De los problemas a los que tuvieron que enfrentarse los godos en la ciudad
El Cierzo soplaba con fuerza a finales del mes de octubre. El frío viento del noroeste había llegado adelantando el invierno, pero también despejando el cielo de la ciudad y librándola de los malos olores de sus calles. Los cinco godos aspiraron la pureza del aire que inevitablemente arrastraba la añoranza hacia su tierra tras un verano asfixiante.
Como todos los días, Sven se dirigió al taller de orfebrería, Karl al puerto fluvial y Harald, Gorm y Liuva llegaron a la villa de Régula a la hora prima. Tras haber saludado al capataz, cogieron sus aperos de labranza y se encaminaron a cumplir el cometido que les habían encargado realizar durante la jornada. Jornadas todas ellas duras en las que los hombres trabajaban de sol a sol, exceptuando el lapso en que les estaba permitido parar para ingerir algún alimento. Aquel día tenían que talar unos cuantos árboles de la pineda vecina para conseguir madera y leña, pues los días de frío se avecinaban y la señora de la casa gustaba de mantener cálidas las habitaciones por medio de hipocaustos. Los hombres comenzaron a cortar las ramas más altas y delgadas para después enfrentarse con sus hachas contra el grueso tronco. Sudaban copiosamente a pesar del aire fresco y sus rostros enrojecían por el esfuerzo que suponía la tarea, pero no importaba, les gustaba aquel trabajo físico que provocaba que sus músculos se tensasen como cuerdas, y el sonido de las hachas golpeando la madera se transformaba en música para sus oídos, por eso Harald comenzó a tararear una antigua canción de su tierra en la que el alma de un héroe era conducida al Valhalla por las hermosas valquirias.
Orenco llegó a la mansión romana poco antes de la hora tercia. El sirviente que abría la puerta le saludó con un leve movimiento de cabeza y el tuerto se encaminó hacia la sala donde impartía clases de escritura a los dos pequeños patricios. Penetró en la elegante estancia, los dos niños aún no se encontraban en ella y todavía tardó unos instantes en darse cuenta de que Régula estaba allí, mirando por la ventana que permitía la visión de la lejana arboleda.
—Buen día, mi señora.
La mujer dio un respingo ante la inesperada aparición del «esclavo». El único pero sagaz ojo de Orenco visualizó la imagen que se entreveía por el vano, los tres godos, desnudos de cintura para arriba, se afanaban en talar un esbelto pino.
—Has venido pronto hoy –respondió la romana como saludo.
El tuerto esbozó una reverencia sin que le pasara desapercibido el brillo en la mirada y el ligero rubor rosáceo en el rostro de la dueña de la casa.
—Presto para serviros.
—Bien hecho, esclavo –dijo pasándose la mano por los oscuros cabellos, engalanados aquel día con cintas celestes y abrillantados con perfume de nardo–, mis hijos no tardaran en venir.
Orenco comenzó a sacar rápidas conclusiones. Quizá Gorm tuviera razón después de todo y los problemas acabaran por llegar con la misma rapidez que el trueno sigue al rayo. ¿Podía haberse encaprichado aquella mujer del hijo de su amo? No era una idea descabellada después de todo. La viuda patricia era joven aun, parecía fogosa y desinhibida y tenía poder sobrado para permitirse aquel lujo. La imaginó en las largas noches solitarias acariciándose sobre el cómodo colchón de plumas en su suntuosa alcoba y recordó el fuego, ya casi olvidado para él, que corría por las venas de los jóvenes. La observó aproximarse a la puerta con la cabeza erguida y pasos amplios. Era hermosa y dominante y la fina tela de la larga túnica que cubría su cuerpo realzaba sus formas generosas. Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos negativos que su mente empezaba a fraguar y rezó, por si servía de algo, una muda plegaria al Dios cristiano y a todos los santos que compartían con Él las glorias del Cielo. Estando en ello, un par de ruidosos chiquillos entraron en la habitación con sus pizarras de cera.
—Salve, Orenco –saludaron sentándose en dos de las recias sillas que rodeaban la mesa.
—Esos no son modales para una dama patricia, Régula Segunda –riñó el tuerto fingiendo enfado– no puedes entrar en una estancia como si fueras una mula de tiro desbocada.
