IX

Donde se narra la compra de Orenco, su liberación y lo que después acaeció

Erico y Eudoxo fueron conducidos al tablinum de la casa de Cayo por la misma esclava pelirroja que había atendido tiempo atrás a la gran Régula. Durante el breve trayecto hacia la habitación donde iban a negociar la compra de Orenco se encontraron a Benedicta, la señora de la casa, quien presentaba un aspecto bastante demacrado a pesar de su juventud. La joven se limitó a saludar a los visitantes de su esposo con un ligero movimiento de cabeza, como si nada le importase quién anduviese por su propio hogar y con qué finalidad pues, verdaderamente, ya no se sentía ni señora, ni esposa, ni siquiera un ser humano digno de respeto a tenor del tratamiento que tanto su marido como sus domésticas le dispensaban. Los continuos disgustos la habían transformado en una triste sombra, los ultrajes de Cayo en una presencia molesta y las irónicas sonrisas de la sierva pelirroja en un objeto de constante burla y desprecio.

—Pobre mujer –murmuró el godo una vez dentro del tablinum–, puedo imaginar que estar casada con Cayo debe ser para ella como vivir un infierno en la tierra.

—Muchas veces es amargo el destino de la mujer que no sabe con quién se casa –reflexionó el médico griego–, pues nunca conocerá la dulzura y la amistad de un amante esposo. Los padres cometen a veces graves errores cuando buscan únicamente un marido para sus hijas que les reporte poder, dinero o alianzas de cualquier tipo, porque ninguna de esas cosas produce felicidad ni en ellos ni en sus descendientes y, tarde o temprano, cundirá en la familia el deshonor, la tristeza e incluso la tragedia. Confío en que llegue un día en que cada uno decida lo que debe hacer con ese bien precioso que es la vida y se comprenda que la felicidad es mucho más importante que todo el oro de las arcas de Midas, pues la ausencia de ella provoca dolor y enfermedad.

Erico asintió.

—He visto enfermar a personas –continuó Eudoxo– que se encontraban en perfecto estado, gente joven y sana que iba apagándose día a día consumidapor la infelicidad, con ellos no funcionaron ni tisanas ni jarabes ni una dieta que fortaleciese sus cuerpos debilitados por el sufrimiento y algunos terminaron perdiendo la razón porque el dolor del alma enloquece la mente.

En aquel instante Cayo entró en la habitación. Iba despeinado, con los rasgos faciales abotargados, la ropa sucia, los andares tambaleantes, el aliento fétido y la maldad reflejada en toda su humanidad.

—El médico y el juez –farfulló sentándose frente a ellos–, ¡qué insignes visitantes! Hoy debo esmerar mis modales, teniendo en cuenta que estoy acostumbrado a tratar con sátiros y rameras.

Erico y Eudoxo lo miraron con asco y desprecio.

—Supongo que os trae por aquí un asunto médico, uno legal o ambos. Probablemente habéis atendido a una de mis esclavas y no os ha pagado, o bien alguien me ha denunciado –dijo Cayo con sorna dirigiéndose primero al griego y después al godo.

—No, Cayo –negó Erico–. Venimos a hablar de negocios.

El romano estalló en carcajadas.

—¡No puedo creerlo! Dos principales de Cesaracosta quieren tratar asuntos económicos conmigo… Os adelantaré a priori, señores, que estoy en la ruina ad aeternum.

—Eso no es ningún secreto, sino más bien vox populi –reconoció el médico con hastío.

—Pues por eso mismo te puede interesar la propuesta que vamos a hacerte –cortó Erico conciliador–. Nos interesa comprar un esclavo de tu casa.

A Cayo le brillaron los ojos tras comprender todo lo que conllevaba aquella oferta y sonrió con avaricia.

—Así que quieres rescatar a Orenco de las pérfidas garras de su amo. ¡Siempre tan altruista, Erico! Y sobre todo… tan confiado.

—Hemos sabido que vendiste varias tierras y dos esclavas de tu esposa, por ello supusimos que necesitarías dinero.

—Mi nuevo administrador, Orenco, dice que no tengo oro ni para pagar los tributos pero, según mi madre, él me ayudará a recobrar mi antiguo peculio.

