Donde se relata la estancia de Erico en Toletum
Erico partió hacia la sede regia en cuanto hubo arreglado sus asuntos pendientes. Valderedo le había ayudado eficientemente a encontrar al hombre que sería a partir de entonces los ojos de Liuva y las piernas de Gorm. Era un esclavo africano semejante a una montaña que hasta entonces había trabajado en una carpintería fabricando modestos ataúdes de madera, muy distintos a los sarcófagos de piedra donde cadáveres de obispos y nobles encontraban reposo eterno. El coloso beréber había llamado la atención del monje un buen día en que lo vio transportar un ataúd sobre su espalda como si fuese un saco de harina. Valderedo siguió con disimulo al hercúleo esclavo hasta comprobar el lugar hacia el que se dirigía tras haber efectuado la entrega de la caja de muerto, y descubrió que pertenecía en propiedad al carpintero Audemundo.
Audemundo no tenía en gran estima a un siervo eunuco que comía como un oso y que nunca se reproduciría para así acrecentar la riqueza de su propietario, por eso se deshizo de él a la mínima propuesta de adquisición y se redactó enseguida el documento de compraventa en el que el vendedor aseguraba la buena salud del siervo, el hecho de que no fuese fugitivo y la ausencia de vicios ocultos en él. El esclavo, que respondía al nombre de bautismo de Lorenzo, pareció alegrarse de salir de aquella carpintería en la que, presumiblemente, aplicaban constantemente el vergajo sobre su espalda, a tenor de las marcas que lucía el coloso semidesnudo.
De esa forma pasó a convertirse en la posesión de una extraña familia de godos formada por un tullido, un ciego y un joven que se preparaba para ser, nada menos, que juez de Cesaracosta. A Erico le plació la elección de Valderedo e intentó explicar al beréber la organización que quería que imperase en su hogar durante su ausencia. No habría golpes y sería tratado como igual pero, a cambio, él debería cuidar diligentemente de la casa y de sus habitantes impedidos, trabajar el huerto, alimentar a las gallinas y vigilar el orden y la buena convivencia de los arrendatarios de las habitaciones del piso superior. Lorenzo, además, estaba acostumbrado a las labores de cobranza de los trabajos de su antiguo amo, por lo que poseía unos mínimos conocimientos que le permitirían recaudar las rentas a los inquilinos y, en caso de tener problemas, siempre podría recurrir a Valderedo. Por lo menos no ignoraba que un sueldo de oro equivalía a tres trientes o tremises, y a veinticuatro siliquas, y que eran necesarios setenta y dos solidus para completar una libra de oro.
Estas circunstancias permitieron a Erico abandonar Cesaracosta con cierto ánimo tranquilo, aunque con inmensa pena por dejar a su padre y a su tío en tan lamentable situación de indefensión, y oró a Dios para que el siervo Lorenzo fuese ayuda para ellos y su comportamiento motivo de recompensa en un futuro. También se despidió de su madre y su hermana; del resto de los miembros de su antiguo clan, a quienes dio algo de dinero; y de Eudoxo, Tegridia y Mauro, a quien rogó que cuidase de sus padres adoptivos y de su nuevo hermanastro, el pequeño Freidebado, como si fuesen de su propia sangre.
Aprovechó, el joven godo, la partida de un grupo de comerciantes a la capital para no hacer el peligroso viaje solo, y porque además la conversación acorta los caminos. Un día de buena mañana traspasó las puertas de su amada urbe a la cual no retornaría hasta un año después, y un atardecer llegó a la hermosa ciudad de Toletum. Tras rezar en la iglesia de santa Leocadia para dar gracias por la feliz conclusión de su viaje, se dirigió sin demora a la casa del juez Gabinio para entregarle su carta de presentación sellada por el conde Celso. El iudex, que era un hombre afable de rostro sonrosado y risueño, ojos vivos e inteligentes y verbo rápido, leyó la misiva condal y saludó a Erico con unos afectuosos golpecitos en la espalda.
—Hijo, me alegro de tener como ayudante durante todo un año a la lumbrera que Celso asegura que eres –lanzó una risotada–, mi vida va a ser más cómoda a partir de mañana. Además, el conde asegura que eres un Balthes puro, familia pues del mismo rey y de los duques de Spania.
