Del regreso de Erico a Cesaracosta
—¡Hijo mío! –exclamó Gorm cuando Erico apareció en el dintel de la puerta.
El joven juez corrió hasta la silla donde Gorm pasaba media vida y le abrazó con afecto sin poder evitar clavar su mirada unos instantes en las piernas amputadas de su padre. Su tío, Liuva, se levantó y con la ayuda de una vara llegó hasta su sobrino para palparlo temblorosamente.
—¡Gracias, Dios mío, por devolvérnoslo sano y salvo! –dijo el ciego con alivio–. Cuéntanos de tu estancia en Toletum.
Erico contuvo las lágrimas a duras penas, sentía gran alegría de volver a ver a ambos pero el pesar era inevitable al contemplar a aquellos dos hombres, aún jóvenes y fuertes, tan desvalidos como niños.
—Pero antes quiero saber de vosotros, te… tenéis muy buen aspecto –aseguró tragando saliva–, se nota que Lorenzo os ha cuidado bien.
El gigante beréber asintió orgulloso.
—No podríamos estar mejor, hijo. Lorenzo nos cuida como a recién nacidos –Gorm sonrió–. De día nos lava, nos da de comer y nos saca al sol mientras cuida del corral, por la noche nos sirve una buena cena y nos acompaña al lecho, sólo faltaría que nos cantase una nana.
El aludido soltó una carcajada y Erico apretó el brazo del siervo con afecto.
—Te olvidas –añadió Liuva– de que nadie osa escatimarnos ni un triente de las rentas de los alquileres, su imponente anatomía ayuda bastante en los casos de impago y eso nos ha permitido atesorar una pequeña cantidad de dinero.
—Se os ve dichosos –dijo Erico con un nudo en la garganta.
—Lo somos, hijo, las cosas van perfectamente. Liuva y yo disfrutamos de largas conversaciones y de nuestra mutua compañía. Lorenzo es nuestro ángel de la guarda, algunas veces nos lee algo o nos cuenta historias fascinantes de su lejana tierra, es muy sabio, incluso me ha enseñado a caminar con estos dos palos que ves aquí –explicó Gorm señalando dos varas de madera cuyos extremos terminaban en V.
—Dile a Erico –interrumpió Liuva– que Lorenzo te ha enseñado a leer y a escribir un poco.
Erico observó fascinado al beréber.
—Bueno –rio Gorm–, soy muy torpe y aprendo lentamente, pero él tiene paciencia y yo disfruto realizando ejercicios de caligrafía que me ayudan a olvidar. Y ahora, cuéntanos tú, estamos ansiosos por saber la vida que ha llevado en la sede regia el nuevo juez local de Cesaracosta.
—Tengo muchas cosas que contaros, padre, y algunas de ellas os incumben directamente a vosotros.
—Propongo que Lorenzo despliegue sus habilidades culinarias preparando hoy una cena especial, porque hay que celebrar la alegría que nos proporciona tu vuelta a casa y así saborearemos tu relato incluso con más deleite.
—¡Buena idea! Voy a dejar mis cosas en el arcón y ayudaré a Lorenzo.
—No, mi señor, el ayudante del conde no debe andar cocinando viandas como un siervo cualquiera –sentenció Lorenzo, tajante–. He preparado la cena todas las noches en este último año y debo seguir haciéndolo.
Gorm se encogió de hombros.
—Y hablando del conde, creo que mi señor debe escuchar lo que su padre y su tío tienen que contarle sobre la inesperada visita que hizo a esta casa poco después de que partierais rumbo a Toletum.
Erico se volvió hacia sus familiares con extrañeza.
—Es cierto –dijo Liuva–, con la emoción de tu llegada se nos había olvidado por completo. Al día siguiente de tu partida se personó aquí el mismísimo Celso con dos soldados de su guardia personal y registraron la casa de cabo a rabo buscando un objeto.
—¿Qué clase de objeto? –se interesó Erico atónito.
—No lo sabemos. Al no encontrar lo que venían buscando nos preguntaron si te habías llevado a Toletum algo especial, algo que se supone habías comprado o hallado en tu viaje a las montañas. Les respondí que lo ignoraba… ¿qué buscaban, Erik?
