II

Donde Abraham habla con Erico sobre la diablesa Lilith y del regreso de Gorm

Abraham permanecía despierto en su lecho observando las sombras que jugueteaban en el techo de la habitación. Parecía inmóvil pero de vez en cuando sus labios se movían en muda plegaria a su Dios, a quien rogaba encarecidamente que lo librara de aquel suplicio. Sus «padres adoptivos» eran cariñosos con él, eso debía reconocerlo, pero demasiado celosos a la hora de salvaguardarlo de cualquier atisbo de actitud judaizante. Los viernes, desde que la primera estrella lucía en el firmamento, intentaban multiplicarse en su labor de vigilancia para comprobar si su comportamiento era, de alguna forma, sospechoso, e insistían en encomendarle las más variadas tareas para que no cayese en la obligada inactividad sabática que imponía su antigua religión. Las visitas a la catedral de San Vicente eran ya incontables y su presencia en el oficio de la misa católica rayaba en lo absurdo. Por otra parte temía la sorprendente actitud de Erico. Su hermano adoptivo era un joven extraño, algunas veces parecía que era el hombre más bueno que él hubiese conocido, pero de ser así… ¿por qué lo había visto tiempo atrás hablando con aquella diablesa a quien los de su raza llamaban Lilith? Sus ojos no le habían engañado, de eso estaba seguro, pero carecía del valor suficiente para preguntárselo y confirmar sus sospechas, aunque debía hacerlo y cuanto antes. El pequeño judío decidió permanecer despierto hasta que Erico entrase en la habitación para acostarse y entonces, ayudado por la protección de la oscuridad, se lo soltaría sin pudor alguno y esperaría valientemente la respuesta, fuese cual fuere. No tuvo que esperar demasiado. Aquel día el joven godo estaba agotado pues, aparte de sus quehaceres cotidianos, había tenido que ayudar a Eudoxo a curar los pies quemados de un reo sometido a ordalía y además cargar con el hombre para sentarlo y depositarlo en la carreta en la cual había llegado. Erico abrió la puerta y se sentó en la cama para desatar los broches de su calzado, todo ello muy despacio y en completo silencio, pues estaba convencido de que Abraham dormía a pierna suelta y no deseaba perturbar su descanso.

—¡Erico! –oyó sorprendido el joven–. ¿Podemos hablar?

—Claro que sí, Abraham –aceptó el godo, venciendo el sueño que ya se apoderaba de sus párpados–. ¿Qué quieres decirme?

El pequeño dudó carraspeando nervioso y Erico tornó el rostro hacia su compañero de habitación. Sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra de la alcoba y poco a poco reconoció, en los rasgos aguileños del pequeño, la preocupación y el pesar que le impedían conciliar el sueño.

—¿Recuerdas que prometimos contarnos el uno al otro las leyendas que corrían sobre la religión de mis padres y la que profeso actualmente?

Erico afirmó y sonrió admirando al pequeño circunciso por el sumo cuidado con el que había elegido las palabras, algún otro más ingenuo podría haber dicho «mi religión y la tuya». Erico aún no sabía si el proceso de conversión del judío estaba siendo exitoso o bien un auténtico fracaso, Abraham nunca se quejaba, cosa que sorprendía y atemorizaba al godo, porque aquel mudo respeto bien podía ser debido a la completa aceptación de los nuevos dogmas asimilados o asimismo era factible que respondiera a un total rechazo de los mismos.

—Pues bien, Erico, me gustaría contarte una leyenda de mis antepasados.

—¿Tiene que ser en este momento, Abraham?

—Es necesario que sea ahora, porque tengo unas dudas que me roen el alma y desvelan mi sueño. Si no me las despejas no podré dormir en toda la noche.

El joven preguntó al muchacho si deseaba que encendiese la lámpara para hablar más a gusto mirándose a la cara, pero el judío le rogó que permaneciesen a oscuras pues el tema del judaísmo le provocaba, a veces, una especie de extraña vergüenza al haber comprobado, en los últimos tiempos y tal como le decían los sacerdotes y creyentes católicos, que tenía mucho de superstición y poco de razón. Erico prefirió no analizar cuánta sinceridad encerraba aquella afirmación.

—Pues verás –comenzó el muchacho en un susurro–, hay un antiguo demonio en la cultura judía llamado Lilith, que en un principio fue la primera esposa de Adán o mejor dicho, el mismo Adam… La tradición cuenta que dijo Elohim: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como a nuestra apariencia», y creó al ser humano a su imagen, macho y hembra, dando lugar al andrógino primigenio.

Erico dio un respingo y contuvo el aliento, pues recordó la obra de Platón que aseguraba que había existido una raza primordial, cuya especie estaba extinguida, formada por seres que llevaban en sí ambos principios, el masculino y el femenino. En su obra El banquete, este filósofo declaraba que los miembros de aquella raza andrógina «eran extraordinarios por su fuerza y atrevimiento» y en los mitos antiguos eran llamados «Gigantes».

Abraham continuó sin hacer caso de la reacción del joven.

