III

De los primeros meses de la vida de Erik en la ciudad prometida

Sonaban maitines cuando el pequeño llegó corriendo a la habitación que el clan había alquilado en el último piso de una ínsula de cuatro plantas cerca de la puerta sur de la ciudad. Las campanas anunciaban con su repiqueteo que amanecía un nuevo día, la muralla abría sus portones y la actividad de artesanos y comerciantes comenzaba. A Erik le placía su nueva vida en aquella urbe que brillaba por las noches como una resplandeciente estrella. Esto era algo que había intrigado al muchacho desde el principio y tras preguntar a Braulio el porqué de este fenómeno, el obispo había respondido que «la luz de los santos mártires iluminaba su ciudad protegida y, debido a esa misma protección celestial, se daba la maravilla de que no pudieran las serpientes traspasar la muralla cesaraugustana». Días más tarde, Orenco, que parecía saberlo todo, le explicó que las grandes cantidades de yeso, alabastro y cal que empleaban en los edificios dotaban a la urbe de una especie de fulgor constante y añadió que el uso de aquellos elementos constructivos evitaba la presencia de ofidios en las proximidades. Aunque, dijo riendo a mandíbula batiente, los herejes ofitas, adoradores de serpientes, no contaban con muchas facilidades para practicar sus ritos en Cesaracosta. Al niño le sorprendieron tan diversas explicaciones sobre los mismos hechos, pero ambos parecían hombres sabios y pensó que probablemente los dos tendrían razón.

Arribó jadeante a la casa y aporreó la puerta de madera hasta que un medio dormido Orenco le abrió refunfuñando.

—¡Padre, madre!

Sus familiares al completo se apretujaban alrededor del único mueble de la estancia, una mesa desconchada que habían adquirido en una tienda cercana a su nuevo hogar. Todavía no disponían de sillas ni taburetes para sentarse todos y las ollas y cucharas que adornaban el fogón las habían traído ellos mismos desde las tierras del norte, además de una palangana de metal que recogía el agua que se filtraba por una gotera del techo en los días de lluvia.

Los padres de Erik sonrieron, el niño traía un enorme pan bajo el brazo.

—Me lo ha dado el obispo.

Frida dio gracias a la Virgen por haber puesto a aquel hombre bondadoso en la vida de Erik. Hacía un mes que habitaban en Cesaracosta y su hijo abandonaba cada anochecer el hogar familiar para acudir al palacio episcopal a servir a Braulio. Aquel santo varón no sólo daba de cenar y desayunar a su hijo, librándoles de una boca más que alimentar, sino que regalaba al niño unas veces pan y otras tocino o un poco de queso para que lo entregara a los suyos. La situación no era buena porque la vida en la gran urbe no era fácil, los hombres del clan habían buscado trabajo sin encontrarlo, las herrerías no necesitaban más empleados y las carpinterías podían prescindir de dar trabajo a más carpinteros. Karl había conseguido un empleo en el puerto, arrastrando las barcazas cargadas con ánforas de vino y aceite, pero el mísero salario que percibía no era suficiente ni para pagar el alquiler de aquella casa en la que vivían y las escasas monedas que habían sobrado del viaje se iban acabando. Cada tarde, Orenco salía acompañado del resto de los hombres a buscar trabajo y tras patear las calles de la ciudad, regresaban a casa con la preocupación reflejada en sus rostros. Sus cuerpos enflaquecían y sus expresiones se volvían más hurañas a cada día que pasaba, pues acostumbrados al duro trabajo de antaño, encontraban en aquel vagabundear una pequeña tortura exasperante.

—¿Qué has hecho hoy, Erik? –preguntó Gorm llevándose a la boca un trozo de pan.

El pequeño respondió con ojos brillantes y voz aguda.

—Mi señor el obispo y su arcediano, Eugenio, están redactando por orden del rex unas normas para ser aplicadas a todos los ciudadanos del reino. Yo he tenido que encender las lucernas y servirles agua, y también he acompañado al obispo a la letrina en un par de ocasiones.

—¿No ha dormido en toda la noche? –se extrañó el padre del muchacho.

—Apenas un par de cabezadas tan cortitas que la vela medidora no se ha consumido ni en media marca.

Harald lanzó un bufido.

—¿Vela medidora?

El niño asintió y Orenco respondió por él.

—Son unos cirios de sebo que suelen durar toda una noche, poseen unas marcas en su longitud y cuando la llama consume un trozo se sabe que ha transcurrido una cantidad de tiempo determinada.

