XIII

Del problema judío y de la adopción de Abraham

Samuel Tajón revisaba los presupuestos de reconstrucción del ala este de la muralla, del monasterio y de un par de iglesias que habían sufrido cuantiosos daños durante el asedio mientras Celso paseaba nervioso por el estudio del obispo.

—Necesitamos más ayudas reales.

—No sé si va a ser posible, mi buen conde –dijo Tajón chasqueando la lengua–. El rex está intentando estrechar sus relaciones con nobleza y clero para evitar nuevas revueltas y quiere conseguirlo mediante la restitución de las confiscaciones de bienes que su padre ordenó, por eso en este momento tiene muchos gastos, y no hay que olvidar que a nosotros ya nos otorgó algunas cantidades tras el asedio.

—No son suficientes para todo lo que resta hacer, santidad –se desesperó el comes–. Él sabe cómo quedó Cesaracosta y también debe reconocer que sigue estando donde está debido a la resistencia de la ciudad. ¿Qué habría sucedido si Froya y los vascones la hubieran tomado y hecho de ella bastión contra el ejército real?

El obispo asintió.

—La cruenta guerra en toda la patria.

—¿Y no sería posible pedirle un préstamo de su propio peculio?

Samuel Tajón respiró profundamente antes de dar una respuesta.

—Parece que nuestro señor, el rey Recesvinto, después de la dura batalla para sofocar la rebelión de los vascones, fue a curar sus dolencias de riñón en las aguas termales de un pueblecillo cercano a Pallantia, que tienen fama de ser medicinales y milagrosas. Su alteza, tras beber las aguas de la fuente del ara de las ninfas, sanó repentinamente y en agradecimiento tiene planeado levantar una basílica en honor a san Juan Bautista, quien bautizó a Nuestro Señor Iesu-Christo.

El conde se encogió de hombros.

—¿Y bien?

—Desea erigirla a expensas propias y aunque he oído que usará los materiales resultantes de derribar el templo romano edificado allí mismo, no es buen momento para pedirle dinero –explicó el obispo.

—¡Maldita sea!

—No maldigas, Celso.

—Que me perdone vuestra beatitud, pero es que no sé ni lo que digo. Me retuerzo de ira cuando pienso que el rey ha olvidado no sólo la heroica resistencia de nuestra ciudad, sino también que Braulio, a quien Dios tenga en su gloria, le resolvió la costosa tarea de redactar la compilación de leyes que a partir de ahora regirá la vida de toda Hispania. Creo que debería agradecer más los favores de sus súbditos. La situación aquí es gravísima, Samuel.

—Lo sé.

—La ciudadanía se diezmó con el asedio, las enfermedades y pandemias siguen haciendo estragos y los campos están arrasados, a excepción de algunas villas nobles que se han reconstruido con más rapidez. Estaríamos indefensos si se produjese un nuevo ataque. Hay hambruna y extrema mendicidad y el único remedio para aliviarlas es el rey, no podemos recaudar tributos y tasas a unas gentes empobrecidas y desesperadas pues, incluso cuando la situación era buena, el pago de los mismos provocaba llantos y lamentos. Sé de muchas familias que están recurriendo a préstamos con intereses abusivos para poder sobrevivir.

—Al menos se podrán seguir exigiendo tributos a aquellos castros, villas y castillos de la jurisdicción de Cesaracosta que no fueron arrasados por Froya y también los derechos de paso del río.

—No es suficiente, santidad.

—No olvides a Dios Todopoderoso, Él nos ayudará si se lo pedimos.

Celso meneó la cabeza.

—Rezaremos pues, como única solución…

Samuel Tajón clavó sus ojos en los de Celso.

—Detecto sorna en tu voz y, francamente, no me gusta.

El conde lanzó a Tajón una triste mirada, pero evitó las palabras. La fe de un obispo era muy superior a la de un militar, pero con plegarias no se levantaban murallas ni se reparaban edificios.

