Donde se cuenta lo acaecido a Gorm y la solución de Erico
La felicidad que Eudoxo sintió cuando su hijo adoptivo le transmitió la noticia de su nombramiento como ayudante de juez fue a unirse a la que el médico griego sentía ya tras la llegada al mundo de su nuevo hijo. Era casi un milagro que la vieja Tegridia hubiese sobrevivido a las penalidades del parto, aunque la pericia de Eudoxo había ayudado mucho. La criatura era un niño sano y hermoso que hizo sentirse a sus progenitores como los bíblicos Abraham y Sara, padres a una edad muy avanzada por mediación de Dios.
Erico también se sentía radiante de alegría, pero Mauro parecía preocupado y paseaba por la casa de arriba a abajo sin quitarle ojo al pequeño. Un viernes de ayuno por la noche, el joven godo descubrió a su hermano adoptivo golpeando ligeramente la nariz del recién nacido. Erico reaccionó agarrándole fuertemente del brazo y reprendiéndole con firmeza.
—¿Qué estás haciendo, Mauro?
El niño judío enmudeció y el godo, tras una firme amonestación, decidió olvidar el asunto. Pero justo una semana después encontró a Mauro en la misma actitud y aquello fue demasiado para Erico.
—¿Acaso te has vuelto loco?
El judío volvió a enmudecer.
—Me vas a decir inmediatamente qué es lo que estabas haciendo o se lo contaré todo a Eudoxo –amenazó el godo, temiendo que Mauro pudiera llegar a dañar al pequeño.
—¡Déjame! –gritó tembloroso. Solamente le estoy protegiendo.
—¿Protegiendo? ¡Pero si le estabas golpeando la nariz!
—Nuestro hermano está en peligro, Erico, tú no lo comprendes. ¿No sabes que cuando un niño sonríe durante la noche de sabbath es porque Lilith está jugando con él? –explicó con furia–. Para que la diablesa abandone el lugar hay que golpear la nariz del pequeño tres veces a la par que se recitan unas palabras determinadas.
—¿Pero todavía sigues con eso? –preguntó el godo con tristeza más que con enfado.
Mauro temblaba.
—Tú no me crees, pero esa mujer de la que hablamos aquella noche es la verdadera Lilith. Está aquí, en nuestra propia ciudad y yo debo proteger a mi hermano.
Erico llevó los ojos hasta la cunita del pequeño.
—¿Qué es esto?
El godo tiró de un cordel que el niño llevaba alrededor del cuello y del que colgaba un tubito de cuero. Abrió el minúsculo cilindro, extrajo de él un trozo de pergamino y desenrollándolo descubrió tres hileras de letras hebreas sin ningún significado para él.
—¿Qué es esto? –volvió a preguntar sin salir de su asombro.
—El amuleto protector –respondió Mauro muy serio.
—¿Cuándo has aprendido a escribir en hebreo?
—No lo he escrito yo.
Erico tenía cientos de cuestiones agolpándose en su cabeza y al comenzar a enfurecerse rogó al Padre Celestial que le diera consejo y paciencia.
—¿Sabes qué pone?
El judío asintió.
-Kasdiel a mi derecha, Kaniel a mi izquierda, Rajmiel en mi cabeza: ángeles, favorecedme para hallar favor y gracia ante todos los hombres, grandes y pequeños y delante de quien tengo necesidad en el nombre de… ahora vienen varios nombres de Dios y finalmente pone: Selah, Selah, Selah.
—¿Qué significa eso?
—Amén, Amén, Amén
Erico sacudió la cabeza alejando los restos de cólera que aún pugnaban en su interior y se santiguó.
—Mira, Mauro, déjate de tonterías y acepta de una vez que la única religión verdadera es el cristianismo y que Lilith no existe. La mujer con la que me viste hablar era Galeswintha, ya te lo dije, y no es un demonio legendario sino una mortal que procede de las tierras del norte.
—Se la nombra en el Antiguo Testamento, que es libro sagrado tanto de judíos como de cristianos. El profeta Isaías dijo que en el día de venganza de Yahveh «los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro; también allí reposará Lilith y encontrará descanso».
