IV

De cómo los godos encuentran trabajo en Cesaracosta

El mes de julio trajo un calor a la ciudad como los godos nunca habían conocido. Se encontraban pesados e incómodos, y las impertinentes moscas y demás insectos se pegaban a sus cuerpos sudorosos creándoles gran mortificación. El sol ardiente enrojecía sus brazos y sus rostros hasta formarles unas molestas ampollas que más tarde provocaban que la piel saltase dejándoles la carne viva. Ellos nunca habían sentido un sol tan abrasador ni un calor tan intenso en sus tibios veranos septentrionales en los que los rayos solares eran perseverantes aunque de escasa intensidad.

El clan familiar se dirigió a la hora prima al establecimiento de Agerico con la nota que el obispo había redactado para el herrero. Orenco, quien encabezaba la procesión, se paró ante la tienda de reducidas dimensiones cercana al mercado.

—Este lugar es muy pequeño para ser una herrería –dudó.

El portón estaba abierto y el tuerto entró seguido por Harald, Sven, Gorm y Liuva, mientras Karl continuaba su trabajo de descargador en el puerto. Orenco se acercó al hombre que trabajaba solo sobre una mesa de madera armado con punzones y tenazas de diferentes tamaños.

—¿Agerico? –preguntó el tuerto abriendo mucho el ojo sano.

—Soy yo –respondió sin dejar de golpear una pequeña tira de metal.

—Venimos de parte de su santidad el obispo Braulio.

El orfebre sonrió cesando en su labor.

—Señor, querríamos saber si podemos aspirar a un empleo en vuestra casa.

Agerico observó a los presentes y tardó unos instantes en responder.

—Yo también soy de origen godo y si venís recomendados por el obispo Braulio debéis de ser buenas personas. No habláis la lengua de los romanos ¿verdad…? Lo supongo.

Hizo otra pausa y continuó en un deficiente idioma germánico.

—Como veréis mi negocio es pequeño y sólo necesitaría un ayudante al que no podré pagar demasiado.

—Aceptaremos cualquier cosa que nos puedas ofrecer –dijo Harald con esperanza.

Orenco no pudo atar su curiosidad por más tiempo.

—Señor, creíamos que eras herrero, pero esto no es una herrería.

—Soy orfebre –respondió– y muy especializado, pues sobre todo hago fíbulas, hebillas de cinturones o cruces cristianas. También algunas veces fabrico pendientes y otras joyas para las patricias.

Los hombres se miraron interrogantes.

—No quiero que mi ayudante sea un gigante musculoso, más bien al contrario, necesito a alguien de dedos delicados y mente imaginativa que sepa crear formas hermosas a la vista.

Todos se volvieron hacia Sven.

—Habéis contestado a mi pregunta al unísono –rio el orfebre–. ¿Cómo te llamas, hijo?

El joven respondió irguiéndose en su imponente estatura.

—Bueno, Sven, te tendré de prueba un par de meses, así podré comprobar tus capacidades para este trabajo.

Orenco chasqueó la lengua, no había ido mal la cosa pero Harald, Gorm y Liuva continuaban sin ocupación.

—Señor, ¿no sabréis de algún lugar donde se necesiten brazos fuertes?

Agerico reflexionó unos instantes.

—Hay una opulenta mansión a poco más de una milla de la ciudad, saliendo por la puerta este y dejando atrás la necrópolis oriental. La reconoceréis enseguida, es muy lujosa y posee establos, campos de cultivo y jardines. Su dueña es la viuda del anterior rector rerum fiscalium, que vive allí con sus cinco hijos y sus esclavos, pero siempre necesita de más brazos para mantener su imponente domus.

—Gracias por la información, señor –agradeció Orenco–, iremos ahora mismo.

—¡Que tengáis suerte!

Los cuatro hombres salieron del taller dejando en él a Sven. Agerico contempló al que iba a ser su nuevo ayudante preguntándose si podría sacar algo de sensibilidad de aquel bárbaro de ojos tristes.

—Amigo –le dijo poniéndose en pie–, voy a explicarte algunas nociones sobre este oficio en el que las gentes del norte destacamos.

Sven asintió.

—Debes atender mis explicaciones como si te fuese la vida en ello, porque si trabajamos bien podemos ganar mucho dinero. Superadas las últimas pestes y plagas de langosta, la ciudad está prosperando y sus habitantes quieren lucir hermosas fíbulas en sus ropajes.

—No comprendo el significado de la palabra fíbula, señor –confesó el bárbaro tímidamente.

—Habrás visto que tanto hombres como mujeres sujetan sus capas y ropajes con hebillas y broches, algunos de ellos de rica elaboración; asimismo, gustan las gentes de adornarse con anillos, pulseras, cruces y collares de metal.

—En mi tierra también eran muy apreciados ese tipo de objetos, aunque menos que las buenas hachas de doble filo con empuñaduras y vainas decoradas con animales.

—Lo sé –respondió el orfebre–, pero aquí los adornos son mucho más sofisticados, pues la vida misma lo es. ¿Sabes lo que es el repujado?