—Reuniré a los ciudadanos en oficios divinos en la iglesia de san Vicente y las voces de los cesaraugustanos serán oídas por Dios y los santos. También haremos ofrendas a la Virgen de la columna y venderé algunos predios para las obras del monasterio. Además, estoy empezando a pensar que convendría reforzar las medidas contra los judíos. Coincido con el contenido de la misiva que nos envió el papa Honorio hace unos años recriminándonos que los obispos hispanos somos muy blandos y condescendientes con esos deicidas. La perfidia judía ha quedado bien demostrada con los últimos acontecimientos.

—Que así sea –asintió Celso sin ganas y, despidiéndose de Samuel Tajón, salió con su vicario del palacio episcopal.

Dos soldados, que en los últimos meses acompañaban al comes a todas partes, le esperaban a la salida del edificio. Las gentes se arrojaban ante su caballo para solicitarle todo tipo de demandas y el conde no podía ni mirar a los ojos a quienes lo habían perdido todo. Celso era un buen hombre y padecía con todo aquello, no dormía bien y sufría de constantes cefaleas que mermaban su vitalidad. Necesitaba respuestas y se había dirigido a visitar a Tajón para obtenerlas, pero las contestaciones del obispo no habían hecho sino preocuparle todavía más. Y entonces tomó la decisión de hacer lo que había estado retrasando desde el principio, lo que quería evitar a toda costa, lo que le parecía vergonzoso y poco cristiano… pedir consejo a la adivina Galeswintha.

A las puertas del palacio condal solicitó de su vicario que descubriese dónde vivía aquella mujer y que se le diese orden de visitarle lo antes posible. Entró en la sala de despachos y pidió no ser molestado en todo el día, excepto si se trataba de la persona cuya presencia él había solicitado. No tuvo que esperar largo rato, era mediodía cuando le anunciaron que la adivina se encontraba esperando a las puertas de la habitación. Celso aguardó a que la mujer avanzara hasta su mesa, conteniendo el nerviosismo pueril que le provocaba su proximidad y no pudo evitar ponerse en pie cuando la tuvo ante sí, como si se tratase de algún noble o clérigo importante.

Allí estaba ella, despidiendo luz lunar a su alrededor y más bella, poderosa y sabia que la última vez que la viera.

—Si… siéntate, Galeswintha –rogó mientras con un gesto ordenaba al soldado que los dejase a solas.

La joven tomó asiento agradeciendo el gesto con una sonrisa y fijando sus ojos plateados en el conde. Celso carraspeó.

—Te he mandado llamar porque necesito tus...

—¿Profecías? –terminó ella para evitar que el comes dijese consejos, asesoría u otro termino con el que pudiese sentirse rebajado.

—Eso es –aceptó aliviado–. Tus predicciones de antaño fueron muy acertadas y confío en que me puedas adelantar lances o acontecimientos futuros.

—Estaré muy honrada de poder seros de utilidad, mi señor.

Celso sonrió estúpidamente a la mujer olvidando por un momento todas las preguntas que deseaba formularle. Los ojos del conde se perdieron entre los reflejos estrellados del pelo de la sibila, los dejo vagar entre los perfectos labios y se demoraron inevitablemente en cada pulgada de la fina piel dorada. Galeswintha percibió rápidamente el poder irresistible que ejercía sobre aquel hombre, el más poderoso de la ciudad junto con el obispo, y se regocijó de ello interiormente.

—Preguntadme lo que deseéis, ilustrísima –dijo finalmente, considerando excesivo el tiempo de contemplación de su rendido servidor.

—Bien –comenzó Celso saliendo de su ensimismamiento–, en primer lugar te pondré al tanto de la situación que vive la ciudad.

—No es necesario, mi señor, la conozco.

—Entonces comprenderás mi preocupación por el porvenir de la misma. Quiero saber si Cesaracosta va a volver a ser atacada en un futuro.

—Podéis estar tranquilo de momento –respondió la joven ninfa–, durante el gobierno de Recesvinto reinará la paz en nuestra ciudad, aunque no en otras zonas del norte de Hispania donde el rey continuará guerreando contra los vascones.

El comes suspiró aliviado.

—¿Y cuánto durará esa situación?