*
Las enseñanzas de Gabinio no caerían en saco roto pues pronto comprobó que Erico tenía una capacidad de aprendizaje fuera de lo común. Era, según palabras del juez-maestro, como una esponja, ya que absorbía las explicaciones hasta la última gota y solamente con apretarle un poco, derramaba conocimientos legales. El joven se había aprendido de memoria el liber iudiciorum y sus preguntas eran siempre tan atinadas e inteligentes que algunas veces Gabinio no tenía respuesta para ellas. Erico comentaba las leyes, practicaba las formas de los actos jurídicos, asistía a los juicios y escribía las sentencias en las pizarras.
—¡Gran ventura la de Celso, va a tener el mejor de los asistentes! Tus trazos son extremadamente regulares en tamaño y profundidad –alabó el juez tras una jornada de trabajo–. No puedo encontrar fallo en ti… excepto uno.
Gabinio tomó aire y dejó a un lado la pizarra gris verdosa.
—Perteneces a los seniores gothorum y tu vida debe ser ejemplar, porque no conviene que nadie pueda lanzar acusaciones ni abrigar sospechas contra ti, tendrás que acabar con tu celibato y tomar esposa o concubina, ya no perteneces al ámbito de la Iglesia y tienes casi veintitrés años.
Erico se ruborizó ligeramente.
—La única mujer por la que he sentido afecto ya tiene marido.
—Pues rapta a una viuda o cásate con cualquier otra, incluso con la ramera a la que visitas en el lupanar, pero cásate.
—Nunca he yacido con mujer ni con hombre alguno.
La carcajada de Gabinio estalló con sonoridad.
—¡Es increíble! Eres todo un ejemplar, alto, fuerte, sabio, noble, hermoso… y virgen –pareció reflexionar–. No faltarán candidatas dispuestas a procrear contigo.
Erico dudó.
—Maestro, decía Isidoro de Híspalis que la virginidad era más hermosa y digna que el matrimonio, además, tengo a mi cargo a dos hombres impedidos y me temo que esta situación no sea agradable para muchas mujeres, no quiero involucrar a nadie en unas circunstancias que no tienen nada de felices.
Gabinio meditó unos instantes.
—Pues tendrás que acogerte al juramento de celibato profesando alguna ordenación clerical menor.
—¿Y no será incompatible con la profesión de juez?
—Los clérigos, como ya sabes, pueden desempeñar algún tipo de trabajo profano, a excepción de los relacionados con la medicina y el préstamo con usura, pero en el caso de clérigos menores se pueden desarrollar labores civiles con más libertad, imagino que conocerás a algún hombre de Iglesia que se dedique al comercio, aunque siempre hay ciertas limitaciones.
—Puedo hacer voto de profesión de virginidad.
Gabinio contempló a Erico como si lo viera por primera vez, y tras unos instantes de vacilación se atrevió a hacerle una pregunta personal que había estado rondándole por la cabeza las últimas semanas.
—¿Deseas ser juez?
—Mi señor Celso así me lo ha ordenado y debo obedecer.
—No es esa la respuesta que necesito, Erico.
—Lo sé, maestro –el joven godo respiró profundamente–. Mis ruegos han sido escuchados y Dios me ha iluminado indicándome el camino que debo seguir.
—Y… ¿Dios te ha indicado que seas juez?
—No, señor, el Altísimo me ordena que adquiera poder y dinero para llevar a cabo una misión muy especial. Ahora sé que nada de lo que hice fue en vano, eran solamente etapas que tenía que vivir para alcanzar un fin: mi llegada a Spania desde un lugar tan lejano, el servicio que preste al obispo, mi trabajo con el médico griego del que os hablé e incluso la gente a la que he conocido durante toda mi existencia. Sólo soy un instrumento al servicio de Dios para completar un plan trazado por Él, me di cuenta de esto hace poco, cuando retornaba a mi ciudad desde las montañas a lomos de un caballo. Salí de las tinieblas y vi todo con claridad, había marchado con el propósito de buscar un objeto y regresé sin él, aunque cargado de iluminación.