*
Los litigios que atendió Erico en su primer mes como juez de Cesaracosta no fueron demasiado importantes. Un hombre que había injuriado a otro llamándole tiñoso recibió los ciento cincuenta azotes como castigo, otro había tachado a su vecino de circunciso y un tercero que, habiendo violado sepultura y robado las pertenencias al muerto, fue penado con la obligación de entregar una libra de oro a los herederos del difunto asaltado. A pesar de la levedad de las penas, Erico sufría sentenciando azotes y amonestaba al sayón para que los golpes fuesen suaves, dormía mal y diariamente pedía perdón a Dios por la osadía de juzgar a sus semejantes e imponerles castigos opuestos al perdón que todo hombre merece, aunque comprendiera que las leyes estaban hechas para ser respetadas. Era especialmente exigente interrogando a los testigos y examinando documentos, y ponía gran empeño en investigar por su cuenta todo aquello que pudiese arrojar luz sobre el asunto que debía juzgar para evitar cometer las grandes injusticias que soportaban los más desfavorecidos. Tampoco le agradaba que no compareciesen los acusados, aunque aceptaba de buen grado los cinco sueldos que recibía el juez por el retraso de la causa, ya que necesitaba de todo el dinero que pudiese conseguir para llevar a cabo su plan, una vez comprobado el hecho de que no hubiesen acudido por enfermedad o por otras circunstancias adversas, como la crecida de los ríos, los caminos nevados o cualquier otro estorbo. Y siempre y en todo caso, recordaba a los asistentes al juicio que su veredicto podía ser recurrido ante el conde en caso de no ser considerado justo por cualquiera de los litigantes.
La fama de ecuánime de Erico creció día a día durante el primer año de su nueva profesión de ayudante del conde Celso. Las gentes decían que el nuevo juez no juzgaba tuerto y que solamente exigía el pago de la vigésima parte del valor de la causa. El comes se mostraba satisfecho a la vez que orgulloso por su acertada elección.
—Te lo dije, santidad, mi ayudante es el varón más cabal de toda la ciudad.
—Espero no verme nunca en la necesidad de tener que amonestarle.
—No creo que eso llegue.
Tajón asentía sin demasiada convicción y pasaba a elogiar a Valderedo con igual ímpetu.
—Regocijémonos pues de tanta buena ventura –respondía Celso alzando su copa–, Erico me ha descargado de un montón de litigios que tenía que juzgar.
—Pero ¿y tu vicario y los demás ayudantes que posees?
—Cada vez tengo más quehaceres y menos tiempo.
—O menos ganas –murmuró Tajón.
—Y más años, el tiempo no pasa en balde, mi señor obispo, y no poseo ningún elixir que me lleve de vuelta a los años de juventud.
—¡Si pudiésemos volver y enmendar los errores del pasado, Celso! Cuántas veces rememoro épocas pasadas, mis dudas, mis temores. Recuerdo con angustia mi obsesión, tras ver las reliquias de la Sangre de Nuestro Señor, por el hecho de que el cuerpo resucitado de Cristo no reasumió la Sangre derramada… Braulio me aconsejó «no saber más de lo que conviene saber, y saber con sobriedad».
Celso rio.
—Quizá consideró que de algunas investigaciones pueden surgir supersticiones.
—Sí, y reconociendo su ignorancia en ciertas materias me preguntó por qué perdía el tiempo en cuestiones dudosas cuando tenía, a diario y sobre el altar, la Verdadera Sangre. Los asuntos de fe no deben cuestionarse, únicamente hay que creer y no intentar comprender, pues nuestro seso no puede abarcar la grandeza divina.
—Mi señor obispo, solamente somos hombres.
—Tarde lo comprendí, ilustrísimo conde. La vejez ciega los ojos del cuerpo, pero abre los del espíritu y te aseguro que se ve mucho más. No sirve de nada ser sacerdote, ni obispo, ni papa si la entrega a Dios no es total. Aún hay entre los monjes de Gallaecia quienes siguen el emponzoñado dogma de Prisciliano, sé que en el sur hay más de un sacerdote que cree en la herejía acéfala y otros, en toda Spania, se dan a las artes mágicas.
