Donde se relata el brusco giro que da la vida de Erico y se explica el plan de Galeswintha
Samuel Tajón tomó pluma y pergamino dispuesto a redactar la carta adjunta a los libros de Sentencias recién terminados que iba a enviar al obispo Quirico de Barcino, a quien dedicaba la obra. Mojó el cálamo en la tinta y comenzó a escribir con su mejor letra.
—De Samuel Taio, obispo de Cesaraugusta, a su muy querido amigo Quirico de Barcino.
Comenzó el patriarca cesaraugustano narrando a su compañero en Dios el asedio que había sufrido la ciudad. Las palabras brotaban de su pluma con rapidez y energía, sin ahorrar adjetivos que aclarasen la terrible situación vivida que había supuesto una herida en el alma de todos:
Muy bien conoce vuestra beatitud que aquel hombre pestífero y de cabeza insana llamado Froya, erigiéndose en tirano y capitaneando a una banda de criminales, decidió a derrocar al rey Recesvinto, hombre fiel y buen servidor de Dios, y dejándose llevar por su soberbia, atacó a la cristiana patria con ánimo de destruirla. Debido a esto, los vascones, gente feroz sublevada en los Pyreneos, invadieron y devastaron la hermosa región del río Ibero. La magnitud del desastre es tan grande que no tengo palabras para expresarla. Corrió la sangre cristiana a torrentes; muchos fueron los muertos, unos por la espada y otros por armas arrojadizas. Innumerable multitud de cautivos fue llevada al destierro y una cantidad inmensa de botín fue arrebatada. Pero lo peor fue que esta infausta guerra se llevó a los mismos Templos del Señor, destruyendo los altares, matando a muchos clérigos y dejando sus cadáveres expuestos. En estas adversas condiciones que acabo de describir, durante días enteros no se podía hacer nada debido a los crueles peligros que por todas partes nos rodeaban, ni se podía salir de los muros de la ciudad a ninguna parte, ni siquiera a cultivar los campos; sin embargo, durante las noches nos dedicamos al cuidado de las cosas espirituales, y con la ayuda de Dios, a partir de los sagrados volúmenes del papa san Gregorio, extractamos los capítulos de las Sentencias en cinco libros.
Samuel Tajón sonrió de nuevo. El asedio había cesado y él estaba satisfecho de su obra. Su amigo la apreciaría en lo que valía, pues era Quirico hombre culto y pío, no en vano había fundado un hermoso monasterio en honor de Santa Eulalia en la ciudad de Barcino.
Verás que advierto al lector que tenga en cuenta que la mayoría de los testimonios y capítulos de esta obra, colocados en diversos lugares de la misma manera que fueron hallados, han sido expuestos y ordenados por mí. Otros testimonios que san Gregorio pareció haber introducido en la parte anterior y posterior de la obra, y que repetidamente los ha vuelto a poner con otras palabras y de forma abreviada aunque conservando el sentido, yo he cuidado de unir algunos a los testimonios precedentes, tal como exige la exposición de los mismos, y eliminando otros, en la medida en que lo siguiente se deduce de la anterior o sirve a su mejor comprensión. Pues si todas las sentencias fueran puestas por separado, excedería ciertamente la magnitud de los volúmenes, atentaría contra el sentido de la brevedad y causaría fastidio al lector con las repeticiones.
El obispo se despidió de su amigo y, tras sellar la misiva, mandó llamar a un mensajero para que partiese inmediatamente y así Quirico pudiese disfrutar de los cinco volúmenes de su obra. Después mandaría copiar de nuevo los originales y se los enviaría al metropolitano Eugenio de Toletum, de esa forma sus libros se darían a conocer en diversos lugares del reino. ¿De qué servía escribir una obra tan ambiciosa si no iba a ser leída por todos? Sonrió mientras jugueteaba con su copa de vino aguado y endulzado con miel. Lo importante ahora, se dijo, es reconstruir las zonas dañadas del monasterio y liberar las santas reliquias de su encierro. Gracias al Creador aquellos niños, Valderedo y Erico, había realizado diligentemente su misión salvando el cristiano tesoro. Samuel Tajón reflexionó sobre ambos. Valderedo era un joven pío y prometedor, seguramente sería un gran sacerdote y con el tiempo… bueno, el abad Turninus ya había superado la cincuentena y en cualquier momento podría ser llamado por el Altísimo. Al otro, al muchacho godo, lo conocía menos, pero tenía bien presente que había sido el favorito de Braulio. Además, el abad del monasterio elogiaba siempre su ejemplar comportamiento y el pedagogo Basilio hablaba maravillas de la agudeza de Erico. Recordó el día que lo había pillado in fraganti leyendo la carta de Braulio y no pudo evitar avergonzarse, aunque se preguntó por qué debía ruborizarse por eso. Él era el gran obispo de Cesaracosta y el joven godo no era merecedor de su bochorno. Tuvo que reconocer en su interior que Erico no le agradaba demasiado.
