí, si es que estos signos pueden considerarse palabras –reconoció–, pero esta carta está firmada con el sello del duque. Comparando la estampación con otros documentos ducales no existe ninguna diferencia.
Orenco asintió satisfecho.
—Bien ¿y qué deseáis? –preguntó el vicario mirando al grupo y olvidando que no hablaban su misma lengua.
—Desean establecerse aquí, en Cesaracosta –se apresuró a responder el tuerto.
—¿Cuál es su oficio?
Orenco preguntó a Harald sobre su antigua ocupación, pero este le contestó con un vocablo incomprensible. El viejo tuerto sopesó las posibilidades de permanencia que tenía el grupo si respondían una cosa u otra. Recordó una conversación mantenida por dos hispanorromanos a las puertas de la muralla en la que afirmaban que la urbe necesitaba de buenos herreros godos y no dudó en cual iba a ser su réplica.
—Todos ellos trabajaban el hierro en su lejano reino.
El delegado del comes sonrió.
—Eso está bien –aseguró– ¿y cuentan con posibles para establecerse?
—Por supuesto –volvió a mentir el sirviente.
El vicario cogió un pedazo de pergamino y garabateó unas cuantas palabras en él, estampando después el documento con su sello.
—Toma –dijo tendiendo el mensaje al aturdido Harald–, esto os permitirá arrendar alguna habitación a buen precio en la zona sur de la ciudad. Y ahora marchad a ver al obispo inmediatamente.
Orenco hizo una especie de reverencia que los demás imitaron y salieron con el preciado documento guardado entre las ropas de Harald.
***
—Tenedlo bien presente –apostilló Orenco–: el obispo es un varón santo, como vuestros godar, no podéis cometer ningún error y delatar que sois un puñado de paganos. Además ostenta el máximo poder político, religioso e incluso judicial. Tampoco es conveniente que os vea con esa facha, oléis como caballos.
El siervo, que era hombre sabio, les condujo a los baños públicos para que su aspecto fuese más apropiado a la visita que debían realizar.
—Hay horarios diferentes para hombres y mujeres, así que vosotras esperad en el interior de esa iglesia, allí no seréis molestadas.
Orenco acompañó a las cuatro mujeres y a las dos niñas al interior de un templo dedicado a san Félix.
—Tú ven con nosotros, muchacho –dijo cogiendo por los hombros a Erik–: Ya eres todo un hombre.
Los seis adultos y el muchacho se dirigieron a la entrada de unas antiguas termas romanas que, aun no poseyendo el esplendor de antaño, seguían manteniendo una buena natatio.
—Necesitaríamos algo que ofrecer para ser bien atendidos.
—Yo tengo algunas monedas –aseguró Sven.
Orenco miró al godo con desconfianza, pero éste sacó unas cuantas piezas galas de oro y plata y se las mostró al siervo.
—¿De dónde las has sacado…? Bueno, da igual, con ésta servirá para todos.
Sven iba a explicarle que habían vendido por el camino algunas pertenencias para abastecerse de pan en las diversas aldeas por las que iban pasando, pero se dio cuenta de que al tuerto no le interesaba demasiado el asunto. El portero de los baños, sin embargo, sonrió amablemente al grupo que tendía una moneda y les proporcionó lienzos limpios, aceite perfumado y un rascador para desincrustar las costras de suciedad de la piel.
El recinto era una amplia sala rectangular con una gran piscina porticada rodeada de bancos de piedra. El grupo de hombres observó maravillado su esplendor y así se lo dijeron a Orenco.
—¡Oh, no creáis! –exclamó el viejo–. Antiguamente había varios baños públicos en la ciudad y estaban completamente revestidos de mármoles, mosaicos y esculturas, pero posteriormente todos estos elementos se extrajeron para reutilizarlos en otros edificios. Hoy sólo queda éste, y su estado es lamentable si lo comparamos con el que lució en otros tiempos.
—¿Por qué? –se interesó Harald mientras se despojaba de sus ropajes.
El tuerto encogió sus hombros y se zambulló en la piscina.