—Tú interpretación no es correcta, según se me ha enseñado. Las palabras de Isaías citan que en el desierto maldito de Edom reposará «la criatura nocturna».
—¡Los textos sagrados fueron redactados por sabios israelitas! ¿Cómo puedes saber tú lo que ellos escribieron si desconoces la lengua hebrea?
—Por la traducción del santo padre Jerónimo, sabio que dominaba el latín y el griego, que marchó a Belén para perfeccionar sus conocimientos de hebreo y que consagró su vida al estudio de las Sagradas Escrituras. Y no quiero oír hablar más de esa Lilith que angustia tus pensamientos, deberías arrepentirte y pedir perdón al Señor por tu persistente creencia en las leyendas judías. Aún eres muy joven y no puedes ni imaginarte las consecuencias que podría acarrear tu actitud, por eso no la tengo totalmente en cuenta.
Mauro agachó la cabeza avergonzado, pues bien sabía que no debía persistir en esos comportamientos judaizantes ni implicar en ellos a un cristiano.
—Recuérdalo, Mauro, no busques el desastre para esta familia.
El niño judío frunció la frente con un mohín airado, sintiendo a su pesar que su hermano mayor no comprendía el peligro que el hijo de Eudoxo corría.
*
Erico tenía una sensación extraña sobre su futuro. Conocía la importancia del cargo y el bien que podía hacer ejerciéndolo, sabía que a veces le sería imposible no condenar al acusado con terribles torturas que él debería presenciar y, en algunas ocasiones, incluso con pena de muerte. Pero el joven aceptó con alegre resignación su destino, comenzó a revisar el scrinia domestica o archivo privado donde se guardaban los documentos relativos a negocios entre particulares, y solicitó al monasterio una copia del Liber Iudiciorum, porque aunque ya había estudiado leyes necesitaba conocerlas en profundidad, reflexionar sobre ellas y tener un compendio a mano para posibles consultas. La demanda de ejemplares de este libro era tan elevada que se ordenó que cada copia no superase los seis sueldos de precio y se castigaba con cien latigazos al infractor de la prohibición. Como la cantidad era irrisoria comparada con los precios que solían alcanzar la reproducción de cualquier otro tipo de obras, se sobrepasaba frecuentemente, aunque nadie en su sano juicio osaría engañar a un futuro juez local.
La normativa goda explicaba que los mandatos no respondían al capricho humano, sino a imperativos de la naturaleza impuestos al hombre por la voluntad divina. El código estaba formado por leyes antiquae y otras más modernas de los diferentes soberanos visigodos hasta Recesvinto, porque según éste, lo antiguo de los vicios exigía novedad en las leyes. Y había añadido: «No queremos sufrir ya más las leyes de los romanos o las instituciones extrañas», frase poco consecuente en un rey que se había proclamado a sí mismo «Flavio», es decir, continuador o sucesor del Imperio romano.
Erico iba sumido en la lectura cuando unos gritos lo sacaron de su ensimismamiento. Dos jóvenes patricios propinaban patadas a un excomulgado que, ataviado con la incómoda vestidura de saco propia de los penitentes y con una gran herida en su cráneo rapado, sangraba profusamente e invocaba la intercesión del Altísimo.
—¿Qué sucede? –preguntó el godo asistiendo al desgraciado y separándolo de sus agresores.
—¡A quién tenemos aquí!
—¡Cayo! –exclamó sorprendido Erico.
—Señor –rogó el penitente–, ayudadme, por Dios.
—Déjalo donde está, Erik –ordenó el romano, recalcando el nombre bárbaro del salvador–, es un delincuente que me ha intentado robar una moneda y merece un castigo mayor que el que cumple por pasadas fechorías.
El acompañante de Cayo lanzó una risotada y el godo se alzó del suelo mostrando su imponente estatura.
—Es un buey grande y manso –dijo el romano a su amigo tranquilizándole–, aunque estudió con un médico y sabe bien en que puntos golpear para herir de gravedad.
—No creo que tengamos que llegar a eso –aseguró Erico–, este infeliz no te ha robado nada, quizá ni lo haya intentado y ya está purgando sus pecados con la vergüenza pública.