—Casi dos décadas.

—Y ¿se recuperará pronto Cesaracosta del caos actual?

—Según.

—¿No puedes ser más explícita?

La adivina jugueteó con el anillo que lucía su índice.

—¿Recibisteis mi mensaje?

Celso dudó unos instantes y en su mente se hizo la luz.

—¿Tú fuiste la autora de aquella nota en griego? Debí de haberlo supuesto, pero estaba muy ocupado en otros asuntos y no le di importancia.

—No sé si descifrasteis su contenido, ilustrísima, pero os hablaba de los sucesos acaecidos en Roma hace unas semanas.

Celso rebuscó en un cofre de plata que descansaba sobre su mesa y sacó el pequeño trozo de pergamino, releyéndolo a continuación. En su rostro brilló la luz del entendimiento y miró a Galeswintha con admiración.

—Puedes verlo todo con la facilidad con la que un pájaro se desplaza por el cielo –dijo con los ojos muy abiertos–, no hay secretos para ti ni en la distancia ni en el tiempo… ¿Qué clase de ser eres? ¿Un poderoso demonio?

—Mi señor, mi don no tiene nada que ver con Satanás ni con los ángeles caídos. Solamente soy una mujer con un poder que otros no tienen, con un sentido que los demás no poseen. ¿Conocéis la historia de la sibila Hierófila?

—Por supuesto –asintió el conde.

—Me propongo emularla y por ello estoy escribiendo un libro con la historia futura de Cesaracosta y Spania.

Celso se puso en pie nuevamente, ¿era posible aquello? Anduvo hasta la ventana y tomó aire profundamente mientras intentaba poner en orden su dolorida cabeza. Él era católico y no podía creer en eso, realmente ni siquiera debería estar hablando con una adivina, pero también era militar y sabía lo que significaba poseer información sobre el porvenir, poder adelantarse a los hechos futuros con la seguridad de que lo que pasara estaba escrito. Pero seguramente la mujer pondría un precio exorbitante a sus revelaciones, como hiciera la sibila de Cumas cientos de años atrás.

—Te recompensé espléndidamente por tus predicciones sobre el asedio.

—Es cierto, mi señor conde, una gran recompensa por un acontecimiento vital. Pero en mi libro serán cientos, mejor dicho, miles, los sucesos que narraré.

Celso miró a la joven con frialdad.

—¡Comprendo! El precio será elevadísimo.

—Pero no imposible, de otra forma no tendría ningún sentido mi esfuerzo.

Al conde no le pasó desapercibida la lógica de la respuesta.

—Por eso no voy a hacerlo como la gran sibila, excelencia. Mis predicciones abarcarán solamente períodos de cincuenta años, que proporcionaré a los gobernantes de la urbe sucesivamente.

El hombre la observó asustado.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué edad tienes? ¿Cuánto piensas vivir?

Galeswintha sonrió.

—Eso es asunto mío, mi señor, el vuestro es considerar si queréis adquirir mis vaticinios para los próximos cincuenta años.

Celso barajó las posibilidades con angustia. Él ya rondaba la cuarentena y cincuenta años más suponían vivir hasta los noventa, edad muy improbable, aunque no imposible, ya que había conocido algunos casos de existencia longeva, el mismo rey Chindasvinto lo había conseguido.

—¿De que cantidad estamos hablando? –preguntó tras tragar saliva.

—Pues veréis, mi señor conde…

*

En la judería de Cesaracosta ubicada al sudeste de la ciudad, junto al teatro y aislada por una muralla menor, se armó un gran revuelo. Un enviado episcopal llegó acompañado de dos soldados a caballo a la zona donde las casas se apretujaban alrededor de la sinagoga mayor. El heraldo o hariwald, como pronunciaban los godos, leyó en voz alta los cánones de los últimos concilios relacionados con judíos y conversos, y avisó de que su desobediencia sería castigada con rigor a partir de aquel momento.