Los ojitos verdes de la pequeña se entristecieron repentinamente e hizo una graciosa mueca.
—No se lo dirás a mi madre… ¿verdad?
Claro que no diría nada, la hija de la señora lo tenía completamente embobado. Era una niña inteligente y cariñosa, además de poseedora de una exótica belleza que la hacía irresistible a la vista a pesar de contar apenas diez inviernos de vida. El pequeño Cayo, sin embargo, era un auténtico zoquete y se distraía de sus lecciones con el vuelo de una mosca que pasase por ahí.
—No lo haré –respondió el preceptor–, pero tienes que prometerme que corregirás tus modales.
—Te lo prometo, Orenco –aseguró la pequeña cogiéndole la mano.
El tuerto sonrió ligeramente evitando mostrar su debilidad por ella.
—Y ahora sigamos con la escritura, si es que alguna vez queréis aspirar al trivium –dijo abriendo el libro de Casiodoro que descansaba sobre la mesa.
—Luego nos leerás algún fragmento de la Biblia –casi ordenó el pequeño Cayo.
El tuerto suspiró.
—Con los que invariablemente te duermes –contestó Orenco con desprecio mal disimulado.
—Es importante que nos eduques, esclavo.
El niño alzó la cabeza con suficiencia.
—No soy ningún esclavo y si algún día progresas en lectura –la voz del tuerto era heladora– podrás descifrar tú mismo lo que las Sagradas Escrituras revelan. Y ahora comencemos: «Figurae accentuum decem sunt, quae a grammaticis pro verborum...».
*
Unos días antes de la celebración del séptimo concilio de Toletum, que iba a comenzar a quince de las calendas de noviembre del quinto año del reinado de Chindasvinto, arribaron los hombres de Cesaracosta a la capital del Reino de Hispania, o Spania, como decían los godos. El viaje resultó horrible para la frágil y enfermiza constitución del arcediano Eugenio y llegó con el cuerpo dolorido como el de un can vapuleado. Gracias a Dios y también a la escolta que los protegía, no se había producido ningún ataque en el camino, a pesar de haber sentido en varias ocasiones la presencia de grupos de asaltantes, quienes debieron pensarse dos veces el arriesgarse a agredir a una partida en la que la mayoría de sus miembros eran feroces guerreros. Habían realizado paradas en pequeñas aldeas, villas y en la ciudad de Arriaca, pero la incomodidad de varios días a caballo había supuesto dolores y molestias para la flaca hechura de Eugenio. Sin embargo, Samuel Tajón parecía haber disfrutado con el largo trayecto.
Estaban sobre el puente y tenían ante sí las altas murallas de la hermosa ciudad de Toletum que se alzaba sobre una colina cercada por el río Tajo. A la izquierda había un acueducto romano en perfecto estado, y en la vega un teatro, y más allá un circo. Entraron en la urbe abarrotada, rebosante de expectación y revuelo por la presencia de tantos varones insignes, y admiraron las edificaciones levantadas a diestro y siniestro. Iban avanzando sin apearse de los caballos mientras la gente observaba curiosa a los hombres de la Iglesia que iban a reunirse en el concilio ecuménico. Ellos continuaban asombrados por la belleza de los templos de Santa Leocadia extramuros, de San Pedro y San Pablo, de Santa María, del palacio del arzobispo y de la magnificencia del palacio real.
—Esta urbe es magnífica –sentenció el abad.
—Ha crecido mucho en los últimos tiempos desde que el rey Atanagildo estableció aquí la capital.
—¿Dónde tendrá lugar el concilio?
—En la iglesia de San Pedro y San Pablo, y esperemos que todo marche bien –suspiró el archidiácono.
—¿Qué teméis? –preguntó el abad en voz apenas audible para los soldados que los rodeaban velando por su seguridad.
—Nuestro rey es un tirano –se quejó Eugenio–, pretende gobernar mediante el terror y el argumento de la fuerza… Sospecho que este capítulo no va a ser como los anteriores.
—No conozco a nuestro rex personalmente –afirmó Tajón–, dicen que es muy anciano pero aún vigoroso y que su formación es muy primaria.
—Es un godo puro –ironizó el arcediano despreciando algunas de las costumbres de su propia raza–, antes de ser rey era jefe militar de frontera, ¿comprendes lo que quiero decir?
