III

Donde se relata la fiesta del conde y las consecuencias que trajo

La bella sala del palacio del comes Celso estaba engalanada profusamente para la gran ocasión. La mesa reunía a los personajes principales de Cesaracosta, y en el centro de la misma se sentaban el conde, el duque, y el obispo. Los invitados lucían sus mejores galas y las lujosas sedas de Cos, las púrpuras de Chipre y los vistosos brocados de Constantinopla se combinaban con piedras preciosas importadas de los más remotos lugares. El reino se encontraba en un momento de apogeo gracias a la buena salud del tesoro y de eso se beneficiaban las ciudades. La crisis cesaraugustana se había dado por terminada y la ciudad volvía a lucir hermosa una vez reparados los desastres causados por el ejército de Froya. Ya se tenía casi olvidado aquel desastroso capítulo, como si solamente hubiese sido una funesta pesadilla, y el imperio de los godos volvía a ser robusto y sólido. Tal hecho se celebraba aquel día y Celso, el anfitrión de la fiesta, reía las gracias del bufón en compañía del dux de la Tarraconense, Ranosindo, mientras que el obispo Tajón, sentado a la izquierda del conde, jugueteaba con la copa de vino evitando entretenerse con las bufonadas.

—¿No son de vuestro agrado estos pasatiempos, santidad? –preguntó Ranosindo con la boca llena de venado.

—No me placen ni los pantomimos ni los cómicos que vanalizan la condición humana, y creo que no os deberían agradar tampoco a vos.

El dux frunció el ceño y buscó ayuda en el comes Celso, quien con buen tino se abstuvo de intervenir en la discusión.

—Recordad que el rey Sisebuto –continuó Tajón– depuso a Eusebio, obispo de Barcino, por haber permitido que se representasen en el teatro supersticiones paganas que ofendieran los oídos cristianos.

—¿Y no sois de la opinión bíblica de que un corazón alegre es como una buena medicina, y un espíritu deprimido seca los huesos?

—No soy médico, señor duque, sino obispo. Pero en nuestra ciudad hay un famoso galeno que os puede responder.

—Decidme, ¿se encuentra en esta sala?

—Es el cuarto hombre a vuestra derecha y es llamado Eudoxo.

El dux batió palmas para pedir silencio y poniéndose en pie llamó al griego rogándole que se levantase.

—Caballeros y principales de esta ciudad –dijo Ranosindo dirigiéndose a los presentes–, vuestro señor, el obispo de Cesaracosta, y yo hemos comenzado una pacífica querella sobre la conveniencia de la presencia de juglares y bufones en las fiestas cristianas. Yo soy un militar godo, acostumbrado a las armas de guerra pero desarmado ante las doctas palabras de un venerable hombre de Dios cuya cultura sobrepasa la mía. Por eso necesito un abogado en esta contienda y me han aconsejado al griego Eudoxo. ¿Deseáis ser mi letrado en la causa?

Erico vio rápidamente el peligro de la invitación, pues ponerse en contra del obispo no era asunto recomendable, y aferró el brazo de su padre adoptivo alzándose de su asiento y aceptando el juego en su lugar.

—Si no tenéis inconveniente, mi señor duque, yo seré vuestro representante en la contienda.

—¿Quién eres, muchacho?

—El hijo de Eudoxo.

El dux se rascó la poblada barba.

—No te pareces a él, se diría que eres godo.

—Y es cierto, señor, soy su hijo adoptivo.

—Eres muy valiente para ser tan joven. Será divertido, pero haz lo posible para que mi punto de vista resulte vencedor o atente a las consecuencias.

Eudoxo tembló por la suerte que correría Erico si permitía que lo venciesen dialécticamente, el duque estaba borracho y se decía que era brutal y sangriento.

—No voy a entrar en este juego, señor duque –atajó el obispo–, sería indigno de mi condición representar esta farsa.

El insigne e influyente autor del libro de las Sentencias, obra ya leída por toda Spania y que empezaba a cruzar las fronteras del Reino, no deseaba seguir el juego al dux. Él, que había sido encomiado por los obispos hispanos, que había sido apodado «antorcha de la Iglesia irradiadora de la lumbre de la Verdad» o «sal verdadera de la tierra» y que había recibido el agradecimiento de todos los hombres de Dios en aquel siglo, no iba a rebajarse a ser partícipe del grosero disfrute de aquel guerrero inmundo y sanguinario.