—Parece que este tipo de lugares gozaron de más popularidad entre la población en épocas pasadas. Ahora la gente no acude a las termas asiduamente, exceptuando a los hemerobaptistas que continúan lavando diariamente sus cuerpos y su vestido; antaño la red de cloacas y agua corriente se encontraba en pleno funcionamiento, pero actualmente los conductos de evacuación de aguas fecales están casi todos cegados porque no se ha invertido en su mantenimiento –lanzó una risotada–. Los cristianos no son muy aficionados a sumergirse en agua, excepto para ser bautizados; ni tampoco son aficionados al teatro, hoy convertido casi en un vertedero; ni son…
—¿Son? ¿Acaso tú no eres cristiano? –preguntó Gorm con interés.
—¡Qué remedio! Aunque realmente soy lo que mi amo quiera que sea –respondió Orenco sonriendo–. Y hablando de bautismo, os voy a poner al día sobre la religión en este reino.
Los miembros del clan se aproximaron al siervo sentándose en el escalón interior de la piscina. Se asombraron de que el agua se mantuviera a una temperatura tan agradable y el siervo tuerto aprovechó para explicarles que aquello se debía al antiguo sistema de calefacción que hacía pasar, bajo la natatio, grandes tuberías que partían de varios praefurnia.
—¿Que significa praefurnia?
—Hornos, hipocaustos.
Los godos estaban atónitos y se sintieron absurdamente primitivos al no saber cosas que, en aquella ciudad, hasta los chiquillos conocían. A Erik, sin embargo, le parecía completamente natural que en aquella urbe maravillosa hubiese estanques de agua caliente, fuentes con chorrillos juguetones y un cielo azul brillante que alegrase el corazón. ¿No era la ciudad prometida? Pues entonces era bastante lógico que fuese un lugar mágico y muy diferente a su pequeña y rústica aldea. El pequeño comprendió enseguida la frase pronunciada por Orenco nada más traspasar la muralla: «La naturaleza divina nos dio los campos y el arte humano construyó las ciudades».
—¡Hace mucho que no tomaba un buen baño! –reconoció Orenco, echando atrás la cabeza para mojarse el pelo canoso que poblaba su cráneo–. Como os decía, ahora iremos a ver al obispo, y aunque explicaré que sois forasteros de lejanas tierras, debéis comportaros como si estuvieseis deseando abrazar la doctrina católica. Esta creencia consiste, básicamente, en el reconocimiento de un sólo Dios Creador y Padre de todos los seres vivientes, que a la vez forma una trinitas con Su Hijo y con el Espíritu Santo.
—O sea, que hay tres dioses –reflexionó Liuva con la aquiescencia de Karl– como Odín, Hoenir y Lodur.
–No y no, os he dicho que sólo hay uno –casi gritó el tuerto empezando a enfadarse–. Son distintas manifestaciones del único Dios Padre, intentad recordarlo.
—¿Y… y el hijo? –tartamudeó Sven recordando al suyo propio, muerto en el camino.
—El Hijo es una de las manifestaciones de una misma sustancia, esto es muy importante que lo tengáis en cuenta para que no puedan tacharos de herejes arrianos. El Padre lo envió al mundo hace seis centurias para que muriese en la cruz por nosotros y expiase nuestros pecados.
—¿El Padre mandó a su hijo a la tierra para que muriese crucificado? –se horrorizó Sven.
—Sí, fue un acto de amor para abrirnos las puertas del Paraíso –dijo Orenco con expresión piadosa–. Pero más tarde resucitó y subió a los cielos.
—¿Y la talla de la mujer que vimos en las montañas? –increpó Gorm–. Una de mis espo… mi esposa creyó que era una deidad femenina, pero luego le dijiste que era la madre de Dios. Si es la madre de vuestro Dios, debe de ser una diosa…
—No, es la Virgen María.
—¡Virgen! pero si llevaba a su hijo en los brazos…
—El Espíritu Santo bajó en forma de paloma y la hizo concebir a Cristo.
Todos abrieron mucho los ojos, ¿aquel hombre había dicho «una paloma»?
—¡Por todos los dioses! –bramó Harald–. No entiendo nada…
Orenco cruzó sus brazos con la loable intención de contener los deseos de aporrear a todos y cada uno de aquellos paganos gigantes y bobalicones.
—¡Vale por hoy! Es demasiado para un sólo día –explotó, y se apartó de ellos chapoteando en el agua tibia de la piscina.
Los hombres se miraron con perplejidad.
—¿Habéis comprendido algo? –preguntó el jefe del clan.
