Donde se narra el encuentro entre Erico y Galeswintha a orillas del río
y lo que el joven hace con el dinero recibido por la curación de Régula Segunda
El insigne Eugenio de Toletum dejó vacía la silla episcopal el trece de noviembre del año 657, tras once años ocupándola con sabiduría desde que lo apartaran de la compañía de Braulio. Se le dio cristiana sepultura en la iglesia de Santa Leocadia y toda Spania lloró su pérdida amargamente, incluso el rey Recesvinto derramó sinceras lágrimas, a pesar de que el metropolitano había escrito duras palabras contra su padre. Antes de morir, Eugenio se había preocupado en dejar sucesor para su cargo y la Iglesia cristiana se regocijó nuevamente al ver a un heredero tan bien escogido como Ildefonso, hombre igualmente santo que tuvo que ser arrancado literalmente del cenobio en el que se hallaba enclaustrado y del que se negaba a salir.
Volviendo a Cesaracosta, el ya joven y apuesto Erico vivía felizmente en casa del griego Eudoxo ayudándole en su oficio y contribuyendo a la educación cristiana que recibía el pequeño Abraham Ben Abir. Aquel día observaba los juegos del brillo del sol sobre la superficie cristalina del Iberus, ese viejo y gran río que ha sido testigo de tantos lances en la urbe cesaraugustana y que ha presenciado asedios, batallas y festejos, era más joven aquel frío pero luminoso día primaveral en que el godo reflexionaba a sus orillas. Aquellas aguas relajaban los sentidos de Erico. Algunos decían que su corriente portaba oro y aquel día los rayos solares parecían demostrarlo porque los áureos centelleos casi molestaban a la vista.
El joven godo se hallaba sumido entre la dulce melancolía y los odiosos remordimientos del primer amor. Él sabía que aunque la ternura que sentía por Régula Segunda estaba plagada de pureza, era considerada pecado por algunos clérigos, quienes la castigaban con pena de penitencia a pan y agua durante cuarenta días. El penitencial de Cummean, vigente en aquellos lejanos siglos en Irlanda y Escocia, así lo establecía y si fuese acompañado de deseo de cometer fornicación, la duración de la pena podía alcanzar el año. Pero en el corazón de Erico, casto de cuerpo y mente, no hallaban espacio los anhelos pecaminosos, su única culpa radicaba en haber sido visitado por Amor. En esos pensamientos se debatía cuando el contacto de una mano sobre su hombro lo sacó de su ensimismamiento, provocando el susto del joven por lo imprevisto de la aparición. Tenía ante sí a una mujer hermosa como las estrellas fugaces, pero no con la hermosura plácida de la hija de la patricia romana, sino más bien dotada de una belleza que a Erico aquel día le pareció digna del mismísimo Luzbel. Los ojos metálicos brillaban en un rostro del color de los astros, y los crinados cabellos que cubrían el cuerpo de la mujer hasta la cintura eran de una tonalidad entre el dorado pálido y el brillo argentino. Toda ella era oro y plata entremezclados en letal aleación.
—¿Me recuerdas, Erik?
La pregunta misma era un sinsentido: ¿cómo olvidar a quien fuera casi su segunda madre? ¿Cómo olvidar aquel rostro asociado a su infancia? ¿Cómo olvidar a aquella que había logrado que el propio demonio poseyese a su padre? El joven se puso en pie y retrocedió cautamente unos pasos, sabía que el mal rezumaba por la piel de aquella poderosa hembra al igual que la serpiente rezuma veneno.
Galeswintha sonrió.
—No temas, no voy a hacerte ningún daño –dijo poniéndose seria–, eres el hijo de una de las dos únicas amigas que he tenido en toda mi existencia. ¿Cómo está Frida?
Erico dudó entre hablar con aquella bruja o emprender ciega carrera hasta la puerta norte. Hubiese sido más adecuado lo segundo, pero algo le obligaba a quedarse allí, quizá fuese únicamente su deseo de saber o probablemente la morbosidad de llegar a descubrir la fuente de poder de la que esa mujer se surtía. El godo se encontraba en ese momento de la juventud en que se quiere aprender a partir de la experiencia propia y que desoye hasta los prudentes consejos de los más experimentados. Su padre le había prevenido de la maldad de aquella que una vez había sido su esposa, pero Erico dudaba.
—Bien, supongo –contestó finalmente–. No veo a mi hermana y a mi madre hace algún tiempo.
—No salen mucho del maldito cenobio ¿eh?
El joven negó con la cabeza. Estaban frente a frente y Erico se asombró al darse cuenta de la elevada estatura de la mujer, ya que era más alta que la mayoría de los hombres y él solamente la superaba en una frente. Le pareció verla por vez primera, y con ligera timidez recorrió con su mirada la esbelta humanidad de la fémina, reconociendo que nunca había visto antes a nadie tan hermoso y resplandeciente.
—Vengo de Toletum –dijo la goda, sentándose a orillas del río.
—¿Sola? –preguntó Erico asombrado.
—Con mi caballo –respondió sonriente, dando una ligera cabeceada hacia el animal–, no necesito de la protección de nadie, a pesar de la insistencia real de que partiese con los obispos Tajón y Quirico y sus escoltas tras la finalización del concilio.
