V

Donde se relata la búsqueda del grial

Erico aprovechó la noche del Sábado Santo para provocar un encuentro con su madre. Era costumbre, cuando anochecía, que las monjas del cenobio arreglasen el altar de la catedral con velos y lámparas para la celebración nocturna de la resurrección. Frida y Galsuinda estarían allí y debía hablar con ellas antes de la misa de vigilia, en que se bendeciría el cirio pascual y se celebrarían bautismos y confirmaciones.

Las reconoció enseguida, serenamente hermosas y semejantes a una aparición al estar iluminadas por la luz de los cirios, aun llevando el rostro velado por el fino tul negro que las cubría.

—¡Madre! –exclamó Erico.

—¡Hijo mío! –Frida sonrió–. ¡Dichosos mis ojos!

Galsuinda se acercó a ellos, el godo besó las manos de ambas con ternura y sus corazones se alegraron de aquella pequeña reunión familiar.

—Oigo hablar de ti muchas veces en el hospital y siempre es para bien, sé que te has convertido en ayudante del juez local.

—Aún no he comenzado en mi cargo, tengo una misión que cumplir antes –Erico respiró profundamente–. Madre, ¿recuerdas los pormenores de nuestro viaje hasta llegar a Spania?

—Nítidamente. ¿Cómo olvidar aquello, hijo?

—Pues entonces te acordarás de aquel día en que viste la imagen de la Virgen en las montañas.

—Es el mejor recuerdo que tengo, Erik, ahí sentí por primera vez el amor mariano que ahora llena mi alma de gozo.

—Descríbeme el lugar, madre.

—Era una pequeña cueva semicircular en una peña próxima al camino romano del cual nos desviamos momentáneamente para buscar comida. La custodiaba aquel ermitaño barbudo que no quiso hablar con nosotros. Al lado de la gruta había una pequeña capilla con la figura tallada en madera de la Madre de Dios. El lugar estaba en las inmediaciones de una villa llamada Iaca o Iacca, –hizo una pausa– no sé la pronunciación exacta, aunque también se la llama Apriz. Había en las cercanías un monte de forma singular, semejante a un navío.

—Tienes una memoria portentosa, madre.

—Las monjas nos dedicamos, entre otras cosas, a la meditación y he disfrutado de muchos momentos para recordar y aprender, ya no soy la pobre analfabeta de otros tiempos.

—¿Sois felices? –preguntó Erico dirigiéndose a las dos.

—¡Completamente! –exclamó Galsuinda ante la sonrisa complacida de su madre.

—Hermana, ¿no echas de menos la compañía de un esposo?

—No conozco la felicidad de tener marido, pero sé que no siempre aportan dicha y no quiero arriesgar la paz de mi vida actual.

El godo tardó en encontrar las palabras adecuadas para transmitir lo que dijo a continuación.

—He trabajado con un médico y conozco los problemas y acongojantes molestias que sufren las vírgenes.

La joven se sonrojó.

—Para evitar la tentación del cuerpo, enemigo del alma, me abstengo de beber vino y de comer carne de cualquier tipo, y no sólo de cuadrúpedos como manda la norma. Además mensualmente realizo las fricciones en las extremidades que recomienda la madre abadesa para que el veneno del menstruo no me provoque enfermedades, asimismo evito el placer del baño y si considero que las tentaciones me acechan, lleno mis horas con los deleites de las lecturas sagradas y la oración.

Erico asintió, valorando los grandes sacrificios que realizaban su madre y su hermana. Parecía que las religiosas transmitían efectivos remedios a las jóvenes para que no sufriesen de la temida sofocación de la matriz que conllevaba nefastas consecuencias como el sopor, los ataques melancólicos, la taquicardia e incluso la locura, aunque reconocía que los cenobios exigían una mortificación corporal que solamente los espíritus más elevados podían soportar.

—Y tú, hermano, ¿no querrías holgarte con la ayuda de una buena esposa?

—De momento no necesito ninguna ayuda, excepto la de Dios Todopoderoso. A partir de ahora viviré con padre y necesitaré de todo mi tiempo para atenderle.