—Después, el de nombre santo partió a ese ser separándolo en dos mitades que dieron lugar a Adán y a Lilith, pero nunca hallaron armonía juntos, pues cuando él deseaba yacer con ella, Lilith se sentía ofendida por la postura que él le exigía y le preguntaba por qué debía acostarse debajo de él, pues ella razonaba que también había sido hecha con polvo y por lo tanto era su igual. Como Adán trató de obligarla a obedecer, Lilith, encolerizada, pronunció el nombre mágico de Dios, se elevó por los aires y lo abandonó en el Edén, trasladándose posteriormente ella a las orillas del Mar Rojo, que es hogar de muchos demonios con los que se entregó a la lujuria.

Abraham hizo una breve pausa esperando la intervención de Erico, pero éste había enmudecido.

—Con estos demonios ella engendraba a los Lilim a razón de más de cien por día, pero una noche tres ángeles enviados por Elohim le dijeron: «Regresa con Adán de inmediato o te ahogaremos». Ella respondió que ya no podía regresar con él después de su estancia en el Mar Rojo, pero ante la reiterada amenaza de muerte, Lilith preguntó: «¿Cómo puedo morir, si se me ha ordenado que a partir de ahora me lleve a todos los recién nacidos, a los niños hasta el octavo día de vida y a las niñas hasta el vigésimo día?». Así llegaron a un trato, y el Señor castigó a Lilith, haciendo que cientos de sus vástagos demoníacos perecieran cada día y que, aún encolerizada por ello, no pudiese matar a la descendencia de los demás si mediaba la presencia de un amuleto protector en el recién nacido.

Erico escuchaba boquiabierto el tremendo relato que salía de labios de aquel pequeño, pero finalmente decidió intervenir.

—Espero que tu herética narración tenga algún sentido final, Abraham.

—Tómalo como una leyenda infundada, si así lo deseas –dijo el niño, demostrando una madurez impropia de su edad–, pero una vez me dijiste que deseabas saber, que ansiabas el conocimiento con el mismo anhelo que el sediento ansía el agua fresca de un manantial.

—Pero la herejía…

—Por favor, Erico –rogó–, déjame que continúe.

El godo pidió perdón al Señor Todopoderoso por lo que sus oídos no deberían haber escuchado si su curiosidad no hubiese sido tan grande.

—Después, Elohim creó una nueva compañera para el primer hombre: Eva. Lilith, convertida en serpiente para vengarse de la mujer humana de Adán, la instó a probar del fruto prohibido y a concebir a Caín, hermano y asesino de Abel, pero esto ya no tengo que contártelo pues coincide con la narración cristiana de la Creación. Te habrás dado cuenta de que los judíos temen a Lilith como al poderoso demonio que es e intentan preservar a sus recién nacidos con amuletos que contienen los nombres de los tres ángeles que visitaron a Lilith en oriente.

—¿Y bien?

—Desde hace un tiempo, entre la comunidad de mis antepasados, se rumorea que Lilith vive ahora en Cesaracosta –aseguró Abraham con un ligero temblor en su voz–. La tradición la describe como una mujer dotada de maléficos poderes, hermosura desbordante, esbeltez extrema y largos cabellos sueltos… y hay una mujer en esta ciudad que responde a esa descripción.

Erico, que ya se paseaba nerviosamente por la habitación a oscuras, se detuvo en seco, sabiendo con seguridad dónde quería llegar el pequeño y astuto judío.

—Galeswintha –afirmó más que preguntó el godo.

Abraham se encogió de hombros.

—Ignoro su nombre, pero creo que era la mujer con la que te vi hablando a orillas del Iberus. Dicen de ella que es una terrible diablesa, una maldita bruja, la propia Lilith.

El joven se tumbó sobre el lecho restando importancia al tema con un bufido, pero sin saber muy bien qué responder al judío.

—Eso son tonterías, Abraham, esa mujer no es Lilith, es mi… una familiar mía.

—¿Eres pariente de Lilith? –casi chilló el pequeño.

—No, no directamente. No somos de la misma sangre, pero sí del mismo clan.

—¿Qué quieres decir con «clan»?

—Es muy tarde y estoy muy cansado, Abraham. Durmamos ahora y ya hablaremos de esto mañana.

El niño judío suspiró con una mezcla de alivio por el valor que había demostrado y curiosidad por lo que el otro no había dicho, pero enseguida se dejó vencer por el sueño. Erico, sin embargo, permaneció despierto gran parte de la noche. Abraham había dicho ciertas cosas que el joven no podía olvidar. Recordó el proceso de exorcismo practicado a su padre y el convencimiento del mismo de que el demonio posesor había sido enviado por Galeswintha. ¿Quién puede enviar a un demonio al cuerpo de un hombre sino alguien que tiene tratos demoniacos? Parecía que en este punto, la tal Lilith y Galeswintha coincidieran plenamente, aunque era difícil considerar demoníaca a aquella que, según muchos, tenía rostro y fulgor de ángel.

Erico se giró para contemplar el inquieto sueño del pequeño, quien parecía estar padeciendo una pesadilla, pues se retorcía en su lecho y balbucía palabras inconexas que el godo no comprendía. El joven se levantó de un salto y acercó su oído a los labios del judío, esforzándose en comprender los susurros, queriendo desentrañar el origen de sus arrebatados suspiros. Creyó entender las siguientes palabras.