El extranjero dudó.

—Es la técnica de crear relieves oprimiendo el metal con un buril –explicó Agerico– se trabaja por su parte posterior para que el ornamento quede a la vista. Tú mismo llevas un brazalete repujado.

Sven se miró la muñeca recordando el día que su abuelo se lo había entregado mucho tiempo atrás. Era una gruesa pulsera de bronce dorado forjada en la propia aldea por el artesano que trabajaba los metales, un hombre que igualmente hacía agujas, espadas, joyas o cerraduras. Era uno de los pocos objetos que no habían canjeado por alimentos durante el viaje hacia Cesaracosta.

—No es una técnica difícil cuando te has hecho con ella –aseguró el dueño del taller–, lo más complicado es inventar el diseño de la misma y en esto debes esforzarte. Observa a las gentes y escucha lo que les gusta. Últimamente agradan mucho las cruces de oro con piedras semipreciosas incrustadas y las hebillas rectangulares de cinturón en bronce. Son símbolo de prestigio social y riqueza del portador.

Agerico mostró a Sven la pieza en la que estaba trabajando. Se trataba de una lámina de oro de baja calidad en la que sobresalían unos pequeños ganchos para engastar los cabujones.

—La placa oculta el muelle de alfiler y la aguja ¿ves? –dijo mostrándole el mecanismo.

El joven contempló la perfección de la pieza y Agerico rio.

—Mis fíbulas son muy apreciadas, ya que soy el único de la ciudad que las fabrica, especialmente las aquiliformes.

—¿Por qué eres el único?

—Ya no están tan de moda como antes, si bien hay algunos que las siguen demandando, pero me lleva mucho tiempo realizarlas y por eso te digo que si tú aprendes rápido… Bien, no quiero adelantar acontecimientos.

El orfebre calló saboreando su ensoñación.

—Tienen mayor dificultad las cadenillas y elementos móviles –continuó– es muy aconsejable añadir a la vistosidad el sonido tintineante del metal para llamar la atención de quien esté en compañía de su portador.

—Comprendo.

—Aquí es muy importante engalanarse y aparentar riqueza y prestigio ante los demás.

Agerico dio por finalizada su primera clase teórica, la pieza esperaba sobre la mesa y al día siguiente el cliente iría a buscarla.

—De momento te mostraré cómo verter el metal en los moldes con mano firme. Ya hablaremos de crisoles, cortes, nielado y doraduras más adelante.

Sven asintió sintiendo la ilusión de comenzar aquel interesante trabajo que por fin le libraría del aburrimiento que había llenado sus jornadas en los últimos meses, además podría ayudarle a olvidar la tristeza que lo invadía al recordar el rostro de su hijo perdido. Iba a ser orfebre en Cesaracosta y pensó que quizá los dioses quisieran compensarle de alguna forma por la muerte de su pequeño Olav.

*

—¡Imponente musculatura! –exclamó la romana tocando insinuante el brazo de Gorm.

El godo dio un paso atrás y tornó su rostro hacia Orenco.

—Dile a esta puta lasciva que no somos esclavos ni animales.

El tuerto sonrió nerviosamente mirando a la patricia.

—Mi señora, el hijo de mi amo dice que estaría encantado en emplear su fuerza en el trabajo de vuestras tierras, aunque he de recordaros que todos ellos son hombres libres.

La mujer volvió a sentarse en la lujosa silla de la que se había levantado para palpar la nueva mercancía que tenía ante sus ojos. La sala en la que se encontraban era una estancia de magnífico esplendor, los lujosos mármoles se alternaban con exquisitos frescos y el mosaico del suelo representaba la alegoría de las cuatro estaciones. El gusto refinado de la decoración era acorde con la elegancia de los ricos paños y el tocado de la propietaria. Ella era la gran e ilustre Régula, nombre principesco, y aquellos no eran más que salvajes incultos, no sería difícil emplearlos a cambio de unas pocas monedas pues parecían desesperados, hambrientos y con ganas de trabajar. Al contrario que los esclavos, ¡esos vagos piojosos que comían como cerdos y rendían menos que las polillas! Además había que pagar tributos por su posesión, sin embargo esos godos podían reportarle pingües beneficios.

—Esclavo –dijo dirigiéndose a Orenco–, diles que serán mis encomendados.

Perfecto, pensó el tuerto con alegría, mi amo y su clan acaban de convertirse en patrocinados, pero decidió que había que asegurar la situación.

—Redactaréis un contrato, supongo.

—No puedo hacer eso, de momento –negó la descendiente de Rómulo–, pero mi palabra debe valerles, mientras yo esté satisfecha con su trabajo ellos seguirán aquí y les pagaré tres sueldos de oro anuales.

—Pero, mi señora…

—Éstas son mis condiciones, esclavo –recalcó el último vocablo–, tomadlas o dejadlas.

Orenco bajó la cabeza y meditó unos instantes, no tenían más remedio que aceptar, quizá más adelante Dios proveería.

—De acuerdo –musitó tras haber explicado la situación a los tres hombres.