Ambas mujeres se miraron con seriedad.

—Sabemos su situación pero desconocíamos que fueras a ocuparte de él.

—Si se quedase en el hospital terminaría muriendo como muchos otros. Eudoxo dice que los enfermos hacinados espiran malos vapores que pasan de unos a otros y que acaban con los más débiles, y si llegase a salir del monasterio no tendría otra opción que mendigar por la ciudad como los demás mutilados. –Erico sonrió a las dos mujeres–. Por eso he comprado una casa, pero ahora debo emprender un viaje y quiero rogaros que preguntéis por su salud a diario, en caso de necesidad solamente vosotras podríais ayudarle a sobrevivir.

—Haremos todo lo posible –aseguró la joven Galsuinda.

—Ordenad que le proporcionen bebedizos que calmen su dolor y buenos caldos, que le aseen a menudo y le saquen al sol de vez en cuando ahora que comienza el buen clima.

—Ve tranquilo, hijo mío, no hay resentimiento en mi corazón y no olvido que una vez fue mi compañero.

—Lo sé, madre. Ahora voy a ir a despedirme de él.

*

—¿Cara o cruz?

—No deseo que el feo busto de Recesvinto decida mi destino, prefiero la cruz, similar en forma a la cristiana.

La romana rio mientras los dos lados de la moneda giraban con destellos dorados demorando la tensión. En uno de ellos lucían las letras de la grafía suplida de Cesaracosta, dos Ces una S y una R formando una cruz, mientras que en el anverso rodeaban al real semblante la invocación In Nomine Domini, INDN, y el nombre de Reccesvintus.

—Habéis vuelto a ganar, domina –reconoció con fingida pesadumbre Orenco.

Régula asintió con amarga sonrisa.

Di mejor que has vuelto a dejarme ganar, esclavo, eres el hombre más

inteligente que conozco, pero sabiendo que el juego me apasiona, demuestras tu necedad al dejarme vencer, pues ya me aburro de salir victoriosa siempre que juego contigo.

—Siento mucho no entreteneros como es debido, domina Régula.

—Quizá te motives más en alguna de mis fiestas –rio–, te doy permiso para que desplumes a alguno de mis invitados.

—Naturalmente, ya que el dinero pasaría a vuestras arcas. No olvido que soy vuestra posesión y no puedo tener nada de mi propiedad.

—Es cierto, y no te puedo pedir más, ya las has llenado suficientemente.

—Por eso, señora, comprenderéis que ya no existe motivación en mi existencia, en una vida que ni siquiera es mía.

—Te estoy muy agradecida, Orenco. No sé qué hubiera sido de mí tras el asedio si no te hubiese tenido para asesorarme –la domina saboreó una exquisita aceituna procedente de sus olivares.

—Sois lista y poderosa, domina, no necesitáis a un esclavo tuerto para nada, pues podéis pagar a cualquier contable que os plazca y, si no hubiese ninguno que os gustase en la ciudad, podríais traerlo de lejanas tierras. Además, yo no os satisfago en otros ámbitos, soy viejo y feo.

La opulentissima Régula estalló en carcajadas.

—Yo también he envejecido, y desde que las sangres mensuales desaparecieron, mi cuerpo ya no necesita tanto de los favores masculinos como antaño.

Orenco rio.

—El fuego que se extingue puede volver a avivarse, si todavía quedan brasas… tomad un nuevo esclavo que estimule vuestros sentidos, joven y bello, y holgaros con los últimos placeres que pueda regalaros el tiempo, en vez de perderlo jugando con un viejo tuerto que cada día os aburre más. Decía Simónides que sin placer, ni siquiera la existencia de los dioses es envidiable.

—Quizá tengas razón, viejo tuerto, eres un buen asesor en todos los sentidos.

—Y ahora, mi señora, permitidme que me retire a descansar.

*

Erico, acompañado por una partida de hombres armados, emprendió viaje hacia el norte una hermosa mañana de principios de mayo en busca del Santo Grial.

