Donde se explica el aprendizaje de Galeswintha y la lascivia de Régula
Los dos años siguientes no variaron de forma sustancial la existencia del clan familiar a pesar de su bautismo. Sencillamente, y en la monotonía de sus vidas, la noche seguía al día y la primavera al invierno. Erico continuaba su labor de asistente del anciano Braulio y la actividad de éste no menguaba aunque crecieran sus achaques, ya que como solía decir: «No había que dejar el alma ociosa sino ocuparla en algún ejercicio».
Mientras tanto, las impías Angradema y Galeswintha descansaban en la gruta cercana al río donde habían establecido su morada. A pesar de que la cueva era pequeña, la habían intentado dotar de algunas comodidades tales como pieles con que abrigarse en las largas noches invernales y todo tipo de cuencos y ollas para cocinar los alimentos en la fogata que solía brillar a la entrada del refugio. Si bien la vida de la joven pagana era humilde, ella se sentía dichosa y libre por primera vez desde que cumpliera los catorce años, edad en la que había sido entregada a Gorm como esposa y había dejado a su padre para formar parte del clan familiar de Harald. Desde sus desposorios, su existencia se había limitado a obedecer a su marido y a los padres de éste, como era preceptivo por natura; pero Galeswintha no anhelaba amos ni señores que le dijesen lo que tenía que hacer, ella quería ser dueña de sí misma y de sus actos, y adoraba la nueva libertad con la que el destino la había obsequiado desde que abandonara al clan. Se levantaba cada día y salía a respirar el aire puro de la mañana, tomaba baños en la límpida agua del río y pescaba pececillos que muchas veces le servían de desayuno. También daba de comer a Garn, el enorme perro lobo que realizaba la función de vigía en los alrededores de la gruta. Tras la deliciosa rutina, la vieja Angradema le inculcaba sus conocimientos paganos sobre las plantas, las estrellas y la lectura del alma de los hombres.
—Algunos aseguran que el profeta Abraham transmitió la astrología a los egipcios, pero los griegos afirman que fue Atlante, sostén del cielo, el iniciador de esta ciencia –dijo la anciana con los ojos entornados–. Las estrellas, a través de los signos del zodiaco, influyen en la vida humana y permanecen inmóviles en la esfera celeste.
Galeswintha reflexionó mientras trenzaba sus largos cabellos.
—Si están fijas en él, maestra ¿por qué no las vemos siempre en el mismo sitio?
—Debes saber que el cielo es giratorio –explicó la anciana– y los quirites lo llaman caelum porque es como un vaso cincelado, con las estrellas, el sol, la luna y los astros impresos en él. Por otra parte, la tierra ocupa el centro de la esfera del firmamento que gira a una velocidad enorme de oriente a occidente sin pararse jamás, pero gracias a los dioses los planetas erráticos corren a la inversa frenándola y evitando el desastre. La esfera celeste tiene cinco franjas o círculos diferentes, destacando el del zodiaco que a su vez se divide en otras cinco partes.
—Háblame otra vez sobre los signos del zodiaco –pidió la joven sentándose junto a Angradema.
—«Al primero de ellos, Aries, se le atribuye la línea media del mundo y es llamado así por Júpiter Ammón, el de la testa coronada por cuernos de carnero, pero que se transformó en toro para raptar a Europa y por ello se le asocia también al signo de Tauro, mientras que el de Géminis está regido por la constelación de los gemelos Cástor y Pólux. El siguiente, Cáncer, debe su nombre a que en junio el sol llega a este signo, comenzando a retroceder como un cangrejo y haciendo más cortos los días. Al mes siguiente el sol desprende un fuerte calor por el mundo y los nacidos en él se dice que están regidos por Leo, en honor al león que Hércules mató en Grecia; en el mes que le sigue la tierra está abrasada y, como una virgen, no produce nada, por eso se entra en el signo de Virgo. Libra recibe este nombre por la igualdad o balanza del período en que el sol da lugar al equinoccio el octavo día antes de las calendas de octubre. Nombraron a Escorpio y Sagitaro por los rayos propios de la estación, simbolizados por el aguijón del escorpión y la flecha del centauro. Incorporaron a las constelaciones la figura de Capricornio por la cabra que amamantó a Júpiter, y a Acuario y Piscis por la pluviosidad de sus fechas».
Galeswintha asintió en silencio memorizando las palabras de la sabia anciana y reflexionó unos instantes antes de hablar.
—Pero maestra, ¿por qué me habláis de los dioses romanos si vos seguís adorando a los de nuestros antepasados?
La vieja cloqueo y acarició la cabeza de Garn.
—Hija mía, eres muy joven y todavía no comprendes la redondez de un universo en el que todo es equivalente. Decir Júpiter o Zeus, dios del trueno, es lo mismo que nombrar a Thor, y la diosa Freyja o Frigg no es sino la Venus romana o la Afrodita griega… el viernes, día dedicado a Venus o dies Veneris es nuestro fredag.
—¡Claro! –exclamó la joven– y dies Martis es nuestro tisdag, dedicado al dios de la guerra Tiu o Tyr, que es el Marte de los quirites y miércoles es…
Calló repentinamente con el rostro surcado por la duda.
—¿Y cómo gentes de tan diversos lugares se pusieron de acuerdo para ello?
Angradema rio.
