VII

Donde se narra cómo la desgracia llega a la vida del clan godo

La noticia de que el rex había asociado al trono a su hijo Recesvinto corrió por toda la Hispania visigoda a una velocidad desconocida. Esto acaeció el veintiuno de enero del año del Señor de 649 y, a pesar del frío gélido, el mensajero procedente de Toletum arribó a Cesaracosta aprisa, y la buena nueva se extendió por la ciudad en tan sólo unas horas.

—¡Dios sea loado! –exclamó el comes Celso en privada reunión con el obispo–. Esto solamente vos lo podríais haber conseguido.

—Nuestro Señor me iluminó para que las palabras que yo dictaba fuesen las apropiadas –Braulio sonreía satisfecho.

—No lo dudo, santidad –admitió el conde–. Toda sugerencia que provenga de vos es tenida en cuenta por reyes y pontífices. Sois el asesor de los dirigentes del orbe.

El obispo tomó un pequeño sorbo de vino muy aguado porque, como bien decía san Benito, el vino hacía apostatar hasta a los sabios.

—Aun así, espero que nuestro señor Chindasvinto viva muchos años todavía.

Celso miró a Braulio con expresión interrogante.

—¿Por qué decís eso?

—Tengo una terrible premonición y quiera Dios que no se trate más que de imaginaciones mías.

—Compartid vuestros temores conmigo, santidad.

—Lo haré, mi buen Celso, pues vos me sobreviviréis sin duda y quiero que estéis preparado para lo que pueda venir. Veréis, creo que a la muerte del rey, algún noble intentará hacerse con el poder por la fuerza. Han llegado a mis oídos rumores de que el malestar crece en el reino y que muchos señores están insatisfechos con la política represiva del soberano. Chindasvinto llegó al trono por medio de una conjura que acabó con la monarquía que ostentaba el rey Tulga, y se le aceptó porque su longevidad hacía suponer que el trono quedaría vacante en breve tiempo. Pero no ha sido así y el descontento provocará que la historia se repita si su hijo no agarra las riendas del poder con mano dura.

El comes reflexionó mientras ordenaba los pliegues de su capa carmesí.

—Esa posibilidad siempre cabe, eso es cierto. ¿Y sospecháis de alguien en concreto?

Braulio negó con la cabeza.

—Son muchos los ávidos de poder.

Celso suspiró ruidosamente.

—Confiemos en que la benevolencia divina dilate nuestra paz momentánea.

—Rezo a Dios constantemente para que así sea.

El conde tomó un sorbo de vino rosado.

—Y cambiando de tema, ¿han llegado ya a vuestras manos los documentos que trajo Tajón de Roma?

—He rogado al arcediano que me los haga llegar de una buena vez. Ayer mismo le envié una misiva implorándole la visión de esas joyas que son los sagrados volúmenes morales del papa Gregorio y me respondió que, a lo más tardar mañana, me los entregaría corregidos. Ardo en deseos de leerlos desde que Tajón me envió una carta desde Roma en la que me decía que había visto al santo Gregorio Magno con los ojos del alma a través de sus notarios y familiares, mientras le narraban las virtudes del mismo y otras muchas cosas. Mi hermano Fronimiano también me ha pedido que se los envíe cuanto antes al monasterio de San Millán y…

Las palabras de Braulio quedaron rotas por los golpes que repiquetearon la puerta de la sala.

—Pasad –respondió en voz alta.

Un monje anunció la visita de Samuel Tajón.

—¡Qué feliz coincidencia! –exclamó Braulio.

El arcediano penetró en la sala ofreciendo una profunda reverencia a los dos hombres que descansaban en sillas parejas de tijera. Ambos respondieron con una inclinación de cabeza.

—Mis señores Braulio y Celso –dijo el recién llegado con cierto formalismo– ¡qué alegría encontraros de nuevo!

—El sentimiento es mutuo –contestó Braulio ansioso por recibir noticias de los escritos de san Gregorio–. Siéntate con nosotros, mi buen Samuel, y refresca tu garganta y lengua con este vino, para que se sientan prestas a relatar lo que nuestros oídos desean oír de ellas.

—Mucho tengo que contaros, santidad –aseguró Tajón apoyando una gran carpeta sobre la mesa mientras observaba como Valderedo le servía una copa.

El obispo llevó instintivamente sus manos hacia la montaña de pergaminos cubiertos por gruesa vitela que el arcediano había depositado frente a él. Era la novedad literaria del momento, pero se contuvo, tendría días enteros para que alguien le leyera aquellos compendios de saber y poder saborearlos con deleite.

—Quiero compilar todos éstos conocimientos en una obra que voy a comenzar a la menor brevedad posible, necesitaré gran cantidad de pergamino y espero que me ayudéis a conseguirlo, pues estamos escasos de él en el escritorio. Pero antes debo contaros ordenadamente mi inolvidable viaje a Roma.

—Te lo ruego, estamos ansiosos –reconoció Braulio.

—Pues bien…

Samuel Tajón empezó por relatar las duras jornadas de viaje que le habían llevado a la ciudad sagrada, empresa costosa y arriesgada donde las hubiera, por vías polvorientas e incómodas hasta Tarraco, plagadas de salteadores de caminos, bandas de esclavos huidos y otras malas gentes que atacaban al grupo formado por el abad, sus ayudantes y los soldados enviados por el rey para protegerlos. A continuación, la peligrosa travesía por un mar infestado de piratas, soportando mareos y demás incomodidades para alguien no acostumbrado al vaivén de una nave destinada al comercio marítimo. Y, por fin, su llegada al puerto romano de Ostia. Pasó a detallar sus impresiones sobre la ciudad de Roma durante su estancia de más de dos años en ella, y reconoció que el antiguo esplendor que debió ostentar la ciudad se había visto menguado debido a la invasión goda y a la posterior reocupación bizantina. El declive, frenado en parte por el papa Gregorio, se reflejaba no solamente en sus principales edificios, sino en la disminución y pobreza de las gentes de la ciudad fundada por Rómulo debido al colapso comercial que sufría. Por ello el nombre de «nueva Roma» le era aplicado a la urbe de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente, y la antigua había pasado a un vergonzoso segundo plano. Tajón continuó explicando las enormes dificultades a las que hizo frente para encontrar los manuscritos deseados.