Erik corroboró las palabras del siervo.

—Y hablando de tiempo, debemos comenzar con nuestras clases de latín –añadió el tuerto–. Hemos desayunado frugalmente y eso es bueno para el aprendizaje ya que, según decía el gran Séneca: «La abundancia de alimentos entorpece la inteligencia».

Orenco había tomado muy en serio el mandato del obispo de iniciar a aquellos bárbaros en la lengua de la Iglesia Católica. Era la suya una misión sagrada, tenía un cometido después de todos aquellos años desaprovechados que habían acabado convirtiéndole en un simple vagabundo. Pero prefería olvidar tiempos pasados, aquellos recuerdos que dolían como dagas penetrando en su cuerpo agotado y tornaban a su mente cada vez que contemplaba el penoso reflejo de su ojo tuerto. El buen Braulio había leído en él, aquel varón santo había husmeado en su rostro sacando conclusiones correctas y le había impuesto la penitencia. Enseñaría y serviría a aquellos godos, no en vano había dicho el filósofo Séneca que los hombres también aprenden cuando enseñan.

—Más nos valdría salir a buscar trabajo –refunfuñó Harald.

—Nadie os dará empleo si no puede comunicarse con vosotros –les recordó el siervo.

—A ti tampoco te lo han dado, aún hablando la misma lengua que ellos.

—Yo sólo soy un viejo tuerto, vosotros sois hombres fuertes.

Karl se encaminó hacia la puerta para dirigirse al puerto fluvial y todos le miraron con cierta envidia,

—Él es descargador y tampoco habla la lengua de los romanos.

Orenco sonrió irónicamente.

—Ha tenido suerte, mi amo, en estas fechas la ausencia de viento inutiliza las velas de las barcazas y por ello se necesitan brazos extra para arrastrarlas con sirgas. Cuando llegue el otoño la situación cambiará y los mercaderes tendrán suficiente con los esclavos que se dedican al desembarque, entonces Karl perderá su empleo.

Karl miró a los presentes y salió de la estancia.

—Y ahora vamos a comenzar –anunció Orenco con paciencia.

Poco pudo aguantar despierto el pequeño Erik. Las explicaciones del siervo-maestro fueron mezclándose con imágenes del obispo y de su arcediano, de pergaminos y de tinta, de niños jugando con surtidores de agua y del rostro demacrado de su primo Olav partiendo hacia el reino tenebroso de la diosa de la muerte.

***

Como cada anochecer, Erik cruzaba la ciudad para acudir al palacio obispal donde el niño romano que servía a Braulio le esperaba para ser sustituido en su cargo. A Erik le agradaba ese breve contacto que tenía a diario con aquel muchacho de su edad. Los enormes ojos castaños del pequeño hispano chispearon al ver acercarse a su relevo y una franca sonrisa iluminó su rostro.

—¡Hola! –saludó tímidamente el godo.

—¡Hola, Erico!

Valderedo sonrió al recién llegado en la antesala del despacho del obispo.

—Creo que hoy vas a tener mucho trabajo.

Erik iba entendiendo cada vez mejor a su amigo, al principio había sido imposible la comunicación, pero el pequeño se esforzaba al máximo en ir interpretando la compleja lengua romana y, entre las órdenes que Braulio le dictaba y los diálogos con el muchacho romano, su mente se abría a la comprensión de aquellos sonidos antes indescifrables para él.

—¿Por qué? –se interesó el godo.

—Parece que nuestro señor Braulio vuelve a tener problemas con el abad Tajón por unos documentos eclesiásticos.

Erik meneó la cabeza sin comprender.

—Quiero decir –explicó Valderedo acompañándose de la mímica– que Tajón ha enojado a su santidad.

El pequeño godo asintió disculpándose.

—Ten paciencia conmigo, Valderedo, yo no soy romano como tú.

El otro rio.

—Yo tampoco lo soy del todo –confesó–. Mi madre es romana, pero mi padre es godo.

Erik abrió los ojos de par en par.

—En serio –continuó el mayor de los dos– antiguamente los matrimonios entre godos y romanos estaban prohibidos, pero esa norma fue relajándose con el tiempo.

—Entonces eres «hispanorromanogodo» –razonó Erico.

Valderedo rio.

—Eso es.

—¡Erico! –llamó una voz desde el despacho.

—¡Hasta mañana! –se despidió Erik apresuradamente–. El obispo me necesita.