*
Mientras tanto en la ciudad del Iberus se vivía en calma y sus habitantes se habían recuperando del desastre en que los había sumido el asedio, pero aquel mundo estaba ya en ruinas y pronto lo descubrirían. Galeswintha ya lo sabía y escribía frenéticamente los sucesos que acaecerían en los próximos lustros. Contaba treinta y un años y su belleza y conocimientos crecían día a día, además su cuerpo continuaba siendo fuerte y de carnes prietas como las de una jovencita. Su memoria desatada le producía un profundo desasosiego y algunas veces le costaba recuperar la concentración, pues ante ella se presentaban las imágenes de unos eventos lejanos, como si se estuviese representando una obra de teatro dentro de su propio hogar.
—De nada servirá empuñar la espada, Harald –aseguró el godi con firmeza.
—Nosotros también somos guerreros.
—Solamente seríais carnaza para esos hombres, son asesinos feroces y sanguinarios. Lo que no arrasen con las llamas lo segarán con el hierro, la sangre cubrirá el suelo de nuestra aldea y vuestros miembros mutilados adornarán los árboles.
Harald se estremeció.
—¡Pero no podemos huir como pajarillos asustados! Además, es una locura, estamos en invierno y moriremos congelados.
—La muerte aquí será segura, huyendo aún tenéis una posibilidad –el hombre sabio clavó su mirada en el gigante–, es la única opción. Hazme caso, a los viejos nos falta coraje pero nos sobra prudencia y yo, además, cuento con la ventaja del consejo de los dioses. Ellos te protegerán si tomas la decisión correcta, pero si dudas de sus mandatos la cólera divina caerá sobre ti y tu clan.
Harald reflexionó unos instantes.
—Eres el godi y creo en tus palabras.
El hombre sabio señaló el horizonte.
—Puedes ver ya las estelas de humo que fluyen de las poblaciones quemadas. En tres jornadas estarán aquí, no queda mucho tiempo.
El jefe del clan tragó saliva al comprobar como las columnas grisáceas rompían la oscuridad del cielo.
—Nos alcanzarán, llevamos mujeres y niños pequeños, y ellos son guerreros a caballo.
—Odín os protegerá. Conozco la ruta que van a seguir y te voy a explicar dónde podéis encontrar senderos recónditos y grutas donde esconderos. Tras devastar nuestra aldea, los guerreros seguirán hacia el oeste y vosotros estaréis a salvo cuando alcancéis la costa sur para cruzar el mar en una nave anclada en el puerto, a cinco días de camino desde aquí. Pagaréis la travesía con el oro de la dote de mi hija y una vez desembarquéis continuaréis hacia el sur por Germania y cruzaréis Galia hacia Hispania, siempre por los caminos romanos. Conforme vayáis acercándoos a esa península, tendréis que pedir indicaciones en los lugares por los que paséis, pero para eso debes aprender a pronunciar correctamente los nombres con los que puede designarse esa ciudad, ya que, cuando te hayas alejado lo suficiente de nuestras tierras, será difícil que alguien comprenda tu lengua.
—El Sur –repitió Harald con los ojos fijos en la negrura que teñía el cielo.
—Toma esta carta –dijo el godi, tendiéndole un rollo de vitela–, será de gran ayuda. Y ahora presta atención, puedo explicarte a grandes rasgos cómo llegar a la remota ciudad de Cesaracosta aunque no conozco su ubicación exacta. También se la llama Cesaraugusta, está situada al noreste de Hispania… Summo Pyrineo… un valle… varios ríos… godos…
El gigante abrió sus oídos a las confusas explicaciones del godi, pero las palabras del sabio le resultaban extrañamente incomprensibles, como si estuviera escuchando la narración poética de un bardo que cantase fantásticas hazañas heroicas en legendarias y desconocidas tierras. Se atrevió, en un momento dado, a interrumpir de torpe manera la explicación para preguntar el porqué de un periplo tan largo y con tantos peligros pudiéndose establecer en algún lugar más próximo. Pero el sacerdote tenía planes para su hija que no estaba dispuesto a revelar a aquel hombre que ni siquiera era capaz de entender que el peligro era inminente.