El futuro juez sabía que el romano gozaba viendo sufrir a los demás y supuso que su compañero sería de su misma calaña.
—Vamos a dejarle ir –propuso el godo con firmeza, y tensando los músculos del brazo–. ¿Estás de acuerdo, Cayo?
El hijo de Régula reflexionó unos instantes.
—He sabido de tu próxima designación, el comes estuvo en mi casa hace un par de días y lo comentó con mi madre… ¡Qué sorpresa nos llevamos!
La sonrisa irónica del joven romano se acompañó de una suave carcajada, y el tullido aprovechó el hecho de que se iniciase una conversación entre los agresores y su protector para huir como alma que lleva el diablo.
—El ayudante del médico pasa a ser el ayudante del juez –continuó Cayo–, vas a convertirte en un hombre versado en muy variadas disciplinas… todo un erudito.
—Espero hacerlo lo mejor posible. Por cierto, hace tiempo que no te veía ¿dónde has estado?
—Acompañé a mi hermana a Barcino y aproveché el viaje para llevar a cabo unos negocios pendientes.
—¿Qué tal está Régula Segunda? –preguntó el godo sin que su voz mostrase el mínimo quiebro.
—Espera su primer hijo.
Erico asintió en silencio.
—También tuve noticia de la pantomima que Valderedo y tú organizasteis ante el dux… ¿También quieres ser histrión, Erico?
Ambos canallas rieron y el joven godo dio media vuelta disponiéndose a continuar su camino.
—Mi hermana es muy feliz con su esposo –aún oyó decir a Cayo entre carcajadas–, la próxima vez que la vea la saludaré en tu nombre.
*
La mañana en que se encontró el presunto cadáver de Gorm llovía a mares. Los soldados que hacían la ronda por el lado oeste de la muralla habían descubierto el cuerpo y avisaron a un sacerdote. El clérigo lo reconoció inmediatamente como el hombre que ayudaba en el hospital del monasterio prestando su fuerza muscular a la manifiesta debilidad de los monjes para transportar enfermos. Por ello el abad Turninus, muy anciano ya, y su más preciado colaborador, el recién ungido Valderedo, fueron de los primeros en enterarse de la macabra noticia.
—Los soldados me han ayudado a traerlo hasta el monasterio. Lo más sorprendente de todo, mi señor abad –decía el sacerdote–, es que no podemos concretar la causa de su muerte. Pa… parece como si un rayo lo hubiese fulminado, pero ayer no hubo tormenta.
Turninus y Valderedo se miraron confusos.
—Llevadnos a ver el cuerpo –rogó el segundo al sacerdote portador de malas nuevas.
Y, efectivamente, el joven Valderedo llegó a la conclusión de que el cadáver tenía la apariencia de haber sido perforado por una bola de fuego.
—¡Dios Santísimo! –exclamó el abad santiguándose.
—Mis conocimientos médicos no son muy amplios –reconoció el joven hispanorromano–, solamente dos personas podrían asegurar que la muerte ha sobrevenido por el efecto de un rayo: el médico Eudoxo y el propio hijo de la víctima, mi buen amigo Erico.
—Llamémosle pues, de todas formas debemos informarle de la muerte de su padre.
Un novicio fue enviado a casa del griego con la misión de avisar a ambos del amargo trance y poco después regresó acompañado de Erico y Eudoxo, que fueron guiados hasta la alcoba donde se hallaba el inerte Gorm. La cabeza del godo no había sufrido daños, mostrándose por ello completamente reconocible, pero las piernas estaban quemadas por completo. El joven godo se llevó las manos al rostro sin poder evitar un alarido ahogado procedente de lo más profundo de sus entrañas. Se acercó al lecho donde reposaba su progenitor, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas como un manantial incesante y sus labios recitaban calladas plegarias. Confiando en la eficacia de la oración, tanto Valderedo como el viejo griego se habían unido al rezo de Erico cuando acaeció un portentoso milagro, pues Gorm comenzó a mover lentamente los dedos de su mano izquierda.
—¡Padre! –exclamó el godo.
—Resignación, hijo mío –dijo el abad Turninus–, la muerte es algo que ningún humano puede evadir.