—Ni el hecho de que uno de tus hermanos sea exactor de impuestos, ni Orenco, ni todos los santos del Cielo te podrán asistir, Cayo –anunció Eudoxo severamente–. No tendrás muchas oportunidades como ésta, acabarás malvendiendo todas tus propiedades hasta que no te quede nada porque ya nadie respetable quiere hacer negocios contigo y, si esto a ti no te importa, véndenos a Orenco aunque sólo sea para que tu mujer pueda recuperar parte de la fortuna que ha perdido en los últimos meses debido a tus despilfarros.

—¿Mi mujer? ¿Qué mujer? ¿Os referís a ese témpano que me recrimina mis gustos pecaminosos en el lecho? Como decía el gran maestro del amor, odio a la que se entrega porque es necesario entregarse y, seca, piensa para sus adentros en la lana que ha de trabajar.

—Por favor, Cayo –protestó Erico con firmeza.

—Perdonadme, distinguidos visitantes, sé que algunos temas no son gratos a vuestros castos oídos –el romano batió palmas y al instante entró la pelirroja con una bandeja en la que descansaban tres copas y una jarra de vino.

—Déjala aquí y vete –ordenó a la joven sierva–. ¿Queréis beber conmigo? ¿No? Bueno… pensándolo bien, no creo que haya ningún otro idiota en toda la ciudad dispuesto a comprarme a un esclavo viejo y tuerto como Orenco, así que seguiré vuestro consejo y con su venta, al menos, me aseguraré la compra de vino para los próximos dos lustros, ya que mi madre no me quiere proporcionar los caldos de sus tierras.

—No creo que te resten ni cinco años de vida si perseveras con tu actual comportamiento –aseguró el médico.

—Mira, galeno, no necesito sermones de un matasanos porque ya me aburro bastante con los que soporto en las iglesias cuando mi virtuosa esposa me arrastra a ellas. Únicamente quiero avisaros de que la compra del viejo no os va a resultar barata.

—Habla.

—A ver, ¿cómo puedo calcular el precio de Orenco? Una ley, tú esto lo sabrás bien Erico, dispone que el precio razonable por un siervo idóneo es de cien sueldos de oro, pero Orenco para ti no es un simple esclavo y las normas deben revisarse. Por otra parte, el homicidio de una persona libre está castigado con una multa de trescientos sueldos y quinientos para los nobles palatinos… ¿es ese pues el valor de un hombre?

—Eso es discutible –contestó el juez.

—¡En este momento no valen tus conocimientos jurídicos, Erico Górmez! –gritó Cayo tras servirse otra copa de vino–. ¡Aquí mando yo! Y como hoy me siento de buen humor y creo que debo de ser magnánimo, voy a tasar a mi valioso esclavo en cuatrocientos sueldos.

—¡Pero… pero esto es una estafa! –exclamó el godo poniéndose en pie.

—Todo depende de cuánto valores a tu amigo –el romano echó un largo trago y a continuación eructó–, Amiticia pulchra est.

—¿Y tú qué sabes? –graznó Eudoxo–. Estoy seguro de que aquellos a quienes tú llamas amigos no pagarían ni un tremis por tu cabeza.

—Repito, cuatrocientos sólidos áureos, es mi última palabra.

*

Y así, Orenco regresó con quienes habían sido su antigua familia, eso sí, algo más viejo, más delgado y con algunos moratones en diversas partes de su anatomía, pero ya a salvo de las humillaciones, palizas y desprecios que había tenido que soportar en las últimas semanas. Y ello gracias a la esplendidez del médico griego. Erico se prometió a sí mismo compensar de alguna forma lo que Eudoxo había hecho y continuaba haciendo por él. Tanto Liuva como Gorm recibieron al esclavo tuerto con gran alborozo y hasta Lorenzo se alegró por la incorporación de quien podía ser un nuevo compañero en la dicha y la desdicha de aquel extraño hogar compuesto por un mutilado, un ciego, dos siervos y un juez-médico que había construido un hospital en él.

Erico imaginó que Orenco deseaba ver también a Sven, Karl, Willa y Rowena, y habiendo recibido aviso de que la fabricación de los instrumentos quirúrgicos que había encargado a los orfebres estaba finalizada, invitó a todos ellos a compartir una cena en su casa, así como a Eudoxo y a su familia, para celebrar el retorno de Orenco al clan godo.