Las pupilas del joven Erico se posaron en la tremenda espada que la amazona portaba al cinto.
—¿Has estado con nuestro señor Recesvinto? –se interesó sin salir de su asombro.
La bella mujer asintió.
—He ido a su palacio para ver una tabla.
Erico enarcó las cejas interrogante.
—Una lápida de oro, de varios talentos de peso, dotada de virtudes mágicas que perteneció al rey Salomón y cuyos poderes protegen a quien la posee. El rey aceptó que la inspeccionase como recompensa tras asegurarle que iba a disfrutar de un reinado pacífico y por haberle hecho importantes advertencias… siéntate a mi lado, no voy a comerte.
La bruja observó la hermosa fisonomía del joven dedicándole una mirada cargada de lascivia que él no supo interpretar hasta años después. En su alma delicada no cabía el pensamiento de que la esposa de su padre pudiese albergar ese tipo de sentimiento hacia su persona.
—¿Te refieres a Jedidías? –inquirió Erico, llamando al gran rey por su nombre bíblico y asentándose a cierta distancia de la bruja.
—Si prefieres llamarlo así…
Galeswintha comenzó a desatarse la complicada red de cuerdas que ceñía su rudimentario calzado. La adivina jamás imitaba la elegante costumbre romana referente a la vestimenta, sino que solía andar cubierta con pieles de animal, ceñidores metálicos y polainas informes de cuero de caballo y dejaba sueltos sus cabellos como las jóvenes doncellas, alternando a veces pequeñas trenzas con las largas hebras plateadas de su pelo.
—El hijo del rey David, como seguramente sabrás, era el hombre más sabio que ha vivido sobre la faz de la tierra y conocía la fórmula de la Creación y el nombre del Poder.
—Querrás decir el nombre de Dios.
La mujer asintió con paciencia.
—En realidad, todos los nombres tienen poder si se repiten de la forma indicada y por las personas correctas, en eso mismo consiste la invocación ritual o la plegaria que repite un nombre una cantidad de veces determinada acompañándose de la petición de un acontecimiento. Veo que ya no recuerdas las invocaciones a Freya y Odín de nuestra tierra... Bueno, en este caso el nombre escrito en la tabla no es lícito escribirlo ni pronunciarlo mas que por el tutelar, porque su sonido está cargado de una fuerza inmensa, creadora y destructora, por ello está escrito en clave de jeroglífico.
—¿Pero cómo…?
Galeswintha no esperó a que Erico terminase de hablar, parecía conocer las preguntas antes de que se las formulasen, y el joven se atemorizó, comprendiendo que aquella hechicera leía la mente de los mortales.
—El pueblo que tenga ese tesoro adquirirá un enorme poder –hizo una pausa–. Tiempo atrás la poseyeron los judíos, cuando eran gentes poderosas, cultas y brillaban entre los demás pobladores del mundo, pero no supieron entender las exigencias que la tabla demandaba, y los romanos, en época del emperador Tito, tomaron Israel y robaron la tabla antes de destruir el templo de Salomón, llevándola posteriormente a Roma. No creo que deba explicarte hasta donde llegó el poder del Imperio de los sucesores del Augusto, pero con el tiempo también se les fue de las manos el control del mismo y pueblos de nuestra raza tomaron la capital del orbe saqueándola y ganando gran botín de ella.
Erico tragó saliva.
—Habrás deducido que entre los objetos que constituían el botín de guerra de los godos estaba la tabla del sabio rey, y que ahora se encuentra en la sede regia. Por eso lograron tomar sin problemas Italia, Galia y después Hispania.
—Pero ¿y la pérdida de Galia en la batalla de Campi Vogladensi? –inquirió el joven sin salir de su asombro.
—Los francos poseyeron momentáneamente el objeto mágico debido a que Alarico II malinterpretó los preceptos inscritos en él, pero su bastardo, Gesaléico, la recuperó de nuevo y huyó a Hispania donde la puso a disposición de su sucesor, Amalarico.
El joven abrió mucho los ojos.
—¿Y cuanto tiempo permanecerá en nuestro reino?
—Has comprendido perfectamente parte del motivo de mi viaje a Toletum, joven Erik, he ido a intentar evitar lo casi inevitable. ¿Has oído hablar de los seguidores de Muhammad?
—Sí, algunas veces mi señor Braulio mostraba preocupación por las conquistas de esos guerreros. Decía que penetraban fieramente en los territorios de Oriente obligando a sus pobladores a abandonar el cristianismo o el judaísmo y a convertirse a una nueva religión.
—Así es –el rostro de la mujer se crispó–. Ya han tomado algunos territorios, y entre sus objetivos se encuentra Spania.
Erico sintió algo parecido al terror y se puso en pie de un brinco.
—¡No! –exclamó en un grito.
El corazón le latía con fuerza y presa de dolor llevó sus ojos arrasados de lágrimas hacia los blancos muros de la muralla cesaraugustana. Galeswintha entendió lo que sentía el joven.
—Sé que para ti es tu patria, eras sólo un niño cuando llegamos aquí y has olvidado nuestra lejana aldea. De todos modos, los nuevos invasores se apoderarán del tesoro y un guerrero llamado Tariq…
El joven se volvió furioso hacia la bella bruja.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo?