El pequeño entró en la sala de donde Braulio parecía no moverse y se arrodilló antes de acudir a su lado.

—He oído tu voz en la antesala –el buen obispo sonrió al muchacho.

A Braulio, a pesar de su poca agudeza visual, no le pasó desapercibido que la ropa del niño estaba vieja y remendada en exceso.

—¿Cómo está tu familia? –preguntó en latín.

Erik arrugó su pequeña nariz en señal de descontento.

—Imagino que las cosas no marchan del todo bien –continuó el obispo cesaraugustano en la lengua goda–. Bueno, mañana redactaré una nota por si el herrero Agerico los puede contratar y Dios nos ayudará.

El pequeño agradeció las palabras de Braulio y besó su anillo sabiendo lo importante que era para su padre y su abuelo Harald encontrar un trabajo.

—Y hablando de cartas –dijo el obispo en godo para que Erik pudiese entender su mensaje sin errores–, hoy tengo una misión muy importante que encomendarte, Erico. Cuando amanezca quiero que lleves esta breve misiva al monasterio anejo a la basílica de los Innumerables Mártires, para el abad Tajón. ¿Sabes dónde está?

El muchacho dudó.

—A lo mejor conoces el templo por el nombre de Santas Masas, se encuentra foris muris… extramuros, saliendo por la puerta cercana a tu casa. Hallarás el monasterio al lado de la necrópolis sur, a orillas del Orba, y junto a la vía romana.

—Así lo haré, señor.

—De paso te diré, hijo mío, que ese es uno de los lugares más santos y antiguos de la cristiandad. Su cripta se fundó en época del emperador Constantino y en ella se encuentran los restos de los mártires cristianos, destacando entre todos ellos la santa llamada Engracia, y en honor a todos ellos se construyó la basílica.

El anciano obispo dejo que los recuerdos poblasen su mente.

—Yo estudié en ese monasterio en mi juventud con mi hermano Juan, que fue abad del mismo y posteriormente obispo de Caesaraugusta. Más tarde marché al Sur, para asistir al segundo concilio hispalense y aprender junto al gran obispo Isidoro y, a mi regreso, creé la escuela en un edificio anexo a la basílica y al monasterio del que también fui abad algunos años…

Erik escuchaba con atención a aquel hombre santo que parecía más bien hablar para sí mismo, pero de cuyas palabras siempre se sacaba algún aprendizaje.

—…hasta que Juan murió en el año de la Encarnación del Señor de seiscientos y treinta y uno y yo le sucedí en la silla episcopal. Mi hermano mayor fue mi maestro en la vida común, en la piedad y en la doctrina. Nunca he conocido a hombre más docto y cultivado, tanto lo era que hubiese merecido que hasta los sabios de Grecia se inclinasen ante él, pues era distinguido en toda clase de disciplinas y creó hermosos himnos litúrgicos, poesías, y otras piezas elegantes.

En aquel momento entró Eugenio interrumpiendo el monólogo de Braulio. Era el archidiácono un godo de pequeña estatura y cuerpo delicado, y los papiros y plumas que portaba por si el obispo deseaba dictarle algo parecían pesar más que él. Era rector de la iglesia de San Vicente y mano diestra de Braulio. Se acercó al prelado y tras revolver en cariñoso gesto los cabellos de Erik, se sentó en una silla de tijera frente al hombre de Dios.

—Aquí dejo la carta para el abad Tajón, Erico –Braulio palpó la mesa hasta encontrar el pliego–. Si me he dormido antes de que te vayas, no olvides cogerla.

El pequeño asintió y fue a sentarse en un rincón de la amplia sala.

—Eugenio –dijo el obispo dirigiéndose al arcediano–, sería recomendable ponernos manos a la obra en la redacción de los borradores de la cartas al obispo Eutropio y al dux.

Erik los escuchaba semioculto por las sombras que creaba la escasa iluminación de la estancia.

—Para encontrar el mejor modo de recomendar a nuestro señor, el anciano rex Chindasvinto, que nombre corregente a su hijo, Receswinth, sin que se sienta por ello relegado y en ninguna forma rechazado por nuestra provincia.

El arcediano enarcó las cejas.

—No es tarea fácil –suspiró–, recordad que la sucesión hereditaria al trono es contraria al canon setenta y cinco del sexto concilio toledano que vos firmasteis.