—Lilith nunca morirá… es… la siempre viva.

*

Las ruinas del antiguo circo romano cesaraugustano servían por aquel entonces como redil para los vacunos y matadero. La carísima carne de estos animales era muy apreciada entre los ricoshombres, ya que era un manjar que rara vez podía encontrarse en una mesa y constituía una feliz sorpresa degustar su sabroso sabor. Por ello, la gran explanada oval situada extramuros recibía diariamente la visita de compradores de carne y mendigos en busca de despojos con que alimentarse. Estos últimos eran centenares que se apiñaban en busca de algún buen samaritano que les diera de limosna alguna víscera, pezuña o pedazo de grasa, y entre aquellos pobres diablos abundaban todas las deformaciones tanto físicas como mentales imaginables. Algunos engarfiados, cuyas uñas penetraban ya en la carne ulcerada de sus palmas, señalaban el pringoso zurrón que colgaba de sus cuellos para que el espléndido donante introdujese la dádiva en el mismo. Los maniacos daban grandes gritos pregonando su desgracia con horribles muecas faciales que deformaban todavía más sus monstruosos rostros. Las prostitutas ofrecían, a cambio del regalo, la posibilidad de que el benefactor les tocase un pecho, acción que llevada a cabo con una mujer libre hubiese costado al infractor la multa de cuarenta y cinco sueldos, treinta en caso de palpar el brazo, y quince la mano. Los atrofiados exponían sus miembros a la contemplación general con objeto de inducir a la piedad a mercaderes y clientes, pero en la mayoría de los casos recibían burlas e insultos más que conmiseración. Los ciegos golpeaban con sus bastones las piernas de sus oponentes propiciando que alguien los empujase y cayesen al suelo siendo pisoteados por los demás, como sucedía frecuentemente. Pero entre todos ellos había un imponente godo que llamaba la atención por su presencia y por la perfección de su cuerpo. Llevaba una pellica algo raída y ceñida por un cinturón de metal aún en buen estado, polainas de lana agujereadas y, como complemento para paliar el frío, un chaleco de ajada piel.

Una pellex de cráneo tiñoso con síntomas de haber rendido buen culto a Baco le tiró de las largas barbas que escondían parte de su rostro.

—¡Eh, tú! –cloqueó–. No veo en ti mutilación ni enfermedad que te impida conseguir comida por otros medios. Déjanos este lugar a los miserables y vete a cazar con tu cuchillo.

El hombre la miró con repulsa.

—No tengo armas con que cazar –respondió con voz queda.

La mujer estalló de risa.

—¡Yo te imagino bien armado! Y lo mejor que podrías hacer es prostituirte por los caminos –le recomendó con conocimiento de causa–. Harías las delicias tanto de transeúntes como de clérigos, ya que conservas todos tus dientes y tienes el cabello suave como una mujer… ¡Si yo fuese todavía joven y hermosa como tú!

El godo desvío la mirada pero la mujer continuó su ataque.

—O hazte acróbata para las fiestas de los patricios o toca la cornamusa, pero vete de aquí, nadie se apiadará de tu hambre ante tal cantidad de rivales andrajosos.