—Las gentes no tienen nada que ver, hija, es el mundo y son los dioses los que nos conducen a su antojo desde sus moradas celestes. Tenlo siempre presente y siéntelo así en tu interior, intenta penetrar en el misterio natural y escucha los sonidos de la tierra sin utilizar tus oídos mortales y percibe, sin necesidad de abrir los ojos, los signos que los dioses te envíen.
—Lo intento y cada vez logro un poco más… pero entonces desespero pensando que los hombres y las mujeres no somos dueños de nuestros destinos.
—Poco podemos hacer, sólo recibir con resignación las decisiones que ellos tomen, y rogarles para que se muestren benévolos y misericordes con nuestra pequeñez. Mas lo que tenga que ser, será, y lo que deba pasar, pasará… la historia está escrita de antemano y no se pueden borrar los sucesos que la componen.
La joven sintió un escalofrío.
—Sabes lo que va a pasar en todo momento ¿verdad?
—Sí –respondió la mujer alzando la voz–, veo cosas que no puedo siquiera entender, veo a gentes extrañas pasearse por este lugar en que ahora estamos y que ni remotamente conserva el aspecto que tú ahora ves. Son personas que vivirán dentro de muchas centurias y sus vidas son tan distintas a las nuestras como la noche y el día.
Galeswintha escuchaba admirada.
—Yo también quiero verlo, maestra.
—Esa magia no se consigue en un día, pero con el tiempo lo lograrás, pues lo único que engendra artistas es la experiencia.
—Y, cuéntame por favor ¿qué ves?
La vieja meneó la cabeza.
—Nunca me creerías si te lo dijera, prefiero que lo percibas tú misma. Y ahora vamos a practicar la elaboración de tisanas que son la llave que abrirá las puertas de tu corazón, lugar donde reside la inteligencia humana, para que llegues a alcanzar ese conocimiento.
*
El muchacho godo ya había cumplido la decena de años y aquella noche asistía al dictado por parte del obispo de una misiva al rey. Los truenos rompían el monótono sonido de la lluvia, anunciada diligentemente por las cornejas con sus graznidos, mientras el dilecto Turninus transcribía a toda velocidad las palabras que brotaban de los labios del hombre santo sin titubear y que Erik ya comprendía como si siempre hubiese hablado la lengua de los romanos.
—«Al rey Chindasvinto del mismo Braulio. Sugerimos a nuestro gloriosísimo señor el rey Chindasvinto, Braulio y Eutropio, obispos, vuestros siervecillos, con los presbíteros, diáconos y todos los que por Dios les están encomendados, así como Celso, vuestro siervo, con los territorios que por vuestra clemencia tienen a sí encomendados. Él, que tiene en sus manos los corazones de los reyes como tiene vuestra fe, rige a todos y por ello no carece de su inspiración lo que deseamos sugerir a vuestra clemencia y es que, bondadoso señor, recibas de buen grado los ruegos de tus siervos que rebosan lealtad inquebrantable».
El obispo hizo una pausa y giró su rostro hacia el ventanal, esperando el inevitable trueno que seguiría al brillante rayo. Pensó que era muy acertado que a este fenómeno se le llamase tonitruum, porque su sonido causaba autentico terror al desgarrar la nube en la que hubiere penetrado intentando buscar una salida. Su cabeza también tronaba. Tenía que encontrar las palabras idóneas para transmitir aquello que debería haber hecho ya mucho tiempo atrás, antes de que fuera tarde, y no era otra cosa sino rogar al muy anciano rex que asociase en el trono a su hijo Recesvinth. Braulio había recibido noticias alarmantes sobre las aspiraciones de algunos nobles de ocupar el trono tras la muerte de Chindasvinto y consideraba que, si la sucesión quedaba instaurada, podían evitarse luchas internas propiciadas por deseos de poder. Pero tamaña petición era contraria a las normas del Aula Regia y los concilios, pues siempre habían prohibido la sucesión hereditaria. Suspiró y continuó dictando.
—«Pues con esperanza y frecuente reflexión cada uno desea la tranquilidad de su vida y evita las situaciones peligrosas, recordando cuántos peligros, cuántas necesidades, cuánto sufrimos con las incursiones de los enemigos, a los que vos arrojasteis por la Misericordia Celeste. Y pensando en vuestros trabajos y mirando por el futuro de la patria, vacilando entre la esperanza y el miedo, decidimos recurrir a tu piedad para que, con tu beneplácito…»
La luz azulada iluminó la sala con furia y el estruendo fue tal que pareció que el palacio se tambaleara. Erik tembló y, tras el estallido, Braulio continuó inalterable.
—«…nos des a tu siervo Recesvinto como rey, que como está en edad de combatir y soportar el sudor de las guerras, con el auxilio de la gracia suprema, pueda ser nuestro señor y defensor y descanso de vuestra Serenidad, de modo que se apacigüen las insidias y tumultos de los enemigos y permanezca segura y sin miedo la vida de vuestros fieles. Por tanto pedimos, con ruegos suplicantes al Rey de los cielos y al Rector de todas las cosas, que como constituyó a Josué sucesor de Moisés y en el trono de David a su hijo Salomón, insinúe clemente en vuestra alma lo que sugerimos y perfeccione con el auxilio de su omnipotencia lo que en su nombre decidimos pedir. Y si acaso incurrimos en la temeridad con la petición, no es por presuntuosa insolencia, sino como consecuencia de la reflexión».