*
Spania, la nación goda, permaneció unida y en paz durante todo el reinado de Recesvinto, el príncipe bienintencionado según las crónicas, y sus gentes gozaron de las favorables consecuencias que atrajo ese hecho. Las cosechas eran abundantes y los precios de los frutos de la tierra bajaron, no había problemas visibles y el rey vio terminada su iglesia de San Juan de Baños, a los pies del manantial milagroso, en el año de nuestro Señor de 661.
Nunca soñó Erico acudir a la cena de celebración que organizara el rey con motivo de tan importante evento, en el propio palacio de Flavio Recesvinto. Penetró en el comedor del imponente edificio acompañado por el juez y se unió a los cortesanos que esperaban la presencia real. Allí estaba la corte al completo: el metropolitano Ildefonso, quien tendría que abandonar el banquete antes de que el bufón comenzase su espectáculo por prescripción conciliar; los dos hermanos menores del rey, los futuros duques Teodofredo y Favila; Richila, el conde del Patrimonio; Paulo, el conde de los notarios; Cunifredo, el conde de los spatarios; el conde del establo y el de los escanciadores, además de varios jóvenes aristócratas hijos de los grandes señores de Spania, donceles y doncellas enviados por sus padres a palacio para desarrollar oficios palatinos y recibir esmerada educación cortesana. Nunca había visto Erico mesas cubiertas con manteles de lino tan delicado, ni una vajilla de oro labrado, ni tal cantidad de iluminación, excepto en algunas iglesias catedrales. Se rumoreaba que en el festín se iban a degustar piezas cazadas aquella misma semana por el propio Recesvinto, que el resto de las viandas serían una delicia para el paladar, ya que los siervos encargados de la cocina palaciega tenían fama de ser los mejores cocineros del reino, y que tras la sabrosa degustación se jugaría una buena partida de dados.
Cuando todos los invitados se hallaban presentes, el rey irrumpió en la sala regia acompañado por los spatarios que constituían su guardia personal. Erico contuvo el aliento pues, aunque lo había visto años atrás en Cesaracosta con motivo del ataque de Froya, nunca lo había contemplado tan de cerca, en la misma estancia y a sólo unos pasos de él. Al joven le pareció un hombre de gran energía a pesar de su aspecto grave y de los dolores nefríticos que le aquejaban y sus impresiones quedaron confirmadas al comentarlas con el juez.
—Su alteza se levanta siempre antes de que amanezca para acudir al oficio religioso matutino junto a su séquito de magnates palatinos, tras oír misa recibe las visitas de la jornada –aseguró Gabinio–. Imagina… duques, condes, obispos, legados y embajadores, demandantes, peticionarios y litigantes, y escucha las súplicas, quejas y arengas de sus vasallos. Después descansa de sus quehaceres y gusta de salir de cacería con su arco antes de comer para retomar cuanto antes a sus negocios de gobierno a primera hora de la tarde. Por otra parte suele comer solo, pues hace cinco años que ha enviudado de la reina y no tiene hijos, por eso aprovecha el tiempo del almuerzo para pensar en soledad y tomar decisiones sobre asuntos pendientes, dejando la compañía de los varones ilustres y el discreto jolgorio para la hora de la cena. Sus otras aficiones consisten en leer las Sagradas Escrituras y adornar las iglesias con oro, plata, piedras preciosas y costosos paños.
—¡Es pues hombre pío! –exclamó Erico con admiración.
—Mucho, y además comedido y respetuoso tanto con Dios como con los hombres.
Recesvinto se sentó en la silla central e hizo un gesto para que el resto de los comensales de igual forma tomasen asiento, excepto el conde copero Babilo, encargado de escanciar el vino en la copa del rey y de preparar sus raciones. Solamente una túnica de fina tela y una capa púrpura cubrían la recia osamenta real, pues le placía la ropa cómoda y el ambiente distendido para cenar con sus cortesanos, no así en momentos más solemnes en los que iba fastuosamente engalanado con mantos de hilo de oro cubiertos a menudo de piedras preciosas, refulgente diadema bicornia, cetro, joyas y botines plateados.
Su fisonomía era noble, de elevada estatura, bien formado y de anchas espaldas, tenía el pelo cobrizo y ondulado, tez muy blanca, los párpados con largas pestañas y la nariz aguileña. Su boca se mostraba firme, con blancos dientes muy iguales y la mandíbula potente y viril.