—Bien pues, trabajaréis los campos que circundan la mansión. Poseo huertos con sistema de riego, pastos, viñedos y una nada despreciable plantación de olivos que dan buen aceite.

—No quedaréis defraudada, domina –aseguró el tuerto.

—Comenzaréis mañana a la hora prima, mi capataz os explicará en qué va a consistir vuestra labor.

—La de ellos solamente –aclaró Orenco–, yo ya soy viejo y no sería más que un estorbo inútil.

La romana rio.

—Lo suponía, tu don no está en los brazos, sino en la lengua.

—Ciertamente señora.

—Hablas un latín muy correcto, incluso sorprendente para ser un godo, ¿lo escribes también?

Orenco asintió.

—No es la primera vez que un siervo supera en erudición a su propio amo –suspiró la patricia–. ¿Te placería enseñar a mis dos pequeños?

Orenco enarcó las cejas en muda interrogación.

—Ya poseo un buen preceptor para mis tres hijos mayores –continuó Régula–, un hispanorromano versado en elevados conocimientos de filosofía y ciencias, mas a sus clases no pueden asistir ni mi pequeña Régula Segunda ni Cayo, al ser demasiado jóvenes para entender sus explicaciones. Necesitaría de alguien que previamente los introdujera en la lectura y la escritura y yo no puedo hacerlo al estar demasiado ocupada con mis negocios.

El tuerto sopesó la propuesta mientras pedía la aquiescencia de su amo. No era un empleo fatigoso, ya que suponía que aquella romana no iba a pretender que las enseñanzas se dilatasen hasta superar las horas de la mañana, posiblemente a la hora sexta habría terminado y por las tardes continuaría con su función pedagógica enseñando a su ama y a las demás mujeres del clan.

—Acepto, domina –dijo Orenco, sonriendo ampliamente.

Régula sonrió también, había hecho un buen negocio con aquellos bárbaros.

—Pues mañana todos aquí –ordenó golpeándose ambas rodillas con las palmas de las manos–. Tú debes venir antes de la tercia, esclavo.

Orenco iba a responderle que no era esclavo propiamente dicho, pero optó por callar. Los cuatro hombres esbozaron una reverencia y fueron conducidos al exterior de la villa sintiendo profundo alivio.

—¡Demos gracias al gran padre Od… a Dios Todopoderoso! –exclamó Harald con su vozarrón.

—No sé si tenemos motivos para estar tan contentos –refunfuñó Gorm.

—¿Desde cuando temes a las mujeres, hijo? –rio el jefe del clan.

—Las romanas no son como las nuestras –dudó el joven godo–, preveo problemas.

Orenco miró a Gorm con ironía.

—Los adivinos son perseguidos en estas tierras y quizá lo sean por la poca fiabilidad de sus vaticinios. Sonríe, hijo de mi amo, los tiempos de penalidades han terminado para nosotros.

*

El verano transcurrió rápido para la totalidad de los miembros del clan porque se sentían dichosos por primera vez en mucho tiempo. Era época de siega y los hombres salían a trabajar cada amanecer, las mujeres iban a comprar al mercado con las monedas que sus maridos ganaban y después preparaban la cena, las dos pequeñas crecían fuertes y Erik se encaminaba cada atardecer a la sede episcopal para ejercer su papel de asistente del obispo. El siervo Orenco era, irónicamente, quien más dinero aportaba a la familia de sus amos y además continuaba con su labor educativa hacia las godas por las tardes. Para que los hombres también pudiesen seguir progresando en su conocimiento de la lengua de los romanos, se dirigía a ellos en latín, con frases sencillas y pronunciando lo más claramente posible. Los ingresos percibidos permitieron arreglar el tejado y comprar taburetes, un par de arcones y ropajes nuevos. Tanto ellos como su habitación alquilada presentaban mejor aspecto, los primeros debido a la buena alimentación y la segunda al orden que imponían Frida, Galeswintha, Aringa y Willa.

—¿Cuanto queda en el pote, Aringa? –preguntó la madre de Erik.

La mujer de Harald volcó el contenido sobre la mesa.

—Dos trientes.

—No es mucho –se lamentó Frida.

—Suficiente para hacer la compra de hoy, aún tenemos alimentos en la despensa.

—¿Hay aceite?

—Un pellejo lleno –respondió la mayor de todas.

—Podríamos recurrir al trueque…

—¿Qué tienes in mente, Frida? –preguntó Galeswintha demostrando sus progresos en latín.

La aludida comenzó a lavar los pañales de su pequeña Galsuinda, que en aquel momento correteaba jugando con Rowena. La mujer carraspeó antes de hablar.

—Me… me gustaría que tuviésemos en casa una imagen de la Virgen.

—¡Cómo! –se escandalizó Galeswintha.

Aringa levantó la mano para indicar a la más joven que dejase acabar a la primera mujer de su hijo.

—Os confieso que he rezado todos estos meses a la diosa María para que proporcionase a nuestros hombres un trabajo, y ella me ha concedido mi petición.

—¿Y cómo sabes que ha sido por su intercesión?