—Los judíos no podrán ejercer ningún cargo público ni deberán comerciar con los bautizados, y el que haya casado con cristiana, será separado de ella y de sus hijos si no se convierte él mismo a la fe de Cristo. Queda además terminantemente prohibido que los judíos posean esclavos cristianos. Además en la nueva legislación del rey se prohíbe la celebración de ritos, fiestas judías y observancia de normas alimenticias.

—El incumplimiento de estos preceptos será castigado con la muerte en la hoguera –anunció uno de los soldados que acompañaban al heraldo–. Pero a vosotros os da igual porque ahora os habéis convertido a la fe de Cristo… ¿no es cierto?

—¿Por qué nos hacéis esto? –preguntó un anciano rabino levantando la voz–. ¿Es por el asedio de Froya? ¿Debemos pagar todos la culpa de uno solo?

—Yo solamente soy un enviado, viejo –respondió el heraldo con sorna–. Si por mí fuese os echaría a todos al río Iberus en momento de crecida.

Otro soldado relinchó de risa mientras los judíos recién obligados a la conversión se miraban unos a otros con temor.

—Hace tiempo nos prohibisteis ser patrocinados por cristianos, comerciar con vosotros e incluso nos obligasteis a libertar a nuestros esclavos. Ahora desconfiáis de nuestra conversión y nos hacéis víctimas de vuestras sospechas. ¿Cómo podremos ganar dinero para pagar los gravosos impuestos y cómo podremos incluso vivir si ponéis trabas a todo lo que hacemos?

—Sin sacar vuestras ganchudas narices de falsos cristianos de este barrio –contestó el soldado–, y dad gracias a la bondad de nuestro obispo por no obligaros a abandonar Cesaracosta.

Hubo un murmullo general entre los congregados.

—Ésta es también nuestra ciudad, vinimos hace muchos siglos a ella y hemos ayudado a transformarla en lo que hoy es.

El enviado del obispo se echó las manos a la cabeza.

—¿Insinúas acaso, perro judío, que tenéis mejor derecho ciudadano que los mismos godos?

—No insultes a nuestro rabino –gritó un joven alzando el puño amenazadoramente.

Los soldados se acercaron peligrosamente al alborotador.

—¿Rabino? ¿Qué rabino? Los cristianos nuevos no tenéis rabinos ¿Cuál es tu nombre?

—Abir Ben Zadoc.

—¿Tienes hijos, Abir Ben Zadoc?

—Tengo cuatro.

El soldado sonrió sardónicamente.

—Mañana te presentarás con ellos en el palacio condal y, debido al informe que presentaré por tu conducta, serán separados de ti y entregados a familias cristianas para que velen por su educación católica. Posiblemente la medida se tome para todos los «cristianos nuevos» con hijos menores de siete años.

Un grito aterrador salió de las gargantas de la comunidad judía cesaraugustana. Los soldados y el heraldo dieron media vuelta y abandonaron el barrio tras haberlo convertido en un lugar de llanto y desesperación. Hombres y mujeres se arrancaban los cabellos y arañaban sus rostros con angustia mientras el rabino intentaba consolarlos sin éxito.

—¡Oh, Adonai, no permitas que los despiadados gentiles nos separen de nuestros hijos! –se lamentaba Abir Ben Zadoc golpeándose la cabeza.

—Hace ya muchos años que un concilio contemplaba esta posibilidad, pero nunca creí que llegaran a ponerla en práctica –aseguró el rabino meneando la cabeza incrédulo.

—Nos obligan a jurar placita en contra de nuestra propia religión y a convertirnos, a pesar de que el obispo Braulio defendía que no se nos podía obligar por la fuerza a abrazar la fe cristiana –lloriqueó un hombre de mediana edad.

—Esas épocas de relativa paz han terminado, Uzziel –sentenció el sabio rabí–. Volvemos a ser perseguidos con saña como en tiempos de nuestros antepasados.

En aquel entonces la obligación de conversión general había sido la única salida para los judíos, aunque muchos fueron denunciados por continuar con sus antiguos ritos y quemados en una pira en la plaza del mercado. Después había llegado el despojo general de bienes y, por último, la privación de criar a sus propios hijos. El anciano rabino no pudo soportar todo aquello y acabó dejándose morir de hambre y sed en su propia casa.