El obispo asintió

—Disponemos de un tiempo todavía para que Nuestro Señor nos inspire –sonrió– y mientras tanto continuemos con los resúmenes de la enciclopedia, que ya corregimos y sistematizamos hace años, de mi muy querido amigo Isidoro. ¡Qué Dios lo tenga en su gloria! Tú, Eugenio, tendrás que supervisar las copias que se hagan en el scriptorium para que no contengan erratas.

El arcediano separó el bloque de hojas y lo subdividió en dos sobre la mesa.

—Nos habíamos quedado en el libro de la medicina. «Medicina est quae corporis vel tuetur vel restaurat salutem: cuius materia versatur in morbis y vulneribus».

Braulio reflexionó.

—Este era, pues, el capítulo primero del libro cuarto y el párrafo que me acabas de leer introducía sobre lo que iba a versar la materia.

Erik escuchaba atentamente el diálogo entre los dos hombres sobre aquellas elevadas cuestiones que él no alcanzaba a entender. Desde que había entrado al servicio de Braulio había visto el empeño que, tanto el obispo como el arcediano, ponían en la labor de que la obra de un tal Isidoro de Hispalis, libro que parecía encerrar todo el conocimiento del saber humano, fuera explicada de forma sencilla en la domus episcopi y en la escuela del monasterio. Eugenio leía en voz alta párrafos de aquellos escritos ya enmendados anteriormente por Braulio, pues la escasa visión del obispo en los últimos tiempos le impedía hacerlo por si mismo, y tras extensas cavilaciones por parte de éste, los párrafos se reordenaban e incluso corregían algunas de las expresiones del gran autor hispalense. El muchacho se preguntaba por qué tendría tanta importancia aquel cometido y así se lo planteó un día a su amigo Valderedo.

—Es la compilación más ambiciosa que se ha realizado hasta ahora –le había contestado el niño romano con expresión de incredulidad ante tanto desconocimiento–, podremos encontrar respuesta a todas las preguntas imaginables ¿Lo entiendes Erico?

Erik dudaba, pues en su ignorancia desconocía quien era el gran Isidoro de Híspalis, y Valderedo se lo volvía a explicar ayudado por la mímica. Pero para el niño godo no tenía sentido aquel trabajo, sus mayores ni siquiera sabían leer y escribir, y la mayoría de la población de Cesaracosta tampoco. Sólo uno de cada diez comprendería aquella compilación, o probablemente menos, y eso fue quizá lo que le impulsó a querer ser uno de los elegidos. Mas ¿cómo llegar a adquirir esa magia de descifrar las letras?

—«Sanguis Latine vocatus quod suavis sit, unde y homines, quibus dominatur sanguis, dulces y blandi sunt» –leyó Eugenio.

¿Qué había dicho el arcediano?, se preguntó Erik perplejo, ¿que la sangre se llama así porque es suave y que los hombres dominados por ella son dulces y blandos? Nunca hubiera opinado él algo así, en su tierra se decía que los hombres sanguíneos eran coléricos y bravos… por lo visto tenía mucho que aprender.

—«De la sangre y la hiel nacen los padecimientos agudos –continuó el arcediano– que los griegos llaman oxea».

Erik había oído a Braulio hablar de los griegos, los hombres sabios; eran un pueblo muy lejano del que había llegado todo el conocimiento desde épocas antiguas.

—«Y de la flema y la melancolía proceden los achaques viejos, a los que llaman chronia» –acabó Braulio recitando de memoria.

—Entonces los cuatro humores cuando se desproporcionan crean las enfermedades, según el docto Isidoro –reflexionó Eugenio haciendo una anotación en un papel aparte.

—Eso es –afirmó el obispo, hundiéndose de nuevo en los recuerdos– mi carísimo amigo y maestro conocía a la perfección las tres lenguas del saber, hebreo, griego y latín, y había leído cientos de obras de los sabios que estos pueblos habían engendrado. Yo le rogué encarecidamente que recopilara todos sus elevados conocimientos y él accedió, mandándome posteriormente los códices sin enmendar, para que yo mismo llevase a cabo la disposición.

El arcediano asintió pues probablemente había oído ya con anterioridad aquella narración de los hechos.