*
Erico recorría los pasillos del palacio episcopal para dirigirse al aula donde se impartían las enseñanzas. Las cosas se tornaban cada vez peor: Freidebado y algún otro compañero habían muerto en el asedio, y Valderedo se preparaba para ser monje e ingresar en el monasterio cuando lo hubiesen reconstruido. Había tenido noticia de que sus abuelos habían fallecido víctima de las fiebres y de que el resto de los miembros del clan habían abandonado el hogar familiar. Se sentó en un banco de madera pensando en la suerte que habría corrido su padre y en el enclaustramiento de su madre y su hermana, sintiendo repentinamente que ya sólo se tenía a sí mismo. Cerró los ojos, era momento de convertirse en un hombre hecho y derecho, no en vano había cumplido quince años.
—¡Erico!
Erico abrió los párpados y encontró ante sí una figura completamente vestida de blanco, con cabellos tan negros como la noche y sonrisa franca. Su semblante le recordó enseguida al del amigo perdido.
—No sé si me recuerdas –de aquel rostro agradable salió un tono de voz enérgico–, soy Eudoxo, el padre de Freidebado.
El muchacho godo recordó haberlo visto en alguna ocasión.
—Sí señor, sois el físico más eminente de la ciudad y mi… –a Erico le falló la voz–, mi amigo me hablaba mucho de vos.
El griego bajó la cabeza.
—También él me contaba muchas cosas de ti, Erico, mi hijo te admiraba.
—Éramos buenos amigos –el joven se entristeció–, le echo mucho de menos.
Eudoxo apoyó la mano en el hombro del muchacho.
—Lo sé, hijo. Algunas veces Nuestro Señor nos priva de la presencia de los que más necesitamos, pero Él tiene razones que nosotros no podemos comprender. El destino es incierto y de eso precisamente quería hablarte, joven Erico –el médico tragó saliva–. Hijo ¿tienes decidido ya tu futuro?
Erico dudó.
—Ignoro a qué os referís, señor.
—¿Piensas renunciar al mundo cuando finalices tus estudios?
—No lo sé –el joven meneó la cabeza–, he pensado muchas veces ingresar en el monasterio, pero tengo dudas, las cosas han cambiado tanto…
—Verás, Erico, mi Freidebado hablaba de ti constantemente, alababa tu inteligencia, tu paciencia y tu bondad. Él también era así y yo creía que poseía las virtudes necesarias para ser un buen médico, y comencé a inculcarle nociones de medicina para que siguiese mis pasos. Yo estaba feliz con él, albergaba esperanzas de que continuase mi profesión, heredando no sólo mis instrumentos quirúrgicos, sino sobre todo mis conocimientos. No tengo más hijos y preveo con tristeza que todos mis años de estudio y la sabiduría médica que he luchado por adquirir van a evaporarse cuando yo muera. Esa idea rondaba mi cabeza día y noche desde que mi hijo falleció, pero hace una semana el Buen Dios me envió una señal divina y comprendí cual iba a ser el remedio a mis inquietudes. Erico, ¿te gustaría aprender la ciencia médica conmigo?
El muchacho se sorprendió, aquello era algo que nunca hubiese imaginado que iba a sucederle. Quedó en silencio, valorando pros y contras de la propuesta.
—Me encantaría, señor –dijo al fin–, pero me gustaría terminar mis estudios.
Eudoxo sonrió.
—Claro que sí, además es necesario que domines el saber para ser un buen físico. Como decía el gran Isidoro, la medicina es la segunda filosofía, porque si esta cura el alma, la otra cura el cuerpo. En consecuencia, el médico debe conocer la gramática para poder entender y exponer lo que lee; la retórica de modo que pueda argumentar los casos que tiene entre manos; la dialéctica, que le permite mediante el raciocinio, profundizar en las causas y remedios de la enfermedad; la aritmética para medir el número de horas que duran los ataques febriles y su periodicidad; la música, que puede servir de remedio en algunos males; la astronomía, pues el cuerpo humano experimenta alteraciones según la posición de los astros, y, por último, también es muy necesaria la geometría. Por eso, continuarías acudiendo a las clases, pero pasarías a residir en mi casa para que yo pudiera iniciarte en las artes hipocráticas. Mas no quiero engañarte, Erico, ser médico es un oficio a la vez que gratificante, duro y arriesgado, no solamente por lo que puedes llegar a ver o por los males que te puedan contagiar, sino por las duras leyes que rigen nuestro oficio.
—Las desconozco, señor.
—Verás, antes de cualquier actuación médica es necesario firmar un contrato con el paciente o sus familiares, pactando los honorarios, la fianza económica que se debe depositar y la posible multa en caso de fracasar, que puede llegar a consistir en la pérdida de la libertad si el enfermo es noble y muere. ¿Entiendes lo que quiero decirte, hijo? Un galeno puede llegar a convertirse en esclavo de los herederos del difunto y tu amor por este arte tiene que llegar a ser tan grande como para estar dispuesto a correr ese terrible riesgo.