—Sí –respondió Sven–. Hay un padre que planea crucificar a su hijo para salvar a otros y una paloma que fecunda vírgenes… pero todos son el mismo.
Los demás asintieron, satisfechos en su ignorancia.
*
Mientras tanto las mujeres permanecían en el templo cristiano observando lo que acontecía a su alrededor y asombrándose de la magnificencia de la morada del Señor. La mayor de ellas, Aringa, esposa de Harald y madre de Gorm, Karl, Liuva y Willa, se sentó exhausta en la basa de una columna, pues iba a entrar en la quinta década de vida y su cuerpo se había resentido por el largo viaje y las intensas sensaciones experimentadas desde su llegada a Cesaracosta. Miró a las jóvenes: Frida apretaba contra su seno a la dulce Galsuinda; Galeswintha parecía preocupada por su futuro sin la protección de un marido y la triste Willa permanecía fuertemente agarrada de la mano de la pequeña Rowena, hacia quien volcaba todo su cariño desde que había perdido a su hijo Olav.
—Escuchadme todas –susurró–: tenemos que hablar de la nueva situación que se nos presenta.
Las demás la rodearon asintiendo.
—Estamos en un mundo completamente nuevo donde no rigen las normas que habíamos aprendido de nuestros ancestros –hizo una pausa–. Mientras andábamos por las calles de la ciudad me he fijado en las mujeres con las que nos íbamos encontrando y creo que debemos aprender de ellas, imitar sus movimientos, sus ropajes y sus tocados si no queremos ser vistas siempre como unas intrusas… y lo más importante de todo, aprender su lengua.
Frida, Galeswintha y Willa estuvieron de acuerdo y la primera rompió el silencio.
—Creo que abrazar las creencias de esta urbe también nos podría ayudar bastante. Las diosas son muy importantes para las mujeres y aquella que vimos en la montaña... ¿cómo la llamó el tuerto? ¿Virgen María? Bueno, pues cuando la vi, sentí algo especial, una extraña dulzura me embargó y noté un estremecimiento en el cuerpo, como si hubiese vuelto a ver a mi madre.
—Pero Frida, ¿no querrás olvidar a las diosas Frigg, Eir y Sif? –se escandalizó Galeswintha.
La joven dejó a su pequeña en el suelo y negó con la cabeza.
—No sé si ellas podrán ejercer su poder aquí.
Todas miraron a Frida con horror.
—Cuando tu hijito comenzó a tener fiebres –dijo mirando a Willa– pedimos a las diosas de nuestras tierras que nos ayudaran y que lo alejaran del tenebroso reino de Hell, pero estábamos en la Galia y no pudieron escucharnos desde tan lejos.
Willa bajó los ojos pensando que probablemente Frida tenía razón.
—Ahora estamos aquí, a miles de millas de nuestro hogar, y la diosa que vela por las mujeres de Cesaracosta es la que vimos en la montaña… y en este templo también hay una representación suya.
Las tres mujeres se giraron hacia el lugar que Frida señalaba. Un bajorrelieve en piedra mostraba la dulce sonrisa de «la diosa» iluminada por una lámpara de aceite, y la luz tamizada que penetraba por los escasos vanos invitaba al recogimiento y la meditación. Permanecieron largo rato contemplando la figura hasta que un hombre las sacó de su ensimismamiento.
—Paréceme que esta talla es de vuestro agrado, hijas mías.
Las godas dieron un respingo por la repentina aparición de un hombre con la cabeza rasurada de aquella forma extraña que ellas habían visto con anterioridad en los monasterios cristianos de Galia, conservando una especie de corona de pelo en la zona superior del cráneo. El hombre esperó expectante a que alguna de ellas respondiese, pero cuando finalmente una de las mujeres se decidió a hablar, el clérigo recibió una respuesta que no comprendió.
—Veo que sois extranjeras en esta ciudad.
Frida, haciendo un esfuerzo, repitió como pudo el nombre de la diosa, tal como había oído hacerlo a Orenco.
—¿Vi...virgen María?
El fraile sonrió y negó con la cabeza.
—No, esta es santa Marta, la hermana de Lázaro.
La bárbara comenzó a gesticular mezclando su mímica con extravagantes vocablos que sonaban ásperos a los oídos del sacerdote. Ambos se miraron decepcionados ante la imposibilidad de entablar conversación.