Sin desoír los lógicos consejos de la vividora, aquel hombre extraño depositó sus ojos sobre todos y cada uno de los miembros de aquel penoso enjambre humano y sintió, aun viendo la cantidad de infortunio que lo rodeaba, que probablemente él era más desafortunado que el resto. Se giró en silencio, verdaderamente no parecía un mendigo por lo que, dado su buen aspecto, se le permitiría entrar en la ciudad y además sin necesidad de pagar portazgos, ya que nada transportaba sino la ropa que le cubría y un zurrón con escasas pertenencias. Decidió dirigirse hacia el suburbio que se había creado en torno al teatro expoliado. Muchas de las piedras, que en otro tiempo habían formado parte de los seis mil asientos para espectadores, se habían arrancado y en aquel momento formaban parte de las viviendas que componían aquel extraño barrio. Antes de penetrar en él para mendigar por las humildes casas que se mezclaban con restos de columnas, cornisas y esculturas desmembradas, llevó su mirada hacia la puerta sur y recordó, y al recordar no pudo evitar que las lágrimas rodasen por sus mejillas sucias de polvo de los caminos creando dos surcos. Aquella ciudad de amplias y regulares calles ejercía un extraño influjo en su ánimo, por un lado le horrorizaba y por otro sabía que parte de él continuaba entre esos imponentes y blancos muros a los cuales su mente había retornado sin cesar durante los años de lejanía absurda y obligatoria. Gorm suspiró al imaginar el aspecto que tendría su hijo Erik y también su pequeña Galsuinda, que continuaría enclaustrada en aquel cenobio de monjas donde su esposa la había encerrado. Pero se dio cuenta de que no tenía ningún derecho sobre ellos, pues aun siendo su padre, los había abandonado a su suerte imponiéndose después la extraordinaria penitencia de la eterna infelicidad. Ya había pagado su culpa con creces, pensó no sin razón, pues había vagado por las vías romanas a lo largo y ancho de toda Spania, incluso algunas veces había recorrido largas distancias trabajando en las barcazas que surcaban ríos, pero siempre encontrando a su paso infortunio y desesperación. Malvivió en diversas ciudades de la península, Barcino, Emérita Augusta, Híspalis y Toletum, y en todas ellas percibió la insistente compañía de la adversa fortuna y la temible presencia de un espíritu del mal. Y no se refería a la constante violencia que incluso llegó a sufrir en carnes propias, sino al hecho de que Galeswintha no le abandonó ni en un solo instante de su incesante vagar en busca de una paz interior que no llegaba nunca. Ella protagonizó todas sus pesadillas llenando las noches y los días de intenso temor, porque veía su rostro en sueños cuando oscurecía, y a plena luz en los rasgos de cualquier goda con la que se cruzaba. Incluso creyó verla físicamente en la capital del reino, donde había finalizado su periplo antes de regresar a Cesaraugusta, pero descartó la idea pensando que quizá su seso se engañaba creando fantasmas que no percibía con los mortales sentidos. Entonces fue cuando se dio cuenta de que jamás podría huir del poderoso influjo que la bruja ejercía sobre él, y decidió enfrentarse a ella y matarla. Eso fue tras escuchar la historia narrada por un juglar en Barcino referente a un joven llamado Sicharius, quien, tras haber conocido la muerte de sus padres a manos de un enemigo, pronunció una frase que le quedó grabada en el alma: «Si no vengo sus muertes, no merezco seguir llamándome hombre, sino que me tengan por una débil mujer». Y el joven cumplió su palabra cortando la cabeza al asesino con un serrucho. Él tampoco debía huir, tenía que enfrentarse a Galeswintha y a los mil demonios que la acompañaban, si no los dioses de las innumerables religiones que había conocido hasta entonces lo considerarían cobarde y afeminado y se reirían de él cuando pesaran su alma.

Volvió a preguntarse por su hijo Erik, ¿cómo sería? ¿qué estaría haciendo en ese mismo momento?

No podía imaginar que Erico estaba a pocos pasos de él, observando una caravana de carros y jinetes armados que emprendía viaje hacia Barcino desde la villa de Régula, una caravana que transportaba lo más valioso que la romana poseía. La recién desposada Régula Segunda tenía los ojos enrojecidos por el llanto tras despedirse de Orenco, quizá para siempre, y el esclavo lloraba abiertamente y sin ningún pudor ante la mirada sorprendida del resto de los sirvientes de la casa. Erico continuaba contemplando desde la lejanía la partida del grupo, distinguiendo entre los jinetes a aquella por la que su corazón latía. El joven godo se limpió las lágrimas y se sintió tan abandonado y desvalido como cuando siendo un chiquillo la vida le obligó a separarse de su familia.

*

Las campanas tocaban vigilia mientras dos encapuchados se deslizaban entre las sombras. El comes Celso acompañado por un fuerte soldado recorría las calles desiertas de la zona oeste de la ciudad, escondiendo su semblante y rogando a cada paso que nadie reconociese su rostro, aunque el palacio de gobierno desde donde Celso había comenzado su expedición nocturna se encontraba cerca del lugar hacia donde se dirigían. Conde y guardador se detuvieron ante una vivienda de dos pisos y el primero de ellos ordenó al otro que permaneciese haciendo guardia ante el portón. La pesada pieza de madera se abrió para dar paso al visitante y Celso penetró en una estancia ya sobradamente conocida por él. Un lugar carente de ornamentación, sobrio y espacioso, de escasos muebles y múltiples escritos apilados en una mesa de bastas proporciones.

No debería estar aquí, si alguien me descubriese quedaría sujeto a la pérdida de bienes y a la servidumbre perpetua.

El conde bajó su mirada tras no poder soportar la lanzada por los ojos estelares e irónicos de Galeswintha.

—No seas tan casto, Celso, todo el mundo comete pecados, si es que quieres llamarlos así. En el mundo real hay sacerdotes que para causar la muerte de otros dicen misa de difuntos, abundan los profanadores de tumbas, cientos de clérigos y monjes son sodomitas, los conversos siguen practicando sus antiguos rituales heréticos y hasta el propio rey Recesvinto lleva a cabo sacrificios a los demonios y no le son extrañas las artes mágicas.

Se sentaron en las dos únicas sillas de la habitación, duras e incómodas y sin ningún cojín que las hiciera más confortables y atractivas.

—Todo eso que dices está prohibido y severamente penado en las leyes –añadió el comes con gravedad.

—Bueno, tú mismo consultas mis vaticinios y pagas buenos sueldos de oro por ellos, no creo que llegues a convertirte en san Celso.

El conde sonrió con amargura.

—Me has perdido el debido respeto y sin embargo tú te has ganado el mío. ¿Qué eres realmente, Galeswintha?

La mujer llenó dos vasos con el contenido dorado de una botella y ofreció uno de ellos a su ilustre visitante.