El joven abrió mucho los ojos.
—Eso no sucede en los hospitales de enfermos y peregrinos de los monasterios. Pero yo soy médico privado y si te conviertes en mi ayudante y sucesor, tendrás que enfrentarte con gentes ricas y poderosas que nunca atienden a razones. Mis clientes son patricios y aristócratas que valoran más la vida de su caballo que la de su físico.
Erico, tras meditar unos instantes, sonrió al griego.
—Hacen más falta los médicos que los clérigos en esta ciudad, y los segundos son ya muy numerosos. Os agradezco la oportunidad que me brindáis, señor, e intentaré no defraudaros.
—¡Alabado sea el Todopoderoso! –exclamó Eudoxo, feliz–. Te trasladarás a mi hogar esta misma tarde, hijo. ¿Eres mayor de edad?
El muchacho asintió con la cabeza.
—Tengo quince años.
—¿De quién dependes?
—Del obispo.
—Ven, Erico, voy a hablar con él.
Eudoxo empezó a caminar por el corredor con aspecto alegre seguido por Erico, quien se sintió dichoso por primera vez en mucho tiempo. Aquel acuerdo había conseguido que ambos pudieran encontrar la felicidad de nuevo. Otra vez le esperaba una vida plena de conocimiento y emoción, como cuando poseía la dicha de vivir y trabajar con san Braulio. La euforia inicial comenzó a dejar paso a la inquietante duda: ¿le gustaría realmente ser médico? Nunca lo descubriría si no lo intentaba, meditó acertadamente, pero lo que era seguro es que no podía desaprovechar la oportunidad que Dios le brindaba.
—Espera aquí, muchacho –ordenó el amable Eudoxo penetrando en el despacho–. Vas a ver como todo se soluciona.
*
«En la era DCXCII, año seiscientos cincuenta y cuatro después de la llegada del Mesías judío… éste va a ser un buen año». Galeswintha sonrió y volvió a mojar el cálamo en el tintero. «El patriarca romano Martín será encarcelado y martirizado por el emperador Constante II de Constantinopla, debido a su ataque contra los herejes monotelistas. Le sucederá, por el breve plazo de tres años, un romano lleno de dulzura y mansedumbre llamado Eugenio». La joven contempló el pergamino y, sacudiendo la cabeza negativamente, lo arrugó estampándolo seguidamente contra el zócalo negro de la pared.
—Si cayera en manos inadecuadas –se dijo–, seré acusada de hechicera adivina y me torturarán.
Galeswintha deseaba ardientemente imitar la historia que su maestra le contara sobre la gran Sibila, porque, al igual que ella, conocía el futuro a la perfección y era poderosa y sabia gracias a la intercesión de Angradema instantes antes de morir. Ya anteriormente había profetizado con éxito el asedio de Froya, pero su maestra le había transferido enormes facultades que, sumadas a las que ella ya poseía, la habían convertido en la adivina más dotada del orbe. Había sufrido algo similar a la muerte para renacer de sus cenizas como un ser nuevo y maravilloso, se había metamorfoseado como una crisálida en mariposa. Galeswintha saboreaba aquel poder y se preguntaba por qué la centenaria Angradema nunca lo había utilizado para convertirse en una mujer opulenta y notoria. Ella no deseaba acabar vieja y sola viviendo miserablemente en una gruta del Orba, ni menguada y encerrada en una jaula como la sibila de Cumas deseando a diario una muerte que no llegaba. Sería más lista que todas ellas y se labraría su futuro a costa de leer el de los demás. Pero aunque su anhelo era revivir la proeza de la adivina cumana, la joven sabía perfectamente que la vida había cambiado y que las profetisas, antes respetadas y temidas, eran ajusticiadas en los tiempos que corrían.
Se levantó de la silla y paseó por la pequeña habitación de la casa adquirida en propiedad con los sueldos de oro recibidos de manos del conde Celso como premio por su aviso del ataque a Cesaracosta. Galeswintha recorrió con la mirada su nuevo hogar, era un modesto refugio pero, por vez primera, tenía algo completamente suyo. No había sido difícil encontrar aquella vivienda, muchos propietarios habían muerto en el asedio y las posesiones habían ido a parar a sus herederos que, en la mayoría de los casos, decidían vender lo adquirido para poder comprar algo de la cara y escasísima comida que llegaba a la ciudad. Ella tenía un filón entre manos y no iba a desaprovecharlo. Por eso debía escribir aquellos libros proféticos al precio que fuera, pero ¿cómo evitar que los robasen o que cayesen en manos de la persona errónea? La joven no podía predecir si eso llegaría a ocurrir, poseía clarividencia para conocer el porvenir de los demás pero no el suyo, aunque estaba segura de que le llevaría años escribir tamaña obra. ¡Qué lejos veía aquella época en la que no poseía nada, ni siquiera el don, o si lo tenía, desconocía cómo utilizarlo! Sin embargo en aquel momento era extremadamente sabia, podía realizar un horóscopo al gusto romano, leer los cristales, descifrar las entrañas de los animales, escribir en… Galeswintha detuvo en seco su pequeño paseo por la humilde habitación. Sabía escribir, pero no sólo en latín, Angradema la había provisto de un buen número de habilidades y artes. No redactarlo en la lengua popular facilitaría que solamente los hombres de mente despierta pudieran consultar el libro profético.