—¡Está bien, obispo! –rugió Ranosindo–. Pero recordad que soy el representante real en la provincia y que estamos en palacio, es decir, que aquí mando yo. Pero para que no me consideréis un bárbaro, os daré la oportunidad de ser vos también representado.

Valderedo, viendo el matiz que tomaban las cosas, se puso en pie y pidió defender la opinión de su señor.

—¡Siéntate, Valderedo! –ordenó Tajón en un susurro–. No vamos a convertirnos en actores de la pantomima organizada por este bastardo.

—Mi señor –respondió el joven monje–, ¿no conocéis la fama de este hombre? Si no le seguimos la corriente, la fiesta podría acabar convirtiéndose en una carnicería.

El obispo se frotó la barbilla y accedió de mala gana, mientras Celso se secaba el sudor de la frente.

—Ja, ja, ja –rio el duque, empujando al bufón–, esto va a ser más divertido que tus muecas y tus chistes picantes. ¡Poneos en el centro de la habitación y que dé comienzo el espectáculo! Yo seré el juez.

Erico y Valderedo se miraron el uno al otro con cara de circunstancias y hubo entre ellos un pacto silencioso de defraudar al duque, transformando aquella bufonada en un diálogo elegante y refinado que no deleitase en absoluto a los groseros oídos ducales.

—Comenzaré diciendo –dijo Valderedo– que para los cristianos la chanza no es cosa recomendable, pues los padres de la Iglesia reniegan contra ella y condenan la falta de seriedad y la propensión a las bromas. San Pablo en su carta a los efesios los exhortaba a evitar las conversaciones tontas y la bufonería, y en el evangelio de san Lucas se dice: ¡Ay de vosotros, los que ahora reís; porque gemiréis y lloraréis!

Erico recordó las palabras de Orenco sobre la eutrapelia decidiendo aplicarlas a su defensa.

—Y yo no discuto que la broma insulsa o grosera no sea recomendable y la nieguen los apóstoles y los santos… pero hay otro tipo de broma, la buena broma o eutrapelia, que es parte de las virtudes de modestia y de templanza. Ya el filósofo griego Aristóteles, en su obra Ética a Nicómaco, la definió como la capacidad que poseen ciertos hombres de buenas costumbres, a quienes el sabio llamaba eutrapelos, de abandonar la seriedad para divertirse moderadamente.

Valderedo asintió.

—La conozco. Pero hay que reconocer que las cosas serias son mejores que las que mueven a risa y la mejor parte del hombre se considera siempre al acto más serio. Y en nuestro monasterio condenamos a eterna clausura las bromas, las palabras ociosas y todo lo que haga reír. La felicidad no consiste en el juego porque sería un absurdo que la diversión fuera finalidad en la vida.

—No es el fin, sino a veces el medio –corrigió Erico–. Según Anacarsis parece recto divertirse para dedicarse después a asuntos serios. La diversión es una medicina espiritual, un reposo necesario para que el alma vuelva con fuerzas renovadas a sus tareas, al igual que es necesario para el cuerpo dormir y descansar.

—Pues algún santo nos recuerda en sus escritos que los placeres de la mesa, los de jugar y de bromear, socavan la dignidad y la gravedad del hombre. Juan Crisóstomo aseguraba que este mundo no es un teatro en que estemos para reírnos, ni debemos reunirnos para soltar la carcajada, sino para llorar nuestros pecados. Y Leandro de Híspalis nos dejó dicho que las religiosas no pueden estar contentas hasta no estar en los brazos de Cristo, su esposo. Por tanto «virgine ridere praesumtive peccatum est».

—Todos sabemos –atacó Erico– que entre los animales sólo el hombre ama la conversación con los de su mismo género y tiene su modo de recreación en decir gracias y donaires, aunque exceder o faltar en ello es reputado por vicio. Pero debemos puntualizar que las burlas del varón instruido en buenas letras y doctrina son muy diferentes de las del hombre de servil condición y falto de doctrina, por ello el sentido del humor es una gran bendición de Dios. Y daré el ejemplo del obispo emeritense Masona, de quien se dice que practicaba la caridad sin límites y que si alguien acudía a él para pedirle miel, aceite o vino con una vasija pequeña fingía, con su habitual buen humor, que el recipiente se le escapaba de las manos para que así se rompiese y poderles dar otro mayor.