Celso bajó la mirada con nerviosismo.
—Braulio decía que la maldad del mundo lo envolvía con sus vendavales, que los gritos de los envidiosos se habían desatado contra él y que se encontraba arrinconado en la soledad, parece ser que solamente Valderedo y Erico fueron motivo de alegría en sus últimos años.
—Seguramente también tú, mi señor obispo.
—No, yo le hacía enojar. En una de sus cartas me decía que yo tenía poca paciencia y que me turbaba con facilidad. En otra me aseguró que era como el grajo de Esopo, hinchado de soberbia, con motivo de una respuesta que le di, con poca prudencia y nada de elegancia, en la que le invitaba a subir a un camello y a que tuviera cuidado de no estrellarse de narices contra las puertas de la iglesia.
—¡Madre mía! –exclamó el conde.
—Por eso a veces considero que ser joven tiene algunas ventajas y no pocos inconvenientes.
—Hay excepciones –afirmó Celso–. Creo que Erico Balthes es una de ellas.
*
Y fue Erico quien también fue designado para juzgar, en su primer año como juez ayudante del conde, el caso que fue la comidilla de la ciudad. Una joven aristócrata cesaraugustana de no más de quince años había huido del hogar familiar para refugiarse en el monasterio de las vírgenes donde también servían al Señor Frida y Galsuinda, la madre y la hermana de Erico. Su prometido, un joven llamado Gregorio, había interpuesto pleito contra ella por ruptura de compromiso matrimonial concertado y al ser notificada puntualmente de la fecha del juicio, informó en una misiva su intención de no abandonar el cenobio bajo ningún pretexto, a lo que Erico respondió con tranquilidad que serían ellos quienes se personasen en el monasterio. La noticia fue difundida por el abandonado prometido de la joven provocando gran revuelo en toda Cesaracosta. Se presentó el documento de la scriptura dotalis, se personaron los testigos de la disponsatio, se habló de la irrevocabilidad del compromiso, hubo un gran enfrentamiento entre los litigantes y Erico sometió a la joven a un interrogatorio.
—¿Has tomado los hábitos por enfermedad o peligro de muerte inminente?
—No, señor –respondió.
—¿Hay algún otro motivo por el cual no desees casarte con Gregorio?
—Solamente existe uno, mi señor, únicamente anhelo en esta vida servir al Padre Celestial.
Y la ansiada sentencia fue una simple frase de Erico que pronto sería repetida por los habitantes de toda la comarca.
—Tu dote será restituida –dijo dirigiéndose a Gregorio–, pero déjala servir a Dios y búscate otra esposa.
Servir a Dios, eso era lo más importante para Erico de Cesaracosta y sabía como hacerlo, aunque todavía no pudiese hacer realidad los anhelos que el Altísimo había puesto en su mente. Una finalidad elevada que se conseguiría a través de los medios más mundanos que pudieran imaginarse, pues solamente necesitaba dinero.
Recesvinto había recompensado la intervención terapéutica de Erico generosamente con veinte sueldos de oro, la concesión del cargo de juez local y la posibilidad de volver a su ciudad. Había escuchado el plan del joven y lo había encontrado encomiable y muy necesario en las circunstancias en las que vivía el reino, hasta el punto de hacerlo desistir de la función médica que Erico podía haber desarrollado en su propio palacio y tras convencerse de que el juez-galeno explicaría a su médico personal los pasos a seguir en caso de sufrir otra recaída y la preparación de las medicinas apropiadas para el caso, además de enviarle copia del libro de fármacos que él mismo había escrito.
—Es muy sencillo –había asegurado Erico–, el agua caliente consigue que las vísceras se relajen y se dilaten, y la ingesta de líquidos, pociones diuréticas y sedantes favorece la eliminación de arenillas y piedras.
—¿Pero qué decís? –preguntó el médico del rey estupefacto–. Cuando mi señor el rey curó sus afecciones fue gracias a las aguas milagrosas de la fuente que visitó y, sobre todo, a la intervención divina.
—Cierto que toda curación proviene de la voluntad de Dios, pero no está de más ayudar al cuerpo y evitar el sufrimiento. Y os digo que el agua caliente, sea de un manantial cálido natural o del río caldeada artificialmente, es beneficiosa para los males de riñón así como las compresas calientes en la parte baja de la espalda.