El hijo mayor de Abir Ben Zadoc fue adoptado por el buen Eudoxo y el resto de sus hermanos por otras familias cristianas que pudieran permitírselo.

—Mi esposa estará ocupada y feliz con este nuevo hijo –explicó el médico a Erico–, y yo, gracias a Dios omnipotente, tengo posibles para mantenerlo y educarlo en la fe cristiana.

El pequeño, que no tenía más de ocho inviernos, era un niño de piel aceitunada y penetrantes ojos negros como piedra de azabache que se escondía tras una columna horrorizado al encontrarse en una casa cristiana. Agarraba el pequeño fardo de sus posesiones contra su pecho y recorría la estancia con la mirada, como esperando ver aparecer tras una esquina al mismísimo crucificado. El joven godo sonrió para apaciguarlo y se puso en cuclillas para quedar a su altura.

—¿Cómo te llamas?

—Abraham Ben Abir.

—Bienvenido a esta casa, Abraham, espero que seamos buenos amigos.

—¡No quiero comer cerdo! –exclamó el niño temblando de miedo.

Erico le cogió la mano pero el pequeño judío la rechazó con repulsa.

—De momento no tendrás que comerlo si no quieres –le apaciguó el godo mirando a Eudoxo.

Tegridia, la esposa del médico, sonrió nerviosa temiendo que en cualquier momento el niño rompiese a llorar o echase a correr escapando de la casa.

—Yo acompañaré a Abraham a la alcoba –aseguró Erico.

El joven condujo al pequeño hasta la habitación que a partir de entonces iban a compartir los dos protegidos del galeno. El niño judío contemplaba al esbelto godo con temor a pesar del comportamiento afable que Erico estaba mostrando con él.

—Éste es tu lecho y en el arcón que hay al lado puedes dejar tus cosas –explicó dulcemente Erico.

El niño continuaba mirando al godo con expresión de terror y el joven se preguntaba por qué, pero pronto obtuvo respuesta cuando se percató de que los ojos del recién llegado no se separaban de la cruz que colgaba de su cuello. Erico reflexionó cuales podían ser las palabras apropiadas para apaciguar al pequeño judío.

—Escucha, Abraham –comenzó el godo–, no somos enemigos tuyos, te lo aseguro. No sé lo que habrás oído por ahí acerca de los cristianos, pero no somos malos ni perversos, como seguramente crees. La nuestra es la religión del amor y el sacrificio, y obedecemos leyes y mandamientos que nos obligan a ser bondadosos con el prójimo.

—Vosotros me separasteis de mis padres y mis hermanos.

Erico enmudeció sin saber que decir.

—Te ha apartado de ellos una norma, nosotros te hemos acogido.

—Llevas colgado del cuello a tu dios crucificado y sé que los cristianos practicáis extraños rituales en los que os coméis su cuerpo y os bebéis su sangre.

—A veces las cosas se relatan de forma equivocada para confundir a las gentes, o bien son los que escuchan los que no comprenden el significado de las palabras. A todos nos han contado leyendas –sonrió el godo–. ¿Sabes? Yo también conozco historias terribles, probablemente inventadas acerca de la «execranda perfidia judía».

Abraham levantó las cejas sin comprender muy bien el término.

—Podemos reírnos mucho contándonos esos cuentos sin fundamento y a la vez aprender uno del otro el sentido verdadero de las cosas.

—Cuéntame alguno –dijo el pequeño un poco más tranquilo.

—Se dice que los judíos son como los lobos y los zorros por su ferocidad y que al poseer muchos demonios en su corazón no pudieron escuchar a Cristo. Algunos autores han asegurado que en el Templo de Jerusalén se adoraba la cabeza de un burro porque Moisés descubrió agua en el desierto siguiendo a una manada de estos animales, y otros defienden que los judíos cometen crímenes rituales que consisten en el asesinato de un ser humano para luego comerse sus vísceras.

El niño pareció ofendido en un principio pero luego rio con ganas. Erico sonrió aliviado y continuó.