—Mis señores Braulio y Celso, os aseguro que fueron los apóstoles san Pedro y san Pablo, y el mismo san Gregorio Magno, los que me guiaron para que llegase a encontrar los escritos de las Morales de Job y las Homilías sobre Ezequiel que se daban por perdidos. Tal y como os escribí desde Roma, vi a nuestro Gregorio en su sede romana con los ojos de la mente –Tajón hizo una pausa y respiró profundamente intentando revivir el momento–. Todo comenzó cuando recibí permiso de los ostiarios que vigilaban la iglesia de san Pedro para permanecer en ella en oración durante una noche y, una vez dentro, os aseguro que rogué durante horas ante el sepulcro del príncipe de los apóstoles para que me revelase el paradero de los libros deseados. Súbitamente, y cuando ya creía que mis ruegos no iban a ser escuchados, el recinto se iluminó con la intensidad de mil candelabros luciendo, quedé momentáneamente cegado por el resplandor y me llevé las temblorosas manos a los ojos hasta que pude acostumbrarme a la visión que tenía ante mí. Lo que vi fue una multitud de almas de entre las cuales destacaban las de un par de ancianos cubiertos con blancos linos que me indicaron el lugar en que se hallaban los escritos perdidos. Uno de ellos era el mismísimo Gregorio Magno y las ánimas que lo rodeaban eran las de los santos sucesores de Pedro. Le hice varias preguntas sumido en un estado de éxtasis difícil de explicar con palabras y me respondió con naturalidad y gran dulzura…

Largas horas estuvo hablando Samuel Tajón, holgándose con el arrobamiento de aquellos dos hombres que le miraban embobados. Él había viajado fuera de Hispania con una misión sacra que había completado a la perfección, y necesitaba contarla de tal forma que la visio Taionis empezara a convertirse en leyenda que perdurase por los siglos de los siglos. Cuando hubieron dado por finalizada la reunión, Tajón solicitó a Braulio permanecer a solas unos instantes más, petición que fue aceptada por el obispo.

—Mi señor –comenzó el arcediano con angustia– durante mi estancia en Roma adquirí una duda teológica que solamente vos podéis disipar. Allí pude ver las reliquias de la Sangre de Nuestro Salvador y una pregunta surgió en mí hiriéndome el alma y exigiendo respuesta a mi entendimiento sin descanso.

—Dime pues –rogó Braulio preocupado.

—Santidad, ¿acaso el cuerpo resucitado de Cristo no reasumió su Sangre y por tanto nosotros no reasumiremos la nuestra tras la resurrección?

*

Régula esperaba a Orenco en la sala donde el godo impartía clases a su hija. Casi un año había transcurrido desde que el pequeño Cayo ingresara en la escuela episcopal, pero la patricia romana deseaba que también su hija recibiese una educación semejante a la de sus hermanos varones. Por ello había decidido que Orenco continuase impartiendo enseñanzas a Régula Segunda, eso sí, bajo la atenta mirada del aya de la jovencita. No iba a dejar que un sucio siervo estuviese a solas con su preciada hija, pues tenía puestas altas esperanzas en los desposorios de la muchacha y su reputación debía ser la más pulcra de toda Cesaracosta. Orenco entró, interrumpiendo los pensamientos de la patricia, y saludó inclinándose levemente.

—Buen día, señora.

Régula movió ligeramente la cabeza.

—Te estaba esperando, Orenco, deseo hablar contigo.

—Vos diréis.

—Mi hija me relató ayer parte de tu pasado y no sé si dar crédito a sus palabras, la imaginación de las jovencitas es, a menudo, exuberante –hizo una pausa–. ¿Es cierto, esclavo Orenco, que fuiste preceptor en Tarraco?

El tuerto asintió apesadumbrado. Régula Segunda no debería haber tenido la lengua tan larga.

—Lo tendría que haber supuesto, pero mi lógica se negaba a creerlo –la patricia no salía de su asombro–. Sospeché de ello, Orenco. Mi hija ha hecho grandes progresos en todas las áreas del saber en estos dos últimos años (mucho mayores que los de mi hijo Cayo), pero no podía creer que un esclavo tuerto como tú hubiese sido alguien respetable en un pasado cercano.

Orenco no deseaba que Régula preguntase por los tiempos pretéritos y decidió desviar la conversación de la patricia hacia su hija.

—Vuestra hija aprende rápido, llegará a ser una mujer notable si continúa con sus estudios. Una tierra buena por naturaleza, si se la abandona, se vuelve estéril y cuanto mejor es, tanto más se pierde por abandono.

—¿Plutarco?

—Las «Moralia».

Régula sonrió.

—Esos son mis deseos, por eso he querido hablar contigo. ¿Te ves capaz de continuar con la educación de Régula Segunda a niveles superiores?

La patricia señaló una serie de libros que descansaban sobre la mesa y que Orenco no había visto.

—He mandado copiar las enciclopedia etymologiae de Isidoro de Hispalis, que es el texto que manejan en la escuela episcopal y que encierra todas las ramas del saber. Quiero que mi hija aprenda todo lo que contienen estos libros.

Orenco abrió uno de ellos con respeto y leyó la bella letra con la que había sido transcrito. ¿Cuántos sueldos habría pagado aquella mujer por la copia del manuscrito? Probablemente unos veinte sueldos, sesenta tremises. Era sin duda un objeto de lujo. Sus manos temblaron, él ya no podría comprar uno jamás, el salario anual que percibía no superaba los cuatro sueldos.

—Parece que es una recopilación del saber clásico grecolatino en todas las materias –dijo el siervo–. Puedo leerlo y refrescar mis conocimientos, he aprendido cientos de libros a lo largo de mi vida y retengo con cierta facilidad.

—Hazlo pues. Decía también Plutarco que hay que tener gran cuidado en la elección de los pedagogos, para no entregar a los hijos sin darse cuenta a bárbaros o a tramposos.

Régula clavó sus hermosos ojos oscuros en el rostro del tuerto, buscando profundizar en el misterio que encerraba aquel extraño individuo que servía a unos godos indignos de él.

—El día que quieras contarme tu historia estaré encantada de oírla, pero no puedo exigírtelo, y si lo hiciera, sólo obtendría embustes. ¿Quién pudo arrancar el ojo a un praeceptor de la antigua capital de la Hispania Citerior? ¿El culpable pagó los cien sueldos de multa o fue la pena merecida por un delito de traición? ¿Fuiste además desposeído de tus bienes?

Orenco enrojeció y Régula sonrió comprendiendo.

—Te aseguro que me es indiferente, mientras alcances el cometido que te propongo, incluso revisaremos tu salario si voy quedando satisfecha con los avances de mi hija.

—Sois muy generosa.

—Ya sabes lo que reza el viejo proverbio: «Al que no es generoso lo odian sus conciudadanos».

La sonrisa de la romana asomó amplia y acompañada de un estudiado aleteo de sus pestañas tan negras como una noche sin luna ni estrellas.

—Intentaré complaceros –aseguró el siervo.

La dulce voz de Régula Segunda resonó en la habitación saludando a su madre, sobre cuyo rostro estampó un beso.

—Buen día, Orenco –dijo alegremente la jovencita–, hoy te recitaré la lección sin titubear ni una sola vez.

La aya tomó asiento en un rincón de la sala, acompañada de la eterna labor de costura que trabajaba durante las largas horas en las que debía velar para que las lecciones transcurrieran con la deseada moralidad. Era el manto que Penélope tejía mientras salvaguardaba la castidad. Régula asintió satisfecha y abandonó muy erguida la sala.