—Me alegro de conoceros al fin –saludó el médico griego–. Erico me ha hablado mucho de vosotros.

—Y a nosotros de vos –respondió Gorm con timidez–, y de lo que hicisteis por él cuando yo… cuando yo le abandoné.

—Sin embargo ya conocía a Agerico, a Sven y a Karl –continuó Eudoxo por desviar el tema.

—Y gracias a vuestra intervención estoy aquí ahora –reconoció el orfebre sabedor de que, si el médico no le hubiese amputado tan sabiamente la pierna, la gangrena podría haber acabado con su vida.

—Es ésta una sorprendente reunión –dijo Erico–, pero aquí estáis la mayoría de las personas a las que quiero y desearía que los no presentes pudiesen acompañarnos.

—Pues aquí ya no cabe nadie más –ironizó el tuerto antes de que el juez se apesadumbrase por la ausencia de su madre y su hermana–, y aunque estemos algo apretados alrededor de esta mesa creo que la comida será de vuestro gusto, pues la hemos preparado Lorenzo y yo con mucho cariño.

—Olvidé traer algún digestivo de esquenanto –bromeó el médico griego con una sonrisa.

Todos rieron encantados de compartir aunque solamente hubiese sido un trozo de pan duro, pero, tras la bendición, comprobaron que habría mucho más que eso, pues Orenco se había acostumbrado a los deliciosos manjares que se disfrutaban en la villa de la opulenta Régula y durante los años de esclavitud en ella, tuvo la oportunidad de aprender alguna receta por habérsela explicado el cocinero de la domina tras haber alabado el sabor de alguna sofisticada salsa.

—Todo está exquisito, Orenco –reconoció Erico a mitad del banquete–, pero hoy hemos hecho una excepción y en adelante tendrás que volver a habituarte a la pobre comida que se sirve en esta humilde casa.

—Y lo haré de mil amores –respondió el tuerto–. Os confieso que aquellas delicias que se servían en la mesa de Régula muchas veces se me atragantaban al estar acompañadas de tanta desesperación. Incluso había jornadas en las que no podía tragar bocado.

—¿Te trataba mal? –preguntó el ciego Liuva con pesar.

—Ella no –negó Orenco–, pero su hijo Cayo… Desde que se casó y se fue de la villa viví un tiempo de tranquilidad relativa, pero cuando me anunciaron que me preparase para incorporarme a su servicio sentí morir, y las semanas que habité en su casa fueron de las más tristes de mi vida. Tuve momentos muy desdichados en mi juventud, pero con la vejez te vuelves débil y no se soportan los dolores con el coraje del que se disfruta cuando se es joven. Sobre su crueldad os diré que una noche, hace apenas un mes, Cayo estaba más borracho que de costumbre y comenzó a golpearme con una copa de bronce hasta que sangré, y solamente entonces me dejó en paz añadiendo: «si de tu cabeza manase vino en vez de sangre habría continuado hasta dejarte seco».

Erico se sobresaltó.

—Demos pues gracias a Dios de que Valderedo avisase a tiempo de tu desgracia y de que Eudoxo te sacase de aquel lugar.

—Tengo mucho que agradecer a Nuestro Señor y a todos vosotros –Orenco no pudo evitar una lágrima.

—¡Vamos, vamos! –animó Gorm–. La mayoría de los que estamos aquí hemos sufrido mucho, pero mi hijo, asistido por Dios y los santos, obra milagros y ahora entre todos tenemos que ayudarle a llevar a cabo uno de ellos.

—Con la emoción de teneros aquí no os he podido agradecer como es debido los magníficos instrumentos que habéis fabricado para mí –dijo Erico mirando a los tres orfebres para después dirigirse a las dos mujeres–, ni a vosotras que hayáis confeccionado estupendas sábanas, vendas, mantas y cojines de hilo.

—Nos diste dinero de sobra, Erik –reconoció Willa–, y todavía podemos hilar una segunda tanda de ropa de cama.