El abad asintió, el rex debía ser un viejo zorro y así lo confirmó el epíteto que el arcediano utilizó a continuación.
—Ese inveterator conspiró contra Tulga y cuando subió al trono –continuó Eugenio– asesinó a docenas de familias nobles y confiscó sus bienes.
Tajón sonrió levemente.
—Recordad que hay pena de excomunión para quien hable mal del rey…
Pero eran bien ciertos esos hechos; en su momento había ajusticiado a doscientos primates de la alta nobleza y a quinientos mediocres o nobles de rango inferior. Los que pudieron huyeron del reino como alma que lleva Satanás y no pocos se recluyeron en monasterios para evitar ser condenados. Además, Chindasvinto confiscó los bienes que se le antojaron, llevando a la ruina a sus antiguos propietarios, y los repartió entre sus leales, naturalmente quedándose para sí mismo buena parte de las posesiones incautadas.
—¿Y quién le asiste ahora?
—Esos nuevos magnates injustamente engrandecidos por las fortunas de los asesinados y exiliados.
—Pero los aristócratas de origen están mejor preparados, por su educación y sus conocimientos, para liderar a la plebs –reflexionó el abad.
—Eso a él le da igual, todo le es indiferente ¿no sabes lo que hizo con la gran biblioteca del conde Lorenzo?
El archidiácono chasqueo la lengua antes de volver a hablar.
—Si no supiese a ciencia cierta que mi señor Braulio no goza de buena salud pensaría que su negativa a asistir a este concilio forma parte de una decisión muy meditada… Nuestro buen obispo no resistiría con la boca cerrada las injusticias de las que tú y yo vamos a ser testigos.
Los hombres a caballo se dirigieron hacia el arzobispado, donde iban a ser acomodados durante su estancia en la sede regia.
—Nuestro señor es el hombre más sabio que he conocido –aún añadió Eugenio–. De todo lo que te he contado deriva su interés en convencer al rey de que asocie en el trono a su hijo Recesvinto.
—¿Será mejor monarca que su padre? –se interesó el abad del monasterio de los Innumerables Mártires.
El bullicio de las calles hacía inaudible su conversación.
—En eso confiamos.
—¡Que Dios nos ayude! –exclamó Tajón.
Sus labios se cerraron al llegar a la puerta del edificio episcopal, donde el obispo Protasio charlaba animadamente con un joven monje que respondía al nombre de Ildefonso.
—Se os saluda, nobles señores –dijo Eugenio, bajando de la yegua con dificultad.
—Amigo Eugenio –saludó Protasio de Tarragona abrazando al recién llegado–, qué alegría nos da verte de nuevo y a vosotros también, Samuel y Celso.
El tarraconense observó uno a uno a los hombres a caballo notando la falta de aquel a quien tanto deseaba ver.
—¿Y mi sapientísimo hermano en Dios, Braulio?
—Mi señor no ha podido venir por tener menguada la salud y me envía como delegado y… hablando de hombres ilustres ausentes, ¿ya ha llegado el obispo Vigitino de Bigastro?
—No creo que acuda.
Eugenio meneó la cabeza, aquel concilio sin los obispos Braulio y Vigitino no iba a ser lo mismo y algo le decía en su interior que aún iba a faltar alguno más.
*
—¿Sabrás leerme tú la carta, Valderedo? –preguntó nerviosamente Braulio al pequeño romano.
—Creo que sí, mi señor –dudó el muchacho.
Erik observaba los torpes movimientos de su amigo al intentar romper el sello de la carta que un mensajero del rey había entregado en el palacio episcopal, en aquel preciso momento en que el obispo se encontraba solo con los dos pequeños que le servían.
—Lee pues, hijo mío –rogó el obispo.
Valderedo se aclaró la garganta.