*

Léeme un párrafo más, Erico.

Erik sonrió, ya Valderedo le había avisado de que el obispo sólo encontraba solaz últimamente escuchando el contenido de los escritos de Gregorio Magno y que le iba a someter a una sesión de lectura nocturna, al igual que él había estado sometido a una diurna.

—Como deseéis, mi señor.

—Mi buen Erico, aún no puedes entender lo que significa para mí poder tener acceso a los conocimientos teológicos del santo Gregorio Magno. Es un regalo que Dios me ofrece antes de dejar este mundo.

—No digáis eso, santidad –protestó Erik–, vos no vais a morir todavía.

Braulio rio.

—Hijo, para un joven como tú, la muerte debe de ser un pensamiento terrible, pero yo la aguardo con calma e incluso a veces con ansia. Todos mis achaques y sufrimientos se acabarán y podré gozar de la esperada visión del rostro divino, por ello estoy esperando cada día el fin de mi doliente condición mortal.

El pequeño godo bajó la mirada comprendiendo.

—Pero mientras, ¿qué placer mayor puedo obtener que disfrutar de la sabiduría de los más sabios? Así pues, lee, Erico, antes de que Samuel Tajón me pida que le devuelva sus escritos para ser copiados en el scriptorium del monasterio de los Mártires.

Erik continuó la recitación.

—¡Qué doctas palabras y altos conceptos! –exclamó el obispo saboreando la reflexión de lo oído.

El pequeño reconoció no entender ni la mitad de los comentarios del sabio Papa.

—Con el tiempo llegarás a valorarlos como el tesoro que sin duda son, y gustarás de releerlos para descubrir cada vez los exquisitos matices que sus verbos esconden, y cuando ya tu interior los haya memorizado, los repetirás para ti mismo como una bella plegaria. Aún no imaginas hasta que punto el conocimiento te hará feliz, no hay comida tan sabrosa, ni bebida tan dulce, ni suceso tan emocionante como el saber. En su búsqueda pasan las horas sin necesidad de agua y alimento, el día se hace corto y las visitas incómodas y molestas, como al amante celoso que desea pasar todos los momentos posibles con su amada. Mientras más busques la sabiduría, que es como buscar a Dios mismo, más se engrandecerá tu alma, pues invariablemente el sabio suele ser bondadoso e indulgente y el necio, malvado e intransigente. La sed de conocimiento es un don del Señor Todopoderoso que nos diferencia de los animales, y el regalo del habla, a través de la boca; la capacidad de lectura, mediante los ojos; y el arte de la escritura, ayudados por las manos, nos permiten compartirlo con los demás elegidos.

Erik siempre intentaba grabar en su memoria las palabras de aquel hombre por cuyos labios parecía hablar el mismísimo Espíritu Santo. La luz de la lámpara de aceite pareció estremecerse igualmente ante la filosofía del sabio obispo.

—¿Estás cansado de leer, Erico?

—No, mi señor –aseguró el muchacho.

—Pues continúa, por favor.

Y Erik continuó, continuó sin descanso, mirando el escrito con ojos nuevos, intentando apurar cada una de las silabas que iba pronunciando y degustándolas en su lengua y su paladar como manjares preciosísimos dignos de la mesa de un rey, hasta que las letras comenzaron a bailar y a entremezclarse sin remedio.

Braulio sonrió. El pequeño godo se había dormido agotado ante la primera batalla que había librado con las armas adecuadas, pero no importaba, la semilla estaba plantada y pronto daría sus frutos. Observó con dificultad la cabeza afeitada del muchacho y la túnica de paño pardo que vestía, pero no distinguía sus rasgos físicos. Se estaba quedando completamente ciego y ya no sabía qué más hacer para intentar mejorar su deteriorada visión: se lavaba varias veces al día los ojos con una esponja apropiada para ello empapada con infusiones de hinojo e intentaba ingerir arándanos a diario, pero todo era inútil. Había forzado la vista durante lustros, leyendo y escribiendo muchas veces en condiciones nefastas para ello y había llegado el momento de pagar el error. Y no solamente le preocupaba eso, sino que los dolores de sus articulaciones eran cada día mayores, impidiéndole algunas veces la movilidad hasta el punto de necesitar ayuda incluso para levantarse de la silla, y ya tampoco podía disfrutar el merecido descanso que llega con los sueños. Pero no debía quejarse, él ya era muy anciano y la enfermedad estaba a la orden del día, sólo había que asomarse a las calles para ver a cientos de ciegos, sordos, hombres y mujeres con manos engarfiadas, maniacos y gentes a las que faltaba una pierna o las dos.

¡Bueno! pensó, quizá Dios me mande estos achaques para que desee todavía más el viaje hacia Su Reino celestial y yo ya lo anhelo tanto que algunas veces incuso oigo como Él me llama por mi nombre.

*

Sven entregó a su cuñada el pequeño colgante que, a ruegos de Willa, había confeccionado para ella en el taller de orfebrería donde trabajaba. Frida abrió los ojos hasta que se le salieron de las órbitas al fijarse en lo que representaba. Era una pequeña imagen de bronce de la Virgen del Pilar tan bien realizada, que parecía que fuese la misma talla del santuario pero empequeñecida. Se la colgó del cuello sintiendo un ligero temblor de felicidad y agradeció de corazón el regalo recibido.

—Nunca… nunca me separaré de ella.

—He intentado que el parecido fuera lo mayor posible, aunque no sé si lo he conseguido –explicó Sven con modestia.

—Eres un gran orfebre, Sven –alabó Frida sinceramente–. ¿Cómo se te ocurrió la feliz idea?

–Un día le comenté a mi esposa la gran cantidad de crucifijos para colgar que nos encargaban en el taller y fue Willa quien me aconsejó que probase con la figura de la Virgen, que era muy de tu gusto. Fui a la capilla de Nuestra Señora para hacer un esbozo de la talla y luego me puse a trabajar intentando que el parecido fuese aceptable.

La mujer del orfebre sonrió a su cuñada.

—Te lo agradezco enormemente, Willa.

—Jamás podré olvidar el consuelo que me prestaste cuando murió mi pequeño Olav.

Las dos godas se abrazaron con afecto mientras el resto de los miembros del clan observaban en silencio. Gorm bajó la cabeza con tristeza, su esposa no sabía… Era increíble lo adaptada que parecía estar a aquella apestosa ciudad donde él sólo había encontrado sufrimiento y vergüenza. Sven y Karl también aparentaban haberse ido acoplando bastante bien a sus trabajos en el taller de orfebrería y los demás tampoco parecían demasiado descontentos, a excepción de Willa, quien no había abandonado la expresión afligida que adquiriera tras la muerte de su hijo y que todavía se había acentuado más por su imposibilidad de concebir. Pero la muerte de los niños era algo corriente, se dijo Gorm, él mismo había perdido una hija tiempo atrás, la primera Galsuinda; lo natural era que sobreviviese escasamente la mitad de la descendencia y el fallecimiento de un niño no debía ser motivo de desesperación prolongada. Pero su situación era diferente, sólo a él habían castigado los dioses con dureza… Quizá se tratase de una sanción de aquel dios cristiano que no le brindaba protección alguna. Eso debía de ser. Se sintió dolido con el destino y estampó el puño sobre la mesa, provocando que todas las miradas volviesen hacia él.