Durante toda la velada Rowena había permanecido sumida en su habitual mutismo, nada parecía interesarle especialmente a pesar de que su madre, por una vez, había reconocido que los resultados de la tarea que Erico les había encomendado se debían principalmente a la destreza de las manos de la aludida. El juez la observó detenidamente intentando descifrar cuál podía ser la verdadera causa de la apatía vital de su prima y llegó a la conclusión de que quizá tenía ante sí a una mujer con grandes virtudes cuyo único problema podía ser el mortal aburrimiento que le producía una vida vacía en la que ella no tenía ningún papel que jugar. De estar en lo cierto, la hija de Willa y Sven podría descubrirse como una persona completamente diferente a la que aparentaba ser. Erico supuso que en más de una ocasión habría tenido que soportar comentarios airados insinuando que ella no era de gran ayuda en la familia, o alusiones veladas cuyo significado podía traducirse en el crudo sentido de que su hermano debería haber sido el superviviente del viaje que les había llevado a Cesaracosta. No era descabellado suponer aquello a tenor del trato que Willa dispensaba a su hija, pues en ninguna ocasión se había dirigido a ella con la dulzura con la que las madres se comportan con sus hijas. Erico reflexionaba sobre todo esto restando interés al incesante parloteo de su tía, quien se afanaba en explicar las diversas calidades de tejidos que podían fabricarse en dependencia del hilo que se utilizase, y decidió dirigirse a Rowena para siquiera oír por única vez el sonido de su voz.

—¿Y cuánto tiempo invertiste en confeccionar todo esto?

La mujer se sobresaltó y volvió la cabeza hacía su madre como esperando que respondiese por ella.

—Mi hija es torpe aprendiendo –contestó Willa–, y nunca he conseguido que llegara a preparar algún guiso aceptable… pero con el telar es mejor que en la cocina ya que goza de buena vista y mano rápida. Por eso, nada más recibir tu dinero, corrió a adquirir los materiales y se dedicó a hilar y a coser sin descanso, como una Norna, no hizo otra cosa durante semanas y yo misma me sorprendí de lo diestra que puede llegar a ser cuando pone interés en algo.

—Bueno, no todos servimos para lo mismo –aseguró Erico sonriendo con paciencia–. Y dime, Rowena, ¿disfrutaste con el trabajo?

La aludida se encogió ligeramente de hombros y volvió a posar la vista en Willa, quien tomó la palabra de nuevo disponiéndose a explicar el grado de satisfacción que supuestamente su hija habría alcanzado mediante la labor de hilandera.

—Pues la verdad, Erik, no sabría decirte…

—Por eso, querida tía –cortó–, estoy dirigiéndome a mi prima, quizá ella misma pueda responder a mi pregunta.

Todos miraron a Rowena. Sven contuvo el aliento rezando para que su hija pudiese contestar a Erico de forma satisfactoria y así hacerse digna de recibir otras comisiones tan espléndidamente recompensadas. La retraída mujer se humedeció los labios y tomó aire con nerviosismo, pues era la primera vez que captaba la atención de alguien y alrededor de aquella mesa había muchos ojos clavados en su persona.

—Me gustó mucho realizar aquel encargo, Erik –dijo tímidamente.

—¿Por qué, Rowena? –preguntó el juez con dulzura.

La mujer dudó unos instantes antes de contestar.

—Nunca se me había necesitado para algo importante y únicamente por eso me di por bien pagada.

*

Galeswintha despachó al conde de su casa pues estaba harta de su incómoda presencia. En otros tiempos había sido un hombre agraciado pero, rondando la cincuentena, su presencia en el lecho ya no resultaba tan apetecible como antaño. Sus negros cabellos tendían a escasear en los últimos meses y los que aún conservaba comenzaban a tornarse de un gris desvaído y carente de brillo. Sus antaño tensos músculos, propios de un capitán del ejército, empezaban a presentar una notable flacidez y además había perdido un par de dientes, cosa que repugnaba a la bella bruja. Celso le había servido con eficacia tanto económica como sensualmente, pero por otra parte le había defraudado con su estúpido comportamiento en relación con la búsqueda del Grial y, aunque ella ya sabía que el conde iba a actuar así, era tiempo de sustituirlo como se cambia un viejo vestido inservible por otro nuevo. Sin embargo el cuerpo de Galeswintha continuaba siendo similar al de una joven diosa y ella sabía que no iba a envejecer en mucho tiempo porque no era una común mortal. Los enormes poderes que había acumulado no solamente servirían para ser cada día más sabia sino para que su frescura no se marchitase al ritmo usual en otras mujeres, y aunque no lo hacía por presunción, pues a ella no le importaba demasiado su propia presencia física, deseaba que sus miembros respondieran siempre con la máxima eficacia, y eso solamente se podía lograr permaneciendo en la más radiante juventud.