—El mismo día que Harald, Gorm, Sven, Liuva y Orenco fueron empleados, yo estuve rezando ante la imagen de la Señora.

—Ya te dijeron que aquella no era la Virgen, sino una santa llamada Marta –estalló Galeswintha.

—No, no en la iglesia de San Félix, sino en un santuario cercano a la puerta septentrional –se revolvió Frida– ante una pequeña estatua que hay sobre una columna y que tiene la misma sonrisa dulce que aquella diosa de la cueva de las montañas.

—Bueno, aun suponiendo que sea la misma –se desesperó la segunda esposa de Gorm– sigue visitándola en los templos y rézale cuanto quieras, pero no podemos permitirnos comprar un objeto tan lujoso como una figura ¡Tenemos lo justo para comer y pagar el alquiler de la casa!

—Galeswintha tiene razón –la defendió Aringa.

—Pero yo creo que sería muy beneficioso que su imagen tutelase nuestro hogar.

—¡Deja de decir tonterías! –bramó la más joven–. Las deidades no deberían reflejarse en imágenes. ¿Por qué comprar una de las de esta nueva religión que nada me importa y que no llego a comprender en su totalidad?

Erik se levantó del colchón. Se había despertado con los gritos de las mujeres y el llanto de su hermanita. Frida fue hacia él.

—Vuelve a dormir, hijo mío, aún no es mediodía.

—¿Por qué gritáis, madre?

Frida miró a Galeswintha con resentimiento.

—Me voy un rato a la calle –anunció la segunda– en esta casa me ahogo… ¡Maldito el día en que vinimos a esta ciudad apestosa donde cuesta respirar el aire y en la que malvivimos hacinados como animales!

Aringa se escandalizó.

—No digas eso, los dioses nos dieron la oportunidad de comenzar una nueva vida en esta urbe. Además no es tan apestosa, dice Orenco que su aire es uno de los más puros de Hispania, sólo en el mercado…

—Su olor es asqueroso y no solamente en el mercado, sino también en los vertederos, en los pozos negros y en un sinfín de lugares si la comparamos con la brisa perfumada de nuestra aldea –contradijo Galeswintha.

—Exacto, piensa en nuestra aldea y sus habitantes –añadió Frida–: todos muertos. Nosotros nos libramos de la masacre y tú pareces no estar contenta.

—Tienes razón, no lo estoy, ¿y sabéis por qué? –continuó Galeswintha con rabia–. En el norte vivíamos libremente trabajando nuestra propia tierra y el viento fresco llenaba mi pecho proporcionándome una agradable sensación. Ahora, sin embargo, permanecemos encerradas todo el día, no conocemos a nadie ni podemos hablar con otras mujeres, porque no nos entienden y nos desprecian. Sí, Frida, nos desprecian. Para esas romanas encopetadas somos como animales y nunca seremos nada más que eso, aunque os esforcéis en aprender latín siempre lo pronunciaremos con este acento áspero y grosero que Orenco nos recrimina.

—No creo que nos desprecien –reflexionó Aringa–, hay muchos extranjeros en esta ciudad y nosotras pertenecemos a la etnia dominante, sus dirigentes son de nuestras mismas tierras.

—Nos soportan porque los hombres de nuestra raza forman parte de la milicia guerrera y los defienden de los posibles ataques enemigos. Además, tampoco tenemos nada que ver con esos godos, pues llevan muchísimo tiempo viviendo en Hispania y se han romanizado. Los nuestros aquí gesticulan como romanos, se emperifollan con ropajes caros, festejan sus mismas celebraciones en finas mesas cubiertas por manteles y abusan de otras actitudes para mí totalmente ridículas… es como pretender que una oca se disfrace de cisne.

Galeswintha quedó en silencio unos instantes.

—Hace apenas una semana, en el mercado, vosotras os esforzabais en haceros comprender en un puesto de carne mientras yo observaba a la gente. Dos hispanas llegaron a la tienda con sus esclavos y tras elegir el género me miraron con suficiencia, agucé el oído para saber qué era lo que decían y entendí como se reían de mis trenzas y mi pelo suelto. Yo me fijé en sus cabellos dispuestos en un complejo tocado con cintas de tela brillante y horquillas doradas, confeccionado probablemente por su peinador, y también en sus hermosos ropajes de telas suaves. Luego os miré a vosotras y comprendí lo que debían pensar.

—También hay hispanas que no pertenecen al patriciado y que no lucen joyas ni afeites ni buena raupa –se defendió Frida sintiéndose ligeramente avergonzada.

—Os digo que aquí no poseemos nada –zanjó Galeswintha con tristeza–, ni siquiera dignidad.

Se aproximó a la puerta y, tras lanzar una mirada circular a sus atónitas compañeras, salió de la casa con la frente muy alta.

