VIII

Aquí se narra como el hospital de Erico va tomando forma

Los contratos de alquiler de la taberna y las habitaciones de la segunda planta de la casa de Erico se rescindieron cuando los inquilinos consideraron momento propicio para ello, ya que el propietario no quería desalojar a aquellas familias hasta estar seguro de que habían encontrado otro lugar para vivir y aun les ayudó, asistido por el fornido Lorenzo, con el traslado de muebles y demás cachivaches.

Era tiempo de comenzar a acondicionar su hogar para convertirlo en modesto hospital y aun habiendo de momento espacio para sólo doce enfermos a Erico le plació, pues este número simbolizaba para él la perfección en la sagrada Biblia reflejándose en hechos muy diversos como que los apóstoles habían sido doce, doce además eran los meses en los que el Señor había dividido el año e igualmente eran docena las tribus de Israel.

Acompañado por Lorenzo visitó la carpintería de Audemundo y el antiguo amo del beréber se mostró encantado de poder llevar a cabo el encargo de construir doce camas de buena madera y aun prometió que el precio no sería demasiado elevado por ser Erico quien era, por la cantidad del encargo, y por la relación que en el pasado le había unido con Lorenzo.

—Que consistía en molerme a palos –murmuró el gigante al oído del juez godo.

A continuación se dirigieron al taller donde trabajaban Agerico, Sven y Karl, en el que encargaron buenos utensilios de cirugía, pero antes disfrutaron de una grata conversación con aquellos a los que Erico añoraba.

—Me encuentro bien y ya me he acostumbrado a vivir con una sola pierna –confesó el orfebre.

—Eres pues similar a un dios pagano –bromeó Erico–. Vulcano también era cojo y trabajaba en un fragua.

Agerico rio, no era la primera vez que oía aquel símil hacia su persona y le agradaba escucharlo.

—¿Qué tal están Willa y Rowena? –se interesó Erico dirigiéndose a Sven.

El godo se encogió de hombros y al darse cuenta el juez local de que las cosas continuaban sin arreglarse para su familia, cambió de tema y aseguró que Liuva y Gorm parecían felices pese a su situación.

—Nos alegramos mucho de tus buenas noticias, Erik –aseguró Sven– ¿qué te trae por aquí?

—Pues veréis, necesito espéculos, ganchos, bisturís, tijeras, pinzas, agujas y demás material de cirugía.

—Presumo que serán para un regalo, pues sobradamente sabemos que ahora eres juez –aventuró Karl.

—Pues no, son para mí.

Y Erico pasó a contarles un plan que los demás escucharon con embeleso.

—Hijo –Sven lo rodeó con su brazo–, eres nuestro orgullo. En casa hablamos constantemente de ti y damos gracias al Señor por las ayudas que nos has prestado.

—Calla, Sven –respondió Erico–, si yo he llegado hasta aquí ha sido gracias a todos vosotros.

—No vuelvas a decirnos lo agradecido que estás por haberte cuidado en la infancia, eso es algo corriente que todos los clanes godos hacen por sus pequeños.

—Tú sabes que eso no es del todo cierto.

—Sea como fuere, dejemos esta conversación y continúa con tu pedido.

—Quiero unas buenas herramientas y desearía que para fabricarlas acudieses a casa de Eudoxo –dijo a Karl–. Le pediré que te preste sus dibujos y además tendrás la oportunidad de contemplar con tus propios ojos los mejores instrumentos médicos de toda la ciudad.

—Así lo haré, y tendrás los mejores utensilios quirúrgicos de toda Cesaracosta –aseguró el aludido.

—Otra cosa, Sven –añadió Erico antes de salir de la orfebrería–, pídeles por favor a Willa y a Rowena que hilen, para mí y a partir de ahora, grandes cantidades de venda de hilo fino y dos docenas de sábanas. Dales esto para que compren lana y fila –añadió tendiendo a los estupefactos godos diez sueldos de oro– y pregúntales además si les gustaría, una vez que el hospital esté en marcha, ir una vez por semana para coger los lienzos sucios, lavarlos en el río y devolvérmelos en condiciones óptimas para ser reutilizados.

Sven sonrió agradecido. Su mujer y su hija se habían convertido en dos mujeres sin alegría por la vida, pues Willa era un árido desierto cuyo vientre solamente producía frutos podridos y Rowena se había convertido en una solterona triste que iba perdiendo el color de la juventud. El trabajo con el huso o la rueca y el relacionarse con otras lavanderas en el río serían tareas agradables para la que se había convertido en una mera sombra de su madre, y además, el dinero no sobraba en el hogar y las monedas que ambas mujeres aportasen serían una bendición.