—Te lo diré con calificativos romanos, Celso, para que puedas entenderlo: soy maga porque puedo conturbar los elementos, trastornar las mentes humanas, y sin veneno y mediante conjuros, causar la muerte; soy nigromante por poseer la capacidad de interrogar a los muertos; soy hidromante pues evoco en el agua las sombras, imágenes o fantasmas de los demonios y de los muertos; soy geomante, aeromante y piromante por poder adivinar por tierra, por aire y por fuego; soy adivina al estar poseída por la divinidad; también encantadora pues me valgo algunas veces de palabras y conjuros; no menos arúspice, porque señalo los días y horas en que ha de hacerse cada cosa y examino las entrañas de las víctimas; Augur y auspice al entender el canto y el vuelo de las aves; soy astróloga cuando presagio por los astros; genetlíaca o matemática porque considero el día natal y someto a los doce signos el destino del hombre; y por último salisatora pues anuncio sucesos por la observación de cualquier miembro saliente o por el movimiento de las arterias.

Celso se mostró aturdido por las palabras de aquella extraña mujer y tomó un sorbo de aquel bebedizo dulce y sabroso como la miel.

—He venido para que me hables de esa invasión que vaticinas con tanta seguridad.

—No deberías haberlo hecho, hoy es domingo y no se puede trabajar –dijo Galeswintha con sarcasmo–, tendrás que pagar una multa de seis sueldos. Además no te preocupes demasiado por eso, tú no lo verás.

El comes asintió con amargura.

—Lo sospechaba –aseguró–, pero puedo dejar las cosas preparadas para cuando lleguen.

Galeswintha rio a carcajadas.

—Creo que no has comprendido en que consiste la adivinación. Tú no puedes hacer nada por evitar lo que tiene que suceder forzosamente, solamente puedes estar prevenido y actuar para conseguir tu propio bien. De todos modos, no comprendo ese arraigo al reino que poseéis los hombres. Lucháis con bravura arriesgando vuestra vida por algo que no existe. Este lugar llamado Spania no significa nada para mí y no debe significar tampoco nada para ti.

—¡Qué dices, mujer! –exclamó Celso indignado–. La católica patria goda debe ser lo más importante para un hombre.

La bruja sonrió.

—¿Acaso te sientes godo, Celso? Yo pensaba que tus antepasados eran romanos o bien primitivos pobladores celtíberos de la península. De ser así, ¿por qué los tuyos han peleado contra romanos y godos y ahora quieres hacerlo contra sarracenos? ¡Sois todos tan estúpidos y cerrados de mientes que es imposible que entendáis nada! La historia se escribe sola y la creencia en patriotismos y orgullo de raza es un concepto inventado por el hombre para intentar distinguirse de los demás y tener alguna excusa para guerrear. Apenas unos pocos años de vida, breves y pasajeros como el vuelo de una mariposa, y os arraigáis a la tierra con uñas y dientes, una tierra que únicamente será la morada de vuestros cadáveres.

El comes pareció no entender los estrafalarios conceptos que salían de boca de la goda.

—Los acontecimientos pierden importancia conforme se va alargando el período temporal desde los que los observes. Durante siglos han llegado y llegarán a estas tierras sucesivas oleadas de conquistadores de diferentes etnias que, frente a los pobladores indígenas, supondrán apenas un minúsculo grupo de individuos. Habrá otras normas, otra religión y otro modo de vida, pero permaneceréis impávidos y permeables como una esponja hasta que lleguen los que hayan de llegar. Pero como sucede en la relación entre un hombre y una mujer, el que parece el más fuerte es siempre el más débil.

—No comprendo –balbuceó Celso esforzándose en asimilar toda aquella nueva filosofía.

Galeswintha suspiró.

—Cuando algunos pueblos godos penetraron aquí hace dos centurias, vinieron con la fuerza de la espada, pero pronto la cambiaron por el arado; llegaron con su religión arriana, pero los hispanorromanos les convencieron para que la sustituyeran por la católica; algunos hablaban la lengua gótica y ahora se expresan en la de Virgilio; no deseaban mezclar sus sangres con los indígenas pero más tarde se permitieron los matrimonios mixtos; y finalmente, todos se negarían a abandonar ésta su nueva patria porque parece que se sientan ya totalmente hispanos… ¿A quién consideras conquistador y a quién conquistado?

—No sé qué responder.

—Recapacita, y ya te aseguro que con los sarracenos sucederá algo similar, pero volverán a vencer los nativos, pues siempre ha sido de esa forma. Llegarán en número inferior incluso que los visigodos y aunque algunos puedan convencer con su nueva religión, otros acabarán transformados en conversos, construirán aquí un lugar probablemente mejor que el que encuentren y los que no puedan llegar a adaptarse totalmente serán obligados a abandonar la Península. Así que no sufras por algo que ni comprendes ni vas a tener el privilegio de ver… Además, no has venido hasta aquí exclusivamente a preguntarme eso.

*

Erico comenzó a escribir un tratado de farmacia y medicina que recopilaba, con sencillez evangélica y huyendo de la elocuencia pagana, los conocimientos adquiridos en compañía del griego y Eudoxo aplaudió la iniciativa de su hijo adoptivo. Este herbario, transcrito por el prestigioso taller de copistas del monasterio, logró que no sólo la fama del médico Eudoxo creciese aún más y se extendiese por las ciudades y villas de todo el valle del Iberus, sino que su fortuna se duplicase en pocos años.