El godo, a lomos de un magnífico caballo proporcionado por el conde, avanzaba silencioso, cabizbajo y sumido en pensamientos inquietantes sobre el hechizo, tanto espiritual como físico, que Galeswintha ejercía sobre el conde. Le había quedado claro que Celso había sucumbido a los irresistibles encantos de la malvada mujer y que estaba perdiendo la razón, pues aquel rostro lívido de ojos enrojecidos por el insomnio no era sino espejo de un interior atormentado.

—¡Oh, Señor! –oró en silencio–. ¿Por qué he tenido que verme envuelto en esto?

El grupo hizo una breve parada al lado del río para que hombres y caballos pudiesen beber, comer y descansar un poco. Pero era indispensable, para evitar peligros innecesarios, conseguir refugio antes de que oscureciera para llegar al día siguiente a aquellas tenebrosas montañas que ya veían a lo lejos.

Las dos jornadas que duró el viaje fueron tranquilas y una vez alcanzado el punto aproximado que Celso había señalado en el mapa, el joven godo ordenó a los soldados que esperasen a cierta distancia, porque debía ver a un eremita a quien no le era grata la presencia humana. Cabalgó largo rato en soledad por el monte Pano, pero no encontró a nadie. Cuando ya la desesperación se había adueñado de su ánimo, un impulso le obligó a desviarse hacia otra gruta. En ella un hombre joven de rasgos godos, vestido con un humilde sayal de penitente, rezaba ante una burda imagen de madera a la entrada de una cueva.

—Disculpad hermano, mi nombre es Erico ¿puedo hablar con vos?

Erico no obtuvo respuesta.

—Vengo de Cesaracosta y voy buscando a un anciano eremita que vivía hace unos años en una cueva cercana a un altar con una talla de la Virgen Santísima.

De nuevo silencio.

—Respondedme, por Dios.

El orante giró el rostro hacia Erico.

—No suelo hablar con nadie desde que Satanás se presentó ante mí para tentarme, pero vos poseéis la luz de la santidad en vuestro rostro y haré una excepción.

—Os lo agradezco.

—Mi nombre es Iuan de Atarés. Vine a estos montes hace cinco años y cuidé al viejo anacoreta hasta que murió.

El eremita era parco en palabras pero la dulzura de su voz alegraba el corazón.

—¿Cómo llegasteis a este lugar?

—Sólo os diré que renuncié a mis bienes buscando soledad y oración, y ayudé al anciano en sus últimos días.

—Decidme quién es el santo al que veneráis y permitidme arrodillarme ante él junto a vos.

—Es san Juan Bautista.

Erico y el hombre santo compartieron largo rato de mudo recogimiento postrados ante la tosca talla de madera.

—He venido a realizar una acción que considero innoble, Juan –reconoció finalmente Erico–, obligado por un superior, pero tras rezar en vuestra compañía sé que no la voy a llevar a cabo.

El anacoreta asintió.

—Tenía que hacerme con un gradalis dotado de poderes mágicos y que se supone escondido en estas montañas.

—No sé a qué te refieres.

—Probablemente sea una bandeja o una copa santa.

Juan reflexionó unos instantes.

—Solamente conozco un objeto semejante que pueda ser considerado santo, y me refiero al sagrado cáliz, la copa que contuvo la Sangre de nuestro Señor, y que se encuentra en Osca desde la época del papa Sixto II.

Erico sonrió.

—Mejor, así no mentiré cuando asegure que la divina reliquia no se encuentra en estas montañas.

—Pero te enfrentarás a un serio castigo si regresas a Cesaracosta con las manos vacías.

—No importa, el Todopoderoso guiará mis palabras y convenceré a mi superior.

—Eres diferente a los demás hombres, Erico –aseguró Juan de Atarés con emoción en el rostro–, desprendes luz de santidad.

*

Galeswintha se sentó frente a su amplia mesa con el cálamo entre los dedos y continuó la narración de aquel relato mágico que había comenzado a escribir años atrás. Pero una potente visión de Erico, de un nuevo Erico, volviendo a la ciudad la hizo detenerse en seco. El rostro del joven irradiaba una luz intensísima para la fina percepción de la bruja. Comprendió, con aquel entendimiento que superaba lo razonable, que Celso había encomendado la misión al hijo de Frida y rio con ganas.