El galeno del rey miró al joven godo con escepticismo.
—La enfermedad puede beneficiar al hombre si suaviza sus sentidos endurecidos y usualmente es un castigo del Cielo por las faltas cometidas.
—Pues mi maestro decía que el sabio griego Hipócrates, quien ejerció la medicina hace más de mil años…
—Sé quien es Hipócrates pero vivió hace mucho tiempo y era un pagano, por lo tanto debía estar equivocado en muchos aspectos.
—No creáis que el conocimiento general estaba vetado para los paganos, pues incluso Plinio el Viejo escribió que únicamente existía un solo Dios absoluto y consideraba simpleza en sus semejantes la fe en innumerables dioses y delirio infantil la creencia de que poseyeran pasiones, se unieran mediante matrimonios o cayesen en la indignidad del adulterio. Los cristianos estamos de acuerdo en que la oración es fundamental para sobrellevar el sufrimiento, para el perdón de los pecados y para dar gracias al Señor –aseguró Erico con convencimiento y paciencia–, pero no está de más que os explique como fabricar varias recetas medicamentosas que mitiguen las dolencias reales y os aconseje la dieta que debe seguir nuestro soberano Flavio Recesvinto. Así, el ajo, el apio, la ruda, la menta, el tomillo y el puerro son diuréticos y por lo tanto aconsejables para miccionar a menudo y limpiar los órganos implicados en la secreción de la orina, pero hay que evitar a toda costa la mostaza. Además de recomendarle beber mucha agua, deberéis tener siempre en vuestra farmacia no sólo las plantas de uso corriente sino semillas de rábano, hojas de ortiga y piedra judaica. Y ahora tomad nota del remedio que proporcionaréis a nuestro señor cuando sufra otra crisis.
*
Llegó el tiempo de las mieses y como el día dieciséis de agosto los litigios debían ser interrumpidos hasta octubre, Erico de Cesaracosta pudo descansar y dedicar su tiempo a otros menesteres.
Paseaba un día el joven juez por las calles de Cesaracosta buscando un presente para el médico Eudoxo cuando sintió un desvanecimiento repentino e incontrolable. Cuando Erico abrió los ojos no supo dónde se encontraba hasta que vio a Galeswintha, sentada en un taburete y peinando su larga melena con el peine de cuerno de ciervo que la acompañaba siempre desde que abandonaran su aldea natal. Vestía una sencilla túnica de lana e iba desprovista de cualquier tipo de ornamentación artificial, ya que abundaban en ella los adornos naturales. El joven sintió que le dolía la cabeza y se notó mareado, como flotando entre brumas. Intentó levantarse de aquel banco incómodo pero le resultó tan imposible como si estuviese clavado en él.
—No puedo moverme, mis brazos y piernas están paralizados ¿qué me has hecho?
—Tenía que hablarte y no suelo salir a la calle de día, por eso te he traído a mi casa.
—¿Cómo?
—¡Qué más da!
—Te ruego que me dejes ir –suplicó el joven sintiendo pánico.
—Estás con alguien que perteneció a tu clan, no queda en ti ni un ápice del carácter de los hombres del norte, se nota que te educaron los latinos católicos –escupió Galeswintha casi con odio–, deberías recordar cuál es tu sangre, quiénes tus antepasados y a qué dioses debes venerar.
—Sólo hay un Dios verdadero y le doy gracias todos los días por haberme sacado de aquella tierra oscura y fría donde los pocos hombres que la habitan viven en un lamentable estado de ignorancia y pobreza.
—¿Y es esto mejor? Este reino es un lugar de esclavos, todos lo sois de alguna
manera. En nuestra tierra, helada y deshabitada como tú dices, éramos libres.
—¿Y por qué no vuelves allí? –se atrevió a preguntar Erico.
—¿Qué encontraría ahora? Nuestra aldea arrasada y los restos de mi padre y
de los que con él se quedaron. Un puñado de muertos sin enterrar condenados a la vida errante de sus ánimas. Además he podido ver que la forma de vida en nuestras tierras va a cambiar.