La joven volvió a sentarse ante la mesa y retomó excitada su trabajo.
—¡Dioses del universo! –exclamó–. Inspiradme al igual que Apolo sugirió a la sibila sus versos proféticos… ¿Cual es el lenguaje que debo utilizar?
Barajó rápidamente la posibilidad del griego y a continuación sonrió. La iluminación había llegado y la elección era sin duda la correcta. Se miró el ombligo, zona donde residía el conocimiento profético, y tomó unas cuantas hojas de laurel llevándose a la boca el puñado y comenzando a masticar lentamente hasta sentir como el aromático jugo llegaba hasta el centro de su estómago. Entró en un trance ardoroso que duro tan sólo unos instantes y después tomó el cálamo de nuevo en su diestra. La sensación era extraordinaria, podía ver el pasado y lo que aún no había sucedido, podía descubrir lo oculto y oír las conversaciones todavía no mantenidas. Rio de puro placer mientras su mano se movía frenética sobre el pergamino. Las hermosas letras griegas iban apareciendo en un brillante color negro, mezclándose, fusionándose y enganchándose unas con otras. No sólo la lengua sería un obstáculo para la gran mayoría sino también lo sería la forma de expresarse, únicamente alguien docto y versado estaría capacitado para descifrar sus predicciones.
Leyó la frase que su mano había escrito en forma de acertijo, quedando complacida con el resultado: «El año de las tres cifras decrecientes, un trienio gobernará, a los seguidores del crucificado, el de buen nacimiento, y el soberano de la ciudad fundada por Constantino convertirá en mártir al guerrero».
Galeswintha lanzó una carcajada, para ella el significado estaba tan claro como el cielo en primavera, era un juego pueril, pero pensó que posiblemente si complicaba más el enigma, nadie en toda la ciudad podría leerlo. Se le ocurrió copiar la adivinanza en tres trocitos de pergamino y enviarlos a tres personas mediante un mensajero. Tres días más tarde volvería el enviado a pedir la solución y, de esa forma, ella sabría a quien podrían ir destinados sus libros proféticos, excluyendo, claro está, a clérigos y demás personas peligrosas para su «profesión».
Así lo hizo y al día siguiente un muchacho llamó a la puerta del palacio del comes.
—¿Qué quieres? –preguntó el guardia.
—Tengo que entregar este mensaje al excelentísimo señor conde.
Después el mismo muchacho golpeteó el llamador de la villa de Régula.
—Volveré a recoger la respuesta dentro de tres días –aseguró el pequeño mensajero.
Y finalmente el de la mansión del famoso médico griego Eudoxo.
—¿Quién te envía? –se interesó Erico, que había ido a abrir prestamente pensando que se trataría del esclavo de algún aristócrata enfermo.
—Un encapuchado, señor, pero me ha prometido un tremís si llevo a cabo su mandato. Debo volver el viernes para que me deis contestación.
—¿Y adónde te dirigirás con la respuesta si no sabes quien es tu deudor?
—Él me ha asegurado que me encontrará.
Erico cerró la puerta y entregó el trocito de pergamino a su maestro, quien lo leyó sonriendo.
—¿Sabes griego, Erico? He recibido un misterioso acertijo en mi lengua natal y quiero que me ayudes a descifrarlo.
—No sé si podré, señor, estoy estudiando vuestra lengua materna, pero mis conocimientos son todavía muy limitados.
—Inténtalo –animó el médico.
Erico tomó el pergamino en sus manos y se aclaró la garganta.
—El año de las –el muchacho titubeó– de las tres cifras…
—Decrecientes. –Eudoxo estaba dispuesto a ayudar al muchacho cuando lo necesitase durante la lectura del enigmático mensaje y ambos se sentaron en el triclinio donde los pacientes eran explorados.
—Señor –dijo Erico tras meditar un rato–, solamente alcanzo a comprender parte del texto… creo que el año de las cifras decrecientes es éste, 654.
—¿Y por qué no 765? –indagó el maestro con una sonrisa.
—Me parece que este mensaje posee un contenido profético y no tendría sentido que alguien nos avisase de un hecho que acaecerá dentro de tantos años y que ni vos ni yo podremos comprobar.
—Correcto, veo que la lógica se te da bien… continúa.
—«El que gobernará a los seguidores del crucificado» no puede ser otro que el patriarca de Roma, el sucesor de san Pedro.
—Cierto, el misterioso profeta está anunciando unas circunstancias relacionadas con el pontífice máximo.
—«La ciudad fundada por Constantino» es, sin duda, Constantinopla, gobernada ahora por el emperador Constante.
