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Donde Erico visita a Galeswintha, se relatan hechos difícilmente creíbles para un cristiano y Orenco realiza un pronóstico fallido

Mucho meditó Erico sobre si su decisión de visitar a la terrible Galeswintha sería errónea o bien un acierto, pero nada costaba intentarlo y el juez godo sabía que aquella bruja no iba a hacerle ningún mal a él por ser hijo de Frida. Se detuvo con temor ante la fachada de la casa de la adivina contemplando con detenimiento su estructura, como si de ella fuesen a salir de un momento a otro los maléficos efluvios que debían respirarse en ella y rezó una muda oración al Señor para que le protegiese. Pero no dudó un momento más y golpeó la puerta con el llamador.

—Pasa –ordenó Galeswintha antes de dar dos vueltas de llave a la cerradura–, te estaba esperando.

La cocina de la bella hechicera era tan sobria y humilde como su ropa aunque, nada más entrar en ella, se adivinaba una pulcra limpieza nada usual en el resto de los hogares que Erico había visitado. No había en ella ni cucarachas ni ratones ni ningún otro animal que soliera habitarlas y los cacharros relucían como si hubiesen sido recién fabricados. Una tina con jamón en saladura se apoyaba en la pared junto a una ristra de ajos e inmediatamente encima descansaban, ordenados en dos vigas, tres docenas de recipientes de diferentes tamaños provistos de signos indicando su contenido, aceitunas aliñadas o en salmuera, costilla de cerdo en adobo, pescado ahumado, apio en grano, pimienta, pasas y skyr, una especie de leche espesa, fermentada y salada que solían preparar las mujeres del norte.

Galeswintha se aproximó al hogar y golpeó el pedernal contra un eslabón de la cadena de donde colgaba el caldero para que el fuego prendiese la madera.

—Hoy comerás conmigo. Eres un hombre muy grande y estás muy delgado, seguro que sólo te alimentas de espelta, habas y lentejas, y en poca cantidad –afirmó tras observar a Erico con deleite–. Sé que no atraviesas momentos de gran riqueza y, conociéndote, preferirás dar de comer a tus enfermos que a ti mismo.

Erico se sentó a la mesa con cierto recelo.

—Bebe un poco de bjorr y tranquilízate, no pienso envenenarte.

—Huele bien –dijo señalando la olla cuyo contenido se calentaba al fuego e intentando no enconar a la bruja, pues enojada de nada le serviría.

—Son moluscos guisados, tuve la oportunidad de leer las recetas del tratado escrito por un gran gastrónomo de épocas del emperador Tiberio en el que explica una forma de conservarlos que él mismo ideó. Se llamaba Marco Gavio Apicio, y era un hombre muy rico que dilapidó su fortuna por disfrutar de los más exquisitos placeres para el paladar. Lo triste es que hoy día se ha perdido la buena costumbre de alimentarse con manjares.

—¿Qué es esto? –preguntó el juez señalando una escudilla de cerámica repleta de una pasta marrón grisácea que había sobre la mesa.

—Está hecha con hígado de ganso y es deliciosa. Pruébala –recomendó Galeswintha tendiéndole una cuchara– y esto otro es empanada fría de gallina con salsa de pimienta, ligústico, perejil, ciruelas, aceite, miel y garum.

—Muy buena –reconoció Erico relamiéndose las comisuras de la boca- En mi casa, cuando tenía las habitaciones arrendadas con derecho a cocina, vi como una mujer preparaba una pasta similar pero nunca la había probado hasta hoy.

—Comamos pues –ordenó la bellísima bruja sacando la olla del hogar y depositándola sobre la superficie de la mesa.

El juez asintió y carraspeó antes de hablar.

—Galeswintha, he venido porque…

—Sé a lo que has venido, pero no quiero hablar de ello mientras saboreamos estas delicias, tratemos pues temas más banales y dejemos lo importante para después. Serviré los moluscos en primer lugar, es mejor comerlos calientes.

Erico rezó para que el Señor bendijese los alimentos que iba a ingerir y tomó una cucharada del exquisito guiso preparado por la adivina, deleitándose con su sabor, pues era aquella una comida de reyes, de emperadores, o de los más excéntricos paladares patricios.

—No debiste entregar a Eudoxo el espejo que te regalé –dijo de repente Galeswintha provocando que Erico diese un respingo.