—¿Entonces por qué te aferras a un pasado que ya no existe? Tú también has olvidado las normas de nuestra tierra porque estás haciendo daño a los que éramos tu familia, tu clan, y con eso desobedeces las leyes más básicas de nuestra etnia. Yo ya no tengo nada que ver contigo, Galeswintha, déjame ir.
—Conozco tus planes, Erik, y quiero hacerte un regalo que va a serte muy útil en años venideros.
—No quiero nada tuyo.
La malvada rio.
—No te reconozco… ¡Tú, ejemplo de bondad y clemencia hacia todos los hombres y mujeres sea cual sea su raza o posición! –exclamó con ironía la bruja–. Tienes fama de perdonar incluso a los que te hacen daño y de ofrecer siempre la otra mejilla siguiendo las enseñanzas de tu Cristo. ¿Acaso voy a ser yo la excepción?
—¿Qué te propones? –preguntó Erico con paciencia.
—Voy a darte un espejo, un espejo mágico que perteneció a un médico que vivió hace mucho tiempo. Posee el poder de reflejar el futuro del enfermo, si un hombre va a sanar, aparecerá su propio semblante en él y si es un moribundo hacia quien diriges su pulida superficie, asomará en ella el rostro de la muerte.
El juez se negó tajantemente.
—Ya no ejerzo la profesión de médico y no deseo poseer ese objeto demoniaco.
—¡No seas imbécil, joven Erik, ten más seso! –bramó Galeswintha–. Yo sé que te crees llamado a emular al obispo Masona y debes de saber que nunca salió ningún cadáver del hospital que regentaba el emeritense. Además puedes emplearlo en otros ámbitos en beneficio de tu futura labor, lo que te ofrezco no tiene precio, ¿comprendes lo que supone saber cuándo practicar una cesárea a la mujer que ha concebido fuera del útero? ¿Y cambiar la medicación a un hombre que no está recibiendo el tratamiento adecuado? Con este objeto podrás salvar muchas vidas… ¿o acaso no te propones eso mismo?
Erico dudó un instante y finalmente tendió la mano hacia el bruñido espejo.
—¿Por qué lo haces?
—No sé, quizá por amor a tu madre o probablemente para paliar parcialmente el sufrimiento de esta horrorosa época que nos ha tocado vivir. Pero puede que, sobre todo, porque estoy influyendo constantemente en tu vida aunque tú lo ignores, y quiero seguir haciéndolo, pues eres el hijo que nunca tendré o, mejor dicho y atendiendo a nuestra edad, el hermano pequeño que jamás tuve. Todos necesitamos de alguien para que la vida no sea tan terrible y yo ya no tengo a nadie. Disfruto con el conocimiento y el saber, pero cuando ceso mis actividades vivo rodeada de recuerdos, llena de odio y desprecio hacia mis semejantes, y previendo un futuro pavoroso que está por llegar. Te confieso que algunas veces no puedo soportar el tedio que me produce esta situación y finjo, durante unos instantes, preocuparme por algo corriente. Eres el solaz de mis malos momentos, el muñeco con el que se juega cuando todo lo demás aburre o el aroma a hierba fresca que reconforta cuando el pecho se ahoga.
Erico abrió los ojos de par en par, no podía creer lo que oía.
—He sentido tu pesar en los últimos años y, al saber exactamente a qué se debía, te convertí en el primer caballero hispano del Grial, el primero de una larga peregrinación en busca de aquello que solamente unos pocos encontrarán, pero cuya búsqueda traerá la felicidad y la sabiduría a quien busca.
—No comprendo tus palabras, Galeswintha –cortó Erico sintiéndose repentinamente horrorizado.