—¿Para qué iba a hacerlo? –preguntó la mujer con desgana.
—¿Por qué me has contado todo esto?
—A estas alturas de nuestra conversación te habrás apercibido de que veo el futuro con la claridad con la que tú ves la hierba que pisas, y por extraño que te parezca tienes una importante misión que cumplir por el bien de nuestro pueblo y por el de tu adorada Cesaracosta. Así que mantente vivo y hazte sabio como un nuevo Salomón –Galeswintha sonrió sarcástica–, pues tus acciones futuras serán determinantes.
—¿Y a ti qué más te da? No sientes pena por esta ciudad ni por nada ni por nadie.
—Tienes razón, no es que me importe demasiado que esta península sea tomada por unos o por otros, pero necesito que se cumpla la profecía.
—¿Qué profecía? ¿Y qué advertencia has hecho al rey a cambio de la recompensa de poder leer la inscripción de la tabla?
La mujer negó con la cabeza.
—No estás capacitado para comprender, Erik, todavía no… quizá más adelante.
Galeswintha clavó su inquietante mirada en el rostro dulce del godo y lanzó una risotada preñada de sarcasmo.
—¡Ah, por cierto! Olvídate de la joven por la que suspiras, nunca será para ti.
*
Galeswintha fue aquella noche a pernoctar a orillas del Orba, como solía hacer en muchas ocasiones. Ese lugar era su templo particular, la fuente donde hallaba inspiración y la comodidad que su ser necesitaba para alcanzar un mayúsculo poder. La corriente cristalina del río la invitó a sumergirse en sus aguas y ella, como una diosa pagana, cubrió su cuerpo desnudo y radiante con el sagrado líquido que limpiaba cuerpo y espíritu, como un bautismo católico anatemizado por sus oscuras creencias. Los rayos de la luna la bañaron y su piel, sus cabellos y sus ojos resplandecieron.
Evocó a su añorada Angradema, a cuya memoria rendía culto como los cristianos adoran a los santos. Tras sentirse purificada se tumbó en la fresca hierba y dejó que sus recuerdos volasen hacia épocas ya lejanas que la trasladaron a otro lugar y otro tiempo con la facilidad que sólo una mente preclara puede poseer.
La bella y poderosa mujer comenzó rememorando su propio nacimiento, evento que ningún mortal puede llegar a revivir. Galeswintha volvió a sentir la angustia de su salida por un angosto conducto, el primer dolor en su piel al pasar de un medio líquido y confortable a la inclemencia de este mundo brutal. Unas manos ásperas tiraron de ella con fuerza mientras oía gritos y lamentos terribles a la vez que sentía un frío indescriptible. Su madre, todavía una niña, paría en cuclillas su primer hijo entre sangre y fluidos, y su abuela materna ejercía de comadrona en el alumbramiento. Un paño parduzco limpió su cara y su cuerpecito y, envuelta en lienzos limpios, fue presentada a un anciano de unos cincuenta años de edad.
—Aquí tienes a tu hija, te la presento sin demora, tal y como ordenaste –anunció la abuela de Galeswintha–, ¿qué debemos hacer?
Era práctica común en el norte del continente abandonar a los recién nacidos no deseados a merced de los animales del bosque, el hambre y la gelidez. Pero la pequeña era ya tan preciosa y resplandeciente que su padre quedó prendado de ella nada más verla.
—Le daré un nombre –respondió el godi poniéndola en su regazo para alivio de la mujer.
Aquel padre anciano llegó a serlo todo para Galeswintha, pues su madre murió al dar a luz a su segundo hijo, un varón frágil con demasiadas taras físicas como para poder ser aceptado. Por ello en el corazón del sacerdote de la aldea se creó un vínculo muy especial con su hija, quizá porque solamente se tenían el uno a la otra y porque el poderoso godi conocía de la capacidad excepcional de la niña. El hombre enseñó a la criatura la personalidad de los dioses, el conocimiento del pasado, la importancia de la naturaleza y la fuerza de la sabiduría. Pero sobre todo la educó para sobrevivir. La destreza con las armas, la equitación y los remedios curativos fueron asignaturas en las que la pequeña destacaba por encima de otros niños de su aldea y el anciano sonreía encantado cuando su hija se alzaba sobre el cuerpo de algún contrincante sentada a horcajadas en él.
El tiempo pasaba y Galeswintha crecía en sabiduría y belleza y pronto se convirtió en la adolescente más agraciada y esbelta que nadie viera jamás. Antes de que ella hubiese cumplido los trece años de vida, su padre ya había rechazado docenas de propuestas matrimoniales de los casamenteros que intercedían no sólo por los vecinos de la aldea, sino por guerreros y nobles que llegaban desde otros pueblos para constatar con sus propios ojos la leyenda de que había nacido una diosa en aquel lugar perdido del mundo.
—No quiero casarme nunca, padre, –oyó decir Galeswintha a su propia voz con un tinte más infantil–, nadie me va a separar de ti.
Así, el viejo mago rechazaba a los mejores maridos que un padre hubiese querido para su hija.
—¿Dónde se ha visto eso? –decían los aldeanos sorprendidos–. ¿Acaso nuestro godi se ha vuelto loco?