—Le debo mucho a mi maestro y creo que lo necesita más que yo debido al riesgo que corre en el desempeño de su profesión de médico de nobles.

—Bueno, a su muerte el espejo volverá a ti, aunque continúes despreciándolo como regalo.

—¿Y por qué no a su hijo Freidebado o a Mauro?

—Porque Freidebado nunca será médico, sino abad del monasterio de los Mártires y mano derecha de Valderedo.

Erico boqueó atónito y Galeswintha continuó.

—Es necesario que los mejor preparados para cada tarea estén en el puesto que les corresponda y no en otro, por eso tú serás médico, Freidebado abad y de Mauro es mejor no hablar.

—Y… ¿y Valderedo?

—Él no gozará de una vida tan longeva como la tuya y cuando los guerreros lleguen a Cesaracosta con sus tropas, encontrarán en la silla obispal a un hombre llamado Bencio.

A Erico se le atragantó la empanada de gallina, no quería oír hablar de la conquista de Hispania por esos bárbaros infieles y dio por terminada la comida tras un último trago de licor con el que, discretamente, se enjuagó la boca, costumbre que había adquirido para evitar que los restos de comida se quedasen entre los dientes.

—¿Y será ese tal Bencio el último obispo de nuestra ciudad?

—No, los seguidores de Muhamed permitirán a los cristianos continuar con su religión a cambio de fuertes impuestos, aunque algunos obispos acaben siendo quemados por los tiranos que gobernarán Cesaracosta pasando así a engrosar las filas de vuestros mártires, y se conservarán como tales las iglesias del monasterio de las Santas Masas y el cubículo de Santa María.

—¿Y la basílica de San Vicente? –volvió a preguntar Erico con pánico en su voz.

—Será convertida en mezquita, es decir, en un templo de su religión –explicó la poderosa adivina ante el gesto de extrañeza del juez.

—No deseo hablar sobre este tema, Galeswintha, y ahora que hemos terminado de comer podemos comenzar con el asunto que me ha traído aquí.

—Celso ya no me interesa para nada, Erico, adquirió mi libro de profecías y me proporcionó el dinero necesario para comprar esta casa.

—Hace unos días hablé con él y con su esposa. Ambos están sumidos en la tristeza y el primero, además, en la locura. Podrías hacer algo por él, ya que en una época…

—No debo nada a nuestro conde, Erico, no te equivoques, si acaso él me lo debe a mí. Le avisé del ataque de Froya y gracias a eso pudo organizar los asuntos en la ciudad para lograr resistir el asedio. Y fue su propia decisión la que le llevó a comprar mis vaticinios a precio de oro.

—Por favor, repón su cordura.

—Te repito que no he influido en ella.

—¿Y tampoco influiste para convertirlo en tu amante? –inquirió el juez apartando la discreción que le caracterizaba.

—Te contestaré con otra pregunta ¿crees que tengo que influir demasiado para que un hombre desee compartir mi lecho?

—Algunos no lo desearíamos jamás –sentenció con frialdad lanzando una mirada despreciativa a la escultural anatomía de Galeswintha.

—No me tientes, Erico, y ten presente que si yo quisiera, así sería –dijo la bruja con una glacial sonrisa–, y descubrirías unos placeres que tu casta mente es incapaz de imaginar y, una vez disfrutados, no poseerías la fortaleza necesaria para volver a prescindir de ellos. Pero, por mucho que tu cuerpo me atrajese, no creo que deba separarte de tu cometido, cometido que terminará beneficiándome a mí.

—¿A ti? No veo de qué forma.

—Quizás algún día te lo diga, o quizá no.

Erico la observó con curiosidad.

—Aún no he logrado comprender por qué continúas aquí.

—Ya me lo preguntaste el día que te regalé el espejo.

—No digo que vuelvas a nuestras tierras natales, pues una vez comparados ambos tipos de vida, nuestra lejana aldea tiene las de perder. Aquí has respirado el dulce aroma de la cultura y la civilización, pero hay muchas ciudades y bien podrías marchar a otro lugar.

—Voy y vengo cuando quiero, al lugar y a la época que deseo y en el momento que me parece más oportuno. No necesito moverme de aquí para recorrer el mundo conocido y el aún no descubierto, ni para conocer a gentes que ya han muerto o que todavía no han nacido. Esos viajes me dejan tan agotada y conllevan tanto esfuerzo que el que emprendimos para alcanzar Hispania me parece un paseo, pero te aseguro que nadie puede hallar un placer superior al mío ni conseguir más conocimientos de los que yo he atesorado.