—Las comprendes perfectamente, pero te niegas a creer que yo haya tenido algo que ver con la experiencia vivida en las montañas. No ignoras que eres un hombre nuevo, que tu seguridad ha crecido mientras que tus temores han disminuido, que has visto clara tu misión y tu futuro donde antes solamente veías tinieblas. Te voy a contar sin rodeos la verdad, Erico: nuestro conde, Celso, desea los poderes beneficiosos del gradalis, que alimenta, sana y alarga la vida, pero no quiere salir a buscarlo por sí mismo, no sé si sabrás que incluso fue a tu casa con la intención de hurtarte «eso» que él cree que se halla en tu poder. Yo fui quien le habló del objeto mágico por primera vez, pero evité decirle que hallar el objeto en sí no es lo verdaderamente importante porque la magia, que es una ciencia que le atemoriza por considerarla demoniaca, se adquiere con su búsqueda. Tú emprendiste camino para encontrar el Grial y lo que contenía, y regresaste portando no una bandeja, una copa, una piedra, un cuerno o una olla con poderes sobrenaturales, sino con un don del que carecías.
—No puedo creer en la magia tal y como tú la concibes.
—Eres muy libre de creer o no creer, pero escúchame con atención: la fe de los cristianos en las propiedades curativas de las reliquias es asunto de magia desde el momento en que se confía en la fuerza sobrenatural de un objeto. Los términos sagrado y mágico son sinónimos, pues el poder de la persona o cosa a la que se califica con estos adjetivos sobrepasa lo corriente o lo natural. Me da igual que alguien crea en los beneficios que le pueden reportar tanto un caldero como un hueso de la falange de una santa. Si un enfermo incurable sana milagrosamente por intercesión de alguien o algo, se puede considerar un hecho mágico, y no sé todavía si la maravilla está en el objeto o en la propia naturaleza humana, porque puede que todos tengamos un Santo Grial en nuestro interior y que al buscarlo nos encontremos con nosotros mismos y eso nos llene de bienestar y felicidad.
La filosofía de Galeswintha impresionó al joven juez, quien nunca hubiese imaginado que aquella hechicera pudiese tener aquellos pensamientos tan exquisitos.
—Entonces, ¿yo ya he encontrado el Grial? –preguntó sin darse cuenta de que eran sus labios los que articulaban aquella frase.
—Naturalmente que no, aún no has adquirido el conocimiento absoluto, has hecho un rastreo muy exitoso pero todavía tienes un largo camino por delante.
Erico quedó pensativo ante lo absurdo de lo que estaba viviendo, tenía ante sí a Lilith, a una bruja que sin embargo había hablado con sabiduría de santidad. Meditó las palabras de Galeswintha y no les concedió el crédito merecido por miedo a fiarse de alguien tan perverso como aquella mujer. En aquel momento no entendió que la bruja goda tuviese planes para él.
*
—¡Pero hijo! –exclamó el médico griego- ¿De dónde has sacado esto?
—¿Me creeríais si os dijese que me lo regaló una adivina?
—¡Dios Misericordioso! Erico, ¿has perdido el juicio?
—No puedo evitar hablar con ella, Eudoxo, sé que es un ser maligno, pero perteneció a mi clan y confío en que, de vez en cuando, pueda albergar algún sentimiento noble.
—Aún no sé si eres muy inocente o tremendamente bondadoso. Este objeto puede poseer algún maleficio que surta efecto contra quien lo utilice. No… no deberías aceptar regalos de una mujer perversa.
—No comentéis nada de esto con Abraham, quiero decir, con Mauro, pues antes estaba convencido de mis tratos con la diablesa de una leyenda judía llamada Lilith.
—¿De qué hablas?
—Olvidadlo. En cuanto al espejo, puede que realmente funcione y eso sólo nos reportaría beneficios, pues se podrían salvar muchas vidas.
El griego dudó.
—Y ¿por qué te ha regalado algo tan útil para un médico si tú ya no ejerces como tal?
—Conoce mis planes, Eudoxo, conoce mi futuro y los pensamientos que me rondan, sabe que deseo fundar un hospital o medicatrina en Cesaracosta para que los pobres de esta ciudad logren sanar con la ayuda de los conocimientos que adquirí a través de vuestra maestría.
—Hijo mío, Erico, eres una de las personas más buenas que he conocido en toda mi vida y tu intención es loable, pero ya existe en esta ciudad un hospital de esas características en el monasterio de los santos mártires.