—¿Qué te sucede, Gorm? –preguntó Harald.

El godo se levantó de la silla y meneó la cabeza.

—El calor aquí es asfixiante, voy afuera a tomar el aire.

—Te acompaño –dijo Harald, con una autoridad que evitaba que su ofrecimiento fuese rechazado.

Una vez en la calle los dos hombres se dirigieron a una fuente cercana al barrio donde vivían. Era apenas un pequeño surtidor, pero servía para proporcionar agua a las viviendas que la circundaban. Gorm metió la cabeza debajo del chorro dejando fluir el fresco líquido sobre su rostro y su pelo. Harald le contemplaba impasible, preguntándose como entablar la conversación que desde hacía tiempo quería mantener con su hijo.

—¿Te sientes mejor? –inquirió con voz ronca.

Gorm asintió echando el cabello hacia atrás. Se sentaron a la sombra de un árbol y aspiraron el aroma que sus flores exhalaban.

—¿Cómo hemos podido llegar a estas circunstancias, Harald?

El jefe del clan negó con la cabeza.

—No sé a qué te refieres.

—No finjas ahora, padre –replicó Gorm alzando la voz–. Sabes tan bien como yo lo que estoy viviendo.

El mayor de los godos chasqueó la lengua.

—¿No te agrada lo que haces?

—En absoluto… ¿Crees que obtengo algún placer siendo el esclavo, el puto, de una romana?

Harald intentó quitar hierro al asunto.

—Es una mujer atractiva.

Gorm lanzó una mirada heladora a su padre.

—A la cual yo no he elegido. Tampoco elijo los momentos en que… soy solicitado, al igual que se llama a un siervo holgazán.

Harald asintió comprensivo.

—Me he planteado alguna vez acabar con esto –continuó Gorm, cogiendo una brizna de hierba rígida y poniéndosela entre los labios–, pero no veo solución. Somos hombres libres y no merecemos ser tratados de esa forma deshonrosa, pero, ¿dónde iríamos? Trabajamos en esa villa cuatro miembros de la familia, Liuva, tú y yo como braceros, y Orenco continúa impartiendo enseñanzas a la hija de esa… Seríamos despedidos inmediatamente.

—Podríamos buscar otro trabajo.

—¿Crees que es una empresa fácil? Estuvimos mucho tiempo sin empleo y malviviendo sin apenas poder comprar comida. No quiero eso para mi esposa y mis hijos.

—Tu hijo ya no está en casa –recordó Harald.

—Pero están mi esposa, mi hija y mi madre.

—De Aringa me ocupo yo, como siempre he hecho –gruñó el jefe del clan.

—Entiéndeme padre, no deseo penuria para ningún miembro de mi familia, incluido tú. Si yo pudiera encontrar la manera de…

Gorm calló repentinamente.

—En nuestra aldea natal –continuó tras una pausa– cultivábamos tierras propias, y ahora me siento el pelele de una extraña, de una mujer que me paga por trabajar sus campos y su cuerpo. ¡Es tan humillante!

—Sabíamos que nos íbamos a encontrar a gentes muy diferentes a nosotros, con extrañas costumbres y extraños dioses. Ni siquiera somos similares a los que son de nuestra misma raza porque ellos hablan y se comportan como romanos. En nuestra tierra, que es también la suya, no teníamos señores para los que trabajar, nosotros mismos éramos dueños de nuestro esfuerzo y de nuestro tiempo.

—Y de nuestro propio cuerpo –cortó Gorm con rabia–. Los godos de Spania han olvidado de dónde vienen y ni siquiera creo que sepan dónde quieren llegar. Buscaban una patria para asentarse por la cual han pagado un precio y, como yo estoy haciendo eso mismo, ni siquiera puedo criticarlos.

Harald pasó el brazo por los hombros de su hijo.

—Haz lo que tengas que hacer, tu honor está por encima de todo.

—¿Mi honor? Hay un adjetivo latino que me define a la perfección.

El padre miró al hijo con las cejas enarcadas.

Iscurra –respondió Gorm a la muda pregunta de su progenitor–. Es la persona que, con tal de lograr comida, se va con cualquiera.

*

Aquel invierno fue uno de los más terribles que recordaban los cesaraugustanos. La nieve no dejó de caer en todo el mes de diciembre y enero apareció igualmente blanco, no mudando su color en todo el undécimo mes de aquel año del Señor y primer mes civil de seiscientos cincuenta. Se celebraron como siempre, con ayuno y misa, las fiestas de las calendas de enero y de Epifanía, la primera para expirar los pecados cometidos en la fiesta pagana celebrada en esa fecha y la segunda en conmemoración de tres momentos distintos: la postración de los Magos de Oriente a los pies de Jesucristo, del Testimonio de Dios tras el bautismo del Hijo en el Jordán, y del milagro de las bodas de Caná.

Erik miraba por la ventana de la sala donde el hermano Basilio impartía una lección sobre los vicios o incorrecciones en el hablar siguiendo el libro de gramática del gran Isidoro. Aquel día le era imposible concentrarse en el estudio y su conducta lo demostraba. Valderedo había pasado a un grupo superior, pero el muchacho godo seguía compartiendo aula con Cayo y con otros de edades similares, entre ellos uno bastante agradable llamado Freidebado, hijo del famoso médico griego Eudoxo que atendía a los ricohombres o barones de Cesaraugusta.

—Barbarismo es la corrupción de una palabra, por ejemplo alargar la tercera sílaba de ignoscere. Mientras que el solecismo consiste en combinar erróneamente varias palabras, como cuando alguien dice inter hominibus en vez de inter homines.

El preceptor hizo una pausa, miró a Erik severamente y continuó.

Acirologia es el empleo impropio de una palabra, como decir que un campo es «graminoso». ¿Cuál sería la palabra correcta, Erico?

El pequeño godo volvió a la realidad al oír su nombre.

—Pe… perdón, no he comprendido la pregunta.

Basilio la repitió con mal disimulada paciencia.

—Gramíneo, señor.

—Correcto –reconoció el hermano gramático–. Y así puede leerse en el verso del poeta Ovidio: «Gracias a la hierba que siempre renace al estar regada, un gramíneo césped recubre el húmedo suelo».

La clase tocaba su fin y Basilio así lo comunicó a los muchachos. Los pequeños se levantaron de sus respectivas sillas y fueron saliendo hacia el patio interior a jugar con los de las otras clases más avanzadas.