Cosas muy ciertas se dijeron aquella noche, premisas clásicas y debate antiguo que obligaban a bostezar al dux, hastiado por aquellos altos conceptos que él no entendía.

—Y el rústico grosero es inútil para semejantes conversaciones –finalizó Erico–, porque ni él en sí tiene gracia alguna, ni entiende a los que las dicen. Por ello se puede decir que la inteligencia humana, que es un don de Dios, brilla igualmente en la conversación animada y alegre como en la grave y seria.

—Muy bien. Doy por terminado el juicio con un empate –sentenció el duque tras beberse una jarra de vino de un solo trago y aplaudiendo sonoramente–, ambos abogados han sido diestros y capaces en su defensa, pero nuestras orejas rechinan ya de escuchar tanta erudición.

Todos los presentes respiraron aliviados. Valderedo y Erico sonrieron admirándose recíprocamente y despertando el respeto de cuantos allí se encontraban. El godo recibió unas palmaditas de Eudoxo y Valderedo la sonrisa agradecida del obispo Tajón.

—¿Habéis quedado complacido? –preguntó Celso al dux con cierta inquietud.

—¡Bufón! –llamó el aludido sin responder al conde–, continúa divirtiéndonos tras este aburrido lapso.

*

La acertada intervención de Erico en la contienda dialéctica supuso que el obispo Tajón contemplase con mirada renovada al joven godo, aunque nunca llegasen a mediar entre ellos los lazos del verdadero cariño. El obispo valoraba excesivamente la inteligencia y la elocuencia como para que no calara en él aquella actuación en la que abundó la elegancia de palabra, la cordura y el pensamiento rápido y sutil. Aquel joven era más interesante de lo que había creído en un principio y el don con el que Dios le había premiado podía ser beneficioso para Cesaracosta. Comprendió Tajón el interés que Braulio manifestara por el godo cuando este todavía era un muchacho y pidió perdón al Señor, arrepentido porque quizá su ceguera fuese producto de la envidia que sintió su alma al saberlo favorito del gran obispo cesaraugustano. Eran malos tiempos para el saber, Tajón estaba convencido de ello, había escasez de varones que brillasen por su cultura en todo el reino visigodo y no se podía desaprovechar un tesoro recién descubierto. El obispo, obsesionado por el conocimiento, rogó a Dios y a Su Hijo crucificado que alumbrasen su entendimiento y le guiasen por el sendero correcto.

Pero no fue Tajón el único en quedar gratamente impresionado, pues el comes Celso no podía apartar de su mente la idea de que aquel muchacho que conociera un día de su pasado se había convertido en un hombre joven que podía serle de gran utilidad. Recordó algunas de las anécdotas que Braulio le contará años atrás, y su memoria se detuvo en aquel episodio en que el santo obispo le relató sobre la llegada a Cesaraugusta del extraño clan de hombres del norte. Había una carta, de eso estaba seguro, una epístola indescifrable escrita por un desconocido de algún remoto lugar. El comes mandó llamar a su vicario, ese documento tenía que estar en alguna parte.

Dos días tardó el vicario en hallar el escrito que posteriormente desvelaría gran parte de las dudas que Celso albergaba, pero que en aquel momento no le sirvió de gran ayuda. La vitela estaba escrita en una lengua desconocida para él, ni siquiera podía asegurar que aquellos signos fuesen realmente palabras, pues más bien parecían dibujos similares a los propios de las primitivas lenguas prerromanas que había visto grabados en piedra. Se preguntaba una y otra vez quién podía ayudarle a descifrarla sin encontrar respuesta y a la hora de la cena compartió sus cuitas con su esposa.

—Creo que podía ser muy esclarecedor que esa epístola fuese traducida –sentenció el comes–, solamente he distinguido un sello extrañamente parecido al del dux.

Antonia reflexionó.