—Pues si realmente posees esa grandeza inexplicable y tienes a tu alcance tamañas posibilidades, ¿por qué pierdes el tiempo haciendo sufrir a aquellos que para ti debieran ser similares a hormigas?

—Esa es una cuestión filosófica cuyo debate nos llevaría años y aunque yo puedo derrochar mi tiempo considero que tú no. Además, sabría de antemano todo lo que vas a decirme y eso me aburriría sobremanera, al igual que empiezo a sentir sopor ahora y, para evitar reiteradas visitas del persistente juez local, puedo asegurarte que cesaré en el influjo que ejerzo sobre Celso, aunque nunca volverá a ser el de antes. Ik kann thos runos thizos saiwalos.

—Sé que conoces los misterios del alma –tradujo Erico– y tampoco ignoro que puedes manipular a tu antojo la de los más débiles.

*

Un hombre rayano en la cincuentena paseaba por un bosque de fresnos congelado cercano a su aldea y a muchas millas de la ciudad de Cesaracosta, en un lugar de tinieblas donde el sol nunca brillaba en invierno. Los grandes árboles helados lo rodeaban desparramando su poder mientras él avanzaba entre ellos bien abrigado por una túnica de vadmál, una capa de piel de oso, pantalones de cuero, gruesas manoplas de fieltro y un extraño gorro fabricado a partir de la cabeza disecada de un lobo. Llevaba el lacio pelo, rubio con hebras canosas, sujeto en una especie de moño en la nuca y su larga barba trenzada le colgaba hasta mitad del pecho.

Súbitamente escuchó un sonido y le pareció como si una mujer le llamara por su nombre. Asustado se apoyó en la vara para no caer y todavía necesitó unos instantes para sobreponerse al temor y lograr articular palabra. Miró a izquierda y derecha buscando el origen de aquella voz, pero no vio a nadie.

—Si eres una diosa dime tu nombre para que pueda sacrificar algún animal en tu honor, pero si eres una valquiria debo informarte de que no soy un guerrero.

—No, Thorvald. Soy Galeswintha, la hija que aún no has tenido pero que engendrarás dentro de unos meses con tu esposa Gunther.

El hombre abrió desmesuradamente los ojos intentando asimilar las palabras de aquella diosa que decía ser su descendiente.

—En mi persona se han mezclado las tres Nornas, padre, Urd o «lo que ha ocurrido», Skuld o «lo que ha de venir» y Verdandi, «lo que está ocurriendo». Vivo en un futuro donde tú ya no estás pero tengo que decirte lo que debes hacer en tu vida presente, que ya es pasado para mí.

—Tus palabras son oscuras y no logro comprenderlas. ¿Acaso eres un draugr, un alma insatisfecha que visita a los vivos?

—No, padre, voy a intentar explicártelo del modo más sencillo posible. Debes saber que en el plazo de tres meses engendrarás una hija que nacerá sana y fuerte antes del mes del cuco y a quien pondrás por nombre Galeswintha. Tu esposa Gunther morirá dos años después como consecuencia de un parto fallido y tú deberás hacerte cargo de tu hija, pero llegará un momento aciago en que tomarás una decisión que te partirá el alma y una noche de invierno tendrás que prescindir de ella, pues una estirpe de guerreros llegará a la aldea para saquearla y matar a todos sus habitantes y, ahora escúchame con atención, tendrás que obligarme… tendrás que obligar a tu hija a que abandone la aldea, aunque ella no comprenda, aunque llore y patalee, sé tajante e inflexible en tu decisión.

—¿Y adónde irá mi hija? –preguntó atónito el hombre.

—A Hispania.

—¿Hispania? –el godi sacudió la cabeza desconcertado–. ¡Pero ese reino está muy al sur! Los comerciantes aseguran que sólo con buen tiempo se puede emprender tan larga ruta, y las embarcaciones que arriban a nuestras costas desde los reinos meridionales lo hacen siempre en primavera.