—Espera Erico.

Erik, que se disponía a salir en compañía de Freidebado, se volvió hacia su preceptor.

—¿Puedo saber qué te sucede últimamente? –preguntó Basilio, cogiendo a su alumno del hombro–. Puedes responderme con sinceridad, no tengo queja alguna de ti, ya que sigues siendo el más aventajado de la clase, pero te noto distraído esta semana.

El muchacho meneó la cabeza negativamente.

—No me ocurre nada, maestro.

El preceptor escrutó los ojos entristecidos del pequeño.

—Haces mal en mentir, Erico, el demonio está con el que miente.

Erik tragó saliva, pero se juró a sí mismo que no desvelaría su problema a nadie, ni siquiera al buen Braulio, y mucho menos al hermano Basilio.

—Quizá estoy más cansado.

—Pues si estás cansado, no te placerá salir al patio a jugar a la pelota con tu amigo Valderedo y los demás muchachos, ¿verdad?

Erik bajó la cabeza.

—Además hace mucho frío, ha estado nevando toda la mañana y parte de la tarde. Cuando se siente agotamiento, la fuerza corporal es menor y podrías coger un catarro. Será mejor que me acompañes al scriptorium y repases tus lecciones ahí.

El pequeño godo barajó las diferentes posibilidades que se le planteaban y resolvió que su situación era nefasta. Si el hermano Basilio lo consideraba enfermo o fatigado, le dejaría sin solaz varios días, pero al menos no insistiría para que contase las causas de su preocupación. No podía decirle que su madre le había confesado entre lágrimas que su padre comenzaba a frecuentar las tabernae meritoriae y a las propias tabernarias y que llegaba a casa borracho muchas noches. Tampoco podía explicarle que preferiría estar en su miserable hogar aunque sólo fuera para proteger a su madre de los golpes que su padre le propinaba. Así que el pequeño asintió y siguió a su preceptor por los helados pasillos del edificio hasta la zona que reunía la biblioteca, el scriptorium y la sala de lectura. El hermano Basilio llamó a la puerta para que el guardián de los libros, un bibliotecario viejo con cara de topo y desagradable sonrisa, les abriese. El archidiácono Tajón, que se encontraba entre dos montañas de papeles en el taller de copistas, levantó la vista y saludó con un movimiento de cabeza a los recién llegados.

—Te estaba esperando, Basilio y… ¿a quién tenemos aquí? ¡Si es el joven Erico!

Erik sonrió tímidamente.

—He oído que eres listo y aplicado, y que tienes una hermosa letra –continuó el arcediano–. Quizás algún día puedas llegar a ser copista en esta biblioteca, en el monasterio, o escribiente como mi ayudante Pedro.

El pequeño asintió y Tajón chasqueó la lengua antes de acabar la frase.

—El tiempo lo dirá –se volvió hacia Basilio–, toma este documento y ya puedes marcharte..

—Siéntate aquí a estudiar tus lecciones, Erico –ordenó el maestro a su pupilo– hasta el momento en que debas marchar para asistir a nuestro señor el obispo Braulio.

—Y nosotros a lo nuestro –dijo Tajón a su escribiente Pedro.

Los dos hombres comenzaron a reordenar los escritos del papa Gregorio Magno. Erik no pudo evitar la curiosidad y sus oídos se negaron a perderse la conversación que mantenían y que algunas veces se transformaba en murmullo.

—Con una piel de cordero se consiguen cuatro folios, necesitaremos comprar codos y codos de carísimo pergamino.

—Podemos reducir el tamaño de la letra considerablemente –propuso Pedro– y usar piel de perro para que la tinta fije mejor.

Tajón asintió.

—¿Cuanto tardarán?

El amanuense dudó.

—Teniendo en cuenta que copiar la sagrada Biblia cuesta seis meses entre dos escribientes y con buen ritmo de trabajo… en tres podría estar acabada vuestra obra.

Parecía que la empresa que quería llevar a cabo Samuel Tajón era muy ambiciosa, aspiraba a que en algunos años todas las ciudades hispanas, y después todo el orbe, poseyesen una copia de sus escritos. Eso podía lograrse, teniendo en cuenta la maravillosa capacidad sistemática y la erudición de Tajón, pero necesitaban cantidades inmensas de pergamino, ánforas de tinta y los mejores copistas que pudieran conseguir. Con ello ganarían dos cosas, explicaba el arcediano a su ayudante, en primer lugar dinero para la sede cesaraugustana y en segundo, merecida fama y honor para el futuro obispo de Caesaraugusta, que no iba a ser otro que él mismo, ya que se lo había prometido el mismísimo rey Chindasvinto como premio por su arriesgado y fructífero periplo.

El pequeño godo aguzó su extraordinario oído, atónito por lo que estaba escuchando.

—¿Y si el rex muere antes que el obispo Braulio? –oyó susurrar a Pedro.

—No creo… la salud de Braulio está muy mermada –respondió Tajón– y lo siento porque ¿hay en nuestra época hombre más elocuente, más sabio y más familiarizado con los secretos de la ciencia?

—Pero Chindasvinto es ya viejísimo, se rumorea que tiene más de noventa años, pero que se quita unos cuantos para que sus súbditos no lo consideren un anciano decrépito de facultades disminuidas.

El carácter iracundo del arcediano no iba a permitir recelos sobre el plan trazado en su destino.

—Seré obispo, Pedro. No lo dudes.

*

Frida aprovechó para rezar ante la Virgen antes de ir al mercado, pues necesitaba imperiosamente aquella visita diaria que la reconfortaba de sus múltiples penalidades. Pidió a la santa Madre por Erik y por la pequeña Galsuinda, quien aún le pertenecía por completo y que se había convertido en su única alegría, privada como estaba de la compañía de su hijo, su amiga Galeswintha y ya de su propio esposo. Las otras mujeres del clan, Willa y Aringa, no suponían un gran consuelo en su vida. Willa se había convertido en una fémina triste desde la muerte de Olav, y Aringa era la madre de Gorm y ella sabía que la culpaba en silencio del cambio en el comportamiento de su hijo, a pesar de no tener nada que ver en tan prodigiosa transformación. Frida pidió a la diosa de la columna que guiase a su esposo por el camino correcto y que le apartase de las tabernas y de las malas compañías que ella sabía que frecuentaba, ya que desde mucho tiempo atrás no sentía sus abrazos por las noches.