Pero un día oscuro el anciano se dirigió con su hija al bosque de fresnos donde solían practicar extraños rituales religiosos en honor de la diosa Anfana y le habló a la orilla del lago:
—Hija, tengo terribles noticias para ti.
La jovencita se asustó.
—Hay una cosa que debes saber. Va a suceder algo horrible en nuestra aldea y debes salir de ella cuanto antes.
—¿A qué te refieres, atta?
—Dentro de seis lunas llegaran hombres sembrando el dolor y la destrucción, arrasarán nuestras casas y nuestros campos y matarán a quienes encuentren a su paso.
—¿Quiénes serán esos hombres, padre? –chilló la joven–, ¿gautas, raumas, brondingos?
—¡Qué más da, hija mía! –el hombre sabio suspiró–, serán feroces guerreros.
Galeswintha abrió mucho los ojos.
—¿Lo has visto con claridad, padre?
El anciano asintió.
—Pues entonces debemos huir cuanto antes –razonó la joven.
—Tú sí, pero yo me quedaré aquí.
La hija del godi sacudió la cabeza incrédula.
—Pero…
—No me contradigas, Galeswintha, yo sé bien lo que conviene a ambos y debes obedecerme sin rechistar, sólo así podrás salvar tu vida. Te voy a entregar en matrimonio a Gorm Haraldson.
—¿Qué? –casi gritó la joven–. ¡A ese gran patán…! Además, él ya está casado, yo… yo sería su concubina.
—No te he cuidado, alimentado y enseñado todo lo que sé durante catorce años para que acaben segándote la cabeza con un hacha o para que sirvas de diversión a una tribu de asesinos que después te cortarían en pedazos. Además, nadie va a hacer de ti una simple concubina si tú no quieres serlo, tú serás mucho más, pero para llegar a ser alguien tienes que estar viva. El linaje del clan de Harald no es desdeñable, hace muchos años teníamos antepasados comunes y no te preocupes por la descendencia, ya que nunca tendrás hijos. Indicaré a Harald el emplazamiento de una lejana ciudad y le proporcionaré medios para que su clan, al cual tú pertenecerás, sea bien acogido en ella. Está situada en un reino muy al sur, es otro mundo, hija mía, allí hay «aldeas» enormes en comparación a las nuestras, poseen elegantes edificios y están habitadas por gentes civilizadas que nada tienen que ver con nosotros.
—Y si es una tierra tan maravillosa, ¿por qué no vienes tú también? –preguntó la joven presa del llanto.
—Soy muy anciano y el viaje sería terrible para mí, pero sé que mi hija conseguirá llegar sana y salva y, cuando seas toda una mujer, tendrás un poder como jamás habrías soñado tenerlo.
—¿Cómo conseguiré eso?
—Alguien te espera allí, no sé decirte su nombre ni cuándo darás con ella, pero te transmitirá su herencia y, si eres sabia, sabrás cómo emplearla.
Se contemplaron en silencio.
—¿Podrás hacer esto por mí, hija?
—Ik mag (Puedo) –respondió la joven secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
*
Erico observaba el rostro de Régula Segunda con visible satisfacción. La joven se había repuesto de su extraño mal y miraba a su benefactor con rostro arrobado de agradecimiento.
—No sé qué habría sido de mí sin vuestros cuidados.
El joven sintió que su corazón daba un vuelco de alegría y se recreó en contemplar el rostro amado, la piel blanca y libre de granos e imperfecciones que otras jóvenes sufrían, la boca pequeña y gruesa de cándida sonrisa y el cabello oscuro que la cubría como un manto enmarcando aún más sus perfectas facciones.
—Solamente he cumplido mi deber –murmuró al no encontrar nada mejor que decir.
Orenco había notado las tiernas miradas que el godo lanzaba a la hija de la patricia día tras día, pues a diario había acudido Erico a la domus para atender personalmente a la enferma. El tuerto era versado en sentimientos humanos y sabía reconocer un joven corazón doliente a una legua de distancia.
—Os ha cuidado como a una reina –aseguró para añadir mérito a la labor del ayudante de Eudoxo.
La gran Régula se movió nerviosa por la habitación.
—Te agradezco mucho lo que has hecho por mi hija –cortó tajante–, y ahora dejémosla descansar.
El joven godo, la patricia y el esclavo salieron de la alcoba de la convaleciente, no sin que antes la mirada de ambos jóvenes se fundiese mágicamente mediante el primer beso, que usualmente se da con los ojos. Régula ordenó a Orenco que el ayudante del médico griego fuera generosamente retribuido y, despidiéndose con un ligero movimiento de cabeza, abandonó la compañía de los dos hombres.
—Ven conmigo al tablinum –propuso el tuerto, observando como su ama recorría el atrio con la dignidad de una diosa.
Entraron en el elegante despacho de la villa y Orenco indicó a Erico que se sentase en una de las dos sillas dispuestas frente a la gran mesa de mármoles de diversos colores. El joven recorrió con la vista cada uno de los objetos de la magnífica estancia rectangular. Frente a él, una gran ventana que daba al peristilo lo inundaba todo de luz natural, por eso pudo admirar ampliamente los frescos de las paredes, la geometría del suelo y los bustos familiares restaurados que sobre pedestales se alineaban a ambos lados de la habitación. Mientras tanto, Orenco sacaba de una hermosa caja repujada de piedras semipreciosas los sueldos que la romana había aconsejado que se le pagasen.