Los ruegos se entremezclaban con órdenes solapadas y lisonjas que calmarían la posible furia real. Como consecuencia de la erudición y sabiduría de Braulio, siempre solían asignarle los trabajos difíciles, las misiones peligrosas y las causas más espinosas. La carta sería firmada por el comes Celso y por varios integrantes de la jerarquía eclesiástica de la Tarraconense, pero todos ellos habían visto muy claro que quien debía redactar aquella embarazosa epístola debía ser el obispo de Cesaraugusta.
—Santidad –dijo Erik–, ¿deseáis beber un poco de agua que refresque vuestra boca?
—¿Consideras que está áspera, mi buen Erico? –sonrió Braulio jugando con las palabras.
El muchacho godo sacudió la cabeza.
—Todo lo contrario, pido a Dios que un día mi lengua sea tan fluida como la vuestra.
—Vas por buen camino –respondió el obispo.
Turninus ratificó esas palabras.
—Erico, lee la carta en su totalidad.
Braulio había tomado por costumbre que Erik leyese todas las epístolas que él dictaba. Con ello conseguía dos finalidades, la primera y más importante consistía en asegurarse de que sus palabras habían sido transcritas al pie de la letra, y no porque no se fiase de Turninus ni de cualquier otro, pero más valía prevenir. El segundo propósito estribaba en los progresos gramaticales que Braulio se había empeñado que alcanzase su joven ayudante godo. Erik leyó la carta sin titubear y con la entonación adecuada, lo que provocó que ambos hombres lo admiraran.
—Acércate a mí, hijo –ordenó el prelado.
Los ojos del anciano, cada día más privados de la correcta visión que un hombre de letras como él necesitaría, escudriñaron el rostro del muchacho a la luz de la lámpara.
—No sólo ha crecido tu mente, sino también tu cuerpo –sentenció– …y también el de Valderedo. La juventud vais hacia arriba, ganando fuerza e inteligencia, y los viejos como yo hacia abajo, perdiéndolo todo.
—Vos nunca podréis perder ni un ápice de sabiduría ni de santidad, mi señor –aseguró Erik con cariño–. En vuestra humildad os llamáis a vos mismo siervecillo de gentes que no merecerían ni besaros la sandalia.
Braulio esbozó una sonrisa.
—Cuando te hayas hecho hombre y puedas prescindir de la fogosidad juvenil, te darás cuenta de que sólo somos pobres formas incorrectas ante la perfección infinita de Dios –el santo varón calló unos instantes–. Siente, por ejemplo, el poder de esta tormenta y piensa que un solo rayo puede derribar el árbol más grande, piensa que la lluvia puede conseguir que un río se desborde y que arrastre consigo todo lo que se cruce por su camino, y si no llueve, la sequía y las plagas acaban con las cosechas básicas para nuestro sustento… y nosotros en nuestra pequeñez ¿qué podemos hacer? Ni reyes, ni duques, ni condes u obispos significan nada, y así lo demuestra la brevedad de nuestro paso por el mundo.
El godo asintió, grabando todas y cada una de las palabras del anciano en su memoria.
—Quiero que estudies, Erico –sentenció Braulio–, que te formes bien y conozcas en profundidad las Sagradas Escrituras, la gramática, la retórica y las demás disciplinas necesarias.
—¿Cómo podré hacerlo, mi señor? –inquirió Erik ávidamente.
—En la escuela episcopal que yo mismo fundé –el obispo tomó aire–, ahí te formarán intelectual y moralmente y para ello me obligaré a prescindir de ti la mitad del tiempo durante el cual, y hasta ahora, me has ayudado como si fueras de mi propia sangre.
—Puedo sacar horas suficientes para todo, santidad.
—No, también debes descansar –cortó Braulio– reparte tu día en tres partes, una de ellas para dormir, otra para ir a la escuela y la tercera para estudiar y asistirme. Repasarás las lecciones aquí mismo, a la vez que me ayudas, y te prepararás al igual que Valderedo para ser el hombre docto que mereces ser algún día.
Erik enarcó las cejas mientras escuchaba el ruido que producía el agua chocando contra la tierra.
—Para ello hay que dominar la gramática y las técnicas de entonación y articulación, tanto en textos de escritura continua como en los que presenten las palabras separadas –continuó el obispo–, además del resto de las artes, y cuando hayas terminado tu formación, deberás decidir si estás dispuesto a adoptar el orden sacerdotal. No es una exigencia que te impongo, tú mismo escogerás, pues aún no veo con claridad cuál puede llegar a ser tu misión en esta ciudad.
*
Régula sonrió al ver entrar a Gorm en su cubículum: la visión de aquel cuerpo salvaje la excitaba de la cabeza a los pies, y humedeció sus labios saboreando de antemano el momento postrero. No pudo evitar asombrarse al darse cuenta de que todavía no se había cansado de holgar con la potencia ilimitada del godo. El bárbaro era una bestia, y ella la salvaje pecadora que se aferraba con uñas y dientes a la espalda de aquel que se asemejaba a un semental. Le había supuesto muchas noches en vela tomar la decisión de hacerlo su amante, sospechando que en un primer momento el godo se iba a negar a darle satisfacción, pero parecía un hombre dotado de razón y el trabajo escaseaba en aquellas épocas, así que se insinuó progresivamente, con astucia y paciencia, para darle tiempo a reflexionar lo que éste podía esperar si la evitaba. Régula fue lanzándole miradas lascivas que él sostenía impasible y arrogantemente al principio, pero poco a poco, Gorm comenzó a bajar la mirada ante las invitaciones visuales de la matrona, como aceptando el sino que le aguardaba irremediablemente. Aquel juego de dominio y la espera cautivaron todavía más a la patricia romana, hasta que llegó el día en que supo que su víctima se entregaría al sacrificio sin reparos. Y así fue. Mandó llamar al godo por medio de un esclavo y acudió a su aposento tan dócilmente como un corderillo hacia la mano que le da de comer. De eso hacía ya más de doce lunas.