Galeswintha cerró los ojos conteniendo unas lágrimas a punto de escapar, después los abrió, elevó su mirada plateada al cielo azul de principios de septiembre y comenzó a andar entre la gente, sin rumbo conocido. Llegó hasta una fuente y poniendo sus manos en forma de cuenco tomó agua y se lavó la cara y el cuello. Sintió la necesidad de que el tibio líquido recorriese completamente su cuerpo y se dirigió hacia la puerta sur para salir por ella al río Orba y darse un baño. Allí estaban aquellas extrañas edificaciones junto al cementerio: el monasterio y el templo de los santos mártires. Un día el hijo de su marido le había contado que en él se guardaban los restos de algunos cristianos asesinados mucho tiempo atrás. ¡Qué extrañas gentes los cristianos! Poseían leyendas increíbles y adoraban a seres humanos como ellos mismos, a los que llamaban santos. Ella nunca podría compartir aquellos sentimientos, seguiría adorando a Frigg, esposa de Odín y diosa del cielo, aunque se sentía algo enojada con la deidad, pues siendo la protectora del amor conyugal a ella la había privado de marido. Se dio cuenta de que era viernes, el día de Frigg y se sentó en la ribera del río para orar por su futuro. Allí, bajo un olmo de la espesa arboleda ribereña, era el lugar apropiado para rendir culto a sus dioses según sus creencias y Galeswintha se postró comenzando a canturrear una melodía pagana. Apenas finalizada la oración, dio un respingo al sentir el movimiento de las ramas de un arbusto cercano y más se sorprendió todavía cuando de entre el follaje apareció el rostro arrugado de una vieja.

—Continua, hija mía –dijo en lengua goda–, tu dulce voz me reconforta.

—¿Qui… quién eres?

—Sólo alguien que añora el pasado y que viene aquí con la misma finalidad que tú.

Galeswintha desmenuzó las palabras de la anciana mientras se acercaba a ella.

—¿Adoras a mis dioses?

—También son los míos –reconoció con un susurro– pero aquí, en Hispania, no está permitido venerarlos.

—¿De dónde vienes?

La anciana rio mostrando su boca despoblada y sentándose al lado de la muchacha.

—¡Qué importa! Además soy tan vieja que ya ni me acuerdo.

—¿Qué edad tienes?

—Casi cien años.

La joven abrió sus ojos grises desmesuradamente.

—¡Oh! Sé que no es fácil que me creas, pero te aseguro que no miento –continuó la anciana–. Yo misma he visto mi propia muerte y sé que aún me restan siete años de vida, sólo cuando los vascones vuelvan a asediar Cesaracosta, yo moriré.

Galeswintha frunció el ceño sin comprender.

—Esta ciudad suele ser atacada por francos y vascones cada cierto tiempo. En el año cristiano de seiscientos cincuenta y tres, un caudillo intentará tomar esta urbe con la ayuda de un ejército vascón y la someterá a sitio durante varios meses.

—¿Y conseguirá hacerse con ella? –preguntó la joven con el corazón latiéndole fuertemente.

—De nuevo sus inexpugnables murallas lograrán protegerla del enemigo, pero los más viejos y débiles perecerán y yo estaré entre ellos.

—O eres una vieja loca o bien una adivina.

La anciana rio con su boca desdentada.

—¡Ponme a prueba!

—¿Cómo?

—Puedo conocer el porvenir al igual que la diosa amada, pero a diferencia de ella, yo sí puedo revelarlo y también tu pasado.

La vieja se palpó las sucias sayas y sacó de entre ellas una bolsa de cuero de la que extrajo unos vidrios de colores que tendió a la joven.

—Agítalos entre tus manos y échalos al suelo.

La joven hizo lo que decía la supuesta adivina sin mucho convencimiento y dejó caer los cristales sobre la hierba. La vieja los observó con atención y fue concentrándose progresivamente hasta que comenzó a resoplar como si estuviera sufriendo un ataque. Galeswintha empezó a tener miedo, pues los ojos glaucos de la mujer se tornaron completamente blancos, y cuando ya parecía que iba a caer desvanecida por el esfuerzo, volvió a adquirir su aspecto normal.

—Has perdido a tu hombre hace poco, aunque no ha muerto, pero no estás sola, vives con otros en una casa; viniste a la ciudad hace unos meses y no eres feliz en ella. Veo una reciente disputa con otras mujeres.

La joven escuchaba con la boca abierta.

—Dime ¿Qué más ves?

—Veo tu futuro, hay una parte negra y otra blanca y luminosa, son el bien y el mal. Tu mente se abre al conocimiento y alcanzas poder, pero te acechan, te buscan –los dedos de la vieja se crisparon–, debes tomar decisiones peligrosas y…

—¿Y qué?

—Ya no he visto nada más –mintió la adivinadora.

Galeswintha la miró con respeto, ¿cómo había podido descubrir sus más íntimos secretos?

—¿Cómo te llamas?

—Angradema.

—Mi nombre es Galeswintha.

—¿Te gustaría que te enseñase a utilizar el poder de los dioses?

La muchacha dudó.

—No sé si tengo la capacidad.

—La tienes. Al igual que Freyja eres hermosa y posees dotes proféticas –cortó la vieja–, ¿o por qué crees que me he acercado a ti?