—Te refieres a que los sellos son similares y no idénticos.

—La inscripción es idéntica... pero considero que no son marca del mismo cuño.

—¿Y cómo es posible que una carta proveniente de remotas tierras posea el signo ducal? –se extrañó la mujer.

—Eso deseo llegar a saber, Antonia.

La esposa del comes quedó unos instantes en silencio y después miró a su esposo.

—¿Recuerdas al esclavo tuerto de Régula?

Celso asintió.

—Es uno de los hombres más sabios que he conocido. Es posesión de Régula desde el asalto de Froya y cuando voy a visitarla a su villa suelo encontrármelo por allí. Es de origen germánico y sé que vivió con la familia de Erico durante muchos años.

A Celso se le iluminó el rostro.

—Le pediré que nos lo envíe, no puede negarnos el favor después de haberla acogido en nuestra casa durante el asedio.

—Doy gracias a Dios nuestro señor por haberme dado una compañera de lúcido seso –dijo el hombre sonriente.

Antonia sonrió tristemente.

—Nuestro Señor no deja desvalidos a sus hijos y ya que no quiso dotarme de hermosura, me compensó con otras gracias.

—No digas eso querida esposa, jamás te cambiaría por una beldad insulsa.

La mujer bajó la mirada, sabía que su esposo era gran admirador del ingenio femenino y lo que le preocupaba era que existieran mujeres como aquella Galeswintha, en la que se aunaban belleza y conocimientos al igual que en una noche estrellada también podía lucir una hermosa luna. Pero el fervor de Antonia por su esposo impedía que los celos se mantuviesen mucho tiempo socavando su ánimo y a la mañana siguiente envió a un sirviente a la villa de Régula para que trajese al tuerto ante su presencia.

Orenco llegó hacia mediodía al palacio y fue conducido al despacho de Celso.

—Siéntate –ordenó al tuerto provocandole gran extrañeza, ya que los esclavos nunca eran tratados con tanta consideración.

El conde tendió a Orenco la vitela.

—¿Reconoces este documento?

—Sí, mi señor –respondió el esclavo con cautela.

—¿Puedes descifrar su contenido?

—No completamente, ilustrísima, pero deduzco parte del texto. Estos son caracteres rúnicos que parecen asegurar que el portador de esta carta comparte estirpe con el dux Ranosindo.

—¿Y quién fue el portador original?

—Mi antiguo amo, el godo Harald.

—¿Era ese tal Harald el padre de Erico, el hijo adoptivo del médico Eudoxo?

—Era su abuelo, el padre de su padre.

—¿Por línea sanguínea o de adopción?

—Erico es sangre de su sangre, mi señor conde.

Celso asintió despacio.

—Cabe suponer, entonces, que nuestro Erico sea de origen aristocrático.

—Eso parece, aunque sería necesario traducir por completo el documento –dijo Orenco contemplando la epístola.

—¿Por qué callas? Sabes algo más que no quieres decirme.

Orenco miró directamente a los ojos del comes, como si fuese un hombre libre.

—Mi señor, yo me he preguntado muchas veces el significado de esto y creo que puedo contestar, aunque no con seguridad. No puedo considerarme historiador, pero he leído cientos de tratados y me apasionan los relatos antiguos que desvelan parte de la oscuridad de nuestras vidas… también yo, en otros tiempos, escribí comedias de cierto contenido histórico.

Celso alzó las cejas extrañado.

—Nunca he desvelado al clan godo los resultados de mis investigaciones, pues no tengo pruebas de ello, pero a vos sí, mi señor, ya que mostráis interés en conocerlas.

—Habla pues.

—Creo que Harald y sus descendientes son de la familia de los Baltos, por tanto de origen real y emparentados con el legendario rey Alarico. No hace falta que os explique qué es un baltingo pues sobradamente lo sabéis, pero quizá desconozcáis la historia completa.

El conde sonrió.

—Cuéntamela, historiador.