El conde Celso, tras ser expulsado de casa de la hechicera, se dedicó a vagar por las calles de Cesaracosta sin rumbo fijo y bien cubierto por una casulla para no ser reconocido. En su deambular dio la vuelta a una esquina para enfilar la calleja que desembocaba ante la plazuela anterior a la puerta sur y, nada más encarar la calle, vio que dos hombres de singular aspecto y comportamiento sospechoso tiraban de un carro ocupando la totalidad de la estrecha vía. Instintivamente llevó la diestra a la espada que colgaba de su balteus y la desenvainó con firmeza.

—¿Quien va? –preguntó el conde parándose en seco.

—Somos Orenco y Lorenzo –murmuró el tuerto poniéndose en guardia–, los siervos del juez Erico Górmez.

Celso respiró tranquilo y descubrió su rostro dejando caer la capucha a su espalda.

—¡Mi señor Celso! –exclamó Orenco dando un respingo.

—Baja la voz –gruñó el conde mirando a diestro y siniestro– y dime qué hacéis arrastrando un carro por las calles a estas horas de la noche.

—Llevamos a un hombre al hospital de mi señor –respondió el tuerto en un susurro señalando al bulto que descansaba sobre el carromato.

Celso movió la cabeza afirmativamente al recordar haber oído que el hospital de Erico ya había recibido entre sus paredes a los primeros enfermos.

—¿Y qué mal padece este hombre? –se interesó el comes.

—No lo sabemos todavía, excelencia –contestó Orenco encogiéndose de hombros–, hace una hora su esposa se presentó ante nuestra puerta rogándonos ayuda para su marido y, tras escuchar la explicación de los síntomas que sufría el enfermo, mi señor Erico nos ordenó que lo trasladáramos inmediatamente al hospital.

—Comprendo.

Los tres hombres quedaron en silencio unos instantes. Orenco y Lorenzo deseando preguntar al conde, aun sabiendo que no podían siquiera pretenderlo, qué es lo que hacía solo y encapuchado a una hora tan tardía, mientras que Celso trataba de inventar una explicación plausible a su conducta, aun reconociendo que dos simples siervos no tenían derecho a ella.

—Mi señor –dijo el tuerto acabando con aquella enervante situación–, si no tenéis necesidad de nosotros, debemos continuar nuestro camino.

—Marchad con Dios, pues, y dile a tu amo que venga a visitarme el miércoles tras asistir a los pleitos. Tengo que hablarle.

*

El juez godo consideraba que ningún hombre tenía el derecho de poseer a otro, por ello la manumisión de Orenco y Lorenzo no se hizo esperar, Erico no quería siervos de su propiedad. Ambos se alegraron de regresar a la categoría de hombres libres ya que ni uno ni el otro habían nacido esclavos y su condición temporal de posesión ajena les había causado gran indignación y profunda rabia. Tampoco quería oír hablar de la palabra liberto y quien preguntase por ellos ante su presencia debía llamarlos por su nombre, acompañado o no por algún rasgo distintivo, y siempre con el debido respeto. Así transigía con quienes se referían a Orenco de Germania o de Tarraco y a Lorenzo el beréber, pero reprendía con firmeza a aquellos que se permitían lindezas del tipo de: «Dile a tus libertos», «avisa al viejo tuerto» o «consulta al gigante castrado».

Aquel día Erico reunió a los habitantes de su casa alrededor de la mesa para hablarles de asuntos médicos.

—Escuchadme, habrá momentos en que yo esté ausente debido a mi cargo de juez y el hospital no puede paralizarse entonces, por eso recibiréis a quienes lleguen por su propio pie y continuaréis yendo a buscar a aquellos que no puedan valerse por si mismos.

Se dirigió en primer lugar a Gorm.

—Padre, tu tienes la importante misión de la preparación de todo tipo de medicinas: jarabes, colirios, píldoras y pomadas.

Gorm asintió.