*

Los preparativos del arcediano para acudir al concilio de Toletum supusieron trabajo extra para Erico. Braulio y Eugenio apuraban todas las horas del día y de la noche para poder entregar al rey el borrador de lo que el obispo llamaba el Liber Iudiciorum. Era ésta una recopilación de normas y leyes que los diversos monarcas habían dictado y que era menester ordenar y completar y, al ostentar san Braulio el título de asesor del rey, había recaído sobre él la misión de redactar el código. Con su publicación quedarían derogadas las disposiciones, hasta entonces en vigor, del Breviario de Alarico para la comunidad romana y del Código de Leovigildo para la visigoda.

—Muéstrale el resumen, Eugenio, y que te dé copia de las últimas leyes que ha dictado para contemplarlas en este código –rogó Braulio.

—¡Cuánto siento que no me acompañéis, señor! –se quejó el arcediano.

—Tajón irá contigo.

Eugenio suspiró.

—Continuando con nuestra labor, debes explicar a Chindasvinto y a su hijo que hemos dividido la recopilación en doce libros y sus títulos.

—Aquí tengo el esquema –asintió el arcediano sacando una hoja de papel de debajo de una pila–. Libro 1: El legislador y la ley, libro 2: Administración de justicia, escrituras y testamentos, libro 3: Los matrimonios y los divorcios… hasta el libro 12: Herejes y judíos.

—Eso es, y la breve descripción del contenido de cada uno.

Braulio pareció sentirse repentinamente fatigado y Erik fue hacia él y le tendió un vaso de agua que el obispo rechazó.

—Lo único que me consuela al dejaros aquí es que podréis descansar un poco en mi ausencia –reconoció Eugenio.

—No creas –rio el santo–, tengo muchas cosas que hacer todavía. Debo juzgar varias causas pendientes, nombrar a los cancellarii y redactar varias cartas.

Erik miró al obispo y éste sonrió con afecto.

—Erico me ayudará –bromeó Braulio.

Eugenio asintió sonriente.

—¿Cuando partirás hacia Toletum? –preguntó el obispo a su arcediano.

—A principios de octubre. Mañana mismo iré a visitar a Tajón para proponerle la fecha exacta de salida. Tenemos varios días de viaje por delante.

—¿Has cenado algo hoy?

—¡Ay, mi señor! Ya sabéis que mi estómago rechaza todo alimento.

—Ve a descansar unas horas –dijo el obispo–, recuerda que tu salud es frágil y debes cuidarte para emprender la sagrada misión que te he asignado. Yo me quedaré hablando con Erico.

—¿No me necesitáis más por hoy?

—No, Eugenio.

El archidiácono besó la mano de su superior, sonrió al pequeño godo y su menguada figura fue desapareciendo entre la penumbra de la estancia.

—¡Ah, hijo mío! –se quejó Braulio–. Tú ahora no lo entiendes, pero envejecer es muy duro, los achaques, la falta de sueño, las contrariedades de la mente. Yo hubiera querido ir con Eugenio, como en el concilio anterior, pero ya no me es posible.

—Mi señor –se atrevió a preguntar el muchacho– ¿Qué es un concilio?

—Son unas asambleas convocadas por el rey y a las que asisten la nobleza y los obispos de toda la Península y del sur de la Galia. En los generales se dictan leyes y se debaten cuestiones de primera magnitud para el reino, a diferencia de los sínodos o concilios provinciales anuales, que son de menor importancia y de carácter local.

—¿Habéis asistido a muchos concilios?

—Estuve en tres concilios en Toletum: el cuarto, al cual acudió también mi maestro el gran Isidoro de Hispalis; el quinto, en el que yo mismo dirigí las deliberaciones y redacté los cánones; y el sexto, en el que fui comisionado para responder a la queja del patriarca romano Honorio contra la supuesta negligencia de los obispos de Hispania.

—¿No tenéis obligación de ir esta vez? –volvió a interesarse el pequeño.

—Lo haré por delegación, a través del buen Eugenio, él presidirá el concilio en mi nombre.

El obispo contempló a Erik.

—Eres un muchacho muy curioso e inteligente, Erico, ya hablas un poco de latín y sé que todavía entiendes más de lo que hablas. Estoy seguro de que te espera un brillante futuro y de que serás alguien de gran importancia para esta ciudad, pero no sé porqué y yo ya no lo veré. Es de suma importancia que recibas el bautismo durante la próxima Pascua.

El pequeño asintió.

—Todos estos meses has escuchado las conversaciones que he mantenido con Eugenio, tanto de carácter político como religioso. ¿Has comprendido algo sobre la Verdad de Cristo?

—Sí, señor –respondió Erik con seguridad.

—¿Y qué es lo que más te ha llamado la atención?

—El amor de Dios –contestó el pequeño sin dudar–. Los falsos dioses de mi tierra podían ser sanguinarios y crueles entre ellos y con los hombres. El dios de los cristianos es sabio y clemente y está muy por encima de esas rencillas que mantienen las deidades del norte. Además, existe la promesa de un Paraíso para toda la humanidad y no sólo para los guerreros.