El primer domingo del mes de noviembre se celebraba la fiesta de los Innumerables Mártires con la Missa sancte Engretie, rito que se venía oficiando desde el año 592 como colofón al II Concilio cesaraugustano. Todos los ciudadanos acudieron a la iglesia del monasterio, hermosamente engalanada e iluminada por docenas de cirios de deslumbrante fulgor. Los oficiantes, que eran el propio obispo, el arcediano, el hermano Turninus, diáconos, subdiáconos y otros representantes eclesiásticos, entre ellos el buen Valderedo, quien colaboraba en la celebración al haber sido ordenado sacerdote, iban vestidos con albas y majestuosos ornamentos. El obispo Tajón, mitrado al celebrar una festividad de especial importancia, se mostraba orgulloso bajo la blanca citharim y su impresionante visión, sentado en el centro del ábside en majestuosa actitud, movía al respeto. El fervor de los fieles comenzó a mostrarse ya con el canto de entrada «Sanguinem iustorum requiram ego, dicit Dominus, et habitabo cum eis in regno meo», y con expresión de gozo todos repetían alleluia, alleluia. Se oyeron las diversas lecturas y se repartió el pan y el vino, acto que llevó su tiempo al estar el templo abarrotado de cristianos ansiosos por recibir a su Dios. Los himnos y cánticos llenaban la atmósfera del lugar y Erico se alegró especialmente por celebrar aquella fiesta rodeado de rostros queridos y, algunos de ellos, añorados largamente. Allí estaba su madre acompañada por Galsuinda, quien tenía cara de ángel y sonrisa de santa; el ciego Liuva cantaba, acompañado por el resto de los miembros del ya menguado clan, con potente voz y con el rostro visiblemente mejorado; Orenco cerraba su ojo sano sumido en profunda oración; Eudoxo elevaba su mirada hacia el cielo dando gracias a Dios; hasta Abraham, que desde su bautismo respondía al nombre de Mauro, y el resto de los conversos parecían transportados por el bendito ambiente del recinto. Los gobernantes de la ciudad también asistían al culto, ataviados con hermosas vestiduras de gala y al abrigo de sus capas más lujosas.

La sensación de pureza tras haber recibido el cuerpo de Cristo, las conversaciones a la salida de la celebración y, por añadidura, el regocijo de compartir unos instantes con su madre y su hermana fueron para Erico un bálsamo curativo impagable. Se acercaron a saludarle todos sus parientes y, seguramente, le avergonzó ligeramente el sincero agradecimiento del clan por el espléndido donativo recibido por Liuva, mas el joven prometió continuar ayudándoles en la medida de sus posibilidades. Al grupo se unió Orenco, felizmente privado de la presencia de la domina Régula, y todos se regocijaron de estar reunidos como antaño. Tras aquellos momentos de dicha se despidieron con gran pesar y Erico retuvo la mano materna hasta el último instante del coloquio. Al fin quedaron solos el esclavo de la romana y el ayudante del médico. Orenco suspiró y golpeó la espalda de Erico con afecto.

—¿Dónde está tu señora? –preguntó el joven.

—Esta mañana se ha sentido indispuesta y no ha podido levantarse del lecho.

—¿Necesita de los servicios de Eudoxo? –se interesó Erico, buscando con la vista a su padre adoptivo, quien charlaba animadamente con un recaudador de tributos.

—¡Oh no! –rio el doméstico–. Yo diría que se trata de una monumental resaca.

Los excesos de la domina van en aumento ahora que ya no tiene que preocuparse por la honra de su hija.

Erico notó que su corazón se estremecía al rememorar a Régula Segunda. Ambos comenzaron a pasear con calma.

—Ya ningún interés me retiene allí, pero no sé qué hacer para librarme de mi condición.

—Podemos conseguir el dinero para que restituyas el precio de tu compra.

El tuerto meneó la cabeza.

—No me vendí por precio, eran los tiempos del asedio de Froya y no había nada, solamente peste y hambre. Me regalé por miedo, a cambio de comida y cobijo. Tengo que pensar en algo para obtener mi libertad, he intentado incluso jugármela a los dados, pero la maldita juega endiabladamente, o bien hace unas soberbias trampas.

El joven no pudo evitar una sonrisa divertida.

—No debes vivir mal, después de todo, tienes un aspecto inmejorable para alguien de tu edad.

Orenco carraspeó incómodo.

—Escucha, Erico, no soy del todo digno de confianza. Cuando os conocí no fui sincero y mentí con respecto a mi longevidad, cosa que Harald notó al instante pues debíamos de tener la misma edad. Tampoco os dije la verdad sobre mi pasado, que después descubrió Galeswintha trayéndome a la memoria recuerdos nada gratos.

—¿Por qué lo hiciste?

—Os resulté menos peligroso cuando me considerasteis solamente un viejo desarrapado. ¿No vas a juzgarme?

—Sólo Dios puede hacerlo, Orenco, quizá tuviste tus motivos.