—He tenido oportunidad de leer obras de grandes cronistas como Tácito, Jordanes, Sidonio Apolinar o Próspero de Aquitania, aunque hay opiniones encontradas entre unos y otros. Creedme, señor, la historia es fascinante y muy curiosa, pues incluso hay quien asegura que los pueblos germánicos, suevos, francos, anglos o sajones, provenimos primitivamente de Asia y concretamente los godos serían originarios de Persia, aunque posteriormente invadieran la Scandza por una serie de migraciones que tuvieron lugar hace…

—Ve al asunto, no tengo tiempo de recibir tantas enseñanzas de la antigüedad.

—Perdonadme señor. Bien, pues en nuestros días el término balthes, baltho o baltingo es sinónimo de aristócrata godo, es el sobrenombre o apellido que ellos trajeron consigo a la Hispania romana y cuyo significado sería más o menos descendiente de Baltha, «el valiente», que no era otro que el primitivo jefe guerrero que guió a los godos desde los países del norte hasta el río Danubio hace cientos de años. Sus sucesores, desde Virig, fueron los reyes del pueblo visigodo, quienes se emparentaron con otras familias, hasta que con Walia se interrumpió la línea sucesoria masculina, digamos legal, aunque la bastarda retomara de nuevo el poder.

—¿Y cómo puede haber descendientes de Baltha en las tierras del norte si éste las había abandonado?

—No es fácil responder a eso, mi señor, me lo he preguntado muchas veces. Pensad por ejemplo en un hijo del rey Baltha que hubiese estado impedido para llevar a cabo la gran epopeya de un viaje hasta el delta del Danubio: el soberano habría partido sin él, pero es posible imaginar que le hubiese dejado duplicado de su insignia.

—Eso es factible –reflexionó Celso.

—Además no todos los godos partieron hacia el interior del continente, y Baltha pudo haber dejado a un hijo suyo como jefe de las tierras del norte durante su ausencia.

—No es imposible.

—O imaginad una descendencia femenina en un lugar primitivo donde se practicase una especie de matriarcado. O bien…

—Tienes una imaginación portentosa, comediógrafo –cortó Celso, riendo–, ya veo que las posibilidades son múltiples y todas se te han ocurrido ya, y eso a partir de un documento que ni siquiera estás dotado para traducir.

—Tenéis razón, mi señor, yo sólo conozco la escritura goda ulfiliana. La única persona capacitada para entender el significado de esos caracteres rúnicos es una mujer goda que vive en nuestra misma ciudad, pero, creedme, posiblemente hasta la última gota de sangre del cuerpo de esos godos sea sangre real.

*

—Necesito un buen ayudante, yo solo no puedo desempeñar las funciones militares y jurídicas de mi cargo y muchos de los que tengo a mi alrededor no sirven para nada.

—No te lo discuto, Celso –asintió el obispo.

—Él es un hombre joven, culto en extremo, de raza goda pura y de grandes principios morales, por no mencionar su origen real.

—Del que no estamos seguros.

—¡Y qué importa! Estoy harto de rufianes e iletrados que se autoproclaman maiores y de cuyo linaje no tenemos prueba alguna. Necesitamos hombres con condiciones para gobernar nuestra ciudad, y tras los últimos ataques vascones no hay excedente de varones ilustres. No nos engañemos, esta ciudad no es lo que era en tiempos de… en otros tiempos.

El obispo lanzó una mirada heladora al conde.

—Ibas a decir en tiempos de Braulio.

—Bueno, santidad, esa fue la época más gloriosa de Cesaracosta, cuando los reyes buscaban nuestro asesoramiento, cuando monjes de toda Spania acudían a nuestro monasterio para formarse intelectualmente y nuestras prestigiosas murallas contenían más habitantes que la mayoría de las ciudades del reino. Nos destrozaron la urbe, Tajón, nos la despoblaron, ¿a cuántos enterramos? ¿cuántos murieron de hambre y pestes? Fueron cientos, ancianos, jóvenes, niños, hombres y mujeres, seglares y laicos, militares y artesanos.

El obispo se removió inquieto en su asiento.

—Comprendo tus necesidades, mi señor obispo –continuó el conde–, sé que las labores que debes realizar son múltiples, pero hay que reconocer que tus ayudantes están más capacitados que los míos. La mayoría son monjes letrados y estudiosos, mientras yo me tengo que apañar con burdos soldados, y se puede afirmar de ellos que casi ninguno sabe escribir.