—En este armario hay cajas de tilo y recipientes de boj, morteros, una balanza, vasos de bronce y estaño, vasijas de barro, cucharas y varillas. Sigue las indicaciones del códice de farmacia al pie de la letra y, si no comprendes alguna parte, avísame para que te la explique. Las proporciones de los diversos componentes de las medicinas tienen que ser exactas y debes pesar cada una de las plantas que vayas a disolver en la idónea cantidad de aceite, vinagre, leche, resina o agua, ya que las propiedades de los remedios cambian según como se preparan. Así el jugo de aloe ingerido con agua en cantidad de tres óbolos libera de la ictericia pero si elevamos esta cantidad a tres dracmas es un poderoso purgante, mientras que si se usa seco como emplasto cicatriza las heridas y mezclado con vino detiene la alopecia.

—Comenzaré hoy mismo a elaborar los preparados que puedan almacenarse –anunció Gorm muy animado.

—Perfecto, padre. El resto deberéis aprender la forma correcta de tratar las fracturas, pues mucha gente os vendrá con este problema al ser muy común la rotura de huesos. Un hueso se consolida en cuarenta días si ha sido bien tratado, por eso hay que tener en cuenta que siempre se deben vendar los miembros en una posición lo más natural posible, es decir, en caso de una fractura de antebrazo conviene en primer lugar tomar la venda enrollada y fijarla en su justa medida pero sin apretar demasiado y dejando los cabos del vendaje en el lugar de la fractura y en segundo lugar no vendar el brazo estirado o con la punta de la mano más arriba que el codo, para que así la sangre fluya con naturalidad, de otra forma el paciente se cansará y sentirá dolor enseguida. Al séptimo día los huesos estarán listos para enderezar y pasar al entablillado. Hay diferencias en la forma de vendar la muñeca, la pierna y el pie, y es mucho más complejo cuando hay herida, pues se debe untar previamente con cerato de brea, o cuando salen esquirlas… pero no os preocupéis, practicaremos entre nosotros hasta hacerlo correctamente.

—No sé si me veo capaz de conseguirlo, Erico –reconoció el ciego Liuva con pena.

—Claro que lo harás, Liuva, al final será algo tan mecánico como llevarte la cuchara a la boca.

—Llaman a la puerta –anunció Lorenzo–, voy a ver quién es.

—No sé cómo vamos a poder comprar tantas cosas como van a hacernos falta –dijo Orenco preocupado–. Incluso comida… no es lo mismo alimentarnos cinco personas que diecisiete.

—Tenemos que revisar nuestra economía doméstica y nuestras costumbres, los enfermos requieren de caldos sustanciosos, pero no son capaces de tragar la carne, así que a partir de ahora la coceremos junto a las hortalizas, les serviremos el líquido a ellos y nosotros nos comeremos los pedazos sólidos.

Orenco asintió, resignado a pesar de que la perspectiva de olvidar los quesos, los embutidos, los dulces y los sabrosos guisos y pasar a alimentarse de insípida carne, hortalizas o pescado cocido no le hacía demasiada gracia. Menos mal que todavía podría gozar del socorrido pan de cada día.

—Mi señor Erico –llamó Lorenzo entrando de nuevo en el hogar.

—Ya no soy tu señor, Lorenzo, llámame solamente por mi nombre.

—Lo sé, pero no me acostumbro… bueno, Erico, vuestra prima Rowena está en la puerta y dice que desea hablar con vos a solas.

*

Erico asistía cada domingo a la misa que se celebraba en la Iglesia de San Vicente y recibía la comunión de manos del obispo Tajón. Aquel día se percató de que Celso no estaba en la iglesia cuando, acabada la santa misa, vio a Antonia dirigirse a su casa acompañada solamente por una sierva. Había recordado el recado que le transmitiera Orenco de ir al palacio del conde pero hasta aquel día no había dispuesto ni de una hora libre. Estaba agotado desde que comenzara a simultanear su cargo de juez con la dirección del hospital y, aun siendo hombre fuerte y capaz de grandes sacrificios, ansiaba el necesario reposo del cuerpo. No había querido abordar a Antonia en aquel instante para preguntarle por su esposo, porque sabía que su ausencia avergonzaría a la recatada mujer, y por ello acompañó primero a sus familiares hasta el hogar antes de encaminarse a la residencia condal.