—¡Buen día, padre! –saludó nerviosamente Orenco llegando en aquel momento con los hombres al interior del templo.
—¡Buen día, hijo! ¿Conoces a estas mujeres?
—Sí, padre, ella es mi ama –respondió el tuerto señalando a Aringa–. Acabamos de llegar a la ciudad y ahora íbamos a presentarnos ante el obispo.
—¡Ah, nuestro buen obispo Braulio! –exclamó el fraile–. Cuando lo veáis saludadlo en nombre del hermano Turninus, pues así me llama.
—Así lo haré, y ahora debo conducirlos al palacio episcopal. ¡Quedad con Dios!
—¡Marchad vosotros con Él!
Orenco sacó al clan del interior del templo y acompañó a las mujeres a los baños.
—Apresuraos –les conminó– y no habléis con nadie más.
—Pero aquel hombre era uno de los godar de la ciudad y…
—¡Un godar, un godar! –se desesperó el tuerto–. En esta ciudad vais a encontrar muchos «godares» y si os ponéis a parlotear con todos ellos vais a acabar buscándoos problemas.
*
Oliendo ya a aceites aromáticos, aunque con la ropa igual de desastrada, Orenco guió al grupo hasta la sede obispal, un palacio de arquitectura romana situado en el antiguo foro, vecino a la gran catedral dedicada a san Vicente y que había sido vivienda en otros tiempos de la familia de los Valerio, muy prolífica otorgando prelados a la ciudad. Volvieron a encontrarse ante aquella extraordinaria plaza blanca que mezclaba edificios de la época del dominio romano con las últimas construcciones cristianas. Era la zona de la ciudad que más les había impactado al traspasar la puerta septentrional de la muralla, y Erik buscó con la mirada a aquellos muchachos que jugaban con el agua saltarina de la fuente pisciforme sin hallar ni rastro de ellos. Se encaminaron hacia el palacio episcopal de la explanada y entraron en él. El vicario que atendía visitas les hizo esperar bastante rato en el atrio hasta que les condujo a la antesala del recinto donde el gran Braulio iba a recibirles. Orenco aprovechó para hacerles algunas buenas recomendaciones.
—El obispo Braulio, además de ser un santo varón, es el hombre más importante de Cesaracosta y proviene de una riquísima familia de hispanorromanos. Su parentela asumió las más altas funciones de la jerarquía eclesiástica. Ya su padre, Gregorio, fue obispo de Osma; su hermano mayor, Juan, fue abad del monasterio de los Innumerables Mártires de Cesaracosta y le precedió como obispo de la ciudad; otro hermano suyo, Fronimiano, y su hermana Pomponia son abad y abadesa de importantes conventos de la cristiandad hispana.
El clan godo escuchaba impresionado.
—Así que humillaros ante él y bajad las cervices cuando hable, con sumisión y respeto.
Había pronunciado Orenco sus últimas palabras cuando el vicario apareció para conducirlos ante el obispo. Con las cabezas gachas fueron entrando en la sala, precedidos siempre por su sirviente, quien se postró de rodillas nada más ver al prelado.
El pequeño Erik alzó los ojos ligeramente, sólo lo necesario para observar a través del flequillo al hombre que tenía ante sí. Él se había imaginado a alguien poderoso, a un rey que portara una coraza y un yelmo de oro en los que la luz se reflejara con fulgor, pero lo que vio ante sí le decepcionó momentáneamente. san Braulio era un hombre viejísimo, mayor que Orenco, y su vetustez se hacía más patente al estar acompañado por un niño de unos nueve años.
—Acercaos, hijos míos –rogó el prelado con una voz tan dulce que acarició los oídos de todos ellos aún sin entenderlo.
—¡Eminentísimo señor obispo! –exclamó Orenco aún arrodillado.
—Levanta hijo y venid todos hasta mí, últimamente tengo la vista cansada, probablemente por haber leído cientos de códigos de letra difícil.
El tuerto se aproximó al escritorio del obispo arrastrando a todos los demás.
—¿Quiénes sois y qué deseáis? –preguntó Braulio.
—Yo soy el siervo del paterfamilias de este grupo –explicó Orenco–. Provienen de las tierras originarias de los godos y son parientes del dux provincial. Desean establecerse aquí en Cesaracosta para trabajar como herreros y aprender la doctrina católica.