—Como ya predije, Erico ha sido el primer caballero en busca del Grial –lanzó una carcajada–. Ese necio de Celso nunca comprenderá, pero Erico sí parece comprender. ¡Cómo puede haber nacido tal hombre de la pobre simiente de Gorm!

Se revolvió incómoda en su silla y recordó el cuerpo mutilado de su víctima, aquel ser indigno era merecedor de arrastrarse el resto de su vida como una sierpe y, al pensar en él, no pudo evitar que su rostro se contrajera en una mueca de asco.

Fijó sus brillantes ojos en la ventana y a través de ella contempló aquellos años que prefería no recordar, pues la llenaban de amargo pesar.

—Bien, Harald –oyó decir a su padre–. ¿Qué te parece mi propuesta?

—No sé qué decir –respondió el gigantón–. No comprendo…

—No tienes nada que comprender –cortó el godi–. Simplemente he decidido entregar a mi hija en matrimonio a tu hijo Gorm.

—¿Y por qué a Gorm, que ya está casado? Ya sabes que mi hijo Liuva no tiene esposa.

—Lo sé, pero tengo mis motivos –dijo el anciano con paciencia.

—Tú sabrás, eres nuestro godi y mereces mi respeto –rugió Harald–, pero una joven virgen y de la posición de tu hija no debería ser segunda esposa. ¿Acaso la estás castigando por algo?

El sabio anciano no podía explicar a aquel hombre que su extraña actitud estaba minuciosamente estudiada. Él sabía que una vez alcanzada la ciudad prometida no sería difícil para la joven deshacerse de un vínculo matrimonial no reconocido por la religión de la urbe donde se establecerían para poder ser libre de nuevo. Ni siquiera debía decirle que iba a enviar a su clan casi al fin del continente ni que su hija era una völva, una vidente.

—¿Aceptas o no? –preguntó hastiado.

Harald rio sonoramente.

—Pues claro que sí. ¿Quién podría rechazar una propuesta semejante?

—Entregaré la dote a Gorm mañana mismo, quiero que el matrimonio se celebre cuanto antes.

—Estoy por rechazar incluso la heimanfylgja.

—No lo hagas –recomendó el anciano, pensando en el futuro viaje a tierras remotas que su hija tendría que realizar–, es una cantidad importante.

El día previo al ritual, padre e hija acudieron juntos al bosque de fresnos por última vez a comer una pieza de carne de verraco. El viento helado del norte sacudía los cabellos de la joven con ímpetu a pesar de llevar un gorro de piel que protegía su cabeza de la extrema temperatura de aquella mañana. Padre e hija se sentaron a orillas del lago.

—Ya te he explicado todo lo referente al comportamiento deseable en una buena esposa –dijo el anciano–, preferiría que hubiese sido tu madre quien lo hiciera, pues hay temas que únicamente deben hablarse entre mujeres, pero desgraciadamente sólo me tienes a mí.

—Nunca la he echado en falta, padre, ni siquiera recuerdo su rostro.

El godi asintió complacido.

—Está bien que olvides lo que sólo trae amargura recordar, pero jamás olvides a nuestros dioses, ni a los Ases ni a los Vanes, y sobre todo confía en el todopoderoso Odín, y oigas lo que oigas en esas tierras, nunca los consideres demonios.

—Sí, atta.

Llegó el temido día de la boda y a la ceremonia acudieron todos los habitantes de las aldeas vecinas. Galeswintha se vio a sí misma sentada sobre un arcón con la corona de flores adornando su cabeza, pero con el semblante de una pobre adolescente avergonzada por un enlace humillante. La propia Frida, primera esposa de Gorm, entró en la cabaña donde la joven esperaba el funesto momento entre lágrimas.

—No debes llorar, sino encomendarte a la diosa Frigg –le dijo acariciándole el cabello–. Gorm Haraldson será un buen esposo para ti y en mí encontraras una nueva amiga.