Una vez allí, esperó en el atrio a ser conducido ante Celso, pero una preocupada Antonia salió a recibirle y le tomó de las manos con fuerza antes de romper a llorar.

—¿Qué os sucede, mi señora? –preguntó el juez apiadándose de la mujer.

—Venid, Erico –dijo ella arrastrándole hasta una habitación y cerrando la puerta al instante.

Al godo, de intachable conducta, no le plació demasiado aquella intimidad con una mujer a la cual conocía bastante poco y se sintió nervioso ante la actitud de Antonia, aun comprendiendo que la esposa del conde deseaba hacerlo partícipe de alguna terrible confesión.

—¡Ayudad a mi marido! –exclamó ahogando un sollozo una vez cerrada la puerta de la estancia.

—Tranquilizaos, condesa, y decidme qué le ocurre a su excelencia.

Aún tuvo que esperar el juez unos instantes a que la mujer se calmase, y una vez presta para hablar, aunque con los ojos enrojecidos, Antonia explicó a Erico algo que él ya sospechaba hacía tiempo.

—Mi esposo ha enloquecido, Erico, pero creo que yo soy la culpable pues sospecho que su mal tiene algo que ver con esa adivina que visita tan a menudo y cuyos consejos le recomendé que tuviera en cuenta –sacudió la cabeza enérgicamente, como queriendo hacer desaparecer el peso de su conciencia y prosiguió–. Últimamente delira, grita en sueños y desvaría, su rostro luce demacrado y pálido, y de continuar así será relegado de su cargo de comes civitatis, pues ya no es el joven sano y valeroso de otros tiempos, además no he querido que el médico Eudoxo lo viese en el estado en que a veces se encuentra y me fié de un charlatán que aseguró poder curarlo de la enfermedad mediante conjuros a la diosa Enodia, baños purificadores y una dieta conveniente, pero nada de eso ha hecho sanar a mi esposo.

—Ya Hipócrates advirtió en sus tratados sobre los trucos propios de los embaucadores, esas gentes de las que habláis ya pretendían hace muchos siglos hacer creer a los desesperados que ellos podían liberar de estas enfermedades mediante argucias. Algunos creen que pensamos con el corazón pero el único órgano implicado es el cerebro, de donde proceden tanto nuestros placeres como nuestras angustias, y cuando está firme razonamos e intuimos, aseguraba el sabio griego, y por su calentamiento o enfriamiento enloquecemos presentándosenos entonces los insomnios, terrores, angustias y preocupaciones inmotivadas.

—¿Y existe algún remedio? –preguntó Antonia tras haber escuchado a Erico con gran atención y ya más serena.

—Según la teoría de los contrarios hay que evitar que mi señor Celso tenga contacto con lo que origina su mal. Observad qué alimentos le provocan furia y cuáles no y qué actividades le tranquilizan y cuales le alteran el humor e intentad que se aparte de la mujer que decís causa su locura.

—Haré como me decís, pero no creo que me sea posible separarle de Galeswintha –dijo la mujer con tristeza–. Sé que es su amante pero, créeme Erico, eso me da igual porque amo a mi esposo y fuimos muy felices hasta que Dios se llevó a nuestros pequeños.

—No sabía que el conde hubiese tenido descendencia.

—Un niño y una niña, gemelos, tan hermosos como la luz de la aurora –los ojos de la mujer volvieron a cuajarse de lágrimas–. Nacieron el mismo día y juntos se fueron también a los Cielos a consecuencia de unas fiebres tercianas.

Erico comprendió por qué aquella pobre mujer parecía estar siempre afligida, y sintiendo gran piedad por ella, esa vez fue él quien tomó de las manos a la desdichada patricia.

—Os aseguro, condesa, que haré todo lo posible por ayudar a vuestro esposo. Y ahora voy a comprobar si mi señor Celso desea hablarme de su aflicción.

*

Aquella noche, Erico y Orenco abandonaron la ya repleta sala del hospital con semblantes preocupados al considerarse incapaces de diagnosticar la enfermedad que padecía un joven de apenas veinte años.

—Me alegro de poder volver a contar con tu sabiduría, Orenco, y mucho más en estos momentos.