—Gracias, Erik. Es bien cierto lo que oímos el otro día sobre ti –Sven hizo una pausa–; dos hombres hablaban a la puerta de la orfebrería y uno le decía a su amigo que eras el único juez a salvo de la sentencia de un tal Lucano, que por cierto no sé quién es, de que nunca se pudo ver juntos al poder y a la virtud.

Erico sonrió.

—Lucano vivió hace muchas centurias en tiempos de grandes injusticias y su muerte prematura es prueba de ello.

—La injusticia sigue campando a sus anchas, hijo –dijo Agerico dejando el cincel sobre la mesa–. No sé en qué época viviría ese hombre ni cuál fue la causa de su muerte pero te aseguro que, mientras el mundo sea mundo, el poder será corrupto y la virtud escasa.

Erico asintió con resignación pues bien sabía que lo que decía el orfebre era muy cierto.

—No desesperéis, porque Jesucristo dijo: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados».

—¿Y cuándo llegará esa prometida saciedad?

—En el juicio de Dios, Agerico. En ese momento Él te juzgará por todas tus acciones y dictará sentencia con la más perfecta de las justicias pues en Dios no existe defecto alguno, así, cada uno pagará por lo que haya hecho y el Señor leerá en nuestros corazones de manera que no podremos esconderle nada, ni acciones ni pensamientos.

—¡Ojalá sea como tú dices, Erik! –exclamó el orfebre–. Pero mientras tanto nos tendremos que conformar con gentes como tú, unos pocos en cada generación, y como creo que todos deberíamos participar en tu proyecto de una u otra forma, cuenta con los mejores instrumentos médicos de bronce que ningún cirujano haya soñado poseer jamás. Y no tendrás que pagar nada por ellos, guarda el dinero para otros menesteres de tu hospital, pues quizá muchos de nosotros acabemos allí nuestros días.

*

Régula montó en el pilento encarnado que utilizaba para trasladarse desde su villa a la ciudad. Le gustaba aquel tipo de carro, cómodo, de cuatro ruedas y cubierto, que preservaba su intimidad a la vez que la distinguía como matrona romana de alta alcurnia, al igual que la palla que vestía o el turbante con el que se había tocado para la difícil visita que debía hacer a su hijo Cayo.

Durante el breve trayecto hizo lo posible por calmar sus nervios mientras jugaba con los valiosísimos anillos de su diestra. Su hijo pequeño era un patán, eso tenía que reconocerlo, y no se estaba conduciendo con la discreción que ella le había enseñado. «Cayo –le dijo antes de sus esponsales– actúa siempre con cautela y finge mesura y recato en tu vida privada, y aunque tu conducta sea imprudente, que nadie te pueda echar nada en cara». Pero no había sido tan taimado como su maestra y corría por Cesaracosta el rumor de que su hijo era un crápula y que la pobre Benedicta, la esposa de Cayo, estaba enfermando de melancolía y tristeza a consecuencia de las continuas infidelidades de su marido. Aunque el sufrimiento de la joven poco o nada importaba a Régula, su única preocupación consistía en el temor de que, tanto Benedicta como su padre, llegasen a denunciar a Cayo por adulterio.

—¡Mi hijo es verdaderamente idiota! –había confesado a Orenco un día de rabia.

El tuerto levantó una ceja evitando asentir a tan obvia observación.

—Ya sé que tú siempre lo has pensado –continuó Régula– y deberías haber hecho algo al respecto.

—¿Y qué podía hacer yo? –preguntó el siervo encogiéndose de hombros–. Le habéis consentido demasiado y se ha echado a perder.

—Tengo que hablar con él antes de que traiga deshonor y oprobio a esta familia.

Y aquella mañana se había decidido por fin a visitar el hogar de Cayo, adquiriendo el semblante de una seria y noble romana a quien le afectasen sobremanera los devaneos de su descendencia.

Le abrió la puerta una esclava de gran belleza y escaso pudor pues, a tenor de los rumores, el servicio de la casa de Cayo estaba en manos únicamente de mujeres jóvenes y hermosas. La dulce ninfa condujo a Régula hasta la sala principal y le ofreció un vino tan dulce como ella, de esa forma, aseguró, mientras avisaba al señor de la casa de que su madre había venido a visitarlo, la espera se le haría más grata. La muchacha salió de la habitación contoneando la cadera y moviendo su melena rojiza al son del vaivén de su cintura.