—Bienvenido, Gorm –saludó Régula mostrando sus dientes blancos.
—Domina –respondió el hombre inclinando levemente la cabeza.
Régula recorrió con la mirada cada uno de los músculos de los más de seis pies de altura del godo. Se detuvo golosa en el fuerte pecho, desprovisto de saya y camisa, sobre el que caían algunas hebras de cabello dorado, y continuó deleitándose al observarlo despojándose de los zafios tubrucos que cubrían sus largas piernas. Fue acercándose al canapé como un joven Hércules dispuesto para la batalla y se tumbó al lado de la patricia para comenzar el trabajo tal y como ella le había explicado. La romana aspiró el fuerte olor que exhalaba el godo. A Régula le placía la diferencia entre su aroma a aceites perfumados y el sudor del bárbaro, al igual que le era grata la diferencia entre su blanca y fina piel entrelazada con el bronceado áspero de Gorm. Según sus convicciones, aquellos necios sólo servían para trabajar los campos y para refocilarse hasta el hastío, no se podía entablar con ellos conversaciones sobre conceptos elevados, ni eran invitados deseables en las fiestas romanas, incluso los que ostentaban cargos relevantes en la ciudad. Habían llegado a Hispania un par de centurias atrás con sus toscas costumbres y su aspecto rudo, apropiándose de la soberanía de una civilización antiquísima que les venía grande, pero nunca podrían suponer para un verdadero romano nada más que algo semejante al enorme buey que tira del arado. La diferencia entre un latino y un godo era semejante a la existente entre un ser humano y un bruto. Se habían impuesto por la fuerza, pero el seso continuaba siendo patrimonio de los quirites. Sobre todo de los nobles senatores como ella, cuyo antiguo linaje procedía de un veterano de la legión X Gemina del César Octavio Augusto, licenciado y convertido en duunviro, y propietario de vastas tierras de la única ciudad del mundo que llevaría el nombre completo del gran imperator, Caesar Augusta. De niña, su abuela le había contado cientos de veces el esplendor de la urbe en tiempos del emperador, pues los verdaderos romanos añoraban aquella época y transmitían el brillo de la misma a sus descendientes. Cesaracosta había sido una hermosa ciudad con tres castillos, y uno de ellos, el de septentrión, había sido palacio del César; grandes templos dedicados a las diosas Flora y Fortuna, a Augusto y Livia, y a Tiberio y Julia; un teatro, un anfiteatro, un circo y los múltiples baños. Todo ello proporcionaba lujo fastuoso y diversión a la ya placentera existencia de los cesaraugustanos. Ella aún conservaba antiguas monedas, las primeras emitidas en la ceca de la nueva colonia, que reflejaban el semblante de Augusto y la yunta fundacional, y otras en las que aparecían nombres de sus ilustres antepasados por haber sido duunviros o cónsules locales en épocas de Tiberio o de Calígula. Mientras sus ancestros dictaban leyes o realizaban complejos diseños de arquitectura e ingeniería, los de aquel estúpido godo no habían sido más que bárbaros peludos que rugían blandiendo garrotes y primitivas hachas. El orbe había sido romano durante centurias y más centurias, y después habían venido ellos, con ínfulas de poder e imponiéndose por la fuerza bruta… pero no eran más que enormes canes salvajes y sólo así merecían ser tratados.
—¿Quieres un poco de vino, Gorm? –preguntó Régula con voz melosa.
El hombre asintió y la romana llenó dos copas. Había notado a su amante menos preparado que en otras ocasiones y no iba a dejar que aquel contratiempo arruinase una tarde o retrasase la delectación que ella esperaba ansiosa. Régula conocía la medida exacta en que el vino podía desinhibir el alma de un hombre y animar su cuerpo. Sabía bien que algunas veces, sin Baco, Venus permanecía fría.
El godo apuró de un trago la bebida que la patricia le ofrecía y que él mismo había ayudado a preparar en la prensa vinaria, dejando reposar el mosto fermentado en inmensas dolia para que se transformase en vino, clarificando después el caldo con ceniza y finalmente envasándolo en ánforas de barro. Gorm sabía que lo que hacía no era honorable. Recordó la expresión de desprecio que se dibujaba en los rostros de Harald y Liuva cada vez que era llamado por la domina. Pero ¿qué podía hacer? No deseaba volver a recorrer las calles de Cesaracosta mendigando un trabajo para dar de comer a su esposa y a sus hijos. Nada había salido bien desde que habían llegado a aquella maldita ciudad. Primero había perdido a la hermosa Galeswintha que vagaría sola sin la protección que él, como esposo, debería haberle dispensado. Y en segundo lugar tenía que trabajar para aquella horrible romana que lo obligaba a prostituirse como aquellos hombres y mujeres que merodeaban alrededor de la muralla o que se ocultaban tras las columnas de la ciudad haciendo señas a los viandantes. Sabía que estaba siendo tratado como el objeto que había oído que algunas veces usaban las patricias lascivas, pero Régula prefería la carne antes que el frío mármol o la madera. Ya sólo podía esperar que su madre, Aringa, y su esposa, Frida, no llegasen a enterarse nunca de aquello. Le despreciarían como despreciaban al perro callejero y servil del que únicamente puedes zafarte pateándole el culo.