—Se está moviendo –casi gritó el novicio.
El resto de los allí presentes dieron un respingo y se arrodillaron al ver el prodigio, pero el arrobamiento del griego duro sólo un instante, dando paso a su pericia médica.
—¡Pronto! –gritó al novicio–, tráeme de la enfermería agua hervida, lienzos limpios, vino, asfódelo, adormidera y miel.
El joven salió rápidamente.
—No le toquéis –avisó Eudoxo–, las heridas no se deben ensuciar, hay que limpiarlas cuanto antes con vino y agua.
El joven Erico temblaba, preguntándose si su padre adoptivo podría salvar a su padre natural, y rezaba, rezaba frenéticamente, con todas sus fuerzas. La misma oración le dolía en las entrañas, por eso solamente alcanzó a oír la voz de Eudoxo diciendo:
—Habrá que amputar ambas piernas antes de que la gangrena ascienda.
*
Erico quiso explicar a Eudoxo de la mejor forma posible la meditada decisión que el destino le había llevado a tomar y que supondría un cambio en su vida tan radical como necesario.
—Comprendedlo, mi padre no puede valerse por sí mismo y yo debo cuidarle a partir de ahora.
—Entiendo que es tu obligación.
—Agradezco de todo corazón que salvaseis su vida, sois el mejor médico del mundo.
—Da gracias a Dios Todopoderoso, no a mí.
—Lo hago a diario.
—La vida es el don más preciado, aunque haya que vivirla sin piernas.
El godo asintió.
—Voy a buscar algún lugar cerca de la puerta sur –anunció con firmeza.
—Ya tienes dinero propio y sé que a partir de ahora no te faltará con tu cargo de juez local, pero si necesitas algo…
—Muchas gracias, Eudoxo, sé que puedo contar con ello.
El médico griego contempló el brillo en la mirada del joven.
—¿Ves, Erico? Finalmente Dios te ha mostrado claramente el camino que debes seguir.
—¡Y qué impredecible es el destino que nos depara el Señor! Hace unos años no me hubiera imaginado de juez local y viviendo de nuevo con mi padre… con mi padre mutilado.
Ambos sonrieron gravemente.
—Pero me voy tranquilo porque no os dejo solo.
—¡Ni ocioso! Mauro y el pequeño nos mantendrán ocupados tanto a Tegridia como a mí.
Erico rio.
—Vuestro hijo es una bendición del Cielo y Mauro parece que va olvidando sus antiguas y erróneas creencias.
—Poco a poco –respondió el griego, y Erico asintió recordando la anécdota del amuleto.
—Pues adelante, hijo, y fortuna en tu nueva vida. ¡Que Dios esté siempre contigo!
Erico adquirió un pequeño edificio de dos alturas que poseía, además de la zona designada para vivienda, un corral y un local en una calle soleada de la zona sur de Cesaracosta. Con su padre impedido no dudó en que la solución ideal sería comprar una casa a pie de calle, solución mucho más cara que alquilar un habitáculo en cualquier edificio de alquiler. Pero ni siquiera se planteó esa opción debido a que las engorrosas escaleras supondrían un obstáculo para Gorm si desease salir en verano para tomar el sol o la fresca brisa de balsámicos efectos. El propietario le dio facilidades de pago a sabiendas de que estaba realizando una buena venta, pues la casa era humilde y el precio razonablemente alto aunque no excesivo.
Erico, aprovechando que su padre se encontraba todavía al cuidado de los monjes del monasterio de los Innumerables Mártires, decidió limpiar y arreglar la vivienda y adquirir algunos muebles, lámparas y cachivaches de cerámica. Se dirigiría a algunas tiendas de la contornada que sabía tendrían buenos precios, las cuales habían proliferado por toda la ciudad desde que el macellum fue abandonado tras haber sido cegadas las últimas arquerías en época del asedio. Cuando ya se disponía a salir, notó una presencia humana en la puerta entreabierta de su nueva morada.
—¿Erico Górmez?
—Sí, soy yo.
—Tengo orden de acompañaros hasta el palacio.