—¿Y qué pretendes que haga por ti Erico? –preguntó resentido Samuel Tajón–. Ha recibido una formación basada en las letras y sabe de la vida militar tanto como una joven novicia.

—No pretendo convertirlo en soldado –sonrió Celso–, quiero para él un puesto entre los iudices.

¿Juez local? –inquirió el obispo atónito.

—Comenzará de adjunto o ayudante, claro está, ya que ni siquiera tiene la edad apropiada, pero ahora que las normas desvinculan a los jueces del cargo militar no habrá problema en que desempeñe esa ocupación. Ese joven es recto y posee grandes cualidades morales, me aligerará la pesada carga que supone para mí preocuparme de cuestiones judiciales, y de paso también a ti, ya que si sus futuras sentencias son justas no tendrás que atender a tantas apelaciones.

El obispo rio.

—Eso espero, quizá de esa forma tendría más tiempo para la oración, la lectura y sobre todo, el proyecto de recopilación y ordenación de las epístolas de Braulio que quiero comenzar.

El comes asintió.

—¿Deberás contar para el nombramiento con el beneplácito del dux?

—Hace tiempo que nuestro duque delega en sus condes las misiones, como él dice, «secundarias», y no pondrá ninguna objeción a mi propuesta.

—¿Cuándo hablarás con el joven?

—Mañana mismo, y no tendrá más remedio que aceptar ya que la nación goda puede disponer de sus hombres en caso de necesidad.

—¡Bien, Celso! Pues todo tuyo, tienes mis bendiciones –Tajón se mordió los labios–. Espero que tu iniciativa sea provechosa para nuestra ciudad.

—Lo será, dale tiempo.

—Rogaré por ello, y de paso déjame recordarte que llevas dos domingos sin asistir a la santa misa. No te pido que, como hacemos los hombres de Dios, asistas a la liturgia varias veces al día, pero tampoco me obligues a amenazarte con una excomunión temporal.

—Lo siento, santidad, he tenido mucho trabajo.

—Eso no es excusa. No me obligues a advertirte de nuevo.

El conde besó el anillo del obispo y abandonó la estancia del palacio episcopal con la cabeza a punto de estallarle. ¿Cómo iba a descubrir ante Tajón que él sabía lo que convenía hacer con plena seguridad? ¿Cómo reconocer que había pagado cientos de sueldos por poseer un libro secreto escrito por las oscuras manos de una sibila? Ni siquiera lo había reconocido ante su esposa cuando ésta le había increpado sobre la notable pérdida patrimonial que había sufrido la economía doméstica. Una cosa era buscar vaticinios aislados de adivinos con supuestos poderes mágicos, y otra muy diferente gastar más de la mitad del peculio en un códice demoniaco.

*

Así Erico fue llamado a presentarse en el palacio del conde a la mayor brevedad y sin ser avisado del motivo del requerimiento. El joven se estremeció pues dedujo acertadamente que la llamada tenía que ver con su actuación en la fiesta y quizá el dux o el comes se hubiesen enojado por algo que él hubiese hecho o dicho durante la contienda verbal.

Celso impartía órdenes a un subordinado mientras firmaba sentencias y documentos que leía con extraordinaria rapidez, y Erico se mantuvo en silencio hasta que el conde dio por terminada su tarea. La amplia sonrisa del comes caesaraugustano tranquilizó al joven godo, quien se extrañó cuando fue invitado a tomar asiento en la elegante silla de hermosa madera tallada. El conde no se anduvo por las ramas y sin ninguna dilación pasó a contar al sorprendido Erico su propósito.

—¿Qué dices a esto?

—Estoy a disposición de mi ciudad y de mi rey –respondió el joven con humildad.

—¿Pero?

—Señor, yo no comprendo cómo habéis podido pensar en mí para este cargo, pues no soy digno de él. No conozco en profundidad las leyes y los usos legales, carezco de formación militar y no pertenezco a la nobleza.

—Una parte de lo que has dicho se puede solucionar y en la otra estás equivocado, Erico.

El aludido enarcó las cejas.

—Sé que aprendes rápido y que tu mente es sagaz, por eso empezarás de ayudante de un juez experimentado, la formación militar es innecesaria pues no juzgarás casos militares y en cuanto a tu origen… desconocemos si eres noble y desciendes de hombres insignes allá en tu lejana tierra.