La hermosa joven miró a Frida con angustia. Afuera se oían canciones de alegría que entonaban los invitados al evento. Afuera escucharon el entrechocar de los cuernos llenos de cerveza. Afuera estallaba el clamor de contento y las risas de los jóvenes.

—No quiero un marido –respondió coléricamente.

—Eso lo dices porque aún no has descubierto los placeres del lecho –la primera esposa sonrió–, ni la dicha que traen los hijos.

—Tampoco quiero hijos.

Frida se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Gorm es complaciente, fuerte y apuesto, ya verás, sabrá hacerte feliz.

Galeswintha, sentada en su hogar de Cesaracosta, sintió como su rostro se crispaba y se frotó la frente con rabia deseando borrar el recuerdo de las palabras de su amiga. Tomó la jarra y bebió con avidez el agua fresca que reconfortaba su garganta seca. No podía evitar que su reciente y prodigiosa capacidad para el recuerdo continuara dañándola con dolorosa tortura. ¿Cuántos años habían pasado? Más de dos lustros, y ahí estaba ella, sintiendo la misma agonía mortal de aquel instante.

—Ya están preparadas las manzanas para Freyja y el trigo para Frey –continuó Frida–. La cerveza y el espumeante hidromiel alegrarán tu espíritu y las salazones de cerdo calentarán tu cuerpo.

La hermosa intentó confortarse con pensamientos propicios que alegrasen su alma rota, aunque cada vez le costaba más esfuerzo aquel simple ejercicio. En otro tiempo había estado convencida de que la vida no era sólo tristeza, al igual que en la oscuridad del invierno se podían filtrar algunos rayos de luz solar que animasen el corazón, o como cuando canta el cuco y en la tierra helada surgen las primeras flores entre la nieve blanca y muerta. Pero hacía ya algunos años que su espíritu estaba inmerso en una intensa negrura y solamente disfrutaba con la venganza, haciendo pagar un alto precio a quienes le debían algo.

**

—Hay que acabar con los escándalos del clero, Samuel.

Tajón se frotó las manos nerviosamente.

Es difícil, hasta el siglo pasado el matrimonio estaba permitido a los clérigos. Fue el papa Gregorio quien impuso el celibato obligatorio y san Bernardo tuvo la visión correcta de las consecuencias que esta norma iba a acarrear, al advertirle que si se suprimía el matrimonio honrado entre los varones dedicados a la divina servidumbre, las iglesias se llenarían de guardadores de concubinas.

Celso asintió.

Entonces solamente se puede aconsejar que Si non caste, tamen caute. Aunque creo que los hombres están imposibilitados tanto para ser castos como para ser cautos. El celibato es contra natura a pesar de que se escriban numerosos tratados elogiando la virginidad.

—No para todos –aseguró el obispo–, ya dijo Cristo que algunos hombres se hicieron eunucos por conseguir el reino de los cielos. Leandro e Isidoro de Hispalis eran castos, nuestro Braulio también y yo no encuentro demasiado problema en mantener mi virginidad.

—Mi señor obispo –dijo el conde con sorna–, eres un erudito de los pies a la cabeza y tu único placer consiste en leer, escribir y estudiar, pero es imposible olvidar que el papa Agapito era hijo de un sacerdote llamado Gordiano y el padre de san Bonifacio era un presbítero llamado Jocundus.

—Eran otras épocas, había más permisividad en el seno de la Iglesia, eran tiempos muy diferentes.

—Demasiado recientes.

—¿Qué te sucede, Celso? –preguntó el obispo, observando el nerviosismo del conde.

—¿A qué te refieres, santidad?

—Tienes muy mal aspecto y tu comportamiento es muy extraño, no pareces el de siempre. Además la preocupación por el celibato de los hombres de Dios me la deberías dejar a mí, no es propio de un soldado preocuparse por la conducta cenobial.

—Las consecuencias del fornicio pueden ser muy graves, y hemos de evitar que nuestros monjes se corrompan para que el Todopoderoso siga escuchando sus ruegos.

—Te aseguro que en la Iglesia hacemos lo que podemos para encarrilar a los nuestros por el recto camino de la virtud.