El joven anduvo en silencio por las calles escoltado por el soldado del conde hasta llegar al antiguo castillo de Augusto. Una vez dentro fue conducido hasta el despacho; empezaba a acostumbrarse a hacer aquel recorrido.
—Mi señor –saludó el godo.
—Siéntate, Erico.
Celso tenía mal aspecto, su cara se había avejentado notablemente durante el último mes. El comes esperó a que el soldado saliese y cerrase la puerta y se sentó en la silla situada al lado de la que había elegido el joven. Abrió la boca para hablar, pero la volvió a cerrar y acercándose todavía más dijo en un susurro.
—Erico, necesito tu ayuda.
Tenía los ojos enrojecidos y rodeados de ojeras moradas.
—Haré lo que pueda por vos, mi señor conde.
—Baja la voz –ordenó Celso, mirando hacia la puerta–, nadie debe escuchar nuestra conversación.
El godo se extrañó e imaginó que la misma versaría sobre algún asunto relacionado con su nuevo cargo de juez.
—Necesito que me traigas algo que está escondido en los Pirineos –se humedeció los labios–. Tú cruzaste esas montañas hace muchos años y te orientarás bien por ellas cuando repitas el trayecto.
—Eso fue hace mucho tiempo, excelencia.
—¡Debes ir, Erico! –gritó Celso fuera de sí–. Es una orden.
El conde volvió a hablar con voz trémula.
—Tienes que encontrar un gradalis y traérmelo, es de vital importancia –su rostro palideció todavía más–. No sé si se trata de una copa o una bandeja, es un recipiente mágico que fue confiado a un diácono para que lo escondiera en las montañas del norte.
—Pero, señor…
—Déjame continuar –Celso se mesó los ya escasos cabellos con desesperación–. Desconozco el lugar exacto donde se encuentra, debes preguntar a los eremitas de las montañas. Yo… yo no puedo ir personalmente.
Erico necesitó unos instantes para llegar a una conclusión lógica mientras el conde lo observaba expectante.
—¿Galeswintha?
El conde adquirió el color de la grana.
—Sí, ella me lo ha desvelado.
El comes suspiró con paciencia, no solía dar explicaciones a sus subordinados, pero aquel joven era la única persona del mundo que podía ayudarle.
—Contestaré a la pregunta que no te atreves a formular: necesito la magia que ese objeto posee.
Erico se quedó pensativo.
—Permitidme deciros, excelentísimo señor, que Galeswintha os está engañando, os… os está utilizando, si me permitís ser franco. Conozco a esa mujer y seguramente deseará la posesión del objeto para su propio provecho. ¡Desconfiad por Dios!
—Me he planteado esa posibilidad, pero no me parece razonable. ¿Por qué no podría ir ella misma y recuperarlo?
—Esas cuestiones exceden a mi razonamiento, señor conde –continuó el godo–, pero hace unos años supe que había estado en Toletum para consultar las inscripciones de una tabla con supuestos poderes mágicos… imagino que para aumentar los suyos propios, si es que se le pueden presuponer.
—No es una suposición, Erico, los tiene.
—Bien, entonces, con plena seguridad, os digo que Galeswintha desea aumentar su poder. No sé qué motivo le impide ir a ella, pero alguno habrá, conoce el lugar mejor que yo y si realmente tiene dones antinaturales le sería más fácil a ella apoderarse del objeto sagrado que a cualquier otra persona.
—Eso es cierto pero…
—Habréis pagado además un alto precio por la información.
—Estoy en la ruina, Erico.
El godo contempló el rostro demacrado de Celso, las profundas arrugas de su frente y las ojeras que rodeaban sus ojos.
—Sé que puedo confiar en ti –dijo el conde con un hilo de voz–. Mi señor Braulio te consideraba casi un santo, y creo que debo confesarme contigo porque solamente un santo podría entenderme. No estoy dispuesto a hacerlo con Tajón, y debo compartir este dolor con alguien antes de que acabe volviéndome loco.
El joven se asustó.
—Yo no merezco que me confeséis nada.
—Escúchame –casi gritó Celso.
El conde estaba fuera de sí, parecía un hombre enloquecido y él mismo tuvo que reconocerlo.