—También se cuenta que los judíos dedican el sabat a emborracharse en secreto y que la herida de la circuncisión no cicatriza si no es lavada con sangre cristiana. Pero lo más gracioso es que algunos creen que los judíos están condenados, tras la matanza de Cristo nuestro Señor, a sufrir perpetuamente de hemorroides que sólo se curan a base de sangre de cristianos.

Abraham se retorció de risa incontenible y cuando logró calmarse miró a Erico con pícara sonrisa.

—¡Pero si la Torah prohíbe consumir sangre!

El ayudante del médico suspiró aliviado.

—Yo me sé algunas historias sobre cristianos igual de divertidas que las tuyas –aseguró el pequeño judío sin dejar de reír–. ¿Quieres que te las cuente?

El godo asintió sonriente.

—Pues dice mi abuela que los cristianos son caníbales que guardan trocitos de carne de su Mesías para comerlo poco a poco en las misas y que esa práctica les otorga poderes insospechados. Asegura además que huelen a cerdo por alimentarse de su carne, que nunca se lavan y que son promiscuos como los animales.

Erico se olió el brazo y simuló un gesto de repugnancia provocando el regocijo de Abraham. El niño se aproximó a su nuevo compañero de habitación y alargó tímidamente su mano hasta el cabello dorado del joven para tocarlo con respeto, no sintiendo ya miedo, sino curiosidad incontenible hacia aquel que representaba todo lo desconocido para él. Tras comprobar la suavidad del cabello del cristiano, aproximó su rostro hasta él olisqueándolo como un perrillo.

—No hueles mal –sentenció muy serio–, ¿acaso no comes cerdo?

Erico esbozó una sonrisa.

—Me gustan mucho la manteca de cerdo y el jamón, y también como otros animales prohibidos para vosotros.

Abraham se mostró perplejo.

—Quizá los relatos de tu abuela eran sólo leyendas como las que circulan entre los cristianos sobre los judíos –continuó el godo–. Invenciones que únicamente crean incomprensión y recelo entre las gentes.

El niño reflexionó unos instantes asintiendo a continuación.

—Pero tú y yo conseguiremos deshacernos de los prejuicios.

Abraham, a pesar de haber reído con el joven y de mostrarse más confiado que cuando había llegado a su nuevo hogar, se sentía profundamente triste. Pareció valorar por unos instantes cuál iba a ser la situación a partir de entonces.

—¿Y los sabat? –preguntó con un hilo de voz.

El godo meneó la cabeza negativamente.

—Lo siento, Abraham, la ley de Recesvinto prohíbe cualquier práctica judaizante bajo pena de muerte en la hoguera y Eudoxo, si llegase a ayudarte o a permitir que la llevases a cabo, sería excomulgado y confiscada una cuarta parte de sus bienes.

El pequeño cubrió su rostro con ambas manos, sabía que tendría que vivir como un católico a partir de entonces y olvidar la religión ancestral de sus antepasados.

*

La gran Régula se paseó nerviosamente por la amplia sala llamando a gritos a su siervo. Orenco apareció en la puerta de la estancia e hizo un amago de reverencia.

—Ve inmediatamente a casa de Eudoxo y tráelo contigo –gritó la domina frotándose las crispadas manos.

El tuerto no esperó un instante a lanzarse a las calles cesaraugustanas en busca del famoso médico griego. La situación era angustiosa y él sufría tanto como la hispanorromana a causa de la extraña fiebre que la joven Régula Segunda estaba padeciendo desde la noche pasada. Una fiebre que la hacía delirar y retorcerse en el lecho como una sierpe y que había llegado a ella cuando fue informada de su compromiso matrimonial con el hijo del comes de Barcino. Orenco se desesperó al igual que la joven al conocer aquella noticia que, de hacerse realidad, lo separaría para siempre de su adorada niña.

El esclavo llegó enrojecido y jadeante a casa del galeno, y cuando la puerta se abrió vio el rostro amable del hijo de su antiguo amo.

—¡Erik, hijo mío! –exclamó abrazándole y derramando abundantes lágrimas.