—Él mismo te investirá como juez dentro de un par de meses –anunció Gabinio– y tu sello será registrado.
—Y yo me sentiré muy honrado. Pero permitidme, maestro, que os haga una pregunta difícil, he notado un cierto gesto de desaprobación en el rostro del arzobispo cuando el rey ha entrado en la sala, ¿sabéis a qué se debe?
—Se rumorea que nuestro señor Recesvinto no mantiene relaciones de cordialidad con el muy santo y sabio Ildefonso, quien es gran defensor de la virginidad de la Madre de Dios a la vez que gran acusador de la corrupción palaciega.
—Pero ¿qué puede tener el obispo contra un rey del que me acabáis de describir como piísimo?
—Ildefonso nunca quiso ser obispo, prefería continuar enclaustrado en su abadía rezando día y noche y componiendo obras teológicas emanadas de su gran ciencia y del ardor de su inflamado corazón, y Recesvinto le devolvió a un mundo en el que no se encuentra a gusto.
A la santidad de Ildefonso se le hacían detestables ciertos comportamientos palatinos que él hubiese cambiado de haber podido hacerlo. Se comportaba con los nobles con cierta dureza, aunque él no la consideraba tal, imponiendo ayunos de varios días antes de la Anunciación, en diciembre, cuando el tiempo es gélido y el cuerpo demanda más alimentos para caldearse. También defendía la virginidad de la santa Madre de Dios contra los herejes que la discutían y gozaba manteniéndose él mismo casto y puro como su amada Señora.
Erico lo observó detenidamente durante la celebración y, al encontrarse el obispo sentado al lado del rey, tampoco le pasó desapercibido el gesto de dolor que en un momento dado disimuló Recesvinto.
*
Un sábado a la hora tercia empezaron los ritos matrimoniales de la boda de Cayo, que comenzó con la bendición de la vivienda y tálamo matrimonial de los futuros esposos. Al día siguiente, un siervo tuerto observaba con desprecio la farsa que se desarrollaba durante la celebración de la santa misa en la catedral de san Vicente, los más insignes personajes de Cesaracosta y alrededores se habían congregado en ella ataviados con vestiduras de las más finas sedas orientales, enjoyados de pies a cabeza y con los rostros preñados de alegría para festejar tan feliz evento. Pero él sabía mejor que nadie que aquella unión iba a resultar de lo más desgraciada para la inexperta esposa y no podía evitar la expresión de compasión que asomaba a su único ojo cuando veía las sonrisas tímidas que la joven lanzaba a sus madrinas. Cayo era un ser despreciable y cruel que se regocijaba con el sufrimiento ajeno, la última cicatriz de su espalda era muestra y testigo de ello, y además, conocía muy bien las motivaciones que habían llevado al hijo de la loba romana a dar ese paso, a pesar de los mil sueldos de donatio ante nuptias que había entregado a la novia días atrás.
Hubiese sido un motivo de alivio para Orenco haber visto a la deliciosa Régula Segunda, pero ésta no había acudido a la boda de su hermano pues el incómodo trayecto desde Barcino podría haber mermado la delicada salud de la joven tras su primer aborto.
Así pues prestó atención a las lecturas de la celebración litúrgica. Una vez finalizadas vio como Cayo se acercaba a la reja que separaba la nave del presbiterio y cómo la novia, acompañada por su padre, era presentada al sacerdote, quien la cubrió con el iugale blanco y rojo. A continuación pronunció un prefacio y oró para que los esposos cumpliesen santamente sus deberes matrimoniales y reinase el amor entre ellos.
—Ya puedes rezar vivamente, clérigo –murmuró Orenco– y que Dios te escuche con claridad.
—«Floreatis rerum praesentium copiis, fructificetis decenter in filiis, gaudeatis perenniter cum amicis. Tribuat vobis Dominus dona perennia, parentibus tempora feliciter dilatata, et cunctis gaudia sempiterna. Amen».
—Amén, amén. Bah… si yo pudiese decir lo que sé de ese monstruo –pensó el esclavo–. Por lo menos se irá de la villa y me libraré de sus palizas.