—Extraña forma de andar –dijo Régula en voz alta para que sus palabras fuesen escuchadas por la desvergonzada.

La aparición de Cayo fue propia de una comedia, aún tardó largo rato en presentarse en la sala y, cuando finalmente lo hizo, no lucía el aspecto deseado por una madre a punto de estallar, pues estaba completamente ebrio, llevaba el cabello enmarañado y la ropa sucia.

—Buen día, ma… madre –farfulló dejándose caer en una de las sillas.

Régula dio un respingo.

—Estás borracho –afirmó como todo saludo.

—Sabia observación… ¿Pero cómo lo sabéis? Yo os lo diré: porque habéis estado cientos de veces igual que yo estoy ahora.

—¿Y cuándo has empezado a beber? ¿A la hora prima? ¿Cuando tocaban maitines?

—No lo sé –respondió Cayo con gesto de hastío–, creo… creo que hace un año. ¿Puedo ofreceros una copa de vino?

Régula se humedeció los labios desesperada.

—Mira, hijo, ya eres un hombre y no puedo prohibirte que bebas cuanto quieras, pero al menos ten la decencia de emborracharte de noche y en presencia de aquellos que estén tan ebrios como tú.

—¿Y por qué?

—Parece que no tienes muy claro el concepto del honor… y puedo asegurarte que el tuyo se tambalea peligrosamente, pues te tachan de borracho, mujeriego, tramposo y otras lindezas del estilo.

Cayo rio a carcajadas.

—¡La honorable Régula me da consejos sobre moralidad! –exclamó entre risas–. Madre, yo sé bien que os habéis bebido todas las ánforas del mercado y os daba igual si se trataba de mosto, de rosado, de amineum, o de ambarino sucinacium. También sé que no hacíais ascos a compartir vuestro lecho tanto con hombres libres como con esclavos pasando entre medio por los libertos y… sus posibles combinaciones matemáticas. Además, las trampas en el juego me las enseñasteis cuando todavía no levantaba dos codos del suelo.

—¡Por el amor de Dios, Cayo!

—¿Cómo decís? –el crápula romano se levanto, escanció vino en su copa y la apuró de un solo trago–. Hablar me da sed. Continuad, decíais algo sobre el amor de Dios.

—Lo que quiero transmitirte es que yo nunca he dado pie a rumores.

—¿No? ¿Y por qué os llamaban «la loba romana»?

—Apelando a mi alcurnia, supongo.

—Sí, por eso no os llamaban «la noble patricia romana».

—Mientras vivió tu padre…

—Ya no recuerdo esa lejana época –cortó Cayo– y mi memoria ha desterrado el recuerdo del rostro de mi padre pues se me confunde con el de los cientos de hombres que encontré en vuestro lecho durante mi infancia.

Régula se levantó de su silla y estampó una sonora bofetada en la mejilla de Cayo.

—Perdóname, hijo, solamente quiero evitarte las penas y multas que podrían caerte en caso de denuncia.

—Multas –dijo con sorna–. Me son indiferentes, madre, estoy completamente arruinado.

***

Erico y Lorenzo fregaban con agua y vinagre el suelo de rudera y el fogón del local esquinero de la casa, después de haber rascado a conciencia los pegotes de grasa que se habían amontonado en cada uno de los rincones de la habitación durante el período en que fue usada como taberna. La casa, sencilla aunque de buen ladrillo cocido, iba a ser un modesto aunque confortable medicatrina, a pesar de no poseer calefacción, agua corriente ni ninguna de las comodidades de las antiguas villas romanas.

—Habrá que mantener la estancia limpia y caldeada, Lorenzo, y bien ventilada. Este gran ventanal permitirá airear la habitación para librarla de olores nocivos y no sólo lo cubriremos con cortinas sino con visillos, para que de día pueda penetrar la luz pero no los insectos atraídos por el olor de llagas y heridas supurantes. Y mañana tendremos las camas y las pondremos en dos hileras, a derecha e izquierda, dejando la parte central de la habitación como pasillo. Por otra parte pienso que sería muy adecuado disponer de un impluvium –anunció Erico con expresión orgullosa mientras frotaba enérgicamente el marco de la ventana.

—Podemos poner una pileta en el corral –propuso el esclavo perplejo al ver que un hombre tan principal en la ciudad se daba tanta maña en un trabajo propio de siervos–, pero de poco nos servirá en las estaciones secas y reducirá el espacio para cultivar plantas medicinales.