Aún tomó de nuevo la jarra escanciadora para rellenar su copa y el efecto fue el esperado por Régula, quien gimió de placer cuando sintió que su cuerpo se estremecía a consecuencia de los placeres venéreos. Gorm no podía permitirse pensar, y eso solamente lo conseguía estando ebrio y olvidando así que una vez poseyó un honor que ya había perdido para siempre.
*
A Frida, en su amor de madre, se le llenaron los ojos de lágrimas cuando supo que su hijo iba a pernoctar en el palacio episcopal. El obispo había dicho, con razón, que era recomendable moralmente que Erik abandonase el hogar en el que vivía hacinado con el resto de los miembros del clan.
—Será bueno para tu educación intelectual y moral, Erico –había pronunciado intercambiando una mirada de inteligencia con el hermano Turninus y mostrando su exquisita cortesía– elevará tu alma a la contemplación de asuntos místicos.
Cuando el niño godo hubo abandonado la sala, Braulio meneó la cabeza con preocupación.
—Sé que algunas familias de humilde linaje comparten lecho sin separación entre padres e hijos y que los pequeños pueden llegar a ver ciertas cosas poco recomendables durante las frías noches de invierno.
El sacerdote se santiguó.
—Erico debe abandonar el hogar familiar para que pueda llegar a forjarse en él la deseable virtud de un buen cristiano –el obispo recalcó las últimas palabras–. Y si decidiera prepararse para clérigo, con más motivo.
—¡Qué duda cabe! –asintió el padre Turninus.
—Si pernocta en el dormitorio de la escuela episcopal, poseerá colchón individual y no contiguo al de otro joven, sino intercalado con el de algún monje anciano. Como sabes, allí siempre luce una lámpara y se hacen rondas velando para que las buenas costumbres sean respetadas… Los sacerdotes más preparados sois para los jóvenes maestros en la ciencia y modelos de vida.
Erik dio la noticia al llegar a la vivienda del clan. Orenco sonrió satisfecho y le dio unas palmaditas en la espalda.
—En buena hora, hijo, allí te formarás para poder pertenecer algún día a la élite de esta ciudad.
Gorm le miró con una mezcla de orgullo y tristeza. Aquellos horribles romanos que le habían privado de su segunda mujer y de su propio honor, le arrebataban también a su hijo.
—¿Y para qué queremos que el chico aprenda a leer y a escribir esos aburridos textos latinos? –bramó Harald poniendo los brazos en jarras.
El tuerto miró a su amo entre divertido y desesperado, aquel gigantón no aprendía y su simplicidad aldeana era ilimitada.
—¿Nos estamos volviendo romanos o qué? Los godos deben ser fuertes guerreros viriles y no alfeñiques afeminados que canten salmos.
—Mi amo, ahora no hay guerra y los soldados sobran en esta ciudad –cortó Orenco–. ¿Preferirías ver a tu nieto encaramado a la muralla con un arco en la mano?
—Sí –respondió el jefe del clan con un brusco asentimiento–. El muchacho debe educarse en las costumbres guerreras de nuestro pueblo y la lucha debe ser su máxima aspiración.
Gorm, que había permanecido callado todo el tiempo, se puso en pie y miró a su padre.
—Si no te opones por alguna razón concreta, Erik irá a la escuela.
Todos se giraron hacia él.
—Tú sabes que aquí no somos respetados como debiéramos –dijo lanzando una triste mirada de inteligencia a Harald– y he visto claramente que el desprecio surge de nuestro desconocimiento.
Señaló a Orenco.
—Incluso él tiene un trabajo menos cansado y mejor remunerado que el nuestro –continuó–, lo que yo tampoco comprendo ahora, es cómo se aviene a ser nuestro escla… servidor. Sé que el obispo comentó algo al respecto cuando, recién llegados a la ciudad, nos presentamos ante él, y entonces no lo comprendí, nosotros éramos hombres jóvenes y fuertes, y él sólo un viejo tuerto. Pero en estos momentos desearía que Gorm fuese Orenco y Orenco, Gorm.
Se aproximó a Erik.
—Acudiremos a la liturgia que bendecirá tu entrada en la escuela y rogaremos para que se abra tu entendimiento a la sabiduría. Hijo, tu educación es el único camino para no llegar a ser tratado como un animal.
Harald enmudeció y Orenco bajó la mirada, él sabía bien lo que aquella meretriz romana estaba haciendo con el primogénito de su amo.
—Esta casa está situada en el camino entre el palacio episcopal y el monasterio de los mártires al que también te enviarán a menudo, podrás visitarnos cuantas veces quieras –continuó Gorm, sonriendo a su hijo.
—Atta, yo…
—Ya sé lo que vas a decirme, Erik –cortó el godo–. Sé que añorarás los besos de tu madre, los mimos de tu hermanita y mi presencia, pero dentro de poco serás un hombre y te darás cuenta de que has hecho lo correcto separándote de nosotros.