—Tu hija no irá en barco hasta Hispania, pasará a Jutlandia desde el fiordo en una embarcación de comercio, después y una vez alcanzada la costa, bajará por la Haervejen, la cañada conocida como Carretera de Bueyes que cruza longitudinalmente la península, y a partir de ahí emprenderá camino hacia Hispania por ruta terrestre, cruzando la Germania y la Galia. A buena marcha se pueden recorrer cien millas cada ocho días, somos un pueblo de viajeros y nuestro hogar es un lugar frío y pobre que nos obliga a buscar tierras más fértiles o incluso a recurrir a la rapiña en reinos desconocidos, así ha sido siempre y así continuará siendo.

Thorvald se tapó los oídos y sacudió la cabeza.

—Eres una deidad engañosa que pretende confundirme.

—¡No soy ninguna diosa, padre, soy tu hija Galeswintha!

—No hay ser humano capaz de poseer la magia que tú posees –razonó el sacerdote pagano.

—Puedo relatarte anécdotas que tú y yo viviremos, pues yo ya las he vivido. Eres un hombre sabio y tras meditar sabrás obtener una respuesta satisfactoria a tus preguntas. ¡Créeme, padre!

El hombre santo escuchó con atención la voz de su supuesta hija Galeswintha, quien le narró episodios de su infancia, secretos de su vida que el godi no había contado a nadie y le explicó la posible solución al conflicto que años más tarde sufrirían ambos.

—¿Gorm Haraldson? ¿El hijo mayor de Aringa?

La bruja continuó con sus recomendaciones, siendo interrumpida de vez en cuando por su estupefacto padre.

—¿Cesaracosta?

—Redactarás la carta con caracteres rúnicos y estamparás en la vitela el sello de Bhalta que está depositado en la gruta sagrada.

El hombre asentía intentando reflexionar al mismo tiempo y al final se atrevió a hacer la pregunta que todo hombre sabio habría realizado en tales circunstancias.

—Pero, si todo eso ya ha sucedido para ti… ¿Por qué has venido a decirme que haga de nuevo lo que ya hice una vez en otro tiempo?

Galeswintha sabía que su padre le formularía aquella cuestión y tenía una respuesta apropiada, para intentar que el hombre someramente comprendiese lo incomprensible para un humano.

—El tiempo no es absoluto, padre, y su percepción es relativa. El tiempo depende de una serie de normas, digamos, naturales que es posible modificar si se tiene poder para ello. Pues bien, yo he viajado desde otro lugar y otro momento a tu lugar y a tu momento actuales alterando esas leyes físicas, pero ya lo hice anteriormente y lo haré de nuevo en un futuro.

—Oh, hija… si realmente lo eres… no alcanzo a comprender lo que me dices, tu sabiduría excede con mucho a mis pobres conocimientos y no puedo entender que un hecho inexorable como el paso de los años pueda variarse a voluntad.

—Pues no lo intentes siquiera, padre, pero confía en mí y tampoco me cuentes nada de esto cuando sea una niña, pues ni poseeré aún la magia necesaria para viajar en el tiempo y el espacio, ni habré experimentado este encuentro todavía y, por lo tanto, no te creeré.

Thorvald asintió entendiendo esto último.

—No sabes lo feliz que me siento por haber podido hablar contigo una vez más –reconoció Galeswintha–. ¡Te echo tanto de menos y me siento tan sola! Me gustaría abrazarte y besar tu rostro y tus manos, pero no estoy aquí realmente, sino a una distancia inimaginable de ti.

El hombre suspiró con amargura y cerró los párpados intentando respirar la maravillosa magia del momento, pero al abrirlos temió haber vivido una alucinación de esas que algunas veces provocan las yerbas o bien haber sido objeto de la broma de algún dios pícaro. Pero un año después comenzó a creer cuando pusieron a sus pies al recién nacido más hermoso que viera en su vida. Era una hembra a la que puso el nombre de Galeswintha.

*

Lorenzo emitió un extraño quejido y chasqueó la lengua hastiado.

—¿Quién ha lavado estos platos con cerveza?

—Rowena –respondió Gorm sin inmutarse mientras continuaba con su labor de poner en maceración ciertas hierbas.

—Pero, pero ¿cómo se le ocurre?

Orenco sonrió.