El sacerdote dio la comunión a ambos contrayentes y les conminó a no consumar el matrimonio aquella misma noche por respeto a la sagrada ostia que portarían en su cuerpo.
—¡Y ahora comulga…! ¿Quééé? ¿Respeto a la santa forma? ¡Ja! –Orenco meneó la cabeza–. Dentro de unas semanas volverá a los lupanares después de haber forzado a todas las esclavas aportadas por su esposa.
Régula sonrió satisfecha, había casado bien a su vástago con Benedicta, la única heredera de un patricio romano de tan rancios orígenes como los suyos. Nunca hubiese permitido que su pequeño Cayo, su favorito, se uniese con una goda, una judía o una mujer pobre. Sus hijos podían entretenerse con la que quisieran, pero nunca vincularse bajo el yugo matrimonial con alguien inferior ni procrear descendientes indignos siquiera con una concubina.
Partieron familia e invitados hacia la villa de Régula, en cabalgata tras el carro nupcial, para asistir a la fiesta que la domina había organizado con gran esmero. Orenco iba a lomos de un pollino al final de la comitiva.
—Ya soy muy viejo para ver tanta inmundicia y quedar impasible, ¡si yo pudiera hacer tragar a ese canalla todos los golpes y las humillaciones que he recibido! Pero ya sólo soy el pobre esclavo de una meretriz, un mero objeto sin honor ni vida propia. Y encima tengo que declamar en el banquete un pasaje del «Anfitrión» de Plauto, entre la actuación de los malabaristas y las canciones lascivas del bufón. ¡Lo que me faltaba!
Decidió con desgana centrarse en los comentarios de algunos invitados para distraerse y no continuar dándole vueltas a la cabeza.
—Régula ha entregado a Cayo su parte correspondiente de la herencia –explicaba un noble a su interlocutor.
—¿De qué herencia? –le preguntó el amigo.
—Hombre, ¿cuál va a ser? pues la de su difunto esposo, el padre de Cayo.
—¿Aún no la había percibido?
—Sí, pero Régula disfruta del usufructo hasta que los hijos no se desposan bien.
—Pues ahora que tanto los varones como su única hija están casados, la domina verá mermada su riqueza.
—Ni lo sueñes, la fortuna de esta mujer es enorme, dicen que posee cientos de tierras de cultivo, miles de cabezas de ganado, docenas de siervos…
Orenco refunfuñó.
—Pues no me importaría proponerle esponsales –rio el atónito invitado.
—Y serías rechazado, como tantos otros. Ella era más rica incluso que su esposo, su padre era el hombre más adinerado de toda la provincia y solamente tenía dos hijas, Régula y Ceruella. Se dio la circunstancia de que la segunda murió poco después que su marido y sin haber concebido, así que la parte de herencia de Ceruella acabó acrecentando la de su hermana.
Orenco asintió en silencio lamentándose profundamente por el hecho de que la domina dispusiese de tanta fortuna que no se le hiciese necesario vender algún esclavo.
*
Recesvinto sentado en su trono acababa de leer la epístola que Celso había redactado recomendando a Erico como juez local de Cesaracosta.
—Así que eres un Balthes.
Gabinio y el joven godo permanecían erguidos ante él.
—Eso parece, mi carísimo señor.
—De ello se deduce que mi excelso antepasado, Filimer Baltha, dejó familia en la península de Scandia cuando guió a parte de su pueblo hasta el delta del Danubio muchos siglos atrás.
—Lo ignoro, alteza, solamente sé que nací allí y que soy hijo de Gorm y nieto de Harald. Probablemente el godi de mi aldea sabía quienes eran mis antepasados remotos, pero yo lo desconozco.
—Pues yo sé que desciendo del gran Alarico por línea bastarda –dijo Recesvinto con sarcasmo–, quizá tus orígenes sean más ilustres incluso que los míos. Es irónico que pertenezcas a una estirpe cuyo apellido significa «audaz», siendo que no posees formación militar alguna, aunque me han asegurado que posees mente lúcida y enorme sabiduría.
—De pequeño tuve el honor de servir al gran Braulio de Cesaracosta, quien se ocupó de mi educación.