El niño asintió obediente.
—Y ahora a dormir, hijo… y nosotros a trabajar –dijo mirando a los dos hombres que lo escuchaban sin pestañear.
Cuando los cinco godos salieron de la casa, quedaron en silencio las mujeres con Orenco. Frida fue a dar un beso a su hijo antes de dormir, sería la última vez que lo hiciera.
—A veces los dioses parecen abandonarnos –reflexionó Aringa mientras lavaba la carita de Galsuinda.
El tuerto sacudió la cabeza enérgicamente.
—No, ama, no a todos –respondió con voz firme–. Dios ha estado con Erik desde el instante en que puso su pie en esta ciudad. Es un elegido del cielo.
—A veces no comprendo, Orenco –contestó la mujer–. Vivo en una tierra dónde nada es igual a la nuestra y sé que moriré aquí sin haber entendido nada. Me reconozco afortunada por haber logrado huir de una masacre y haber sobrevivido posteriormente a un viaje que se me hizo terrible y penoso, pero no soy feliz.
Frida corrió las cortinas que separaban el dormitorio de la estancia principal escuchando las últimas palabras pronunciadas por la madre de su marido.
—No creo que ninguno de nosotros seamos felices de momento, Aringa –le respondió–, pero debemos buscar la manera de serlo de nuevo.
—Para mí ya no hay tiempo, hija.
*
El conde Celso, togado de carmesí, acudió al palacio episcopal para estampar su sello en la carta que el obispo había redactado para convencer al rey de que nombrase sucesor a su hijo. Era un asunto de alta importancia, por eso el comes civitatis había preferido ir personalmente a firmar el documento para que no saliese del lugar donde permanecía bien guardado. En la sala le esperaban los obispos Braulio y Eutropio, recién llegado a Cesaracosta desde su sede, y el diácono Turninus.
—Salud os dé Dios –dijo Celso levantando el brazo.
Los tres hombres respondieron al saludo del conde y le ofrecieron asiento.
—He venido en cuanto me ha sido posible –se disculpó el recién llegado.
—Lo sabemos y apreciamos vuestra predisposición –sonrió Braulio.
El obispo tendió la carta a Celso con gravedad y éste la leyó con calma.
—No podemos suponer la reacción del rex ante esta misiva –dijo el obispo Eutropio haciéndose portavoz de las dudas generales–, pero Dios le iluminará para que su decisión llegue a ser la correcta.
Celso firmó el pergamino sin titubear.
—¿Conocéis la opinión de Eugenio?
Braulio respondió con prudencia.
—Mantengo correspondencia con el actual obispo de Toletum, pero su situación no es la indicada para corroborar esta petición.
—Comprendo, santidad. Bien, vos siempre habéis sabido aconsejar a reyes y pontífices con sabiduría –sentenció el conde dirigiéndose a Braulio–. Tal y como dicen las gentes, parece que cuando vos habláis es el mismo Espíritu Santo el que os dicta lo que tenéis que decir, y esto que digo lo demuestra la carta con que respondisteis a la enviada por el papa Honorio.
Turninus esbozó una sonrisa.
—Hace ya más de diez años –rememoró el diácono–, pero lo tengo tan presente como si hubiera sido ayer. Fue en Toletum, donde nuestro obispo se encontraba con motivo del sexto concilio, yo llegué con la epístola papal y se la entregué al arzobispo toledano.
El obispo cesaraugustano sonrió y Turninus continuó explicando a Celso cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
—Él leyó la carta en voz alta, para que todos los obispos allí reunidos pudiesen saber que el pontífice les recriminaba la blandura que los hispanos mostraban con los judíos y, tras arduas deliberaciones, todos los prelados acordaron encargar la respuesta a mi señor.
El diácono respiró profundamente.
—Yo estaba impresionado por la fama que precedía a nuestro señor Braulio, pero más me admiró cuando lo conocí, hasta el punto de desear ardientemente abandonar todo para seguirle, y así fue como me trasladé a Cesaracosta.
El obispo miró con cariño a Turninus.
—¿Qué respondisteis exactamente al Papa? –se interesó el comes Celso, quien en la época en que todo eso había acaecido aún era casi un adolescente.
—¡Oh! –exclamó Braulio quitando importancia al asunto–. Reconocí la supremacía del sumo pontífice y su derecho a interesarse por la actividad de todas las iglesias, pero alegué que sus propuestas ya habían sido planteadas por el rey Chintila, y que la coincidencia de pareceres debía ser obra de la divinidad. Continué afirmando que los obispos hispanos no habían descuidado sus deberes, pero que la lentitud en las conversiones no era debida a descuido o miedo, sino que la causa era que a los judíos debía convencérseles mediante una constante predicación, y por tanto no eran justas las críticas del Papa, al que además señalé que había cometido un error en una cita bíblica.
Ninguno pudo evitar la risa.
—Para demostrar los hechos expuestos le remití copias de las actas del concilio, en las que pudiera leer los diez cánones dedicados a los judíos. También le aconsejé no dejarse engañar por falsos rumores y le aseguré que los obispos hispanos no nos habíamos dejado engañar por las habladurías que aseguraban que el Papa autorizaba a los judíos conversos a volver a su superstición. Añadí que ningún hombre, por grande que fuera su delito, debía ser castigado con penas tan terribles como las que él proponía, pues tales castigos no tenían apoyatura legal y moral, ni en los cánones ni en el Nuevo Testamento.