—Parezco un demente –comenzó, bajando la voz–, y puede que sea cierto. Me acerqué al abismo y estoy cayendo por el precipicio, puse mi mano en las llamas y me estoy abrasando. He sido tan inocente como un joven inexperto, ¡figúrate, a mi edad y con mi rango! Cuando ya creía que nadie podría manipularme, y menos una mujer… pero ella no es una mujer, es el mismo Diablo que ha tomado la forma del ser más hermoso del mundo. Es el resplandeciente Luzbel, lleva la luz de las estrellas en sus ojos y su cabello, y está tan llena de sabiduría como de maldad.
El comes tomó un sorbo de vino terminando el contenido de la copa y volvió a llenarla de la hermosa jarra de plata.
—¿Quieres vino?
—No, mi señor conde, mantengo la abstinencia de Cuaresma.
—¡Oh, claro! –Celso contempló a Erico con detenimiento–. Bueno, como te iba diciendo, ella se presentó ante mí hace tiempo, antes del ataque de Froya, y me contó lo que iba a suceder. Al principio no la creí, pero después tuve mis dudas e intenté preparar a la ciudad para el asedio que sufrimos. Cuando ya fue un hecho, no pude vacilar más tiempo y a partir de entonces solicité su consejo. Sus pronósticos se van cumpliendo con la puntualidad y exactitud más aterradoras y me he visto obligado a depender de ella en todos mis actos –bebió de nuevo–. Pero no sólo me ha exigido sumas de dinero considerables, sino que se ha adueñado de mi cordura y ya no poseo criterio propio. Soy como un esclavo, veo las cosas tal y como ella me ordena que las vea y hago lo que ella desea que haga. Desatiendo mis asuntos, a mi esposa, a mis amigos y a todo lo que antes consideraba de vital importancia. Además… además cometo pecados indescriptibles y mi fe se está resintiendo.
Erico se santiguó y aprovechando la pausa del conde, pidió por él a Cristo. Cuando alzó los ojos de nuevo, Celso estaba llorando.
—¡Tranquilizaos y orad, mi señor! –rogó–. No sigáis hablando.
—Tengo que continuar, Erico, para aliviar un poco este sufrimiento que no me deja respirar.
—Solicitad el perdón de la confesión.
—¡Ya te he dicho que no deseo confesar! –rugió desesperado–. ¿No comprendes que en mí no hay propósito de enmienda?
El godo dio un respingo y el conde de Cesaracosta volvió a vaciar su copa.
—Como te decía –retomó con amarga sonrisa–, ahora soy un terrible pecador. No sé si tus, presumo, inocentes oídos podrán soportar mis inconcebibles faltas, pero vas a tener que hacer un esfuerzo.
Celso rio con los ojos todavía bañados en lágrimas.
—Señor, habéis bebido y después podéis arrepentiros de haberme contado ciertas cosas.
—¡Cállate y escucha! Habrás presupuesto ya, por muy casto que tú seas, que fornico con la bruja.
Erico llevó su mirada al suelo de la estancia con nerviosismo.
—Ni más ni menos que como perros en celo –lanzó una carcajada monstruosa–. Ella suele requerirme en los períodos en que tiene su costumbre y, como ya sabes, la Iglesia prohíbe el conocimiento carnal durante esos días.
—¡Por Dios, mi señor, no sigáis! –exclamó el joven godo poniéndose en pie.
—¡Siéntate o te mato aquí mismo! –bramó el conde, poniendo la mano sobre su espada.
Se sirvió vino de nuevo.
—He cometido profanación de objetos sagrados, he blasfemado y he participado en rituales paganos. Todo lo que Galeswintha me ordene, lo haré ¿me comprendes? ¡Estoy endemoniado!
El joven sintió que el vello se le erizaba y recordó a su padre gimiendo y lanzando espumarajos. ¿Tendría razón Mauro cuando decía que esa mujer era la propia Lilith? Gorm ya lo había insinuado, y ahora Celso la comparaba con Lucifer. Quizá el único que no quería ver aquello era él mismo…
—Tráeme el objeto, hijo –rogó el comes–, es lo único que me puede ayudar.