—A mi señor el obispo de Cesaraugusta, Braulio, del siervo de Dios Eugenio. Ha sucedido algo inesperado, en pleno concilio ha fallecido el obispo de Toletum y el rey me ha nombrado metropolitano de la capital obligándome a separarme de vos –la voz del muchacho tembló–. Le he suplicado que no me arrebatara tan repentinamente el interesante trabajo que él mismo os encomendó y en el que yo, humildemente, os presto mi pobre ayuda. Os escribo sólo unas breves líneas para solicitar de vos que redactéis urgentemente una carta al rey Chindasvinto rogándole que medite su nombramiento y valore a otro candidato. Asimismo, ha ordenado al abad Tajón que parta inmediatamente hacia Roma para transcribir los tratados del papa Gregorio Magno. Llegaré a Cesaraugusta antes de dos semanas, el rex me ha concedido unos días para que ponga en orden mis asuntos pendientes y recoja mis pertenencias… pero vos podéis enviar a un mensajero veloz y evitar esta catástrofe. Mi señor, os ruego que hagáis lo posible para que yo sea consolado, vos sois su consejero, el primero de los obispos hispanos, y os tiene, como en verdad sois, por un sabio y un santo.
Las manos del obispo temblaban como el follaje de los álamos cuando Valderedo terminó de leer la epístola.
—¿Y... estás seguro de no haber errado en tu lectura, hijo mío?
—Sí, mi señor –aseguró el muchacho con un hilo de voz– y he leído todo, excepto el acta conciliar que aparece en las hojas siguientes.
—¡Oh, Dios mío! –casi aulló Braulio– mi discípulo muy amado… yo quería que a mi muerte me sustituyese en el obispado de Cesaraugusta.
Los ojos del prelado derramaban lágrimas mientras palpaba la carta que había cogido de manos de Valderedo.
—Me viene a mientes cuando llegó a Caesaraugusta hace ahora más de veinticinco años. Siendo poco más que un muchacho, un día desapareció de su ciudad natal, Toletum, y se presentó ante mí rogándome que lo aceptara en la escuela obispal. Me dijo que, habiendo oído de mis enseñanzas, sólo deseaba dedicarse a la sabiduría divina. Nunca un maestro pudo soñar tener un discípulo como él y ahora el rey me lo quiere arrebatar.
Erik y el muchacho romano se asustaron, nunca habían visto al buen Braulio en ese estado de excitación. El primero incluso pensó en acudir a la farmacia del palacio episcopal para traer algún remedio tranquilizante que lograse apaciguar a aquel hombre santo que sufría enormemente.
—Fue él quien me consoló tras la muerte de mi hermano Juan y quien, con sus dotes de poeta, redactó el panegírico que puede leerse en su mausoleo, alabándolo por su doctrina, su virginidad, su bondad de corazón, su prudencia y sencillez, aunque reconociendo que se le consideraba tan insigne en todas las ciencias que hasta la culta Grecia tenía que inclinarse ante su saber.
Braulio no pudo contener un suspiro ahogado.
—Tengo que redactar misivas al comes Celso, al dux y al rey ahora mismo –rugió el obispo levantándose de su silla.
Miró a izquierda y derecha como si pudiese ver con claridad.
—Valderedo, avisa a un escribiente, y lleva el acta conciliar al scriptorium para que sea copiada y enviada a todos los abades, presbíteros y clérigos de Cesaracosta y sus alrededores.
El muchacho salió de la habitación como alma que llevara el diablo, mientras Erik cogía la mano del anciano Braulio para intentar calmarlo. El obispo abrazó al pequeño en busca de cariño. En aquel momento, el santo se encontraba desvalido como un niño, era viejo, estaba medio ciego y el rey intentaba privarle de la mejor ayuda de que disponía.
—Dios Todopoderoso ¿por qué me envías esta prueba?
—No lloréis, santidad –balbuceó Erik con un nudo en la garganta.
—Ti… tienes razón Erico –Braulio enjugó sus lágrimas–, pero he servido siempre a mi rey como mejor he sabido. No creo merecer ser castigado.
Valderedo volvió jadeando y acompañado por un monje del scriptorium episcopal.
—Mi señor –saludó el hermano Turninus haciendo una reverencia.
—Siéntate a mi lado –ordenó Braulio–. Voy a dictarte unas cartas… comenzaremos por la del rey.
El fraile cogió un pergamino.