—Toma, Erik –dijo alargándole las monedas.
Erico se extrañó.
—¿Tanto?
—Sí, mucho más de lo que yo recibía en un año como preceptor de la joven Régula.
—Es demasiado –reconoció el joven godo.
—Has salvado la vida de su hija, es lo que mereces. Si hubieses fracasado sabes que te habrías podido convertir en esclavo de esta casa, has corrido un gran riesgo.
Erico abrió su bolsa y guardó en ella las relucientes piezas doradas mientras Orenco le observaba sonriendo.
—Te envidio, Erik –el tuerto rodeó la mesa y se sentó en la silla gemela a la que ocupaba el joven–. Eres libre y empiezas a ser sabio, pese a ser solamente un muchacho. Pronto serás un gran médico.
—No debes envidiarme, Orenco, y no sé si seré médico.
—Da igual, seas lo que seas. No puedes evitar que el éxito y la bondad se reflejen en tu rostro. Confía siempre en Dios y en tus propias posibilidades, nunca te abandones como he hecho yo.
Hubo un breve silencio.
—He notado tu interés por la joven Régula Segunda y es un camino equivocado. ¿Sabes? Hay diferentes tipos de personas, algunas desprenden un halo de maldad y en su proximidad, los problemas están asegurados… me refiero a Régula. Esa mujer lo infecta todo como una peste y su entorno se pudre, es como el gusano que penetra en la manzana. Es necesario evitar a los gusanos. Otras, sin embargo, son como una brisa cálida y reconfortante, y tú perteneces a esta clase. Régula Segunda también, pero ha tenido la desgracia de nacer del vientre de una loba sanguinaria.
Erico suspiró profundamente.
—Aún hay un tercer tipo de seres –continuó el siervo– que gracias a los cielos no abundan, pero que portan en ellos un peligro letal, el mismo Satanás parece habitar en su interior. Estoy hablando de Galeswintha. Recibiste su acertijo, supongo, sé muy bien a quién lo envió y por qué y también sé… creo que estoy hablando demasiado.
—Por favor, continúa –rogó el joven.
Orenco se puso en pie y paseó por la habitación.
—Galeswintha es una arpía despiadada. Cruel, violenta y de «adorables cabellos», como bien son descritos estos seres por Hesíodo en su Teogonía. Su resentimiento unido a su enorme poder la hacen mucho más peligrosa de lo que imaginas, Erik.
—¿Resentimiento? –preguntó el joven con perplejidad.
—¿Todavía no te has dado cuenta de que no parará hasta acabar con su antigua familia?
—No te comprendo, Orenco. ¿Qué quieres decir?
El tuerto volvió a sentarse en la silla y la acercó a la de su interlocutor, como si temiese que las mismas paredes pudieran escucharle.
—¿No te parece extraño que tu padre cayese víctima de una posesión demoníaca y huyese de Cesaracosta? ¿No es sospechoso que tu abuelo Harald, un hombre sano y robusto donde los hubiera, muriese tan repentinamente llevándose con su enfermedad únicamente a su esposa? ¿Es lógico que Willa pierda todos los hijos que concibe? ¿Sabes por qué Sven y Karl malviven a pesar de los hermosos trabajos que realizan? ¿Qué me dices de Liuva? Y ¡por Cristo crucificado! ¿Cómo he llegado yo a ser esclavo de una maldita meretriz romana?
Erico sintió que le faltaba la respiración.
—No sé nada de Liuva. ¿Qué le ha sucedido?
—Está completamente ciego.
El joven miró con horror a Orenco.
—Durante el asedio hubo un incendio en el edificio anexo al de tu familia, Liuva ayudó a desalojar la vivienda pero las llamas le alcanzaron quemándole la cara y devorándole los ojos. No me tengas por loco si te aseguro que todo es obra de la animadversión que siente Galeswintha por quienes la echaron del hogar como a un perro, sólo ha respetado a tu madre, a tu hermana Galsuinda y a Rowena… además de a ti, por el momento. Pero no creo que os haga daño a ninguno de los tres, Galsuinda y tú sois los hijos de su amiga y no tiene nada contra Rowena, que era sólo una niña cuando Harald la expulsó del clan. Los demás, sin embargo, estamos sentenciados.
*
Eudoxo miró con orgullo paternal al joven godo y volvió a depositar las monedas en su mano.
—Tú te las has ganado, joven médico.
—¡Pero, señor! Vos me alimentáis y me enseñáis desde hace años, ni siquiera os compenso con este dinero la formación que me habéis dado pues la ley establece el pago de la cantidad de doce sueldos por los conocimientos adquiridos con un médico.
—Y tú me has devuelto la alegría que perdí y la luz que no veía –rio–, ya sabes que la operación de cataratas se remunera con cinco sueldos, y la felicidad no hay oro en el mundo para pagarla. ¿Quién da más a quien? Además estoy de enhorabuena, Erico, pues ha sucedido lo que ya no esperaba que pudiese llegar a ocurrir, mi esposa se encuentra en estado de gravidez.