El esclavo fijó sus ojos en el joven.

—¡Cielo santo! No sé de que barro estás hecho, pero a tu lado suelo sentirme más pequeño y miserable que ante la mismísima Régula.

Esta vez Erico rompió a reír.

—Eres un verdadero eutrapelos aristotélico.

—Tú también, los bien orientados suelen estar a medio camino entre el bufón vulgar y el hombre intratable y áspero. Las buenas bromas y los ratos ociosos son necesidades para pasar la vida, o eso creía mi admirado filósofo quien decía que las burlas y gracias del varón instruido en buenas letras y doctrina, son muy diferentes de las del hombre falto de ellas.

—No sé si estoy del todo de acuerdo, en el monasterio me enseñaron que los placeres de la mesa y las bromas socavan la dignidad y la gravedad del hombre.

—Ya hablaremos de esto más pausadamente.

—¡Debiste ser un gran personaje en tu ciudad! –exclamó Erico con admiración.

—No creas –suspiró el tuerto–, sólo letrado y autor de comedias con mala fortuna, probablemente porque los faltos de doctrina no supieron entenderlas.

El joven agarró el brazo de su amigo con ternura.

—Cuenta con mi ayuda si alguna vez me necesitas.

Orenco sonrió con amargura.

—Te lo agradezco de veras, pero no creo que llegues a tener el dinero suficiente para convencer a la gran Régula de que te ceda la posesión de mi persona. Decía el sabio Isidoro que la servidumbre es el último de los males y el más grave de todos los suplicios para el hombre libre, porque al faltarle la libertad le falta todo.

*

Erico encontró gran placer en el descubrimiento de la magia de los números que proporcionaba la aritmética, los elementos de Euclides en la geometría, lo sublime del geocentrismo astronómico y la complejidad artística y matemática de la música. Comenzó a volverse sabio. Fueron años de intenso estudio que compaginaba con la oración y con la redacción de su compendio sobre hierbas. Las constantes idas y venidas al monasterio para consultar libros le llevaron a reforzar su antigua relación con Valderedo, quien había finalizado brillantemente sus estudios.

Una tarde plomiza y lluviosa de primavera, Erico se encaminó hacia la puerta lateral del cenobio en el preciso instante en que Valderedo entraba por ella.

—Va a llover a raudales –aseguró el joven monje abrigándose con su cogulla–, corre a casa si no quieres ahogarte en este diluvio.

Erico asintió cobijándose bajo las arcadas del patio interior.

—Es probable que vuelva a inundarse la ciudad con la crecida del Iberus.

El rayo iluminó con violencia los muros del monasterio y el trueno estalló con feroz violencia. La lluvia arreció con fuerza.

—Realmente no te aconsejo salir ahora, a no ser que tu caballo sea anfibio.

El joven godo miró al cielo con desesperación.

—Deja a tu bayo a resguardo y acompáñame al hospital –propuso el romano–, puede que escampe dentro de un rato.

Los dos amigos se dirigieron velozmente al edificio anexo al cenobio de los Innumerables Mártires. Se trataba de un hospital monástico dividido en dos alas diferenciadas, una de ellas se dedicaba a hospedería para el alojamiento de pobres de paso por la ciudad, y la otra al cuidado de los moribundos. Los servicios que prestaba el albergue se reducían a la provisión de cama, calor y alimentos al asilado y, en casos extremos, administración de los sacramentos, firma del exitus, e inhumación de los cuerpos. El hedor que impregnaba la atmósfera del edificio resultaba irrespirable, a pesar de que el monasterio contaba con baños que aprovechaban las aguas del Orba, y las monjas y monjes se afanaban por atender a aquellos desdichados con paciencia y caridad cristianas y sin mostrar repugnancia. Para algunos no había medicina que aliviara sus dolores y ningún cirujano curaba las llagas preñadas de purulentos fluidos, pues se consideraba que la salida de pus era trance fundamental para la curación de la herida.

Valderedo observó el rostro lívido de su amigo.

—Tu madre y tu hermana ayudan en el edificio anexo, se turnan con el resto de las monjas del monasterio para hacer caridad con las enfermas. Yo suelo acudir aquí casi todos los días para supervisar que todo marche lo mejor posible, pero no se puede hacer más, ya que la esperanza de curación está en el Todopoderoso.

Erico asintió respetuosamente aunque no estuviese del todo de acuerdo. Él opinaba que Dios es quien curaba el alma mientras que el hombre tenía la misión de sanar el cuerpo, aunque la salud terrenal y la espiritual fuesen estrechamente unidas, ya que una vive encerrada en el otro hasta el día en que llega la muerte, y un espíritu corrompido bien podía pudrir un cuerpo sano. Así, oración y medicina debían complementarse.

—¿Hay algún médico? –preguntó con un hilo de voz.

Valderedo negó en silencio.

—El hermano físico suele estar en la enfermería del monasterio elaborando fármacos, pero ya sabes que los que ofrecen su alma a Dios no deben tocar sustancias que envilezcan su sagrada misión, por eso, y principalmente, las manos que trabajan son las de los siervos y las de un par de hombres que prestan ayuda con su fuerza e imponen orden a cambio de cobijo permanente.