—Escribe –comenzó el obispo–: «Braulio, siervo inútil entre los consagrados a Dios. La orden de su alteza me arranca la mitad de mi alma y me quedo sin saber qué hacer a mi edad. Estoy perdiendo la vista, me faltan las fuerzas, se me evapora la ciencia. Te ruego que no separes de mí a quien constituye mi consuelo, te suplico que al fin me mires favorablemente, pues estoy humillado, desgraciado y pidiendo remedio. Su ausencia será irreparable en esta ciudad, yo ya no estoy para nada…».
*
Del rey Chindasvinto a Braulio, obispo de Cesaraugusta,
«He recibido, adornada con las brillantes palabras de tu elocuencia y hermoseada con la sonoridad rotunda de tus frases, la carta de súplica. En ella, por el esmero de tus trabajadas palabras se nos da a entender que, sin padecer el menor fallo de inteligencia ni escaso de buen sentido, quieres retener junto a ti al arcediano Eugenio. Ha sido voluntad de Dios y no debemos hacer sino lo que a Él le agrada y esto no debe vuestra beatitud tomarlo a mal, así podrás conseguir un premio grandísimo ante el Señor. En consecuencia, santo varón, como no vas a creer que yo pueda hacer otra cosa que lo que es grato a Dios, es necesario que cedas pues, para obispo de esta iglesia, al arcediano Eugenio».
La respuesta del rey no se había hecho esperar. Chindasvinto quería para la sede toledana al pacífico Eugenio y así iba a ser por mucho que Braulio rogase, llorase o gimiese. Asimismo, Tajón partiría a Roma y solicitaría al papa que diese su permiso para copiar los códices de las Morales sobre Job y las Homilías sobre Ezequiel de Gregorio Magno, y tras la realización de su cometido le permitiría regresar a Cesaracosta proponiéndolo como futuro obispo de la misma.
Braulio se llevó las manos a la cabeza, así que Tajón sería su sucesor en la silla episcopal por imposición real. Bueno, reflexionó el obispo, el abad del monasterio de los Innumerables Mártires estaba perfectamente dotado para ello, aunque él hubiera depositado todas sus ilusiones en el buen Eugenio. Para consolarse a sí mismo pensó que era cosa cierta que en el pecho de Tajón anidaban no sólo los escritos de los santos, sino también algunas virtudes… excepto una, la humildad.
Así pues, no había nada que hacer, sólo quedaba publicar las actas conciliares y exponer una copia ante la puerta del palacio episcopal, como era preceptivo. Y para que los ciudadanos menos doctos pudieran tener conocimiento de las normas dictadas en concilio se leyeron públicamente en la plaza, tras la misa del domingo en la catedral.
—«La Ley sobre la traición ha sido refrendada estableciéndose el castigo de excomunión para los culpables» –el heraldo gritaba a pleno pulmón–. «Cualquier clérigo, independientemente de su rango dentro de la jerarquía eclesiástica, que acuda a un país extranjero para desarrollar actividades contrarias al rey y a los godos, o que ayude a un laico a actuar en tal forma, será degradado y convertido en penitente perpetuo y sólo se le dará la comunión al final de su vida». «Cualquier clérigo tiene prohibido administrar sacramentos al penitente, y aquel que lo hiciera incluso bajo orden directa del rey, será anatematizado y estará sujeto a las mismas penas que el beneficiado; las propiedades del culpable pasarán al Tesoro, y si el rey decide devolverle sus bienes sólo podría hacerlo en un máximo del veinte por ciento».
«Si un laico se rebela y se proclamaba rey, todo obispo y sacerdote que le hubiere ayudado será excomulgado. Si el usurpador consigue alcanzar el trono y por tanto no puede castigarse a los clérigos que le ayudaron, serán castigados cuando el usurpador muera».
Se oyó un murmullo antes de que el lector continuara, según esta norma el propio Chindasvinto hubiera sido el primer inculpado y algunas voces airadas así lo corroboraron.
El grupo familiar de Harald escuchaba con atención intentando asimilar todo lo que oía.
—«Los ermitaños vagabundos deberán recluirse en los conventos de su orden».
—Este canon –murmuró Orenco– se ha establecido sin duda para evitar los atropellos que cometen y las quejas a las que dan lugar con su conducta, que no son pocas. Cada vez hay más quienes, disfrazados de hombres de Dios, se dedican a delinquir y a afanar bienes de los cristianos más incautos… aunque otros se disfrazan de rey para cometer delitos.