—Ya no queda virtud alguna, sólo corrupción.

—¿Hay algo más que te preocupa?

—He sabido por un oficial de la ceca que algunos acuñadores reducen la cantidad de oro de los trientes en beneficio propio. Los sospechosos han sido castigados, pero lo que me preocupa es la escasez del metal. Ya no se extrae oro de las minas como antaño, nos estamos convirtiendo en un reino pobre, corrupto y miserable, y seremos castigados por nuestros pecados. Incluso en la última asamblea vecinal se denunció que el robo de caballos se estaba convirtiendo en práctica habitual.

—Celso, el Señor Todopoderoso no nos abandonará.

—¡Sí lo hará! –gritó el conde fuera de sí–. Cesaracosta será arrasada, sus pobladores asesinados y en nuestras iglesias no se adorará al Hijo de Dios ni a los santos.

Celso calló, dándose cuenta de que estaba hablando demasiado y el obispo fijó sus ojos en la expresión crispada del conde.

—Veo que sientes angustia y pánico, y únicamente puedo aconsejarte la oración como remedio a las inquietantes tormentas que ahogan tu alma y que desconozco en su totalidad.

—A veces más conviene callar que hablar.

—Eso decía Braulio.

Un soldado interrumpió la conversación entrando en la habitación del castillo.

—Excelencia, Erico Górmez desea que lo recibáis, dice que es por una cuestión de gran importancia para vos.

Tajón se levanto de la silla.

—Te dejo, Celso, ya seguiremos hablando cuando encontremos un momento de sosiego en nuestras ocupaciones.

El obispo y Erico se cruzaron en el dintel del palacio condal y, tras besar respetuosamente el anillo de Tajón, el joven se situó ante la mesa de Celso.

—Tienes muy buen aspecto, mejor del acostumbrado, parece que el viaje ha sido para ti como un elixir.

—Mi señor, os diré sin rodeos que mi misión ha fracasado, no he encontrado ningún objeto mágico en las montañas.

El rostro del conde se volvió del color de la cera.

—Eso no es posible, Erico.

—Preguntadle a vuestros soldados, ilustrísima. Registramos todas las grutas que encontramos en la zona que nos dijisteis y allí no hay nada de nada, solamente algunas de ellas estaban habitadas por eremitas que únicamente poseían tallas de madera y los propios harapos que los cubren. Aun así preguntamos a varios de ellos y ninguno confirmó que hubiese nada destacable en esa zona.

—Probablemente no has tenido la suficiente pericia para hallarlo.

—Os aseguro que estuvimos varios días inspeccionando cueva por cueva –aseguró el joven godo.

—Pues por tu semblante cuando has entrado en esta habitación se diría que hubieras encontrado la panacea.

Celso reflexionó mientras jugueteaba con la llama de la lucerna.

—Bien, Erico –dijo finalmente–, ahora tienes otra misión, voy a enviarte a Toletum cuanto antes para continuar tu estudio con el iudex Gabinio, a quien ya he mandado aviso de tu próxima llegada.

El joven asintió pensando que aún tenía muchos asuntos que resolver antes de partir hacia la capital de la patria, y sabía en quien confiar para que todo se resolviese exitosamente, su amigo Valderedo. A él encomendaría la misión de alojar a su padre y a su tío Liuva en la casa que había adquirido y de contratar a un hombre fuerte y capaz para que la ceguera de uno y la inmovilidad del otro resultasen más llevaderas. Tendría que ser un hombre sin familia y sin atadura de ningún tipo para que pernoctase allí mismo, y sería bien compensado a cambio de la pesada labor que le esperaba. Asimismo alquilaría a buen precio la taberna y las dos cenacula de la segunda planta que poseía su modesta vivienda, de ese modo, los tres hombres podrían subsistir con el dinero del alquiler. No era la suya una gran ínsula de seis o siete pisos que había oído existían en algunas grandes urbes, sino una humilde casa de ladrillo y madera, pero se encontraba ubicada intramuros y si exigía una cantidad moderada podría encontrar arrendatarios en poco tiempo.