—Pero maestro –espetó el joven juez desesperado–, en ese lugar no se presta ayuda médica, es simplemente una casa de hospitalidad, yo he estado allí alguna vez con mi amigo Valderedo y se… se limitan a proporcionar alimentos y un lecho de muerte para el enfermo, pero las manos de los monjes se niegan a tratar heridas supurantes, a entablillar miembros fracturados y a dar remedios curativos, a pesar de poseer tratados de medicina clásica en las bibliotecas de los monasterios. Sin embargo los médicos de pago han olvidado, en muchos casos, los estudios griegos y romanos, o quizá los encuentran indignos de ser aplicados, os diré que incluso el galeno del rey desconocía la sabiduría de Hipócrates. Solamente vos conocéis y actuáis en esta ciudad conforme a la verdadera ciencia de los sabios griegos y yo, que tuve la fortuna de ser instruido en ella, me veo en la obligación de intentar aliviar el sufrimiento de aquellos que nada poseen sino su propio dolor. El obispo Paulo que, como vos, era griego y médico de profesión fue el único capaz de sanar a una moribunda al realizarle una prodigiosa operación para sacar el feto en descomposición que llevaba en su vientre, a pesar de sus previas reticencias a la intervención por pertenecer a la clerecía. Y otro obispo emeritense, Masona, fundó en Emérita Augusta un xenodochium con serviciarios y médicos en el que se atendía tanto a siervos como a libres y tanto a cristianos como a judíos. Hay que seguir el ejemplo de estos hombres santos, pues si los que poseemos conocimientos necesarios nos negamos a ponerlos en práctica, la medicina morirá y con ella muchos hombres.
—Pero estas instituciones de caridad siempre dependen de la Iglesia, nunca de un civil.
—No olvidemos que la caridad cristiana consiste en el amor al prójimo, maestro, y no es patrimonio del clero exclusivamente.
Eudoxo reflexionó.
—¿Y tu cargo de juez?
—Me proporcionará el dinero necesario para construir el hospital.
—¿Y tu aprensión hacia la cirugía?
—Continúo sintiendo lo mismo.
Eudoxo comprendió que el joven juez deseaba seguir el ejemplo de Cristo dándose a los demás generosamente.
—En cuanto al espejo, tomadlo vos, yo no tendré que firmar con mis pobres clientes contratos previos que me aten a severas multas o incluso a la pérdida de mi libertad.
*
El esclavo doméstico abrió la arqueta y mostró su contenido a Erico.
—Mi señor puede ver también las anotaciones contables, lo percibido y lo gastado desde que estoy al servicio de esta casa.
El beréber sonrió haciendo destacar su dentadura blanca como la nieve en su piel bronceada.
—Aquí están, además de los veinte sueldos que recibisteis de nuestro rey, las ganancias por el desempeño de vuestra magistratura. Además, como sabéis, el arrendamiento de la taberna y de las habitaciones del piso superior nos proporcionan buena renta pero hay que descontar los tributos, los gastos en comida y un buen colchón para mi señor Liuva que me costó un sueldo.
—Necesito más espacio y no tenemos dinero suficiente para comprar la casa anexa, pero podríamos cubrir la zona del corral y convertirla en el dormitorio de enfermos –Erico se dirigió a Gorm y a Liuva–, así vosotros podréis seguir pernoctando abajo, en la cocina, donde además se podría habilitar un cubículo cerrado para las operaciones.
—No es buena idea, mi señor –dijo Lorenzo meneando la cabeza–, necesitaréis comida en abundancia para alimentar a los enfermos y si nos desprendemos de las gallinas y talamos el manzano y el peral, no habrá ni huevos, ni manzanas ni peras. Además necesitaremos cultivar hierbas medicinales para preparar las pócimas y remedios… si queréis mi modesta opinión, deberíais convertir la taberna en dormitorio para enfermos y dejar el corral donde está.
Erico rio.
—¿Qué haría sin ti, Lorenzo?
—Probablemente malcomer –respondió el beréber–, he observado que prescindís del almuerzo y que solamente os alimentáis una vez al día.
—Un sabio griego recomendaba realizar una parca comida cada jornada y pasear durante la digestión, con esto el cuerpo se mantiene sano, se evitan los innecesarios letargos y los sentidos no se embotan.