—Tienes razón –suspiró Erico escurriendo el trapo tras aclararlo en el cubo de agua vinagrosa–, parece que constantemente tengo la errónea intención de reducir la capacidad del corral, aunque podemos poner una tina de madera en alto clavada en la pared y con una tapa, a la cual podremos acceder desde las ventanas del piso superior. Esta casa no da para mucho más.

—Ni nuestros brazos tampoco, mi señor –se quejó el beréber poniéndose en pie–. Todavía no sé cómo vamos a lograr llevar a cabo esta empresa que es, si me permitís, tan loable como disparatada. Solamente somos cuatro hombres y, por decirlo de alguna manera, con disponibilidad reducida...

—¿Disponibilidad reducida?

—Sí, vos tendréis que ir a celebrar vuestros juicios, vuestro padre tiene las piernas amputadas, vuestro tío está ciego y yo caeré enfermo si tengo que hacerlo todo solo. Creo que no somos un grupo apropiado para fundar un hospital, a no ser que deseemos ser sus propios habitantes.

Erico rio con ganas.

—Ten fe, Lorenzo, Dios proveerá.

—Pues ya puede enviarnos una tropa de arcángeles con conocimientos médicos y ganas de fregar excrementos.

—¡No digas barbaridades, hombre! ¿Cómo se te ocurre? –el joven juez meneó la cabeza–. Nadie quedará ocioso dentro de sus posibilidades, lo cierto es que no nos faltará trabajo a ninguno. Pienso aleccionar a mi padre en el arte de la farmacia, no puede moverse pero tiene dos manos y vista sagaz, le has enseñado a leer y con la práctica llegará a fabricar jarabes, píldoras, diuréticos y toda clase de ungüentos beneficiosos. En segundo lugar, Liuva tenía la fuerza de una mula y todavía conserva buenos músculos con los que acarrear cubos de agua, arrastrar objetos y llevar en brazos al hombre más corpulento que puedas imaginarte. Además, quizá Willa y Rowena contribuyan con la limpieza del hospital, el lavado de ropa y quizá, con el tiempo…

—¿No estaréis pensando en que esas mujeres os ayuden en el ars medica?

—¿Y por qué no? Ya en el antiguo Egipto hubo mujeres que ejercieron tan sabiamente como médicos que merecieron los elogios de Eurípides y Herodoto, también en Grecia, aunque posteriormente se les prohibió, y de entre las romanas sobresalen Filista, Lais, Aspasia, Metrodora, Origenia, Eugerasia, Sotira y Salpe, quienes fueron grandes conocedoras de la medicina y algunas de ellas incluso escribieron interesantes tratados que todavía hoy se consultan. Más recientemente destacó Fabiola, seguidora de Jerónimo, que además fundó un hospital, y también Nicerata, Olimpia y Aretusa de Constantinopla, Leoparda, Mónica, madre de san Agustín, Escolástica, hermana de san Benito y…

—¡Bueno, bueno! –cortó Lorenzo abrumado–, aquéllas eran mujeres cultas, supongo, y dedicarían largos años al estudio.

—Es cierto –asintió Erico mientras rascaba unas manchas difíciles con una piedra pómez–, pero creo que Rowena será capaz de aprender todavía. Radegunda, esposa del rey Clotario, mandó construir un hospital con el dinero adquirido mediante la venta de sus joyas y formó en él a doscientas mujeres para que cuidasen a los enfermos… y además, siempre han sido ellas las que los atienden en los hogares y en los conventos femeninos, las que asisten a otras en los trances del parto y otros males propios de su sexo, son quienes crean remedios a base de plantas con extrema pericia y he de añadir también que, en mi lejana tierra de origen, eran las únicas que ejercían la medicina.

—En eso estoy de acuerdo –reconoció el beréber–. Cuando aún era un niño y vivía libre en el África con mi familia, mi madre me salvó de unas fiebres mediante emplastos en la frente y un líquido de horrible sabor que ella misma preparaba con no sé qué ingredientes secretos que solamente mi hermana llegó a conocer, al igual que mi abuela había transmitido únicamente la receta a su hija.

—Tú mismo lo has dicho y, como toda ayuda es poca, reclutaremos a quienes estén dispuestos a prestar cualquier tipo de servicio al hospital –Erico respiró hondo y contempló el resultado de su labor–. Bueno, creo que esto ya no puede quedar mejor.

—Buen día os de Dios –saludó un rostro al otro lado de la ventana.