—Ya casi lo has descifrado por completo, Erico, únicamente te quedan los nombres. ¿Quien es el papa actual?
—Martín.
—Cuyo nombre significa «hijo de Marte o el guerrero». Y por último «el de buen nacimiento» es lo mismo que decir Eugenio. Ahora ya puedes traducir el texto en su totalidad: «El año de las tres cifras decrecientes, un trienio gobernará, a los seguidores del crucificado, el de buen nacimiento y el soberano de la ciudad fundada por Constantino convertirá en mártir al guerrero».
Erico se tornó circunspecto y carraspeó.
—En el año seiscientos cincuenta y cuatro, un hombre llamado Eugenio se convertirá en sumo pontífice durante tres años y Constante martirizará a Martín.
—¡Muy bien, Erico! –exclamó el físico–. Yo soy griego y ha sido fácil para mí, pero estoy convencido de que casi ningún cesaraugustano podría haber descifrado el acertijo. ¡Eres un muchacho inteligente!
—Pero, señor ¿creéis verdaderamente que esto llegue a ocurrir?
—Es muy probable, Erico. La historia de mi patria está plagada de seres que, mediante la intercesión de los dioses, pueden ver lo que para los demás es imposible, al igual que tú has descifrado un acertijo incomprensible para otros muchos. Para estas personas excepcionalmente dotadas, el resto de los mortales somos ciegos, del mismo modo que lo sería para ti alguien que ante un sencillo escrito no supiese leerlo.
—Pero señor, la Iglesia niega…
—Nunca creas todo lo que se dice. De todos modos y para contestar a tu pregunta sobre si debemos confiar en la profecía recibida, sólo puedo decirte que pronto lo sabremos, hijo.
Erico meneó la cabeza.
—¿Quién será el autor de este mensaje?
***
La romana sonrió al jefe de los albañiles.
—Has hecho un buen trabajo, Lucio, aunque un poco caro.
El hombre se turbó ligeramente.
—Los materiales han subido de precio este año, domina, al igual que los salarios, ya que el pan ha triplicado su coste.
—Lo comprendo, Lucio, pero tendré que pagarte en tres meses.
—Pero domina…
—Mis tierras están devastadas, pero confío en que, al ser de buena calidad, darán fruto en poco tiempo gracias a la mano de obra abundante que llega de todas las ciudades y villas de la Tarraconense. Por eso te propongo pagarte la mitad en el primer plazo y en los dos meses siguientes te abonaré los dos cuartos restantes. Además, ten en cuenta que ya te di un adelanto…
—Que yo empleé en comprar los costosísimos materiales que vos me indicasteis.
—La situación está así, Lucio.
El jefe de albañiles suspiró.
—De acuerdo… qué puedo hacer si no.
—Eres un hombre razonable. Orenco, entrega a Lucio el documento que has preparado.
El esclavo tuerto, elegantemente vestido, tendió el pergamino al jefe de albañiles que, tras leerlo por encima, firmó de mala gana. Orenco, seguidamente, depositó sobre la diestra del constructor un saquito de monedas de oro.
—Lo he contado un par de veces, pero podéis hacerlo vos también.
El hombre se encogió de hombros y salió de la villa.
—¡Bien, Orenco! –exclamó Régula con una risita–. He hecho un buen negocio contigo, lo mismo sirves de pedagogo que para redactar documentos o resolver acertijos griegos.
El nuevo esclavo se retiró tras esbozar una reverencia. Lo que la romana ignoraba era que, días atrás, no sólo había traducido un misterioso mensaje sino que además había adivinado quién era la autora del mismo. Sacudió la cabeza con desdén y se apresuró hacia la sala en donde ya le esperaría la encantadora Régula Segunda y el desagradable Cayo. El tuerto elevó una oración al dios cristiano para rogarle que le librase de la molesta presencia del hijo de la domina.
—¡Salve, Orenco! –saludó la jovencita.
El rostro del tuerto se iluminó radiante, apagándose al instante al oír el graznido con el que Cayo le recibía.
—Llegas tarde, esclavo –dijo con un mohín.
—Procrastinatio odiosa est.
—¿Tito Livio?
—Como siempre te equivocas, joven amo… podría decirte que es Marco Tulio Cicerón y si no lo fuese, tampoco lo comprobarías por ti mismo. Y como un filósofo griego dijo que cometer errores es vergonzoso para el sabio, deduzco que a ti no te molesta en absoluto.
Cayo se puso en pie.
—Puedo hacerte azotar en cualquier momento e incluso azotarte yo mismo.
Régula Segunda agarró del brazo a su hermano.
—¡Cayo! ¿Qué estás diciendo? Orenco es nuestro preceptor desde que éramos niños.
El joven romano emitió una risita repugnante.
—Ahora es el esclavo de madre, no lo olvides –chasqueó la lengua–. Es una posesión más de la casa, como las mulas o ese mueble de ahí.
Régula Segunda miró tiernamente al tuerto.