Braulio asintió en silencio.
—¿Habláis pues la lengua del norte? –preguntó el obispo en gótico, provocando que todos ellos dieran un respingo.
—Sí… sí, señor –vaciló Harald–. Una variante, las lenguas del norte son similares pero cada pueblo la pronunciamos de una forma ligeramente distinta, incluso tenemos algunas palabras que difieren de las que usan nuestros vecinos para expresar una misma idea.
—Cuando leí los escritos de Jordanes me interesé por la antigua lengua de los godos. La estudié con un preceptor de origen godo, utilizando fragmentos de la Biblia de Ulfilas como libro de aprendizaje.
—Wulfila was weiha jah gudja in thaim Gutam (Ulfilas era un hombre santo y un sacerdote del pueblo godo) –explicó Orenco al clan, cuyos miembros oían por primera vez el nombre de aquel con tan merecida fama entre la gens gothorum.
—De eso hace mucho tiempo –continuó Braulio–, corregidme pues si no doy con la palabra adecuada.
—Sí, señor.
—Así que habéis venido para iniciaros en la verdadera fe.
Todos asintieron nerviosamente.
—Pues no habéis podido encontrar un lugar mejor que este reino, ya que según el poeta Prudencio, Hispanos Deus aspicit benignus… Perdonad, había olvidado que no habláis latín, dijo el poeta que «Dios contempla con benevolencia a los hispanos».
Braulio hizo una pausa.
—Y sobre todo habéis hecho bien viniendo a esta ciudad, porque entre todos los hispanos sobresalen por su piedad los cesaraugustanos, por eso nuestra urbe es merecedora del epíteto de Studiosa Christo. Y haciendo mías las palabras del poema prudenciano os diré que «Cesaraugusta, la ciudad dichosa amada por el Señor, aventaja a todas en reliquias con sus dieciocho mártires: Optato, Lupercio, Successo, Urbano, Marcial, Julio, Quintiliano, Publio, Frontonio, Félix, Euvoto, Ceciliano, Primitivo, Apodemio y los cuatro Saturninos junto a la virgen Engracia». Realmente los mártires de esta urbe suman un total de veintidós en la actualidad pues no debemos olvidar a Vicente, a Cayo, a Clemente…
El clan contemplaba al obispo con los ojos muy abiertos y tras la enumeración de los santos inmolados, se hizo un silencio sepulcral.
—No sabéis de qué estoy hablando ¿no es cierto? Pues ahora decidme la verdad –dijo Braulio sonriendo– ¿Por qué estáis aquí?
Orenco tembló y Harald carraspeó molesto.
—Pues veréis, santidad… –comenzó el primero, venciendo su nerviosismo.
—Eres un esclavo extraño, pues das preeminencia a tus palabras antes que a las de tu amo.
Orenco enrojeció hasta las orejas.
—No soy esclavo, señor, pero sirvo de igual forma a esta familia.
—Contéstame tú –dijo el sabio Braulio dirigiéndose a Harald–, pues ya ves que comprendo tu lengua.
El jefe del clan, como embrujado por la voz de aquel sanctus vir, comenzó a narrarle, con todo lujo de detalles y acompañado por la mímica, la verdad sobre los últimos meses vividos. Le contó como los sangrientos guerreros enemigos se aproximaron hacia su aldea para incendiarla, saquearla y despedazar con sus hachas a los vecinos y amigos que no huyeron como ellos y añadió que, probablemente y como solían hacer, para ultrajar a mujeres y niños. Después relató la huida de su clan a petición del rey-sacerdote local quien les proporcionó en secreto una carta salvadora y la dirección hacia donde dirigirse. Tras esto, describió la terrible odisea vivida por aquel pequeño grupo para cruzar el continente en busca de la «ciudad prometida», se le quebró la voz al pronunciar el nombre del pequeño Olav y terminó con el encuentro con Orenco a los pies de la muralla cesaraugustana.
Braulio le escuchaba con sus ojos medio ciegos entornados y con la piedad reflejada en su puro rostro. Imaginó el horror de la batalla, las largas y frías jornadas caminando por Germania y Galia. ¡Aquellas pobres mujeres y sus hijos tan pequeños!