—¡Ah!... ¡Qué susto me has dado Valderedo!

—Iba a llamar a la puerta –rio el clérigo con mirada divertida–, pero he visto al juez muy afanado en la limpieza de su nuevo hospital.

—¿Quieres entrar o continuamos hablando de esta forma?

—Te agradecería que, a pesar de tu origen godo, pusieses en práctica tus buenos modales romanos y me ofrecieses una silla y algo de beber.

—Ve a la puerta entonces –continuó bromeando Erico– y deja tu sangre bárbara en la calle.

Un instante después los dos amigos charlaban animadamente en torno a la mesa del hogar de Erico, acompañados por Gorm y Liuva, saboreando una sidra del color del ámbar y una fuente de frutas secas.

—Esto es lo que se dice un festín en buena compañía –dijo Valderedo alzando su copa de vidrio.

—Y a nosotros nos alegra mucho tu visita, amigo mío –confirmó Erico–, pero creo que te habrá traído aquí algún motivo concreto.

—Sí –asintió el clérigo–, conociéndote como te conozco creo que hay algo que debes saber.

—Te escucho.

—Nuestro obispo me contó ayer, que le había dicho el conde Celso anteayer, que Régula le había confesado hace una semana…

—Me he perdido –confesó Liuva.

—Bueno, pues que Régula va a donar a Orenco a su hijo Cayo.

A Erico se le salieron los ojos de las órbitas e intercambió una mirada de incredulidad con su padre.

—Sé que profesas verdadero afecto por Orenco, y yo también, pues aún recuerdo con cariño cómo nos ayudó a esconder a nuestros santos mártires… pero bien sabemos ambos cómo se las gasta Cayo desde la más tierna infancia. Temo hasta por la vida de ese pobre hombre con un amo tan perverso y creo que es tu momento de actuar.

El juez se mesó los cabellos con congoja.

—Valderedo tiene razón, hijo –dijo Gorm–, tenemos que comprar a Orenco a cualquier precio.

—¡Pero en la actualidad no poseo ni un sueldo! –aseguró Erico, desesperado– rescindí los contratos de alquiler y he invertido todo mi dinero en camas, sábanas, mantas, toallas, semillas, una cisterna, un carro y cientos de cosas necesarias para el hospital.

—Pero ahorrando y con tu trabajo de juez…

Erico meneó la cabeza.

—Para entonces puede ser ya demasiado tarde.

*

Tegridia, la esposa del médico griego, abrazó con afecto a Erico y le mostró con deleite al pequeño Freidebado, que ya era un hermoso niño de casi tres años de edad.

—¡Qué criatura tan preciosa! ¿Verdad? –preguntó la madre con natural vanidad.

—Mucho –reconoció el godo acariciando la mejilla sonrosada del pequeño que enseguida le cogió la mano y empezó a reír–. Y parece un hombrecito muy listo.

—Y agotador para una vieja como yo.

—No digáis eso, parecéis más joven que hace unos años.

—Será la felicidad, Erico. Y tú debes serlo también –la mujer sonrió ampliamente–, mis escasos invitados narran constantemente tus hazañas y yo me siento tan orgullosa con tus logros como si fuesen míos.

—Y lo son, Tegridia –dijo el godo con sinceridad–, aquí me formasteis ampliamente y no solamente en el arte médica.

—Hijo, has conseguido ser uno de los principales de la ciudad y tu semblante es tan bello y noble como el de un santo. –Tegridia se apretó contra el ancho pecho de Erico–. Hay muchas mujeres de todas las edades que dicen que tu apostura corta la respiración y aseguran que no les importaría cometer alguna pequeña falta para poder estar contigo en un largo juicio.

Erico sonrió mientras meneaba la cabeza negativamente.

—Pues espero no encontrarme a ninguna de vuestras amigas en la sala de pleitos ya que de nada les serviría su relación con vos.

—Es cierto, olvidaba tu fama de incorruptible.

—Dice Isidoro de Híspalis en sus Sentencias que no existe juez si en él no hay justicia.

Eudoxo y Mauro aparecieron en aquel instante por la puerta lateral, aquella que unía el atrio con la habitación donde el médico atendía a los pacientes que le visitaban en casa.

—¡Erico! –exclamó el griego tendiéndole los brazos.

El juez godo abrazó a su padrastro con cariño y bromeó con el joven judío acerca de la incipiente sombra que coronaba su labio superior.

—Las últimas veces que he venido a esta casa estabas en la escuela, Mauro, y no tuve oportunidad de comprobar lo que habías crecido.