Turninus completó la aseveración de su señor.
—Los castigos propuestos me parecieron tan monstruosos que llegué a poner en duda la falta de conciencia del papa Honorio y sus conocimientos cristianos.
El conde Celso se pasó la mano por la frente.
—No estoy seguro de que algunos hombres que rigen nuestra religión estén preparados para ello. Honorio cometió muchos errores; tras él, el año de Severino desembocó en contrariedades con el emperador bizantino Eraclio; más tarde Juan, el cuarto de ese nombre, tenía dudas de fe… y ahora Teodoro y sus problemas con el emperador Constanzo.
—El hombre es imperfecto, cualquiera que sea su cargo –la dulce voz de Braulio penetró en el alma de los reunidos.
Celso asintió.
—Es cierto, santidad. Esperemos que esta carta que ahora enviamos a nuestro rey y señor sea bien entendida.
—Rogaremos a Dios que así sea.
*
La bondadosa Frida acudía casi a diario a rezar ante la diosa de la columna, como ella la llamaba. Se sentía bien allí y por unos instantes lograba olvidar los pesares que acuciaban su vida: el súbito cambio de humor que había experimentado su esposo en el último año, la ausencia de su amiga Galeswintha y el dolor que padecía por no tener a su hijo a su lado. Ella explicaba a la Señora todo aquello como si fuese una nueva amiga en la que encontrar consolación y quedaba muchas veces sobradamente correspondida. La imagen de la diosa parecía sonreírle y mirarla con cariño y ella salía del santuario con el corazón alegre y el rostro resplandeciente.
Aquel día se arrodilló ante la columna, tal y como había visto hacer a otros cesaraugustanos, y contempló el rostro dulce de la talla con esperanza. Su recogimiento era tal que le pareció que el mundo se detenía unos instantes, y sus ojos y oídos quedaron inservibles para todo aquello que no fuera la contemplación de aquella bendita imagen. Permaneció en esa postura un buen rato, pidiendo por todos aquellos a quienes ella amaba y dando gracias por lo conseguido. Finalmente besó el fuste, se levantó y llegó hasta la puerta de la iglesia como ausente, parecía gravitar cuando un brusco encontronazo la llevó de vuelta a la realidad.
—Perdonad, señor –se disculpó al darse cuenta que había empujado a un venerable anciano acompañado de un muchacho de edad similar a su hijo Erik.
—Estáis disculpada, hija –respondió el santo varón.
—Sois la madre de Erico, ¿no es cierto? –preguntó el joven romano que lo acompañaba–. Yo soy Valderedo y mi señor, el obispo Braulio ¿no nos recordáis?
La mujer asintió, hizo una reverencia y tomó la mano del anciano para besarla con respeto.
—Hija mía, no te había reconocido porque mi vista es muy precaria.
—Mi señor, yo… la penumbra de este lugar me ha negado la visión de vuestra persona.
Braulio sonrió.
—Ya oigo que has hecho grandes progresos en la lengua latina, aunque no tanto como tu hijo.
Frida notó cómo su corazón latía con fuerza al oír mentar a su Erik.
—Puedes estar orgullosa de él, y por cierto, ¿cómo te encuentro aquí? –preguntó el obispo con curiosidad.
—Vengo casi todos los días, santidad.
Braulio asintió complacido.
—Hija mía, ven conmigo y te explicaré algo que quizá tú ignoras.
El prelado, la goda y el muchacho romano se postraron en el suelo del santuario.
—Desde el primer momento –comenzó Braulio echando mano de su prodigiosa memoria– presentí que poseías un fervor mariano que tú misma desconocías y que quizás aún ignores la importancia que tiene. Contempla las veinticuatro pinturas del Antiguo Testamento y las mismas del Nuevo que adornan la capilla ¡Qué hermosas! ¿Verdad, hija? Y la historia que la rodea también lo es.
—Contádmela, mi señor –rogó la madre de Erik.
—Pues bien, en la noche del segundo día de las calendas de enero, cuarenta años después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y siendo emperador Cayo Calígula, el apóstol Santiago o Jacob, hijo del Zebedeo, y sus discípulos acamparon junto al río Iberus, cansados tras largo tiempo predicando en la rica ciudad romana que era Cesaraugusta en aquel tiempo. Repentinamente oyeron voces de ángeles que cantaban Ave María, gratia plena, y se postraron ante la aparición de la Virgen Madre de Cristo que se presentó ante ellos de pie sobre esa columna de jaspe que aquí ves. La santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal, pidió a Santiago que le construyese aquí, en Cesaraugusta, un templo en el lugar donde reposaba la columna y prometió que si lo hacía permanecería en esta ciudad hasta el fin de los tiempos, para que Dios obrase portentos y maravillas por su intercesión con aquellos que implorasen su patrocinio.
Frida tragó saliva.
—El apóstol y los testigos del prodigio comenzaron inmediatamente a edificar esta capilla de ocho pasos de ancho por dieciséis de largo. Cuando la finalizaron, Sanctus Iacobus ordenó presbítero a uno de ellos para servicio del santuario y consagró el templo. En este primer templo mariano de la cristiandad sirvió también san Vicente hace tres centurias. Nuestra Señora es la protectora de los cesaraugustanos y sobre todo, alivio de los que sufren –aseguró el obispo–, pues ha obrado grandes portentos a lo largo de estas seis centurias y seguirá haciéndolo tal y como ella misma prometió.