—No sé de qué puedo servirte, Erico, pues no tengo grandes conocimientos médicos, aunque prometo afanarme en su estudio hasta donde pueda.

—Mi maestro Eudoxo me inculcó los principios de la escuela médica lógica o racional, que como sabes se basa en el raciocinio y la experiencia, cualidades ambas que tu posees. Pero practicar la medicina es una misión difícil hoy en día. Si contásemos con copias de los escritos de Oribasio y de Rufo de Éfeso quizá no repetiría tan a menudo la reflexión de Braulio de que vivimos extrañados y desnortados en nuestra propia ciudad como si fuésemos visitantes… y aún añado yo: y no solamente en nuestra ciudad, sino en nuestro propio mundo.

—Es cierto –asintió Orenco apesadumbrado–. Una vez escuché a un hombre muy sabio que conversaba con otro muy necio, el primero aseguró al segundo que la Tierra es redonda como una pelota, pero no redonda y plana como un escudo y que los antípodas realmente existían. El necio rio a carcajadas ante la teoría de que nuestro mundo fuese esférico, alegando que no es posible caminar sobre una pelota por muy grande que ésta sea, y mucho menos suponer que haya gentes cuyas huellas estén más elevadas que sus cabezas, mas en ningún momento se preguntó si podía existir una fuerza extraña que evitase que nos precipitásemos al vacío, al igual que la Tierra no cae aunque esté suspendida en el firmamento. Ya Aristóteles, Ptolomeo y Eratóstenes defendieron la redondez de la Tierra y Plinio formuló la teoría de la forma esférica imperfecta de la misma, pero actualmente muchas personas considerarían heréticas nuestras palabras porque algunos autores cristianos, como Juan Crisóstomo, dicen que las Sagradas Escrituras demuestran lo contrario. Se están perdiendo poco a poco los avances científicos de los filósofos de la antigüedad.

—Sobre todo en medicina –gruñó Erico consternado–. Tenemos que descubrir qué tipo de morbo padece este joven a través de las circunstancias que posee tales como la edad, el trabajo que realiza y sus características corporales para así descubrir cuál de sus cuatro humores ha aumentado y poder compensarlo a partir del empleo de elementos contrarios o bien de elementos semejantes. Así lo caliente se arregla con frío y lo seco se cura con humedad al igual que para derrotar a la soberbia hacen falta buenas dosis de humildad, pero por otra parte los elementos semejantes también juegan un papel decisivo en la curación, ya que a una herida redonda se le debe aplicar siempre un apósito redondo.

—¿Sería recomendable sangrarle?

—Las sangrías no me inspiran demasiada confianza y aún no tengo claro el pronóstico. Su respiración es profunda y frecuente, tiene fiebre, suda copiosamente y no expectora con facilidad, así que puede tratarse perfectamente de pulmonía porque presenta abscesos en las piernas. De momento continuaremos dándole un electuario de resina, miel, bayas de laurel y almendras. Para comer caldos calientes y nabos, mucho líquido que humedezca el pulmón seco y le ayude a arrojar flemas y cambiadle las sábanas si el sudor las empapa, Rowena me entregó más ropa de cama la semana pasada.

Orenco alzó las cejas inquisitivamente, todos sabían que la joven había acudido a la casa no solamente para entregar la segunda tanda del encargo, sino para hablar con Erico pero éste, haciendo gala de su discreción habitual, no había comentado nada al respecto.

—Eres muy curioso –dijo Erico bromeando–, pero puedo contarte parte de la conversación porque se trata de una buena noticia para todos. Rowena va a pedir permiso a su padre para venir al hospital tres días por semana con el fin de ayudarnos con la limpieza, la comida y cualquier cosa que sea menester.

—¡Venturosa nueva! ¿Y por qué no viene todos los días? Si seguimos así vamos a morir de agotamiento.

El juez rio.

—Mi prima tiene que realizar sus propias tareas, limpiar la casa paterna, remendar la ropa, ir a comprar al mercado y preparar la comida… ya es un gesto de gran generosidad por su parte venir a ayudar al hospital.

—¿Y Willa?

Erico negó con la cabeza.

—Ella no vendrá, probablemente su castigado cuerpo no soporte bien el trabajo pesado. Rowena es más parecida a su padre, sensible pero fuerte, como siempre ha sido Sven.