Valderedo se detuvo ante la cama de un moribundo delirante y llamó a uno de los hermanos.

—Dad de beber a este hombre –ordenó con determinación–, tiene la boca ulcerada, y si tiene hambre, servidle viandas delicadas.

El monje regresó portando un vaso de agua y acompañado de uno de los cuidadores, un gigante godo y barbado, de la misma altura que Erico. El forzudo incorporó al enfermo con la misma facilidad con que el aire hace volar las hojas de los árboles y el joven, admirando la fortaleza del ayudante, clavó sus ojos en él. Gorm debía estar muy cambiado, pero cuando sus miradas se cruzaron, Erico sintió que la alegría llenaba su corazón.

—¡Padre! –exclamó ante el asombro del monje aguador.

El rudo godo fijó sus ojos en aquel joven esbelto y elegante que parecía dirigirse a él y, tras unos instantes fugaces de confusión, balbució titubeante el nombre de su hijo.

—¿E… Erik?

Erico se lanzó a los brazos de su padre antes de que éste hubiese obtenido respuesta.

—¡Hijo mío! –exclamó Gorm entre velados sollozos.

—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has regresado? ¿Por qué no me buscaste cuanto antes?

El perfecto latín de Erico se hacía aún más refinado ante la áspera pronunciación de Gorm, quien comenzó a disculparse con frases inconexas ante su hijo, alegando que la razón por la cual no le había visitado no era otra que la vergüenza.

—Oí que eras el ayudante del médico griego, su hijo adoptivo –dijo casi con recelo y convirtiendo su voz en un murmullo–. ¿Qué podías pensar de mí? No te he enviado ninguna carta en todos estos años y no he hecho otra cosa que vagabundear de ciudad en ciudad, malviviendo en todas ellas. No soy un buen padre, Erik, creo que mi presencia es nefasta para ti, pues estoy maldito.

—Pero ¿cómo puedes decir eso? –protestó el joven.

Valderedo, que asistía impasible a la escena, tomó a Erico por el brazo y le susurró al oído.

—Ve con él, por hoy podemos prescindir de su ayuda, seguramente tendréis mucho de que hablar.

Había cesado de llover y aunque el camino entre el monasterio y la ciudad estaba asfaltado de lodo, Erico disfrutó tanto con aquel paseo en compañía de su padre que a medio camino recordó que había dejado su caballo en el monasterio. No importaba, volvería al día siguiente, por eso sólo se preocupó de palpar su bolsa para cerciorarse de poseer algunas monedas. Condujo a Gorm a una hospedería con taberna en su piso inferior. Era un lugar de mala reputación, como todos los de su especie, pero tenía que hablar con él y no se atrevía a llevarle a casa de Eudoxo. Pidió dos vasos de vino y algo de comida, pues supuso que su padre estaría hambriento a juzgar por su delgadez.

—Nunca te hubiera reconocido si no lo hubieses hecho tú, hijo –aseguró el godo–. Eres todo un hombre y ateniéndome a tu apariencia, puedo deducir que la fortuna te sonríe.

—Padre, como bien dices ahora soy un hombre, y quiero que me cuentes todo. Deseo saber qué sucedió y qué has estado haciendo todo este tiempo.

Gorm apuró el vaso de vino de un solo trago y engulló la insípida comida como si se tratase de los manjares culinarios del dios Odín mientras hablaba y hablaba. Quizás habló más que en toda su vida, pero el voraz interlocutor así lo requería y el áspero godo se prometió que ya nunca más privaría de nada a su hijo, y menos de una ineludible explicación. Comenzó narrándole, para rubor del joven, clara y detalladamente la situación vivida con Régula, el distanciamiento con el clan y sobre todo con su propia esposa, la madre de Erico. Continuó reiterándole el influjo que Galeswintha había ejercido, y todavía ejercía, sobre él, hasta el punto de endemoniarlo. Pasó a exponerle los motivos que le habían llevado a abandonar Cesaracosta, le explicó sus andanzas errabundas por toda la geografía hispana y finalizó con su entrada en el monasterio como servidor del hospital de pobres. Erico le escuchó sin comer, beber y apenas respirar durante horas, saboreando únicamente aquella historia que él había ansiado oír tantas veces, memorizando las palabras e intentando comprender todo lo que su padre había sentido durante su ausencia.

—He rezado por ti todos los días de mi vida –dijo el joven finalmente–, y ahora que estás aquí no voy a dejar que nadie más te haga daño. Comenzaremos juntos una nueva vida y pediremos a Nuestro Señor que no te desampare otra vez.

No pudo evitar el rudo Gorm que sus ojos se cuajasen de lágrimas, pues volvió a sentirse sucio y miserable ante el amor que Erico demostraba mientras él continuaba callando el hecho de que había retornado a la ciudad para matar a Galeswintha.

—¿Qué puedo hacer, hijo?

Erico respiró hondo.

—Ya lo pensaremos, padre. De momento vuelve al hospital hasta que Dios provea.

—Lo haré –respondió el godo suspirando–, servir al Señor desde allí será una manera de intentar enmendar mi culpa.