Erico no pudo evitar sorprenderse, ya que sabía que Tegridia andaría por la cincuentena.
—¡El Señor Todopoderoso sea alabado! –exclamó el joven con verdadera alegría.
—Soy verdaderamente feliz, Erico, la muerte se llevó a mi hijo, pero Dios me ha dado otros tres.
El médico y su ayudante no pudieron evitar abrazarse con júbilo.
—Señor, hay algo que quería deciros hace tiempo y no encontraba cómo, pero ahora puedo hacerlo sin tanto dolor.
Eudoxo enarcó las cejas interrogante.
—Ahora que tenéis, en Abraham y el hijo que os nazca, dos posibles relevos para vuestra ciencia, debo confesaros que no creo que pueda llegar a ser nunca un médico tan ilustre como lo sois vos.
El griego asintió.
—Hijo, eres sobradamente inteligente pero excesivamente sensible para ejercer esta profesión. La medicina consta de diaetetica, pharmaceutica y chirurgica y tú eres bueno en las dos primeras, aunque la cirugía te resulte insoportable, pues veo claramente que haces tuyo el sufrimiento de cada persona a quien atiendo, el dolor de ellos te duele a ti, y la muerte te causa tal horror que consigue hasta tornar tu rostro del color de la nieve.
Erico se sintió avergonzado.
—Sé que os decepciono, que he defraudado todas las esperanzas que habíais depositado en mí.
—En absoluto –negó Eudoxo–, yo sé que mis enseñanzas no han caído en saco roto y que sabrás utilizar los conocimientos que has adquirido de una u otra forma. Además, hagas lo que hagas, siempre serás para mí motivo de orgullo.
—Señor, yo… yo no sé qué hacer. Tengo edad suficiente para tomar decisiones vitales, pero estoy totalmente perdido. Personas insignes me han asegurado que tengo una misión, pero yo la desconozco y solamente veo niebla donde tendría que ver un sol reluciente.
El griego sonrió al ver la desesperación del joven.
—Escucha, Erico, por muy largos que sean los días de niebla, el sol siempre acaba por salir. ¿Crees acaso que todos los hombres relevantes supieron cuál era su camino antes de cumplir los veinte años? A los quince años Julio César era Flamen dialis, con veintitantos se hizo abogado, pero como no estaba contento consigo mismo se fue a Rodas para estudiar filosofía y retórica y a los treinta fue cuestor, tras lo cual lo enviaron a Hispania. Un día lloró ante el busto de Alejandro Magno por haber cumplido su edad sin haber alcanzado ningún éxito y aquella misma noche un sueño le reveló que sería el amo del mundo. Es decir, el gran César, con treinta y tres años, no conocía la misión que debía desempeñar y se encontraba tan perdido como tú, pero todo lo que había hecho anteriormente le sirvió para alcanzar lo que sería después. Igualmente otro de los personajes más importantes de la historia, Lucio Cornelio Sila, fue un «maduro e inexperto quaestor» según el relato de Cayo Salustio Crispo, pero después se convirtió en el hombre más admirado de Roma.
Erico reflexionó.
—Pero quizá ellos sabían cúal era el sendero correcto.
—¿Tú crees? No sólo estoy seguro de que no, sino que te puedo nombrar a cientos de personajes distinguidos que realizaron profesiones que nada tuvieron que ver con sus futuros oficios. Debes saber que Sócrates trabajó como escultor y posteriormente sirvió como soldado antes de ser el primer filósofo de Grecia, y el apóstol san Pablo, cuando aún no había visto la luz de Dios, fue Saulo de Tarso, perseguidor acérrimo del cristianismo. Los sabios siempre buscan mientras que los necios creen que ya han encontrado todo, y decía con razón Aristóteles que lo que con mucho trabajo se adquiere, más se ama.
—Aconsejadme –imploró Erico–. ¿Qué debo hacer?
—Tomarte tu tiempo para encontrarte a ti mismo.
El griego esbozó una sonrisa, golpeó cariñosamente el hombro derecho del godo y abandonó la habitación, dejando al joven sumido en una extraña desesperación. Erico se sentó en una bancada y apoyó la cabeza en la dura pared. No podía pensar, solamente se le ocurría que estaba practicando una ciencia a la cual no iba a poder dedicarse, que amaba a una joven con la que no podría casarse y que vivía con una familia que no era la suya. ¿Qué extraño destino le aguardaba? Su vida le parecía desordenada, casi caótica, y no sabía cómo desenredar la maraña en la que se encontraba inmerso. Recordó lo fácil que le había parecido todo a su llegada, hacía ya más de diez años, y sonrió amargamente. En aquella época vivía con su familia, atendía al buen Braulio y estudiaba en la escuela, todo era sencillo y pulcro, pero después la situación había dado un inesperado giro. ¿Cómo podría enderezar lo que se había torcido? Rememoró las palabras de Orenco, ¿sería cierto que la magia negra de Galeswintha había influido en la vida de todos ellos? De ser así, tendría que intentar paliar la nefasta manipulación mágica, con la ayuda de Dios omnipotente, y trabajar duramente para que las cosas se enderezasen. No había tiempo que perder y lo poco que pudiera hacer lo haría inmediatamente, pues la vida humana es breve y el tiempo precioso. Palpó de nuevo las relucientes monedas y comprendió lo que debía hacer con ellas.