—Yo no sé nada de eso, señor Erico, pero imagino que el único trabajo de ese hombre sería pasar el día reflexionando y filosofando tumbado sobre la hierba, por lo que no le haría ninguna falta la fuerza que proporcionan los alimentos.
—Tienes razón, Lorenzo –asintió Erico sonriendo.
—Deberíamos rescindir los contratos de arrendamiento de las habitaciones de la planta superior –dijo Gorm repentinamente–, pues es conveniente que tu hospital tenga un espacio para enfermos graves, otro para purgas y sangrías y una farmacia.
Todas las cabezas se giraron hacia el godo mutilado.
—¿Cómo sabes eso, padre?
—Tuve oportunidad de verlo en el hospital de Emerita pues estuve en él durante un tiempo –los allí presentes miraron a Gorm con perplejidad–. Cuando me dediqué a vagabundear por las ciudades de Spania para alejarme del influjo de Galeswintha realicé multitud de trabajos en cualquier lugar que me pudieran pagar con un poco de pan, y uno de los sitios donde fueron bien recibidos mis brazos fue el hospital emeritense. Cuando regresé a Cesaracosta comencé rondando la muralla con el resto de los pordioseros, pero me avergoncé de mendigar un pan que podía ganarme perfectamente con el sudor de mi frente y me dirigí al monasterio, donde ya había trabajado cultivando sus tierras tras el exorcismo al que fui sometido. El portero no me reconoció, habían pasado varios años y mis greñas y harapos cubrían parte de mis facciones, pero tu amigo Valderedo llegaba en aquel momento a la puerta principal y tras observarme largamente me saludó llamándome por mi nombre, y eso que me había visto en contadas ocasiones.
—No puedo creer… –balbució Erico–. ¿Y… y por qué no me avisó inmediatamente de que estabas en la ciudad?
—Porque yo se lo rogué –respondió Gorm con firmeza–. Me vio hambriento y sucio y me dio algo de comida en la cocina del hospital. Hablamos durante mucho rato y me vi obligado a engañarle con respecto a mis verdaderas intenciones, le dije que me diera un tiempo para poner en orden mi vida antes de enfrentarme a ti y le pedí que empleara mi fuerza para mover a los enfermos o desalojar de los lechos a los que morían en el hospital del monasterio. Él aceptó, pero estoy seguro de que no creyó mi mentira, por eso un día te invitó a visitar la sala de enfermos con la intención de que me encontrases allí y me convencieses de un cambio de actitud.
—Pero, padre, ¿de qué hablas? ¿Qué actitud tenías que cambiar y cuáles eran tus verdaderas intenciones?
El rostro de Gorm enrojeció súbitamente.
—Hijo mío, solamente había un deseo en mi mente cuando regresé a Cesaracosta…
Se hizo un silencio expectante.
—…matar a Galeswintha.
Erico, Liuva e incluso Lorenzo, que nada sabía de esa mujer y que ignoraba que hubiese sido esposa de Gorm, se horrorizaron.
—Y una noche terrible me enfrenté a ella y he pagado mi error con creces, pues aquí estoy, convertido en medio hombre.
—Padre, cuando te pregunté en el monasterio por qué tenías las piernas quemadas me aseguraste que no recordabas nada, solamente que te habías desvanecido por la calle. Consideramos que podía haberte alcanzado un rayo, pero aquella noche no había habido tormenta.
—La hubo, hijo, pero sólo entre Galeswintha y yo. Llamé a la puerta de su casa con la intención de degollarla o de clavarle un cuchillo en el vientre… El odio que sentía no me dejaba pensar con claridad. Ella abrió la puerta y me sonrió, reconozco que quedé paralizado ante su presencia unos instantes y acto seguido sentí como una llamarada y un golpe que me derribó en mitad de la calle, presa de un dolor angustioso e indescriptible que, imagino, provocó mi desmayo. Sé que es increíble, por eso no se lo conté a nadie, ni siquiera a ti, pero fue como si me hubiese lanzado un rayo que saliese desde la punta de sus dedos…
Erico se sintió morir, había confiado que en aquella mujer quedase un resquicio de bondad, pero se había equivocado plenamente y los demás, su padre, Orenco, Mauro y Eudoxo, tenían razón pues Galeswintha era la encarnación del mismo Satanás.