Salió del santuario con nuevas fuerzas y con el alma aliviada del horror en que se había convertido su vida y anduvo hasta el macellum absorta en sus pensamientos. Se acercó hasta un puesto donde sabía que vendían buena carne y pidió en un latín bastante correcto la cantidad necesaria para que el guiso de la cena no contuviese tan sólo gachas. En otra tienda compró pan placentae, elaborado con espelta, y aún visitó un tercer puesto para comprar grasa de puerco. Este último ofrecía gran variedad de salchichones, succidia bien curada y otros embutidos, bocados todos que placían a la goda, pero no tenía suficiente dinero para comprar nada más, pues su esposo cada vez traía menos monedas a casa. Suspiró y, resignada, emprendió el camino de vuelta a su hogar mientras trataba de no mirar a las matronas que compraban caros alimentos para deleite de sus esposos e hijos.

—¡Frida! –oyó que la llamaban–. ¡Frida!

La goda giró el rostro y se encontró con los bellos ojos plateados de su amiga Galeswintha. No pudo evitar esbozar una expresión de alegría y avanzó hacia ella sonriendo ampliamente, pero se detuvo a unos pasos de la otra mujer, recordando la prohibición de Harald de no saludarla siquiera por la calle. No surgió efecto, pues Galeswintha agarró del brazo fuertemente a Frida y la condujo tras las arcadas de una calle.

—Yo… suéltame, tengo que volver a casa.

En la cara de la más joven se dibujó un rictus de tristeza.

—Harald no es un dios, Frida, no puede imponerte nada.

—Pero debo obedecerle, Galeswintha, él es el jefe del clan.

—Nadie te va a ver –dijo arrastrándola hacia un portal, dándose cuenta de que la libertad que ella había conseguido en los últimos años no se podía conseguir en un día y que Frida continuaba presa.

—Te ruego que…

—Deja de lloriquear y mírame –ordenó Galeswintha con furia, agarrando a la otra por la barbilla.

La mirada de las dos mujeres se mezcló y se abrazaron con cariño.

—¡Oh, Galeswintha, no sabes cuanto te añoro!

—Lo sé –respondió la aludida intentando contener las lágrimas–. Te he buscado muchas mañanas y algunas veces he llegado a seguirte por las callejas, pero hasta ahora no había encontrado el momento idóneo… o las fuerzas necesarias.

—Dime –rogó Frida, limpiándose la cara con el dorso de la mano–. ¿Cómo es tu vida? ¿Dónde habitas?

Galeswintha rio.

—No te preocupes, me encuentro perfectamente. Soy feliz, Frida.

—¿Tienes… tienes algún hombre?

La joven soltó un bufido.

—¿Quién los necesita?

Frida la miró incrédula.

—Vivo con una adivina llamada Angradema en unas grutas cercanas al río Orba –explicó–. Es una vieja muy sabia y estoy aprendiendo mucho con ella.

—¿Aprendiendo?

—Sí, me enseña diversas ciencias.

Frida dudó, dos mujeres solas no podían ganarse la vida fácilmente.

—¿Y de qué vives? –se interesó, temiendo lo peor.

—Vaticinamos el futuro alrededor de la muralla.

La madre de Erik miró a su amiga con pavor.

—¿Posees el don?

—Sí –asintió Galeswintha.

Las dos mujeres quedaron en silencio y Frida pareció reflexionar unos instantes.

—Lo sospechaba desde hace tiempo –dijo al fin–. Predijiste la muerte del pequeño Olav, ¿lo recuerdas? Y siempre ocurrían las cosas que tú temías que pasasen.

La joven adivina sonrió.

—Lo achacaba a pequeñas casualidades, Frida, pero ahora sé que tengo el poder pleno de ver lo que sucederá. Las visiones se presentan ante mí con el mismo realismo que si las estuviera contemplando con mis propios ojos y luego las veo tomar forma –Galeswintha tragó saliva–. Al principio tenía miedo, pero con el tiempo me he acostumbrado y ahora mi ansia por conocer no tiene límites.

Frida asintió comprendiendo.

—Me quieres avisar de algo ¿verdad?

—Sí, y no sé como hacerlo.

—Habla.

—Gorm es el amante de otra mujer, esa romana para la que trabaja. También sé que gasta los tremises que gana en vino y que algunas veces te pega.

Frida se ruborizó.

—Abandónale antes de que sea tarde, tienes otra vida aguardándote.

—Parece sencillo decirlo.

—Puedes divorciarte, no te será difícil si demuestras su comportamiento adúltero.

—¿Y adónde voy? ¿Cómo alimento a mi hijita y a mí misma?

Galeswintha meditó las preguntas de su amiga.

—Sé que no compartes mi modo de vivir, así que tú puedes ingresar en el convento que regenta la abadesa Pomponia.

A Frida se le iluminaron los ojos, de ese modo podría servir a la Virgen como ella querría. La idea le pareció felicísima, pero tras unos instantes sacudió la cabeza borrando sus pensamientos.

—No, no puedo hacerlo.

La adivina sacudió de los hombros a su amiga.

—¡Hazlo, por todos los dioses! No sabes lo que te espera si continúas con Gorm.

Frida la miró incrédula.

—¿Cómo puedes hablar así del que ha sido tu marido?

—Gorm tiene ahora los demonios dentro.

La esposa del aludido escondió una mueca de temor. Había oído al obispo Braulio y al arcediano Tajón hablar de Satanás en las homilías. El diablo era el enemigo de la raza humana y podía penetrar en el cuerpo de cualquiera para corromperlo y adueñarse de su alma. Sabía de algunos endemoniados que habían necesitado de exorcismos para sanar y en ocasiones la cura no había funcionado.

—No digas eso.

—Es cierto, Frida. Gorm nunca volverá a ser Gorm.

—Me voy a casa –anunció horrorizada la mujer, cogiendo la cesta con los alimentos adquiridos en el mercado que había dejado en el suelo durante la conversación con Galeswintha.

—Dime al menos que lo pensarás –gritó la adivina viendo como su amiga se alejaba.

Pero Frida no se volvió a responderle.

*

La goda pasó las dos noches siguientes en vela dándole vueltas a la propuesta de Galeswintha. Frida sabía que el abandono en caso de adulterio estaba permitido y posteriormente ella podría tomar el estado eclesiástico en algún cenobio femenino. Pero tendría la obligación de dar el nombre de la adúltera, y al ser una mujer tan importante, su cabeza acabaría rodando por los suelos, aunque debía haber muchas otras no tan insignes a las que su marido también visitaba. Se frotó el cuello desesperada mientras preparaba el desayuno. Su obligación era permanecer al lado de su esposo. Rememoró los años en que había sido feliz junto a él. Antes de la boda se había sentido dichosa, pues el de ella había sido un matrimonio consentido, no había hecho falta que ningún joven de los poblados cercanos la raptase y la sujetase con grilletes para hacerla su esposa. Ella se había casado con un joven de su misma aldea y había acudido a la celebración por voluntad propia. Una lágrima comenzó a rodar por su mejilla.

—Ama –Orenco sacó a la mujer de sus reflexiones–, se ha terminado la miel.

Frida suspiró y se secó la cara con la manga de la túnica.

—Pues habrá que pasar unos días sin ella, es muy cara y no hay suficiente dinero.