—Nació libre, Cayo, como tú o como yo, y es mucho más docto que nosotros dos juntos.
—Mira lo que opino yo de tu sabio pedagogo.
El joven rodeó la mesa poniéndose a la altura del esclavo, lo levantó asiéndole violentamente del brazo y le escupió en la cara.
—¡Cayo! –gritó la jovencita, pero su hermano abandonaba ya la sala muy erguido.
La muchacha se levantó inmediatamente y ofreció al tuerto un pañuelo de delicada tela.
—Lo siento, Orenco, mi hermano tiene los modales de un dragón furioso.
El tuerto limpió su rostro con el perfumado pañuelo de Régula Segunda.
—Manda llamar a tu aya, jovencita –pidió el esclavo–, nos hemos quedado solos y no quiero problemas.
Mientras la joven se apresuraba a llamar a la triste «Penélope», Orenco golpeó con furia la hermosa mesa de roble. ¡Aquel miserable hijo de todos los demonios! El tuerto bajó la cabeza vencido, estaba tan sumergido en el lodo que había tocado el fondo del pantano y se rebozaba en inmundicias. ¿Cómo había llegado a perder todo? Se sentía viejo y cansado y consideraba un castigo divino tener que soportar a la domina y a su monstruoso bastardo. Las cosas no podían ir peor, prefería mil veces la miserable vida pasada con los miembros del clan que su nueva existencia en la villa de la romana. «En esta casa me alimentan bien, voy limpio y duermo en un lecho cómodo, pero el gato de la dueña también, y no por eso deja de ser un gato».
Régula Segunda retornó remolcando a su aya y la habitación se llenó de la luz que emanaba su semblante y de la alegría de su voz.
—¡Vamos, Orenco! –protestó–. Ya hemos perdido mucho tiempo por hoy y estoy ansiosa por continuar con la astronomía.
Orenco relajó sus facciones. ¿Para qué querría una estrella que le hablasen de sus rivales? Se preguntó abriendo el libro por la página en que lo dejaran.
—La primera de las constelaciones es Arctos en griego, u Osa o Septentrión, y gira sobre sí misma a la manera de un carro. Va seguida de Arctofilax o guardián de la Osa, y entre las estrellas que la forman se encuentra Arcturo, que aparece en otoño en el corazón del Boyero. Después Orión aparece en invierno y agita la tierra con sus tempestades y aguaceros y…
El tuerto se detuvo repentinamente a consecuencia de un súbito pensamiento ¿Con qué finalidad habría enviado Galeswintha aquel enigma? ¿Por qué a la villa de la domina? ¿Lo habría mandado a alguien más?
—Continúa leyendo tú, Régula Segunda.
La mente de Orenco comenzó a fabricar hipótesis sobre el comportamiento de la adivina. Aquella mujer era peligrosa, estaba seguro de ello, y siempre actuaba con alguna finalidad concreta. Había oído por las calles de Cesaraugusta que la vieja Angradema había muerto, si pudiese conseguir hablar con ella y descubrir qué se proponía aquella maldita…
*
La villa de aquel ricohombre era un placer para los sentidos. Eudoxo había llevado consigo a Erico en aquella visita médica, pero le había rogado que no estuviese presente en la exploración del enfermo, porque algunos de ellos se cohibían ante la presencia de alguien que no fuese el propio galeno. Por ello el joven se paseaba por el enorme jardín aspirando el suave aroma que las flores despedían al comienzo de la primavera. Sentado al borde de la marmórea fuente, se holgó con el espectáculo visual y sonoro cuando la voz del agua mezcló su canto con el trino de los pájaros. Se sintió feliz, feliz por su nueva vida al lado del buen Eudoxo, feliz por los conocimientos que día a día iba adquiriendo y feliz por lo que quedaba por llegar. Jugueteó con la cruz que colgaba de su cuello y dio gracias a san Braulio por protegerle desde los cielos, porque Erico estaba completamente seguro de que todas las cosas buenas que le sucedían en los últimos tiempos se las enviaba él. Otras veces, la melancolía provocada por la ausencia de sus padres y hermana ensombrecía su ánimo, pero pronto se recuperaba con la seguridad de que todos ellos estarían bien, pues Braulio se ocupaba de eso igualmente. Deseó además que los trabajos de reconstrucción del monasterio acabasen lo antes posible, pero la reparación de los edificios dañados avanzaba con lentitud en la ciudad.
El rostro de Eudoxo apareciendo en el jardín lo sacó de sus pensamientos.
—Erico, dame las catapotiae que preparamos ayer y un frasco de diamoron.
El joven rebuscó en su bolsa hasta hallar las pequeñas píldoras y el jarabe de moras, y tendió ambos remedios al médico.
—Entra conmigo, nos vamos ya.
El galeno y su ayudante penetraron en el interior de la magnífica vivienda. El paciente les aguardaba ansiosamente, ya en pie.