Después se recitaron otra serie de medidas, como la concerniente a que en sus visitas anuales el obispo no podría llevar un séquito de más de cincuenta personas ni permanecer más de un día en cada parroquia.
—Así que nuestro amado y gloriosissimus rex se ha apropiado de la persona del archidiácono obligándolo a aceptar la silla episcopal de Toletum y desoyendo los ruegos del buen Braulio.
Erik asintió a la pregunta formulada por Orenco. Los miembros del clan se dirigían hacia casa después de haber escuchado los cánones del último concilio para llenar sus estómagos con un guiso de pez de río. El frío de noviembre obligaba a abrigarse el cuerpo, si no con pieles, al menos con capas de gruesa lana, y el pequeño tiritaba asido del brazo de Karl, que andaba cabizbajo al haber perdido su empleo arrastrando barcazas en el puerto fluvial.
—Mañana hablaré con Agerico y le propondré que nos ayudes en el taller –dijo Sven sonriendo a su cuñado.
—Te lo agradezco –Karl sonrió ligeramente.
Llegaron a la vivienda hambrientos y las tres mujeres se afanaron en preparar la comida dominical, que era la única de la semana que podían saborear todos juntos.
—¿Qué te sucede, Frida? –preguntó Aringa a su nuera en voz baja–. No has hablado en toda la mañana.
La joven sacudió la cabeza quitando importancia al asunto, pero a su suegra no le pasaron inadvertidas las lágrimas que resbalaban por sus blancas mejillas y volvió a interrogarla con dulzura.
—No dejo de pensar en Galeswintha –confesó al fin–, cuando estamos todos juntos echo de menos su presencia entre nosotros y lo mismo debe sucederle a Gorm…
–¿Por qué dices eso?
–Lo noto triste y preocupado.
La mayor de las dos mujeres colocó en una olla con agua y aceite los trozos limpios de los diversos peces adquiridos el día anterior en el mercado y dejados en maceración toda la noche. Willa, mientras tanto, subió a la habitación a repartír escudillas y otros recipientes a los hombres, que bebían vino clarificado esperando a que el prandium fuese servido.
—Ella misma eligió su destino –dijo finalmente Aringa.
—No –contestó rotundamente Frida–, Galeswintha consideró que sobraba y por eso se fue. Me he preguntado muchas veces qué hubiese hecho yo si no hubiera sido la primera esposa de Gorm… sino la segunda.
La joven añadió un poco de carísimo garum y pimienta al guiso que se iba fraguando en el hogar comunal y Aringa frunció la nariz.
—Nunca lograré habituarme a la cantidad de especias que utilizan los romanos –confesó para cambiar de tema.
Frida sonrió.
—Ese fue el problema de Galeswintha y quizá el de todos, exceptuando a los pequeños: ninguno de nosotros hace nada por adaptarse a nuestra nueva vida, a la religión diferente y a las costumbres de los oriundos de este reino.
Aringa insertó la cuchara en la olla para probar el sabor de la salsa.
—Tú misma dijiste que debíamos fijarnos en las mujeres de la urbe para ser aceptadas entre ellas –continuó Frida–. ¿Ya se te ha olvidado?
—Y lo hacemos, incluso adquirimos las estolas que visten las mujeres casadas y nos las ponemos antes de salir a la calle.
La mujer de Harald se limpió la boca con el dorso de la mano, demostrando así que nunca llegaría a ser fina y cultivada como una noble hispanorromana, sino tosca y aldeana como lo había sido desde sus orígenes. Frida sacudió la cabeza y enjugó sus lágrimas dando la espalda a Aringa. Últimamente tenía demasiados problemas y algunas veces la angustia se apropiaba de su corazón de tal forma que casi le impedía respirar. Empezaba a hacerse preguntas y sentía que los pilares sobre los que había construido toda su vida comenzaban a tambalearse.
*
La escena de la despedida de Braulio y Eugenio volvió a repetirse, pero esta vez en la intimidad del palacio episcopal, el obispo no se veía capaz de verlo partir. Ambos sabían que aquel adiós era el último y que no volverían a verse jamás.
—Mi Señor, os dejo los poemas dedicados a las iglesias de San Millán y San Félix.