Orenco se acercó a ella.

—Esta noche debo acudir a un banquete que organiza la gran Régula en su villa para agasajar a sus ilustres invitados, la familia de los Casios de Tirasona. Quiere que intervenga en una representación teatral con la que va a obsequiar a sus amigos romanos y me ha prometido un sólido por ello. Mañana podrás comprar un poco de miel, que es el mejor remedio para paliar la respiración dificultosa propia de estas fechas.

—¡Un sueldo! ¿Qué tienes que hacer?

—Hago el papel del engañoso Crísalo en la comedia «Las Báquides», de Plauto.

—¿Qué? ¿Quién es ese?

Orenco respiró hondo y se puso a declamar con voz afectada:

—«El que los dioses aman, muere joven, mientras que goza aún de salud y puede hacer uso de sus sentidos».

La mujer enarcó las cejas.

—Olvídalo, ama.

—Pero los espectáculos de ese tipo están anatematizados, Orenco.

—Régula siempre lleva a cabo lo que desea.

El rostro de Frida se nubló. Aquella horrible mujer hacía lo que se le antojaba con todo el mundo y ellos debían obedecer a ciegas. Otra lágrima resbaló por su rostro.

—¿Qué te sucede, esposa del hijo de mi amo?

Orenco la asió por los hombros como a una hija y la mujer clavó su mirada en la piel chamuscada que colgaba sobre el ojo del siervo.

—La desgracia nos acecha, Orenco –aseguró Frida en latín para así lograr que las otras mujeres no comprendieran del todo la conversación si escuchaban.

—¿De qué hablas?

—Una adivina me lo ha vaticinado.

El sirviente tembló ligeramente. A él también le habían augurado infortunio una vez. Lo recordaba perfectamente, dos décadas atrás, en Tarraco. Había acudido a consultar a una hechicera que le animó a sacar una letra de un saco, pero la mujer se horrorizó cuando él extrajo la letra «n», advirtiéndole sobre la miseria que le aguardaba. Años después la profecía se había cumplido, pues en breve perdió a su esposa, a sus hijos y un ojo, convirtiéndose además en un miserable vagabundo a merced de la caridad o de la ira del prójimo.

—¿Qué te dijo esa adivina exactamente?

Frida dudó. Realmente Orenco era el único en quien podía confiar, los demás pertenecían al clan de su esposo y el siervo había demostrado ser fiel y discreto. Bajó todavía más la voz transformándola en apenas un susurro.

—Me aseguró que mi esposo es el amante de esa Régula y que se embriaga a diario en las tabernas. Me aconsejó abandonarlo, porque si no lo hago, mi vida correrá peligro.

Orenco reflexionó.

—¿Sabes si esa mujer es una verdadera vidente o bien una de esas parlanchinas indignas de confianza?

—Es merecedora de crédito, posee el don de la providencia, es… es una adivina goda.

—Quiero hablar con ella. ¿Cuál es su nombre?

Frida se mordió el labio inferior.

—Dímelo, le preguntaré sobre el porvenir del hijo de mi amo y si es una verdadera videns me dirá lo mismo que te dijo a ti.

El corazón de la mujer latió con fuerza.

—Es Galeswintha.

La boca de Orenco se abrió de par en par y su ojo sano pareció salirse de la órbita.

—¡Por todos los…!

El siervo boqueó como un pez asfixiándose.

—No le digas esto a nadie –dijo agarrando a la mujer fuertemente de la muñeca–, ¿me has entendido? A ninguno de los miembros del clan.

Frida asintió.

—Y ahora, cuéntamelo todo.

La mujer narró su encuentro con Galeswintha intentando traducir del godo al latín las palabras exactas que se habían utilizado en la conversación. El rostro de Orenco se tornó lívido cuando Frida pronunció el nombre de Angradema.

—¡Dios misericordioso! –exclamó–. ¡Dios misericordioso!

—¿La conoces?

El tuerto se pasó la mano temblorosa por la frente.

—Muy bien la conozco –aseguró–, no puedes imaginar cuánto.

—Presumo que os encontraríais cuando rondabas las murallas, ella suele ir por allí.

El rostro de Orenco continuaba blanco como la cera y Frida se asustó.

—Sí, nos hemos visto muchas veces en los últimos tiempos, pero la conocí antes, hace muchos años.

El siervo del clan permaneció unos instantes entre dolorosos recuerdos.

—¿Sabes dónde puedo encontrarlas?

*

Garn comenzó a ladrar y Galeswintha volvió su rostro hacia el lugar donde el can dirigía sus ladridos. Divisó a un hombre, pero no pudo reconocer sus facciones, así que se acercó al animal para calmarlo y evitar que atacase al visitante, ya que podía ser alguien dispuesto a pagar buenos tremises por un vaticinio y no era conveniente que el perrazo se lanzara a su cuello nada más llegar. Conforme la imagen fue haciéndose más nítida, la joven pudo distinguir perfectamente el rostro del que había creído un desconocido y esperó pacientemente a tenerlo más cerca.

—Me alegro de verte, Orenco.

El tuerto casi no reconoció a la mujer que tenía delante. La jovencita insegura que le había ofrecido comida años atrás en la muralla se había convertido en una mujer de los pies a la cabeza. La belleza de Galeswintha, que nada más conocerla le había impresionado, ahora le deslumbraba. Nunca había visto unos rasgos tan dotados de gracia y hermosura.

—Yo… yo también me alegro de verte.

—¿A qué has venido? ¿Deseas que te elabore un afrodisíaco o bien te leo el porvenir?

Orenco sonrió.

—Lo último –afirmo–, y también querría saludar a Angradema.

Galeswintha miró al viejo de arriba a abajo.

—Espera aquí.

El esclavo se asentó a la entrada de la gruta bajo la atenta mirada de Garn, que le mostraba los colmillos entre rugidos. Casi inmediatamente la vieja adivina salió de la abertura de la cueva ayudada por un báculo y por su joven ayudante.

—¡Dichosos los ojos!

Orenco sintió algo de nerviosismo al verla.

—Yo no puedo decirte lo mismo, sólo tengo uno.

La anciana rio de buena gana.

—No has perdido nada de humor por lo que veo, Luscus –dijo Angradema sentándose a su lado, lo que provocó que el fiero Garn se apaciguase–. Galeswintha, trae un poco de vino para obsequiar a nuestro ilustre visitante.

La joven enarcó las cejas.

—Le has llamado Luscus, pero su nombre es Orenco, quizá lo estás confundiendo con otro.

—Lo conozco desde mucho antes de que tú nacieras, pequeña, luscus significa «tuerto» en latín y así lo llamaban los que rondaban la muralla cesaraugustana.

—Veo que no aprovechaste bien mis enseñanzas de la lengua de los romanos– gruñó Orenco ofendido.

Galeswintha se encogió de hombros y entró en la gruta, saliendo al cabo de unos instantes con una jarra y tres vasos de vidrio.