—Recuerdo que la última vez que lo vi fue en el cuarto concilio de Toletum, al quinto no pudo asistir por tener la salud muy mermada, era el año de la humana salvación de seiscientos treinta y seis, hace casi diez años que murió. Aún conservo en mi alcoba los regalos que me envió –Braulio se limpió una lágrima que resbalaba de sus ojos cegados–. He releído muchas veces aquella carta en la que me aconsejaba que cuando recibiera una epístola suya la abrazara como si fuese a él mismo, pues decía que éste era el único consuelo entre ausentes –suspiró–. Fue el más grande de los obispos y el más excelso de los hombres.

Eugenio tomó la mano de su maestro.

—Este año se celebrará el séptimo concilio en el mes de noviembre y tú asistirás en mi representación.

El arcediano se extrañó.

—Señor, ¿no iréis vos?

—No, Eugenio, yo ya estoy muy viejo para un trayecto tan largo –dijo Braulio sonriendo con pesar– tú eres mi sucesor, el próximo obispo de Cesaraugusta. Eres un hombre culto y sabio y a ti te corresponderá llevar a esta gloriosa ciudad por el camino de Dios en un futuro cercano.

—No digáis eso, santidad –protestó el arcediano con tristeza–, aún no habéis entrado en la senectud, que como vuestro amigo Isidoro afirmaba en sus escritos, no comienza hasta los setenta años.

Braulio sonrió.

—Mi buen Eugenio, creo que el docto Isidoro era muy optimista en ese punto, pues alargaba el período de juventud hasta los cincuenta inviernos. Bueno, para tranquilidad del rey escribiré una misiva explicando que mi salud no es buena para emprender el viaje y que además estoy muy ocupado creando el cuerpo de leyes que me asignó redactar.

Se volvió hacia Erik.

—Además, Erico y Valderedo cuidarán muy bien de mí en tu ausencia –dijo en lengua goda.

El muchacho se puso en pie y esbozó una reverencia mientras creía entender las siguientes palabras pronunciadas en latín por el obispo.

—Eugenio, cada vez que contemplo a este muchacho, a pesar de que es solamente un niño extranjero, me parece ver en él a alguien que va a tener una relevancia especial en nuestra ciudad.

*

Erik se dirigió al amanecer hacia el monasterio situado a orillas del río Orba para cumplir la misión encomendada por su amado obispo. Llegó sin resuello pero sonriente como siempre, característica que durante toda su vida no perdería.

—Traigo una carta para el abad Tajón –consiguió decir Erik de corrido– de parte de su santidad el obispo.

El fraile condujo al pequeño por los pasillos laberínticos del monasterio de los Innumerables Mártires. Había salido del palacio episcopal con la carta escondida entre sus ropajes tal como había visto hacerlo a su abuelo Harald,ya que las cartas debían ser algo muy importante porque gracias a una de ellas habían podido quedarse en aquella ciudad que cada día le gustaba más. Ahora él era portador de uno de esos documentos y se habría negado a dársela a cualquier otro que no fuese el propio abad.

Erico llegó, acompañado por el monje, a una habitación plagada de códices de todas las formas y tamaños imaginables, rollos amontonados sobre mesas, volúmenes en estanterías de madera y hojas sueltas apiladas en torretas. Una biblioteca de dieciséis armarios, al parecer tan numerosa en obras como selecta en contenidos donde un hombre, que le fue presentado como el abad y que ni siquiera se inmutó cuando oyó el ruido de pisadas que se aproximaban hacia él, escribía con pluma de ave apoyado sobre una mesa de tablero inclinado. Erik aprovechó la espera que se le impuso con el fin de no interrumpir al abad en su trabajo para volver a pasear la vista por toda la estancia.

—El obispo Juan fue el iniciador de esta gran biblioteca que luego enriqueció nuestro actual obispo Braulio y que, si Dios me da vida, yo intentaré acrecentar.

El pequeño dio un respingo, ¿cómo había sabido aquel hombre lo que estaba pensando en aquel momento sin levantar siquiera los ojos del pergamino? El abad lo estudió detenidamente y Erik hizo lo mismo intentando no parecer insolente. Aquel monje no le proporcionó confianza: rondaría los treinta años, tenía el tonsurado pelo de color castaño claro imitando la corona de espinas de Cristo y unos inteligentes ojos de la misma tonalidad brillaban en su rostro carente de arrugas. Sus rasgos físicos, nariz recta y labios finos, unidos a una insolente desenvoltura, le hacían parecer orgulloso y poseedor de una gran ambición.

—No me mires tan asustado, hijo –rio– solamente he supuesto que estarías preguntándote lo mismo que la mayoría de la gente que penetra por primera vez entre estas cuatro paredes.