Al obispo le brillaron los ojos de emoción.

—Hijo mío, las palabras que han salido de tus labios te las debe haber dictado el mismo Espíritu Santo. No son propias de un niño de siete años.

—Ocho, señor –rectificó Erik–, hace media luna que los cumplí o aproximadamente, porque la contabilidad del tiempo en estas tierras no es la misma que en mi aldea.

Braulio rio, aquel muchacho le fascinaba.

—No me habías dicho nada –fingió reñirle.

El obispo abrió la pequeña arqueta que descansaba a los pies de la mesa y palpó el interior hasta dar con el objeto que deseaba entregar al pequeño.

—Toma, Erico –dijo tendiéndole una pequeña cruz de bronce que colgaba de un cordón–, esto es un regalo para ti.

Erik no pudo contener la emoción al ver la bella pieza y sus grandes ojos azules chispearon con alegría.

—Llévala siempre y que Él te guíe a través de ella.

—Santidad yo… –balbuceó–. Muchísimas gracias.

—Eres un buen chico, y ahora ya puedes irte a casa.

El pequeño besó la mano del obispo y salió corriendo del palacio episcopal en aquel amanecer de septiembre que a él le pareció uno de los más hermosos que había vivido desde que pisara aquella ciudad.

*

Sven admiró la pequeña cruz que su sobrino llevaba colgada al cuello mientras las mujeres remendaban la ropa para acudir al catecumenado en la catedral donde escucharían, declamadas por la clara voz del diácono, lecturas de ambos Testamentos, entonarían cánticos y alabarían devotamente a Dios. Irían todos ellos a la preparación para el sacramento del bautismo, excepto Galeswintha, que no sentía el amor de Dios en su corazón ni conseguiría alcanzarlo jamás.

—No podéis obligarme –gritó la joven mirando a los miembros del clan.

—Pero Galeswintha... –comenzó Gorm.

—Tú tampoco puedes, ya no eres mi marido.

Orenco meneó la cabeza.

—Eres testaruda como una mula –se quejó–. Bueno, allá tú, sabes que existen duros castigos para los paganos.

—Nadie va a saber si estoy bautizada o no –chilló Galeswintha– y además, me avergüenzo de vosotros que tan pronto habéis olvidado a los dioses de nuestros antepasados.

—No los hemos olvidado.

—Pues ¿por qué renegáis de ellos?

Harald puso sus fuertes brazos en jarras.

—¡Callaos todos!

El grupo familiar quedó en silencio.

—Si perteneces al clan debes acatar nuestras normas, parece que aún no has comprendido que no puedes decidir nada por ti misma. Estás bajo mi munt.

Galeswintha se mordió los labios antes de escupir sus siguientes palabras.

—Pues ya no puedo ni quiero seguir perteneciendo a esta familia –hizo una pausa y recorrió los rostros atónitos de los miembros del clan–. No necesito ni el divorcio cristiano, ya que para ellos ni siquiera he estado casada.

—¿Es lo que realmente deseas? –preguntó Harald con insospechada frialdad.

La joven asintió.

—Pues deberás abandonar esta casa.

Un quejido salió de las gargantas de las mujeres.

—Ahora mismo –terminó el jefe del clan.

Galeswintha no dijo nada más y se dispuso a coger sus escasas pertenencias para envolverlas en su gastado manto formando con él un hatillo. Los demás la observaban sin decir palabra y cuando la joven estuvo preparada, Harald señaló la puerta de la vivienda. La muchacha se aproximó a ella.

—Y no vuelvas nunca –añadió el gigante godo– ni nos saludes si nos ves por las calles.

—Descuida –respondió Galeswintha– no pienso hacerlo.

La tristeza y el nerviosismo se adueñaron del grupo cuando su jefe se plantó ante la puerta tras la salida de la joven.

—¡Vamonos ya! –ordenó–. Y no quiero oír ni una palabra más sobre este asunto.

Mientras su clan era iniciado en el cristianismo, la impía Galeswintha vagaba por la ribera del Orba deseando encontrarse con Angradema. La vieja era la única persona amiga a la que poder acudir en aquellas circunstancias de soledad e impotencia. Rememoró las palabras que un día pronunciara su padre antes de que ella abandonase la aldea y se convenció de que aquel había sido su destino y de que la anciana era la mujer que indicaba la profecía paterna. Sonrió para sí cuando a lo lejos vio una figura que, apoyada sobre una vara, caminaba con paso renqueante. Y corrió hacia ella, corrió anhelando abrazarla y que la anciana la recibiera como a una nueva hija.

—¡Angradema! –llamó con voz angustiada.

La adivinadora se giró hacia la voz que había pronunciado su nombre y se encontró con el rostro desencajado de la joven.

—Ya estás sola y libre –fue una afirmación más que una pregunta–, lo vi en los cristales.

Galeswintha asintió.

—Quiero ir contigo.

La vieja sonrió.

—He esperado este momento con impaciencia.

—¿Sabías que iba a ocurrir? –preguntó la muchacha intuyendo la respuesta.