—Estas son las medicinas que curarán vuestro mal –dijo Eudoxo ofreciéndoselas al ricohombre–. Este jarabe os aliviará el dolor de garganta y las píldoras harán el resto. Debéis tragarlas sin masticar y acompañando la ingestión con un vaso de agua.
—Me devuelves la esperanza –agradeció el dueño de la villa mientras carraspeaba–. Mándame cuanto antes a tu cobrador y junto con el dinero te enviaré un modio de ciruelas secas.
—Os lo agradezco, ¡Quedad con Dios!
Un criado acompañó al físico y a su ayudante a los establos de la villa para que cogieran sus caballos. De camino a la ciudad, Erico consideró que era un buen momento para mantener una conversación con su maestro.
—Señor, me llama la atención que a algunos pacientes les recomendeis el rezo de plegarias y a otros no.
Eudoxo sonrió.
—Te lo voy a explicar, Erico. Los hombres tienen creencias diversas y no vamos a iniciar ahora una discusión sobre quién está en lo cierto y quién no, aunque supongo que tú, que te has educado en la fe cristiana, creerás que ésta es la única correcta y verdadera. Yo soy médico y solamente me interesa la curación de los enfermos, sean cuales sean sus dogmas. He atendido a cristianos, paganos e incluso a un judío en contra de su voluntad, y he descubierto con el paso de los años que muchas veces cura más la fe que el antídoto. Cuando el paciente me pregunta si debe decir plegarias, saco la conclusión de que es persona religiosa y que rezar le ayudará, cuando no me consultan sobre las oraciones puede deberse a que ellos por cuenta propia lo decidirán o bien porque les resulta indiferente, con lo que ningún bien les reportaría hacerlo. ¿Me comprendes?
El joven asintió.
—Asimismo es fundamental que el enfermo tenga fe en quien va a sanarlo, por ello el aspecto de un galeno debe de ser impecable y siempre tiene que prestar gran interés a su propia salud e higiene. Al igual que un clérigo sucio y barrigón no es de fiar, no aporta credibilidad ver a un médico con las uñas ennegrecidas, o tosiendo mientras explora a su paciente, o con mal aliento y ausencia de dientes. La ropa de un sanador debe ser blanca y sin mácula, su tez de color saludable, sus cabellos limpios y cortos y su alma sosegada.
—Tenéis mucha razón –reconoció Erico tras reflexionar.
—Tú eres un joven muy agraciado, Erico, y tu apostura física te proporcionará beneficios unas veces y problemas otras.
—¿Problemas, señor?
—Sí, hijo, ya irás viendo a lo largo de tu vida que la belleza extrema también puede ser una pesada carga. Algunas mujeres desearán tus favores y pueden buscarte complicaciones con ellas mismas y con sus maridos, para los cuales no serás nunca de fiar por ser alto, fuerte y bien parecido. Es extraño que aún no hayas sentido el deseo de las mujeres… e incluso de los hombres.
El muchacho se ruborizó levemente y en gesto involuntario tiró hacia atrás de las riendas de su caballo para desacelerar el trote. Eudoxo rió interiormente y cambió de tema.
—Parece que este verano va a ser caluroso y el calor excesivo no es bueno para los ancianos ni para los niños. Y ahora que recuerdo, mañana debo amputar la pierna gangrenada del viejo orfebre Agerico.
Erico dio un respingo al oír ese nombre. ¿No era acaso el mismo hombre en cuyo taller habían trabajado sus tíos Sven y Karl?
—¿Iréis vos a casa del orfebre o acudirá él a la vuestra? –preguntó visiblemente nervioso.
—La amputación se realizará en la mía, por supuesto –respondió el médico- La suciedad no es buena para las heridas y no quiero ni pensar en las condiciones higiénicas que presentará la casa de Agerico.
*
Erico organizaba la sala de su maestro sintiendo que su corazón iba a escapársele del pecho. No había compartido con Eudoxo los temores que le asaltaban ante la perspectiva de volver a ver a parte de su familia, si es que sus tíos continuaban trabajando con el orfebre y ante la posibilidad de que uno de ellos acompañase al viejo Agerico a casa del médico. Las instrucciones del griego habían sido claras, tras ordenar a los criados que fregasen el suelo de la habitación donde iba a realizarse la amputación con agua de vinagre, Erico debía limpiar concienzudamente todos los instrumentos de cirugía que Eudoxo poseía: trépanos, cuchillos, sierras y demás herramientas. El joven se estremeció ligeramente y recordó las palabras que su maestro había pronunciado en varias ocasiones:
—Erico, el cirujano no debe ser muy entrado en años, por ello quiero enseñarte lo que sé para que tu me reemplaces cuando mi mano ya no sea firme y capaz. Es de vital importancia no temblar nunca, dominar la mano izquierda tan diestramente como la derecha, poseer vista aguda y, sobre todo, demostrar coraje para no dejarse amedrentar por lo gritos del paciente.
¿Sería él capaz de demostrar ese coraje alguna vez? Si no era así, más valdría reconocer que el ars medica no era lo suyo.