—Educación en los libros pero no en las armas, a pesar de tu imponente constitución física. Es una situación algo extraña que un baltingo, un noble, carezca de los mínimos rudimentos para el arte de la guerra y sin embargo desee ser juez local.
—Mi sereno señor, no ignoro que en otras épocas un juez debía ser militar, pero los tiempos han cambiado, con vos hay paz y no se necesitan más hombres armados. Yo quiero serviros con mis pobres conocimientos y ser útil al conde Celso, muchas veces agobiado por la cantidad de trabajo que representa su cargo de comes civitatis. No puedo hacer nada más por mi patria ni por mi rey, pero mi sangre es goda y puedo y deseo contribuir de alguna forma a la grandeza de vuestro reino y a la prosperidad de Spania, y únicamente puedo llevar a cabo este propósito juzgando a los que no acaten las leyes que vos mismo promulgasteis.
—Hablas bien, joven Erico, pero…
En aquel momento el rostro del rey Recesvinto se contrajo de dolor aferrándose crispadamente a los reposabrazos de su trono.
—¡Oh, Dios misericordioso!
—¿Qué sucede, mi señor? –preguntó el juez Gabinio con temor y acercándose al soberano junto a otros sirvientes presentes en el salón del trono.
—Dejadme –ordenó el rey–, a veces el dolor desaparece con la misma facilidad con que aparece y puedo soportarlo perfectamente… aunque hace tiempo que el maldito no me visitaba y esta vez promete quedarse conmigo durante días.
—Alteza –susurró Erico al oído de Recesvinto–, decid a vuestros sirvientes que traigan una tina con agua caliente y ordenad a los demás que abandonen la estancia.
El monarca levantó la mirada hacia el joven godo con un ápice de desconfianza, pero Erico asió su brazo fuertemente y le animó con dulzura.
—Confiad en mí y permitidme ayudaros.
Así lo hizo el rex y poco tardaron los criados en traer una gran palangana llena de agua humeante. Aún pidió Erico a uno de ellos que volviese con un gran cántaro de agua y algunas plantas diuréticas, pues supuso que Recesvinto estaba sufriendo una crisis de su conocida enfermedad renal consecuencia del desalojo de alguna piedra que, tal y como el griego Eudoxo le había enseñado, se formaba en los riñones de algunas personas expulsándose posteriormente por la orina. El joven godo, ayudado por Gabinio, desnudó al rey, presa de grandes espasmos y convulsiones, y entre los dos lo introdujeron en el ardiente líquido de la bañera y le dieron de beber una mezcla de plantas y vinagre que el propio Erico creó ante los sorprendidos ojos de Recesvinto. Tras esto y estando aún sumergido el soberano en agua caliente, fue obligado a beberse todo el agua que contenía la enorme jarra.
—¿Sentís ya ganas de orinar, mi señor? –preguntó Erico.
El monarca asintió.
—Os ayudaré a incorporaros para que os aliviéis fuera de la tina y a continuación volveréis a sumergiros en el agua y continuaréis bebiendo.
Recesvinto miccionó con gran dificultad y sus dientes rechinaron de dolor cuando la sangre manchó el suelo de la sala del trono.
—Debéis eliminar todas las impurezas, apurad el líquido, alteza –ordenó Erico mientras llenaba de nuevo el cáliz del rey y pedía a Gabinio que mandase traer otra jarra de agua.
Así estuvieron largo rato hasta que la orina real brotó limpia y los dolores cesaron, tras lo cual Erico ayudó a Recesvinto a salir de la bañera y a secarse y vestirse.
—Hijo mío –dijo el rey con agradecimiento–, has visto a tu rey en un estado lamentable de indefensión y has actuado rápida y firmemente, no dudo de que serías un gran juez, pero tras lo sucedido estoy seguro de que serías mejor médico aquí, en palacio.
—Gloriosísimo señor, sé que debería acatar vuestros deseos –respondió el joven con timidez–, pero no me obliguéis a ello. Yo… yo os diré cómo debéis actuar cuando sintáis ese dolor que os aflige y os recomendaré qué alimentos debéis tomar y cuáles evitar para que encontréis alivio, pero debo volver a mi ciudad… y os voy a contar porqué.