Erik sonrió aliviado.

—En realidad es sólo una minúscula biblioteca, en ningún modo comparable a la que poseyeron los alejandrinos, pero tenemos algunas joyas de las que sentirnos orgullosos, tanto de scriptura u obras cristianas como de litteratura o escritos paganos. Gozamos de una copia de las Sagradas Escrituras traducidas por san Jerónimo del hebreo al latín, poseemos las fábulas de Esopo, los Academica posteriora de Cicerón, las Sátiras de Horacio y su Ars poetica, la Eneida de Virgilio, obras de Euquerio, Juvenco, Casiano, Hilario, san Agustín, Anatolio de Laodicea y muchas otras. Entre todas ellas superan los quinientos volúmenes y… copias… escribientes… pergamino o papiro…

El pequeño escuchaba al abad sin apenas entender la relevancia que podía tener aquello, pero por la emoción con la que aquel hombre se expresaba, dedujo que los libros debían ser algo tan trascendental como las cartas, o más todavía.

—…cuando se termina el duplicado, se envía a la del palacio episcopal –terminó el abad.

Erik asintió confuso.

—Y bien ¿qué te trae por aquí?

—Señor, traigo mensaje de mi señor el obispo.

Tajón asintió.

—¿Y no me lo vas a entregar?

El pequeño se dio cuenta de que aún conservaba la epístola entre sus ropas y palpó su pecho en busca del preciado documento.

—¿Eres el nuevo sirviente del obispo? ¿Y Valderedo?

—Ambos lo somos, señor.

—Pronuncias deficientemente el latín, ¿no eres de Hispania?

—No, mi señor, nací al norte, muy al norte.

El abad rompió el sello del obispo y leyó la misiva en silencio, después sonrió.

—Ven a buscar contestación mañana a esta misma hora –ordenó a Erik– y ahora vete, tengo mucho trabajo.

El pequeño godo hizo una reverencia y abandonó la sala diciéndose a sí mismo que aquel encuentro no había sido de su agrado. Samuel Tajón no era un hombre santo y humilde como Braulio, de eso estaba seguro, aunque pareciera tan inteligente como éste.

Erik abandonó el convento y alzó sus ojos hacia la basílica aneja, pensó en entrar para ver si en ella descansaban los cuerpos de los mártires a la vista, ya que los cristianos adoraban reliquias y trozos de hombres y mujeres antiguos, pero sólo de pensarlo sintió pavor. Llevó su mirada del templo al cementerio, fijándose en las lápidas y las cruces que escondían cadáveres en corrupción, y sintió un relámpago en su espina dorsal al recordar a su primo Olav. Rápidamente se encaminó hacia la puerta meridional de la ciudad evitando mirar otra cosa que no fuese el suelo y sus pasos se convirtieron en apresurada carrera cuando recordó como Valderedo le había explicado el martirio al que habían sometido a la santa virgen Engracia.

—Hace más de trescientos años, una bella y joven noble lusitana visitaba nuestra ciudad acompañada por su tío Lupercio, su séquito de dieciséis caballeros y una criada –el narrador acompañaba de grandes aspavientos su relato para que el godo lo entendiera y para añadir dramatismo a la, ya de por sí, terrorífica historia–. Iba a contraer esponsales con un jefe militar de la Galia Narbonense y vio que aquí se maltrataba injustamente a los cristianos. Se enfrentó con el gobernador Daciano y por ello se la encarceló y sometió a los más crueles castigos. Por su fe en Cristo fue atada a una columna y azotada, le sacaron el hígado y le cortaron un pecho, y aún después, desnuda y con el cuerpo plagado de terribles heridas, la ataron a la cola de un corcel y la arrastraron por las calles de Cesaraugusta –en este punto el pequeño romano se tiraba al suelo poniendo cara de dolor–. Pero al ver que aún no moría, le clavaron un clavo en la frente.

Y Valderedo terminaba la historia propinando un pequeño golpe entre las cejas de su amigo godo mientras Erik se estremecía al oír aquel horrible comportamiento con la bella joven a quien él ponía en su imaginación los rasgos de su madre.

—Por eso se llamaba In-gratia, porque estaba llena de la gracia de Dios.

—¿Y los demás? –preguntaba el pequeño godo, temblando como una hoja.

—Fueron decapitados.

Tras finalizar el relato del martirio, Valderedo se quedaba meditando con fervor y a Erik le parecía entender cuáles eran los sentimientos de su amigo.