Ordenaba las agujas de mayor a menor sobre un lienzo limpio cuando oyó unos golpes en la puerta. Abandonó su labor y, antes de avisar a Eudoxo de la llegada del paciente, se acercó a la entrada de la casa para cerciorarse de que era el orfebre quien llegaba puntualmente a la cita. Allí estaban Sven y Karl, transportando en volandas al orfebre con el semblante desencajado por el dolor. Los ojos del primero se clavaron con sobresalto en el semblante del ayudante del médico, y en los breves instantes que duró el cruce de miradas, Erico rememoró toda una vida.
—Esperad ante la sala –dijo el joven bajando la vista–. Voy a llamar al maestro.
El ayudante de Eudoxo subió las escaleras notando como sus familiares le observaban atónitos y llamó al médico, quien se encontraba aseándose en su alcoba.
—Depositad al orfebre sobre el lecho sin tocar nada –dispuso el griego dirigiéndose a Sven y Karl–, y esperad en la cocina, allí podréis comer algo hasta que la operación haya terminado.
Estos asintieron sin dejar de mirar a Erico y haciendo caso omiso a las pupilas de Agerico que pedían clemencia a gritos. El terror que sentía aquel hombre se dejaba ver por cada pulgada de su cuerpo, y cuando el ayudante del médico le despojó de sus ropas y frotó la sucia piel con un paño empapado en vino, las sacudidas del anciano se hicieron insoportables. Erico ató a aquel hombre a la base del catre donde permanecía tumbado y puso entre sus dientes un palo para que no se cortase la lengua con ellos. Eudoxo segó su pierna sin que su diestra temblase lo más mínimo a pesar de los horribles rugidos que salían de la garganta del pobre hombre antes de desmayarse de dolor. El joven luchaba por no impresionarse con todo aquello, pero el ruido de la sierra cortando el hueso le retumbaba en los oídos. Bajó la vista hacia el suelo de la sala cubierto de sangre donde descansaba el miembro amputado, luego la llevó hacia las manos del médico teñidas de un color bermejo intenso y finalmente hacia su propia vestimenta salpicada de fluidos indescriptibles. Y fue entonces cuando el godo sintió una profunda náusea que logró controlar para no decepcionar a su maestro. El griego sonrió complacido, y con la piel colgante del orfebre fabricó un muñón que cosió como haría una mujer habilidosa con un trozo de lujosa tela.
—¡Ya está! –anunció con frialdad y añadió dirigiéndose a Erico–. Lávate bien, cubre la herida y cuando recobre el sentido, le proporcionas alguna hierba sedante para aminorar el dolor.
El joven asintió en silencio y tras frotar sus manos en la palangana llena de agua, se dispuso a vendar aquella protuberancia que unos instantes antes había sido una rodilla. Mientras tanto el médico se lavó en otra palangana y cambió su túnica por otra nuevamente inmaculada.
—Voy a hablar con los acompañantes de Agerico –informó a su ayudante–, por las conclusiones que he podido sacar, son unos godos analfabetos y hay que advertirles de las consecuencias que acarrearía una mala cura. Les explicaré cómo realizar una tisana de componentes sedantes y cómo deben administrársela.
—Id a reposar, maestro, yo lo haré –dijo Erico con tono decidido.
—Te lo agradezco, Erico –sonrió Eudoxo–, hoy estoy muy cansado.
El joven se aproximó a sus parientes husmeando la expresión de sus semblantes. Quedó frente a ellos y decidió que no sería él quien dijese la primera palabra acerca del pasado, así que se limitó a explicarles cómo debían hacer las curas y qué remedios debían administrar al viejo Agerico para evitarle el dolor en los días posteriores. Karl y Sven lo observaban con tímido respeto hasta que el segundo se decidió a hablar.
—Me alegro de ver que sigues vivo, Erik. ¿Cómo te van las cosas?
Erico tardó unos instantes en responder.
—Muy bien, Sven y… ¿y a vosotros?
El aludido jugueteó con los bajos de su raída armilausa parda, comparándola con la elegante túnica blanca que vestía el ayudante del médico.
—¿Sabes que Harald y Aringa murieron?
Erico bajó la cabeza apesadumbrado.
—¿De peste? –preguntó.
Karl y Sven se miraron, pero no respondieron.
—¿Y Willa? –se interesó el joven mirando a Sven.
—Mi mujer no está bien de salud –aseguró el imponente godo–, pierde a todos los hijos que concebimos o bien mueren a poco de nacer.
—Lo siento –balbució Erico sin saber qué más decir.
—Me ha gustado verte, Erik –reconoció Sven–, y seguramente al resto de la familia también les gustaría. Ven cuando quieras a visitarnos, ahora que Harald no está, no tiene sentido evitarnos los unos a los otros.
Erico abrazó con ternura a los dos hombres a los que ya igualaba en altura aunque no en corpulencia, y sintiéndose apenado al verlos marchar cargando con el cuerpo mutilado del orfebre, rogó a Cristo que tuviese piedad de ellos.