—Sed bienvenidos entonces –sonrió el obispo–. Por vuestras palabras he podido deducir que sois paganos, por lo tanto herejes en estas tierras, pero no por vuestra culpa, sino por el desconocimiento de la Verdad; por ello no se os puede aplicar la frase de mi maestro y hermano en Dios, el gran Isidoro de Hispalis, quien decía que «el colmo de la culpa es saber uno lo que debe saber y no querer seguir lo que se sabe».
El obispo se perdió unos instantes en sus meditaciones.
—¿Deseáis realmente uniros al dogma de nuestro Señor?
—Si tu Dios es tan magnánimo y bondadoso como tú, no deseamos otra cosa –respondió Harald sinceramente.
—No, yo sólo soy un siervo inútil entre los consagrados a Dios –dijo Braulio con humildad–. La bondad del Altísimo es infinita y su magnanimidad está por encima de todo lo conocido.
—Señor –llamó tímidamente una de las godas– en nuestro camino por las montañas vimos la imagen de una dios… de la Virgen María. Su rostro era dulce y llevaba en los brazos a un niño pequeño.
El obispo dudó unos instantes, aquella mujer podía estar refiriéndose a una talla de la Santa Madre de Cristo o bien a una de esas representaciones de la diosa de la tierra, la Magna Mater, que muchos paganos seguían adorando en secreto. Pero Braulio prefirió pensar que se trataba de lo primero y suponer que aquella bárbara había sentido el amor mariano en su corazón.
—Hemos estado en un templo y allí había otra imagen de una mujer en un relieve, a la que hemos confundido con la Virgen, pero un godi nos ha dicho que era Martha –continuó Frida pronunciando incorrectamente el nombre de la santa.
Braulio sonrió.
—La doctrina católica puede parecer compleja a los no iniciados, pero luego produce alegría en el corazón. Debéis aprender la lengua romana, acudir a la santa misa de la basílica de San Vicente y ser bautizados para que sean despejadas vuestras dudas.
—Así lo harán y ahora que me acuerdo, señor, permitidme transmitiros los saludos del sacerdote Turninus.
El obispo se volvió hacia Orenco y, tras breve pausa, abrió los labios emitiendo aquel tono de voz amable a la vez que severo.
—Tienes una misión sagrada más importante que la de ser el simple siervo de un pagano –le dijo en latín–. Veo que eres un hombre locuaz, cultivado e inteligente, ya que supongo que tú dedujiste el contenido de la carta que portaba Harald.
Era más una afirmación que una pregunta, pero aún así Orenco asintió.
—No sé qué fechorías provocaron que alguien tan docto como tú llegase a vagabundear alrededor de la muralla y que ahora no sea más que el sirviente de unos bárbaros. Pero se te presenta la oportunidad de enmendar tu culpa instruyéndoles en las costumbres y la lengua romanas e iniciándoles en la fe de Cristo. Mejor es entrar en el Reino de los Cielos no teniendo más que un ojo, que irse con los dos al Infierno.
Orenco se avergonzó y bajó la vista mientras Braulio forzaba la suya para mirar al niño godo de cabellos tan rubios que parecían blancos.
—¿Cómo te llamas, pequeño?
—Erik, señor
—Pareces un buen muchacho y deberías ser bautizado lo antes posible. En tu alma aún no anida el pecado y tu conocimiento está libre de cargas que pudieran condicionarte a la hora de aprender la doctrina católica –el obispo meditó por un momento–. Ya he dicho que estoy medio privado de la visión y por eso necesito a este niño que me sirve de guía –removió el pelo del muchacho hispanorromano que le acompañaba–, pero los días son largos para mí, ya que el sueño me ha abandonado, y este fiel ayudante se duerme agotado cuando aún no ha anochecido. ¿Te agradaría relevarlo en esas horas?
El pequeño miró a su padre y Gorm asintió.
—Sí señor, me gustaría mucho.
—Pues ven a diario cuando las campanas toquen vísperas –Braulio se corrigió a si mismo al ver la cara de incomprensión del niño–, tras ponerse el sol.
En el rostro de Erik se dibujó una sonrisa y el santísimo varón se dirigió a los demás.
—Y vosotros id con Dios y sed buenos cives y mejores cristianos.
Cuando ya el grupo abandonaba la sala, el pequeño oyó la voz del obispo pronunciando el que iba a ser su nombre a partir de entonces.
—Te espero mañana, Erico.