—¡Nunc est bibendum, por los viejos tiempos! –propuso alegremente la vieja adivina.

Los tres echaron un trago vaciando el contenido de los recipientes. Galeswintha se preguntó qué tendría de ilustre el esclavo del clan y por qué Angradema lo agasajaba de aquella forma, pero sin necesidad de que sus interrogantes saliesen de entre sus labios obtuvo respuesta.

—Pequeña –comenzó la vieja carraspeando–, tú no sabes quien es este hombre ¿verdad?

—Es el siervo de mi antigua familia.

Angradema lanzó una sonora carcajada.

—Parece que os conocéis… pero estáis los dos muy equivocados, ya que ninguno es quien cree el otro que es.

—¿Es uno de tus acertijos, Angradema? –preguntó Orenco sonriendo irónicamente.

—Ni mucho menos –volvió a reír la vieja–. Tú crees estar viendo a una niña goda a la que libraste de una relación bígama y tú, querida –continuó dirigiéndose a Galeswintha–, pareces reconocer al sirviente de tu clan familiar.

Una y otro miraban a la adivina con asombro.

—Pues no, Orenco, ambos sois comparables a sendos personajes de la Odisea, pues ésta que tienes delante es la gran maga Circe. Y tú, Galeswintha, éste a quien tú consideras siervo en realidad es Mentor, el preceptor de Telémaco.

Rio levemente mientras los recién presentados se miraban de hito en hito.

—He usado estos símiles para daros a entender que llegaréis a la inmortalidad porque algún día escribirán sobre vuestras vidas.

La joven miró a su maestra y al viejo tuerto sin dar crédito a lo que oía.

—Puedo percibir parte de su porvenir –aseguró la joven–, aunque necesitaría pruebas para profundizar en él, sin embargo su pasado me es confuso. Dime, Angradema, ¿qué te hace compararlo con el gran Mentor de la obra de Homero?

Orenco sonrió con sarcasmo.

—Parece que vas mejorado tus conocimientos generales.

—Verás, niña mía –comenzó Angradema sin hacer caso de la ironía lanzada hacia su pupila–, Orenco no fue siempre el siervo tuerto que tienes ante ti, pero a él no le gusta hablar de eso ¿verdad? –la anciana respiró con fuerza–. Dile quién fuiste en Tarraco, esclavo, proporciona a esta joven una lección de Historia y de injusticia divina. ¿Quiénes son tus dioses ahora, Orenco? Sean cuales fueren, te han abandonado.

—No soy esclavo, soy más bien un parásito y tú lo sabes todo, vieja Gorgona –escupió el aludido–. Conoces mi pasado y también mi futuro.

—Es cierto –se dirigió a Galeswintha–. Hace ya muchos años de esto, cuando yo aún no rondaba las murallas de Cesaraugusta, sino que era la adivinadora más solicitada de la ilustre Tarraco, porque Donec eris felix multos numerabis amicos.

—¡Ovidio no mentía! –sentenció Orenco llevando su mirada al infinito.

La joven miró confusa a su maestra.

—Digo que cuando se es feliz se tienen muchos amigos –aclaró Angradema–. Mi clientela estaba formada por la élite de los ciudadanos, el comes, el dux y cientos de hombres importantes requerían de mi sabiduría para despejar todo tipo de dudas… pero entre todos ellos, mi favorito era el joven y apuesto Orenco. La ciudad, esto es cosa cierta, ya no era la que había sido en otras épocas, pues había comenzado su lenta decadencia, pero, a pesar de ello, varias familias de importantes magnates aún la habitaban y siguen haciéndolo. Me vienen a mientes aquellas hermosas villas besadas por las aguas del Mare Nostrum, sobre cuyas terrazas iluminadas por el tibio sol primaveral se posaban las gaviotas y otras aves marinas. ¿Recuerdas la tuya Orenco? Aún la puedo contemplar en mi mente, estaba cerca de la basílica dedicada a los mártires de Tarraco y era blanca e imponente.

El tuerto suspiró y separó los labios lentamente, algo le impulsaba a hablar de aquel tema cientos de veces evitado.

—Era joven y todos los dioses me protegían. Recuerdo cuando te conocí, Angradema, en un día caluroso a principios de quintilis. Yo vivía con mi esposa y mis dos hijos mayores, pues la pequeña aún no había nacido, en esa hermosa villa a la que te refieres. Por aquel tiempo estaba escribiendo mi segunda obra, la primera había sido un gran éxito –el tuerto miró a la joven–. Se me había ocurrido fusionar el estilo de la antigua comedia romana introduciendo personajes godos y ubicando los hechos en la época actual. Disfrutaba tremendamente con aquello y aún ahora siento alegría al recordarlo, pues es cierto lo dicho por el gran Valerio Marcial: «Poder encontrar encanto a la vida pasada, es vivir dos veces».

Galeswintha miraba anonadada a aquel hombre excepcional al que siempre había considerado casi como a un esclavo.

—Lo recuerdo, Orenco –la vieja se volvió hacia su pupila–. Pequeña, él es el ilustre Orenco de Germania, comediógrafo, maestro de retórica y abogado de Tarraco.

La joven abrió la boca pero no salió de ella ningún sonido.

—Además desempeñó diversos cargos en la administración provincial.

—Pero, pero entonces ¿cómo…?

Orenco interrumpió la pregunta de la joven con un gruñido.

—Ya sé lo que me vas a preguntar y eso lo vas a tener que descubrir tú.

Angradema rio.

—Sí, pequeña, va a ser una buena prueba para tus conocimientos, descubrir por ti misma qué es lo que llevó a nuestro amigo a su situación actual, porque yo no pienso decírtelo.

La muchacha se puso en pie para acercarse al viejo y usar alguno de sus métodos de adivinación con él, pero la diestra del tuerto la detuvo.

—Otro día, jovencita, hoy he venido aquí para que me hables de un asunto concreto y ya he perdido demasiado tiempo. Quiero saber si lo que vaticinaste a Frida es cierto.

—Lo es, y siento compasión por ella porque continúa encerrada en una cárcel de la cual parece no poder salir. Yo sin embargo soy libre, Orenco, y te aseguro que hace tiempo que no era tan feliz como ahora, por ello, te juro que lo que dije a Frida es tan cierto como que estamos aquí sentados.

—Y ¿estás segura de que lo que viste va a cumplirse?

Angradema escupió hastiada.

—Yo he sido su maestra estos dos últimos años, Luscus ¿te cabe alguna duda?

—No, Angradema, desgraciadamente la experiencia me ha enseñado a creer en vaticinios –el antiguo praeceptor de Tarraco tragó saliva sintiendo su boca seca–. Y ahora bebamos de nuevo, la primera copa es para la sed, la segunda para la alegría, la tercera para el placer y la cuarta para la locura… y yo hoy deseo llegar a la sexta.