El obispo tenía lágrimas en los ojos cuando recogió las vitelas que su arcediano le tendía.
—Y tú guarda bien esta copia de la Vita sancti Aemiliani –respondió.
—Cada vez que la lea en el oficio eclesiástico será como oír las palabras de vuestros propios labios.
Braulio calló unos instantes.
—¿Qué voy a hacer sin ti, Eugenio? –preguntó al fin.
—Santidad, sabéis que todos mis deseos hubiesen sido los de permanecer como hasta ahora, a cargo de la iglesia de nuestro patrono san Vicente y a vuestro lado. Me desgarra el dolor al pensar en mi futuro, viviendo en la misma ciudad donde reside ese viejo rey injusto, impío e inmoral.
—¡Que Dios te dé fuerzas, mi querido Eugenio!
Los dos hombres se abrazaron entre lamentaciones y gemidos.
—Llévate contigo esta reliquia de san Vicente –dijo Braulio tendiendo a su antiguo arcediano una cajita metálica–. Es un hueso de falange del santo que yo veneraba en mis aposentos
El arcediano besó la caja.
—Os lo agradezco en el alma y más aún conociendo lo que supone para vos desprenderos de esta joya.
El obispo sonrió a pesar de que sus cegados ojos continuaban inundados de lágrimas.
—Ya sabes el desorden que existe en la habitación de reliquias –intentó bromear–, tanto que cuando el presbítero Yactato solicitó de mí la entrega de las de los Apóstoles, no pude complacerlo al no saber cuales correspondían a quienes. Los obispos que me precedieron decidieron quitar las referencias que las identificaban para evitar el robo o la entrega forzosa que les obligaba a quedarse sin ellas, pero yo rescaté hace años ésta que ahora te entrego para que te sirva de consuelo e inspiración, igual que me sirvió a mí.
—Necesitaré consuelo regularmente… ¡Oh, Braulio, me encuentro tan desesperado! Todos nuestros planes, todos nuestros trabajos, todas las ilusiones, todo nos lo ha robado sin ningún miramiento ese maldito asesino. No hizo ni caso de mis súplicas y lo que es peor, tampoco de las vuestras. ¡Cuánto desprecio hacia nosotros, que le hemos servido siempre con lealtad, que hemos trabajado en su compilación de leyes y que hacíamos de sus deseos órdenes que ejecutábamos sin descanso y sufriendo merma en nuestra salud! Siempre hemos antepuesto sus pretensiones a nuestro propio bien.
—No hables así, Eugenio, aunque no te falte razón. El odio y la amargura no son buenos consejeros y nuestra obligación es perdonar a quienes nos ofenden.
—Te… tenéis razón, santidad.
Braulio tragó saliva e intento animar a su discípulo.
—¡Ya verás! Si la salud nos lo permite, nos escribiremos a menudo y nuestro corazón saltará de alegría al recibir la carta del amigo añorado.
Eugenio secó sus mejillas con la manga del hábito.
—Rogaré al Todopoderoso por recibirlas frecuentemente y por muchos años.
El obispo sacudió la cabeza.
—La vida se me escapa, Eugenio, y el perderte supone un golpe que castiga todavía más mi menguada salud.
—No digáis eso, por Dios… volveré a hablar con el rey, rogaré, suplicaré y me humillaré si es preciso.
—Mi buen amigo, de nada creo que sirva, pero aun así he redactado esta carta para que la entregues al rey nuestro señor –dijo tendiéndole un pergamino sellado.
Los dos hombres santos volvieron a abrazarse. Fue un último abrazo doloroso y preñado de recuerdos, un abrazo en que ambos querían retener al otro, Eugenio marchaba hacia Toletum y sabía bien que Braulio no tardaría en partir hacia un Reino mucho más lejano en el que finalmente se encontrarían. ¡Pero qué dura iba a hacérsele la ausencia del maestro y amigo hasta entonces! Y súbitamente le pareció oír una voz que aseguraba que la memoria de aquel varón, cuyas virtudes no las iba a volver a encontrar en mortal alguno, no debía perderse en los tiempos. Escribiría un himno sobre Braulio que recordase que aquel obispo había superado el lustre de su linaje con el brillo de sus virtudes.