*
Cuando llegó a la zona sur de la ciudad, Erico sintió que sus pies avanzaban menos ligeros que de costumbre. Durante los dos últimos años había evitado inconscientemente acercarse al barrio donde estaba ubicada la antigua casa familiar. Caminó lentamente por la humilde calleja observándolo todo con minuciosidad médica y descubrió por vez primera la pobreza y el abandono que reinaban en el lugar. Acostumbrado como estaba en los últimos tiempos a acudir a los lugares más ricos y opulentos de Cesaracosta y a las magníficas villas extramuros de nobles y ricoshombres, le asombró su nueva percepción del lugar. La vía en sí no estaba pavimentada y si algo la cubría eran los excrementos y la inmundicia, haciendo irrespirable el aire. Los pequeños jugaban entre todas aquellas impurezas y se rascaban frenéticamente la cabeza intentando además espantar moscas y tábanos que revoloteaban entre ellos. De una de las ventanas cubierta por una tela sucia y áspera, salían los gritos angustiosos de una mujer, quizá una parturienta o una enferma agonizante, llenando la pesada atmósfera de estridentes acordes. Dudó si debía subir a aquella habitación para prestar ayuda médica, pero rechazó la idea porque, de tratarse de un parto, los hombres nunca eran bien recibidos en aquellos trances. Dirigió su mirada hacia la ventana de aquel hogar donde había vivido feliz y contempló los restos del incendio que había sufrido el edificio por proximidad con el anexo, completamente destruido. La pared de la fachada estaba ahumada y los desconchones de los muros le proporcionaban el más mísero de los aspectos. Cruzó la destrozada puerta y subió las escaleras de madera medio quemada que crujían bajo sus pies amenazando con un estrepitoso derrumbamiento. Una profunda tristeza embargaba su ánimo mientras ascendía cautelosamente por ellas evitando los huecos carentes de peldaño. Llegó al último piso y se situó ante la puerta que tantas veces había traspasado, entornada como antaño pero luciendo en aquella ocasión los restos de un desastre reciente.
—¿Hay alguien? –preguntó en un susurro.
—¿Quién es? –respondió la voz de un hombre joven.
Erico penetró en el cenáculo encontrándose de frente la pavorosa imagen del rostro desfigurado de Liuva. Aquella visión propició que el joven disimulase una expresión de dolor, como si el hombre que tenía ante él pudiese notarla a través de sus ojos llenos de sombras.
—Liuva –dijo suavemente Erico–, soy Erik.
El rostro del hombre quedó unos instantes desconcertado.
—¡Erik! –exclamó como si luchase por imaginar cómo sería el rostro de aquel joven que ya nunca iba a volver a ver–. Acércate.
Erico obedeció y tomando una silla la aproximó muy cerca de su familiar. Liuva palpó el bello rostro del joven, desde el cabello hasta la firme mandíbula, tratando de reconocer con las manos lo que era incapaz con la vista.
—Estás hecho un hombre –aseguró el ciego con melancolía agarrándolo por los fuertes brazos.
Era cierto, su apariencia era la de un hombre robusto, pero su juventud estaba todavía presente en su alma y no pudo evitar ni las lágrimas ni la necesidad de abrazar a Liuva. El robusto godo, que tiempo atrás hubiese evitado tan femínea muestra de afecto, agradeció el gesto del muchacho y lo correspondió con ardor.
—Orenco me lo contó, Liuva… yo… no sé que decir, rezaré mucho por ti.
—Hazlo, Erik –rogó el ciego con voz trémula–. Estoy tan ciego como Hoder, el dios de la oscuridad, se puede decir que mi vida ha terminado.
—No digas eso –cortó tajante el joven–, la vida es un regalo de Dios y tú aún la posees.
—Yo ya no poseo nada –aseguró Liuva–, no puedo trabajar y un hombre que no aporta dinero a su casa es un estorbo, un inútil, semejante a un niño pequeño pero sin posibilidad de crecer, peor, soy un anciano prematuro.
—Pero Liuva…
—Intento ser una carga no demasiado pesada, y por ello he tenido que variar mi conducta –sonrió amargamente–. ¡No sabes hasta que punto! Mi condición, por citarte un ejemplo, me obliga a resistirme a comer carne, es demasiado cara y al no aportar sueldos al hogar, la fuerza que proporciona sería malempleada en mí, en alguien que no trabaja, pero Willa es una buena mujer y algunas veces me guarda los huesos que aún conservan restos adheridos. Tampoco bebo vino, ¿para qué? sus vapores logran entristecerme en vez de alegrarme y ya hay excesiva tristeza en mi interior para aumentarla con caldos sin aguar. Además, había una mujer... pero ya no quiere nada de mí y no puedo culparla por ello.