El joven godo apretó afectuosamente sus brazos alrededor del cuerpo del tuerto. Tras contemplarse profundamente, Orenco no perdió más tiempo en saludos, ya tendría tiempo de hablar en otro momento con el muchacho, sino que pasó a detallar los síntomas de su joven ama y la necesidad imperiosa de que Eudoxo se personase en la villa de Régula. El ayudante del médico le confesó compungido que el griego no se encontraba en la urbe, sino en una lejana villa realizando una compleja cirugía. El tuerto se desesperó.

—¿Qué voy a hacer…? Régula me matará.

El joven, aun sintiéndose reacio a acudir a la domus de aquella mujer que había provocado el desastre en su familia, apaciguó a su antiguo amigo.

—Iré yo –anunció–, tengo conocimientos médicos y sabré preparar algún remedio para controlar la fiebre de la hija de tu ama hasta que Eudoxo retorne a Cesaracosta.

—¡Dios te bendiga, hijo!

Erico, tras coger en una bolsa las plantas necesarias para preparar una tisana, siguió a Orenco hasta la villa de la gran Régula. Caminaron rápido y en silencio, cada uno sumido en sus propias reflexiones. Erico no podía evitar que a su mente llegasen desagradables recuerdos de aquella época en que había oído decir que su padre era el amante de la gran patricia romana. El joven nunca había penetrado en la mansión y se quedó petrificado al ver la magnificencia del lugar. La dueña de la casa se le apareció como la fría escultura de una diosa pagana, con el rostro lívido e inexpresivo y los pliegues de su túnica de fina tela amarilla simétricamente ordenados.

—¿Dónde está Eudoxo? –graznó alterada por el contratiempo.

Domina –susurró Orenco, temiendo uno de los ataques de ira de su ama–, el galeno no se encuentra en la ciudad, pero os traigo a su ayudante.

Régula miró al godo de arriba a abajo.

—Eres muy joven y además no eres griego, los godos no sois buenos practicando la medicina ni ningún otro tipo de ciencia.

La romana se dirigió a su esclavo.

—Mejor habrías hecho trayéndome a un médico judío.

—Señora –atajó Erico–, los conocimientos que poseo me han sido transmitidos por el gran Eudoxo e intentaré prescribir el remedio de la misma manera que él hubiese hecho.

La mujer pareció tranquilizarse un poco.

—Sígueme

Régula condujo a los dos godos por los patios y pasillos que terminaban en la alcoba de Régula Segunda. Orenco no quiso imaginar lo que llegaría a hacerle la domina si descubría que el ayudante del galeno era el hijo de su antiguo y rudo amante, y algo similar pensaba Erico.

La joven descansaba sobre el lecho de la rica habitación en penumbra. El ayudante del griego se aproximó a pasos rápidos y cuando posó los ojos en la muchacha sintió que el corazón saltaba en su pecho. Aun demacrada por el rigor de su calentura, la joven era la criatura más hermosa que Erico había visto en toda su vida. Poseía una belleza serena muy distinta a la salvaje atracción que Galeswintha producía en los hombres. Su rostro irradiaba paz aun con los cabellos desordenados y sudorosos desparramándose sobre la almohada. El joven godo tragó saliva y posó su mano sobre la frente de la enferma comprobando que, efectivamente, la temperatura era extremadamente elevada. Acercó su nariz a la boca semiabierta de la joven, tal y como había visto hacer cientos de veces a Eudoxo, para oler el aliento que salía en bocanadas ardientes de entre sus labios, después le tomó el pulso y por último arrimó con timidez su oído al pecho de la joven para comprobar si de él salía algún pitido sibilante que demostrase la posible implicación pulmonar, pero no oyó nada.

—«Bona diagnosis, bona curatio» –murmuró Orenco.

El contacto con la piel de aquella muchacha había provocado que el rostro de Erico enrojeciera y fue él quien comenzó a sentir algo parecido a la fiebre.

—No es grave –anunció–, voy a preparar un cocimiento febrífugo.