A mitad de camino, Eugenio no pudo evitar palpar la carta preguntándose qué palabras contendría. En ella Braulio decía «Ya que acostumbras a socorrer a los afligidos, enviamos a tu presencia a Eugenio no sin esperanza de que lo restituyas a tu patrono San Vicente a aquel servicio que desempeñó hasta hoy». El santo hombre se refería a las dos iglesias dedicadas a san Vicente, la de Toletum y la de Cesaracosta, de las cuales, el rex en la primera y Eugenio de la segunda, eran sendos rectores. Era el último intento del obispo de llegar al corazón de un rey que había demostrado no tenerlo.
*
Tras los ayunos de Cuaresma, llegó la Pascua más importante en la vida de Erik. El pequeño había esperado ansiosamente su bautismo y el gran momento había llegado. Anduvo por las calles tras su familia hasta llegar al templo de los Innumerables Mártires y allí su rostro resplandeció porque el propio Braulio iba a cristianarlos en el baptisterio o piscinilla hexagonal situada al oeste del templo. El muchacho consideraba Cesaracosta su verdadero hogar, y no quería abandonar jamás aquella maravillosa ciudad que tantas emociones le estaba deparando.
El clan godo entró en el interior de la iglesia con otros hombres y mujeres que se disponían a recibir los sacramentos junto a ellos, y fueron conducidos a la natatio que iba a transportarlos al estado de gracia, porque con la inmersión se simbolizaría la purificación mediante el agua y el renacer a la vida cristiana. Después del catecumenado impartido por el primicerio y de haberles sido transmitida la traditio symboli habían tenido que recitar, el día de Jueves Santo, el credo y el padrenuestro ante el obispo; el Domingo de Ramos habían recibido el exorcismo, renunciando al diablo y sus pompas, y posteriormente la unción, y ya Erico solamente ansiaba convertirse en fidelis.
A la hora nona sonó la campana para congregar en el monasterio de los Mártires a clérigos y catecúmenos. El clérigo leyó la primera lectura que escucharon con devoción y a las palabras: «Omnes sitientes, venite ad aquas» todos se acercaron al agnile para que Braulio, acompañado de presbíteros y diáconos portadores de cirios, recitara dos oraciones invocando protección y gracia. Tras esto, el obispo bendijo la fuente recitando el exorcismo con el rostro vuelto a occidente, lugar donde se encuentra la sede del demonio, y trazó la señal de la cruz.
—«Apártate, espíritu inmundo, de todos aquellos de quienes nuestra fe ha de ocuparse por el ministerio del sacramento. Convengo contigo, por el común Dios, criatura del agua que apartes de ti la comunión con demonios, toda compañía de iniquidad, extermina toda falta de la imaginación porque eres capaz de la percepción del Señor, para que restituyas inocentes a tu Creador e igualmente nuestro a los que hayas recibido culpables».
El clan y los demás hombres y mujeres que habían acudido a cristianarse aquel día respondieron, en una sola voz, a las preguntas del obispo sobre su renuncia al diablo y su fe en la Santísima Trinidad:
—Abrenuntio.
—¿Credis in Deum Patrem omnipotentem?
—Credo.
Fueron sumergiéndose uno tras otro, a través de la rampa, en el líquido purificador. El pequeño Erik contemplaba con verdadera emoción aquel sagrado ritual y contuvo la respiración cuando los miembros de su familia fueron bautizados. Al final le llegó su turno y alzó sus ojos hacia Braulio, quien portaba las solemnes vestimentas y las insignias, escuchó su voz y sintió como su cuerpo temblaba de entusiasmo cuando la mano del hombre santo se acercó a él.
—Y yo te bautizo, Erico, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo para que tengas vida eterna. Amén.
Tras la inmersión en las aguas benditas pasaron de nuevo al templo donde los fieles entonaban un canto de acción de gracias, se les impuso la túnica de lino blanqueado que debían llevar durante varios días y se les hizo entrega de la candela como señal de nacimiento a una nueva vida, para posteriormente recibir la confirmación mediante la imposición de manos y la comunión.
Una vez terminados los sacramentos, el clan godo partió con el resto de los bautizados desde la iglesia de los Mártires hasta la catedral de san Vicente, portando cirios en hermosa procesión de recién nacidos a la Verdad.