—Tu destino está escrito, como el de todos, y yo puedo leerlo. Ven conmigo, pequeña, te enseñaré cómo se hace.

*

Llegó el día en que Eugenio y Tajón se disponían a marchar al amanecer acompañados de dos frailes y asistidos por una escolta de guerreros armados a las órdenes del conde Celso. Erik acompañó a Braulio hasta la puerta de Toletum, desde la que partía la vía romana que llevaba directamente hasta la capital del reino hispano. Era éste un camino principal que pasaba por hermosas ciudades y villas como Bilbilis, Segontia, Complutum o Titulcia.

El cuerpo menudo del archidiácono Eugenio parecía menor todavía sobre la enorme yegua que lo alzaba y sus ojos se volvían constantemente hacia el obispo, temiendo que algo iba a ocurrir.

—¡Quedad con Dios, mi señor!

—Ve tú con Él, querido Eugenio –dijo Braulio alzando su mano– y recuerda todo lo que debes decirle a nuestro señor el rey.

Los bravos soldados visigodos del destacamento esperaban en silencio a que los hombres de Dios terminasen de despedirse para comenzar a ejercer su labor, pues los caminos eran muy peligrosos y en ellos acechaban grupos de malhechores dispuestos a robar e incluso matar a los viajeros. Por eso tenían la sagrada misión de proteger las vidas de aquellos que velaban por todas y cada una de las almas de Cesaracosta. Erik observó sus imponentes figuras ataviadas con grebas y lorigas, admiró el brillo de sus escudos perfectamente pulidos y contempló ensimismado cómo sus enormes lanzas centelleaban a cada movimiento de los bridones.

La ciudad, a pesar de que la milicia partía hacia Toletum, no iba a quedar desprotegida, pues los saiones permanecerían en ella ejerciendo su papel policial, así lo anunció Celso a Braulio, quien asintió ante las palabras tranquilizadoras del conde.

—Y tú, Tajón –añadió el obispo–, asiste a Eugenio en lo que necesite y sé también un buen embajador de nuestra querida ciudad.

Samuel Tajón sonrió arrogante, sabedor de que gran parte de la población de la ciudad estaba pendiente de ellos. Braulio le lanzó una mirada fría como el hielo que no pasó desapercibida a Eugenio ni al pequeño godo, pues muchas veces había oído Erik quejarse a su señor de la actitud del abad del convento de los Innumerables Mártires, añadiendo que la sabiduría sin humildad no servía de mucho. Recordó a medias, por no haberla entendido del todo, aquella misiva llena de tirantez en la que Braulio recriminaba a Tajón el constante uso de expresiones paganas en sus escritos, pavoneándose de su cultura clásica y relegando a segundo término la literatura cristiana y las enseñanzas de los santos padres. Ciertamente, era Tajón un individuo sumamente cultivado, pero carecía de modestia y otras virtudes necesarias en un hombre de la Iglesia.

—¿Lleváis provisiones suficientes? –se preocupó el anciano obispo– El viaje hasta la capital es largo, aunque la calzada es buena, yo he hecho varias veces el recorrido y os recomiendo que hagáis parada en un burgo llamado… ¿Pero qué estoy diciendo? Tú, Eugenio, eres oriundo de Toletum y tú, Celso, sabes de sobra todo lo referente a paradas y postas. ¡Bueno! Sobre todo, hijos míos, tened mucha prudencia.

—No os preocupéis, santidad –le tranquilizó el archidiácono–. Con la ayuda del Padre Celestial llegaremos sin novedad. Solamente siento dejar esta ciudad, aunque sea temporalmente, porque ya decía Isidoro que Caesaraugusta es la más insigne de todas las ciudades de Hispania por el encanto de su paisaje y sus delicias… y además, añado yo, porque vos estáis en ella.

Braulio sonrió.

—Cuídate Eugenio, recuerda que tu obligación es seguir componiendo cantos sacros y versos y prosas para deleite de nuestros oídos –bromeó con aquel a quien ya muchos llamaban el Poeta.

—Así lo haré, mi señor.

El grupo de hombres a caballo esperó a que el buen Braulio diese su bendición y partieron por la vía romana sin volver sus cabezas hacia los que quedaban intramuros, rezando plegarias para que llegaran sanos y salvos a Toletum, donde se iba a celebrar el séptimo concilio nacional. Mientras se perdían en la lejanía, el obispo aferró el hombro de Erik con fuerza.

—Me temo –susurró con sobria gravedad– que Eugenio volverá con una noticia nefasta de la que hacernos partícipes.

—¿Qué receláis, mi señor obispo?

Braulio tomó una gran bocanada del aire puro otoñal que aquel amanecer les había regalado, pero no fue suficiente para calmar el ahogo de su corazón. El temor se adueñó del ánimo del santo varón, aun hallándose dispuesto a aceptar lo que Dios tuviese a bien enviarle.

—No sé, hijo mío, probablemente sólo son temores de un viejo preocupado y lo que haya de ser, será por divina dispensación. Y ahora vuelve a tu casa, debes estar agotado.