—Yo sin embargo lo sé todo sobre ti, Erico –respondió el adolescente con una mueca– y me han dicho que estás construyendo un hospital en la ciudad.

—Está casi terminado y puedes venir a verlo cuando quieras.

—¿Hay ya algún enfermo ingresado en él? –se interesó Eudoxo.

—Todavía no –aseguró Erico–, pero Agerico me ha prometido que tendré todos los instrumentos quirúrgicos en un plazo máximo de dos semanas.

El médico alzó las cejas.

—Tienes ante ti un proyecto difícil y arriesgado y… ya sabes, si alguna vez tienes problemas relacionados con la cirugía no dudes en mandarme aviso.

—Lo sé, Eudoxo, pero no me gustaría apropiarme de vuestro tiempo.

—Como quieras, pero debes saber que tus peticiones de auxilio siempre serán bien recibidas –bromeó el griego.

—Pues no me lo podéis decir en mejor momento porque he venido a rogaros que me socorráis.

Eudoxo miró a Tegridia y a Mauro de soslayo.

—¿Quieres que hablemos en privado?

—No es necesario, vosotros sois mi familia y podéis escuchar mis problemas sin que por ello me avergüence.

—Sentémonos pues a cenar –propuso la esposa del médico–, las cuitas deben acompañarse de un buen guiso para que resulten menos amargas.

Los cinco se sentaron alrededor de la mesa cubierta por un rico mantel con servilletas a juego sobre el que relucía una elegante vajilla de loza y cucharas y cuchillos no menos brillantes que las copas. La comida vesperna consistió en albóndigas, pescado, huevos y queso, todo ello servido con vino y buen pan siligenus, y finalizó con exquisitos dulces de miel y almendras. Mientras degustaban tan suculenta variedad de alimentos, el juez godo les narró la adversa fortuna de Orenco y su propia imposibilidad de variarla.

—¿Y tú crees que Cayo te vendería a su nuevo esclavo? –se interesó Tegridia con escepticismo.

—Sin duda –respondió Erico, tragando un último trozo de pastel y esperando a que la aya se llevase al pequeño Freidebado a dormir–. La madre de Cayo –continuó el juez– en un intento desesperado por sacar a su hijo de la terrible situación económica en la que se encuentra le ha donado a Orenco, que, como sabéis, le ayudó a ella misma a reponerse de la disminución de patrimonio que sufrió tras el asedio de Froya. Pero Régula desconoce hasta qué punto odia Cayo a mi buen amigo Orenco y temo que cualquier día recibamos la funesta noticia de que lo ha molido a palos durante una de sus borracheras.

—¿Y no estaría más dispuesto a librarse de cualquier otro siervo antes que del valiosísimo Orenco? –preguntó Eudoxo tras reflexionar.

—A Cayo solamente le interesan los siervos del sexo femenino –razonó el godo–. Él siempre ha visto en Orenco solamente a un viejo tuerto y no creo que lo valore en lo que realmente vale.

—Y aunque fuese de otro modo merece la pena intentarlo, hijo –sentenció Eudoxo–, cuenta con el préstamo… que no va a ser tal, sino un regalo que Tegridia y yo te hacemos como contribución a tu hospital.

—Os lo agradezco muchísimo –dijo Erico visiblemente emocionado–, pero me parece abusar demasiado de vuestra bondad.

—¡Tonterías! –exclamó Tegridia–. Tú nos has dado mucho más a nosotros y desde hace tiempo venimos hablando Eudoxo y yo de hacerte un buen regalo y, como no das importancia al oro, ni a la plata, ni a una buena capa, ni… pero si ni siquiera llevas tu anillo de juez.

—Solamente en las causas judiciales.

—Y no será de oro, imagino, sino de vulgar hierro, como los que llevaban los antiguos esclavos.

Erico rio.

—Antes era el gobernante quien concedía anillos a los primates según su posición, pero hoy en día el trámite depende de cada uno y consideré un despilfarro inútil llevar un aro de oro teniendo en cuenta que no me gustan y que podía utilizar el dinero de su coste para cualquier otra cosa más importante.

—Pero ya todos saben en la ciudad que eres un Balthes –intervino Mauro impresionado–, y debes portar un sello con los signos distintivos de tu alto linaje.

—No, Mauro. En mi tierra yo era Erik, el hijo de Gorm Haraldson, y ahora simplemente deseo ser llamado Erico de Cesaracosta o Erico Górmez.