Cuando Erico se encaminaba a la cocina precedido por Orenco, el joven Cayo traspasó el umbral de la habitación.

—¿A quién tenemos aquí? –preguntó con ironía–. Si es el sucio godo.

Régula le dedicó una torva mirada.

—Este joven es el ayudante del médico Eudoxo.

Cayo lanzó una sonora carcajada.

—No, madre –respondió–, éste es el hijo de aquel godo, aquel patán que fue exorcizado.

La romana sintió como el vello de sus brazos se erizaba y clavó sus ojos en el esclavo. Orenco tragó saliva y Erico se aproximó al hijo de la domina hasta quedar al lado de él, observándolo retador desde su imponente estatura.

—Tu madre dice la verdad, Cayo, fui acogido por Eudoxo, el médico más prestigioso de toda la urbe y ahora soy su discípulo y él es mi padre adoptivo. Pero tú también tienes razón, mi verdadero progenitor fue aquel a quien exorcizaron y de quien me siento orgulloso.

El joven se volvió hacia Régula.

—Si deseáis que salga de vuestra casa, decídmelo y lo haré.

La patricia pareció reflexionar unos instantes.

—Me importa poco de quién seas hijo –confesó con un mohín–, mi hija está en peligro y el griego no está en Cesaracosta. Haz tu trabajo y hazlo bien.

Erico esbozó una leve reverencia con la cabeza y salió de la alcoba de Régula Segunda. Orenco siguió sus pasos y se encaminaron hacia las cocinas a preparar el filtro curativo para la joven. El godo extrajo unas cuantas yerbas del saquito que pendía de su cinturón y, tras colocarlas en un cuenco, pidió al cocinero que derramase agua hirviendo sobre ellas.

—Acebo y eucalipto –dijo el tuerto sonriendo.

—Y polvo de raíz de genciana –añadió el joven–, que elimina las impurezas del cuerpo. Efectivo aunque de sabor amarguísimo.

Erico se dirigió al cocinero.

—Dame un poco de miel –ordenó.

Con una cuchara removió el bebedizo hasta mezclar bien sus componentes.

—¿Vas a hacerte físico, Erico?

—No sé, Orenco –dudó el muchacho–, me gusta preparar remedios medicinales y estudiar el cuerpo humano pero, al contrario que Eudoxo, no soporto la cirugía.

El siervo asintió comprendiendo.

—No tienes por qué practicarla, algunos médicos lo hacen y otros no.

—Lo sé, pero no quiero defraudar a Eudoxo.

Los dos godos retornaron al interior de la amplia alcoba donde la enferma yacía postrada por sus fiebres. Régula los miraba severamente desde la cabecera de la cama de su hija y, antes de que Erico aproximase el líquido medicamentoso a los labios de la joven, hizo una señal de parada.

—Pruébalo tú, Orenco –ordenó con tono autoritario.

El joven ayudante del médico, sabiendo que la romana sospechaba de envenenamiento, lanzó una mirada heladora a la patricia y probó él mismo el bebedizo.

—No os dejéis influenciar por las sospechas de vuestro hijo –dijo el tuerto–, Cayo y Erik no están hechos del mismo barro.

Régula levantó una ceja escéptica.

—Nunca está de más asegurarse.

—Mi señora –dijo el godo–, podéis estar segura de una cosa, si tuviese anhelo de venganza nunca intentaría resarcirme con un inocente.

—¿Te presupongo, pues, hombre de elevada moral? –preguntó la romana irónicamente.

—He dado instrucciones al cocinero para que prepare la medicina para vuestra hija –dijo Erico ignorando la pregunta–. Si su estado empeora, enviadme a Orenco con aviso y vendré en cualquier momento, de día o de noche. No abandonaré la ciudad hasta que Régula Segunda recupere la salud.

El joven se encaminó lentamente hacia la puerta de la habitación y el único ojo del esclavo persiguió su imagen.

—¡Que gran hombre va a ser este muchacho! –exclamó el tuerto con admiración.

Explicit liber primus.

*

Y aquí termina la primera parte del libro de Erik el Godo.