—¿Qué portentos ha realizado, mi señor? –preguntó la mujer deseosa de que aquel santo se los narrase.
—Resucitó a un pequeño que los lobos habían matado y cuyo cadáver fue presentado por su madre a la Virgen, ha curado la ceguera a varios que le imploraron y ha sanado enfermos de todo tipo.
La goda se postró ante la poderosa imagen hasta que su frente tocó el suelo.
—¡Cómo me gustaría poder servirla! –exclamó al incorporarse.
—Puedes hacerlo, hija mía –respondió Braulio.
—¿De qué forma, santidad?
—Si le rezas te mostrará la manera.
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Erik estaba sentado en un banco de madera situado en paralelo a la mesa que compartía con otros muchachos que también estudiaban en la escuela del palacio. A su derecha Valderedo escribía, muy concentrado con su cálamo, en una pequeña pizarra, y a su izquierda un muchacho romano llamado Cayo parecía no prestar demasiada atención a las explicaciones del maestro. La sala, desprovista de todo ornamento que pudiera distraer a los muchachos, aunque bien iluminada por amplios ventanales, estaba helada. Erik escondía la mano izquierda dentro de la manga de la túnica de lana sin teñir que le habían proporcionado, buscando una calidez que tampoco sentía en su cráneo rasurado. Llevaba ya más de tres meses asistiendo a diario a las clases de gramática, que incluía los hechos aritméticos básicos como sumar, restar, multiplicar, dividir y un poco de historia. Después comenzaría con las de lógica, durante las que le enseñarían el razonamiento y argumentación de lo aprendido anteriormente, y finalmente acabaría recibiendo conocimientos de retórica para dominar la elocuencia y los principios de composición y enunciación del discurso. Con ello habría completado el trivium, o tres caminos, para después comenzar el cuadrivium o conocimientos más elevados de geometría, aritmética, música y astronomía.
El pequeño godo disfrutaba aprendiendo, le parecía una aventura apasionante y se asombraba a cada cosa nueva que escuchaba de boca de su maestro.
—Puede que Cayo quiera repetiros lo que acabo de explicar.
El vergajo resonó sobre la espalda del muchacho romano y Erik dio un respingo.
—¿Cómo os atrevéis? –preguntó el aludido poniéndose en pie–. Se lo diré a mi madre.
El sacerdote pedagogo observó detenidamente al niño.
—Díselo –respondió tranquilamente– y yo por mi parte le diré a la gran Régula que le tengo demasiado respeto para no educar a su hijo según sus expectativas.
Cayo bajó la cabeza dolido. Sabía sobradamente que su madre era muy estricta en lo que a educación se refería y que despreciaba a quienes no disponían de conocimientos suficientes para mantener una conversación de alto nivel.
—Fíjate en Erico –dijo el hermano Basilio señalando al niño godo–, llegó más tarde que tú y su evolución le ha llevado a superarte en tan sólo tres meses.
El romano miró con desprecio a su compañero.
—Él comenzó su educación con su santidad el obispo –respondió–, mientras que yo me tuve que conformar con las burdas enseñanzas de un esclavo tuerto.
Erik observó a Cayo, ¡Claro!, se dijo, aquel era el mismo Cayo al que Orenco había servido de preceptor en casa de la romana donde también trabajaba su padre.
—¿Qué tienes que decir de Orenco? –preguntó el pequeño godo alzando la voz.
—¿Le conoces? –se extrañó momentáneamente el romano–. ¡Ah! Entonces tú debes pertenecer al clan de los que trabajan de braceros para mi madre.
—Sí –respondió Erik poniéndose en pie con rabia– y no permitiré que…
Valderedo pateó la pierna de su amigo en señal de aviso, el hermano Basilio no iba a permitir una petrera en mitad de la clase de gramática. El resto de los alumnos sonrieron deseando que aquel divertido suceso se desarrollara más ampliamente para así lograr romper la rutina diaria.
—¡Erico! –gritó el preceptor–. Extiende la diestra.
La vara golpeó con fuerza la mano del pequeño, quien se tragó el aullido que salía por su garganta. La cara le ardía tanto más que la enrojecida palma y lanzó una mirada llena de antipatía hacia su compañero. Cayo sonreía con malicia.
—Que esto no se vuelva a repetir. Ahora continuaremos con las sílabas –dijo el hermano Basilio imperiosamente– y no quiero oír ni el zumbido de una mosca u os castigaré a todos.
Erik se sentó sintiéndose profundamente humillado por el azote de la férula mientras el praeceptor seguía con las explicaciones paseando nerviosamente por la sala.
—Lo que el griego denomina syllaba, el latín lo denomina conceptio o complexio, ya que syllambánein significa concebir. Por ello se puede afirmar que es verdadera sílaba la que nace de varias letras; una vocal no puede considerarse sílaba más que de una forma abusiva y hablaremos en ese caso de tiempo, más que de sílaba. Las hay de tres tipos, breves, largas y comunes…
El niño godo intentaba concentrarse en las definiciones cuando un codazo le volvió a distraer. Cayo le mostraba su pizarra de cera, en donde había escrito con letras muy grandes: Sordiduss gotum.
Erik rio en su interior, aquel asno romano ni siquiera había sabido escribir correctamente «sucio godo» en su lengua materna.