—Señor, como sabréis fui adoptado por el gran Eudoxo, pero mi verdadero padre se llama Gorm y junto con mi abuelo Harald fueron braceros en casa de la domina Régula, mientras que mi madre es monja en el cenobio femenino. No creo poseer nobleza en mi sangre.

—Erico Górmez –el conde utilizó el patronímico que significaba «hijo de Gorm»–, ¿o debería llamarte Balthes? Eres de raza goda, tus padres y tu abuelo vinieron del límite norte de Europa y tú eras muy pequeño, así que desconoces quienes fueron tus antepasados hace generaciones.

—¿Os referís al sello de la carta?

Celso asintió en silencio.

—He reflexionado muchas veces sobre ello –continuó Erico–, y no encuentro respuesta a mis preguntas, pero os diré lo que sé. La vitela fue entregada a mi abuelo por el godi de nuestra aldea, los godar son una especie de reyes-sacerdotes paganos –explicó el joven ante el gesto de extrañeza del comes–, quien aseguró que el documento contenía un sello que nos abriría las puertas de esta ciudad, pues coincidía o se asemejaba al del propio Ranosindo, que había sido recientemente nombrado dux de la Tarraconense en aquellas épocas. Ignoro si nos une algún lazo de sangre al duque o al rey, pero nuestro godi sabía algo que yo desconozco.

El conde reflexionó unos instantes.

—¿Cómo conocía aquel hombre lo que estaba sucediendo en Spania en aquel momento y el nexo que os unía a un dirigente de nuestra patria?

Erico se avergonzó ante lo que iba a reconocer a continuación.

—Nada me dijo mi abuelo antes de morir, excelencia, quizá mi padre sepa algo al respecto, pero ambos siempre aseguraron que los godar tenían ciertos conocimientos.

—¿Te refieres a poderes fuera de lo común? –preguntó Celso, recordando la magia de Galeswintha.

Erico enrojeció.

—Nuestra religión cristiana prohíbe la creencia de esas falsedades.

—Pero tú sabes que existen, Erico –dijo el comes con una mirada penetrante y comprendiendo que la bruja y el joven que tenía ante él eran, si no de la misma familia, sí del mismo grupo que llegó a Cesaracosta en aquel tiempo.

—Señor, yo no estoy capacitado para…

—Hijo, dime la verdad, esas «personas dotadas de conocimientos especiales» pueden ser también mujeres, ¿no es cierto? Godas cuyo poder supera el entendimiento natural. Hay una mujer así en nuestra ciudad ¿Tú la conoces?

Erico asintió bajando la mirada.

—Dime quién es –rogó el conde.

—Fue la segunda esposa de mi padre, y era hija de nuestro godi.

Celso asintió con la cabeza entendiendo muchas cosas.

—Huimos en desbandada, excelencia, pues la aldea en que vivíamos iba a ser arrasada y no era un lugar seguro para nadie. El anciano prefirió quedarse, pues no hubiese soportado las penalidades del viaje, y además los sacerdotes de nuestra antigua religión están íntimamente unidos a la naturaleza que rodea su aldea natal, a los árboles custodios, a las fuentes sagradas y a las edificaciones pétreas.

—Pero si entregó a su hija a tu padre en matrimonio sería porque tu padre era, en cierta manera, merecedor de ella.

—Lo ignoro, mi señor, y nada más sabemos sobre la carta a la que os referís, pues ninguno de mis familiares sabía leer ni escribir.

El conde vio como algunas de sus dudas se despejaban. Ya comprendía, aunque tendría que ratificarlo más adelante con una sola persona, Galeswintha. Meneó la cabeza apartando su pensamiento de ella.

—Bien, Erico, a mi vuelta de Toletum te asignaré a un rector para que aprendas con él la difícil tarea de juzgar a las personas.

Celso se quedó mirando a la pared inexpresivamente.

—¡Yo tengo ahora tantos problemas!

El joven no quiso robar más tiempo al conde y, tras despedirse, se levantó de la silla dejándolo enfrascado en sus pensamientos.

—Lo haré como mejor pueda –añadió aún.