Erico se mesó los cabellos con desesperación. Sabía que Liuva tenía razón, los godos habían sido educados para el trabajo físico y la fuerza y, a falta de eso, eran como viejos caballos poco rentables al no ser capaces de tirar del arado. De nada servía explicarle que el divino Homero, el mayor poeta que la humanidad conociese, había sido un bardo ciego y que gracias a sus dictados, la humanidad seguía disfrutando del deleite que la lectura de sus narraciones proporcionaba. Tampoco Liuva iba a admirar que Apio Claudio, constructor de la vía Apia romana, continuase ejerciendo de brillante orador y escritor tras su ceguera y que por ello pudiese ser más digno de admiración que Eratóstenes, el matemático, geógrafo y filósofo griego que se dejó morir de inanición tras perder el sentido de la vista. Todos esos nombres no significarían nada para el godo, pero podía hablarle de Braulio quien, a pesar de estar casi cegado los últimos años de su existencia, continuó siendo uno de los personajes más santos e insignes de toda Hispania. Y así lo hizo. El joven explicó a Liuva que el hombre no solamente poseía fuerza bruta, sino un espíritu capaz de abstraerse del mundo físico para incorporarse al de las ideas, trató de que comprendiese que el mayor don del ser humano era el de la inteligencia, gracias a la cual se podía dominar la naturaleza, intentó hacerle entender que cualquier bestia de carga tenía más fortaleza y resistencia que un hombre y no por eso era más importante. Erico habló durante un buen rato mientras su interlocutor le escuchaba impasible.
—Olvidas una cosa –intervino Liuva cortando la exposición del joven–. El hombre necesita comer, un techo bajo el que cobijarse y un fuego que caliente en invierno, y yo no puedo proporcionarme ninguna de las tres cosas.
Erico abrió su bolsa y depositó en la mano del ciego los sólidos de oro que había recibido como pago por haber sanado a Régula Segunda.
—Aquí tienes el salario que habrías recibido por muchos meses de duro trabajo. Yo no lo necesito pues Dios me ha proporcionado todo lo necesario y aún más.
—No quiero limosnas –dijo Liuva abriendo la mano y dejando caer las monedas sobre la burda mesa.
—No es una limosna –negó el joven godo tajante–, cuando yo era niño vivía aquí, vosotros me alimentabais y pagabais el alquiler de esta casa. Es justo que si tú cuidaste de mí cuando yo no podía valerme, yo sea quien cuide de ti ahora.
Erico se puso lentamente en pie y cuando ya iba a abandonar la compañía de Liuva, oyó como alguien entraba en la habitación. Era Willa acompañada de una joven. Erico supuso que esta última podía ser Rowena, pero no se habría atrevido a asegurarlo.
Ambas mujeres lo miraron con curiosidad.
—¡Erik! –exclamó Willa al igual que Liuva había hecho antes.
El ayudante del médico se aproximó a ellas y las besó con afecto. Mientras la mayor aseguraba la alegría que les había deparado verlo allí y parloteaba sobre la desgracia que se había instalado en aquella morada, Erico contemplaba a ambas analizando sus fisonomías. Willa estaba prematuramente envejecida, sus profundas ojeras y los párpados hinchados delataban a una persona que sufría enormemente, y su vientre abultado y flácido demostraba las innumerables y fallidas preñeces de las que le había hablado Orenco. Probablemente, se dijo el joven para sí, su excesiva verborrea se debía a que nadie hablaba en una casa plagada de mudas angustias. Por otra parte, Rowena, pues ya había deducido con seguridad que era ella, no era una joven agraciada físicamente, estaba excesivamente flaca y sus ojos y cabellos carentes de brillo indicaban grandes carencias alimenticias. Dedujo además que era de carácter retraído y tendencia abúlica, no poseía ni la alegría ni la fuerza propias de la juventud y a Erico le pareció que a la joven le importaba bastante poco lo que ocurría a su alrededor. A fuerza de intentar evadirse de un tipo de vida que le disgustaba se había evadido de la vida misma.
—Sven y Karl nos dijeron que te habían visto –continuaba explicando la mujer–. Ahora eres un personaje importante en la ciudad, nada menos que el ayudante del mejor médico de Cesaracosta. Los dioses te protegen, Erik, Orenco siempre lo decía, y sin embargo a nosotros… ya ves, las cosas no van bien. Sabes lo del incendio ¿verdad? Sí, seguramente, mira al pobre Liuva, y esta hija mía, algunas veces es como si no existiera. ¡Qué ropa tan limpia y elegante llevas! ¡Da gusto verte! Pareces un noble y…
La mirada de Willa se posó en las relucientes monedas que brillaban sobre la madera y luego ascendió hasta los ojos de Erico. La mujer ahogó una exclamación y Erico hizo un gesto para que la acompañara fuera de la vivienda, donde Liuva no pudiera oír lo que decían.
—Este dinero es para que Liuva viva con las mayores comodidades posibles –casi ordenó Erico–. Quiero que consideréis que lo ha ganado él, pues a Liuva se lo he dado y todos os beneficiaréis de ello, igual que él se beneficia de lo vuestro. Es el salario de tres años de trabajo de un hombre, pero no os pido que os dure tanto tiempo, yo volveré cuando pueda ¿me comprendes?
El torrente de palabras de Willa se había secado igual que los cauces cuando la lluvia es escasa. La mujer contemplaba al joven, tan atónita como si el mismísimo arcángel san Gabriel se le hubiese aparecido, pues nunca habían poseído tal cantidad de dinero y además, según oía de labios de Erico, aquello no iba a terminar ahí.