—Normalmente así ha sido siempre en casa de este clan de granjeros del norte aferrados a sus costumbres. A pesar de mis improductivos esfuerzos para inculcarles los usos latinos, ellos siguen llamando rismal a la hora prima y eykt a la nona –explicó el tuerto al enorme y desesperado beréber–, muchas veces mezclan sus creencias religiosas con conceptos cristianos en temas como la Creación y la Muerte, continúan viendo algo mágico en la llegada de la doncella Sol y hacen la señal del martillo de Thor en vez de santiguarse.

—No te rías, Orenco –dijo tajante Liuva–, tu madre también debió contarte en tu infancia las historias de los dioses de Iutum, que no ignoro que son similares a las nuestras pues una vez tuve la oportunidad de hablarlo con un comerciante de esas tierras que llegó a nuestra aldea.

—Bah, mi infancia… hace tanto tiempo que no puedo acordarme con nitidez, pero creo que ella designaba con el nombre de Irmin a Odín o Guton, Abundia o Abundancia a la diosa Fulla y por último con Frigg había una gran confusión y en dependencia de la zona la llamaban Hude, Ostara, la dama blanca, o Frau Venus, pues las ideas romanas habían hecho mucha mella en nosotros.

—¡Buena memoria para según tú no acordarte con nitidez! –exclamó Lorenzo intentando rememorar sin tanto éxito las leyendas del pueblo beréber.

—Que espero me acompañé hasta el final de mis días.

—¿Qué edad tienes ahora, Orenco? –se interesó el coloso bronceado.

—Sesenta y ocho años.

Gorm rio con ganas.

—Cuando lo conocimos hace veinte años nos aseguró que tenía sesenta. Orenco se quita y se pone años a voluntad, así que nunca sabrás la edad exacta de nuestro engañoso amigo.

—Es más fácil conocer mi edad de lo que creéis, pues nací con el siglo cristiano.

—¿Tenías cuarenta y seis años cuando nos encontramos en la muralla? –calculó el godo–. Con razón Harald desconfió de tus palabras, pues en ese momento tendría más o menos tu edad, sin embargo los demás, que éramos muy jóvenes todavía, te creímos.

—No tuve otra opción que presentarme como un hombre de más edad y por lo tanto menos peligroso para que me aceptaseis entre vosotros. Fui como el parásito diestro que cuenta relatos agradables a los oídos del rico para ser admitido en su casa.

—Es cierto, y ahora me alegro de que lo hicieras –reconoció Gorm–. Siempre has sido una gran ayuda para el clan.

—Y vosotros para mí.

—Bueno, bueno… me voy a poner a llorar con tanta miel –cortó Lorenzo–. Y haced el favor de decirle a vuestra pariente que no aclare la vajilla con cerveza antes de que Erico se entere y ponga el grito en el cielo. A él le gusta que se sumerjan en el agua hirviendo del caldero porque dice que es la única forma de destruir completamente la suciedad y los olores, y ya sabéis lo puntilloso que es en cuestión de higiene.

En aquel momento llamaron a la puerta y, creyendo que se trataba de Erico, Orenco se aproximó a la puerta y la abrió de inmediato.

—Dios sea en esta casa –susurró una voz viril.

—Descúbrete para que pueda verte, desvergonzado –ordenó el tuerto–, nadie entra aquí encapuchado como un delincuente.

Orenco reprimió un grito cuando el visitante echó hacia atrás su capucha y tras salir a la calle entornó el portón para poder hablar sin ser escuchado por los demás.

—¡Cayo, miserable vicioso! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ayúdame, por Dios.

—¿Ayudarte? Ahora soy de nuevo un hombre libre y lo que más deseo es pegarte una soberbia patada en el culo, cosa que haré de un momento a otro si no te largas inmediatamente.

—Orenco, mírame bien –dijo mostrando una mano plagada de úlceras–, tengo una peste en la piel y sólo Erico puede curarme.

El único ojo del hombre pareció salirse de su órbita.

—Erico no está y… ¡Por todos los diablos del Infierno! –exclamó echándose hacia atrás–. ¡Eso es lepra!

Cayo dio un paso hacia delante.

—Ni te me acerques, maldito, nada se puede hacer contra esta enfermedad pues es la muerte en vida. No vuelvas a esta casa, abandona la ciudad y reza al Señor para que se apiade de ti.

—Esperaré afuera a que Erico regrese.

—Vete, vete de aquí. Esto es un hospital, y tu enfermedad podría afectar incluso a las piedras de la pared.

—Por favor, Orenco.

—Pides mi favor, me llamas por mi nombre, y hasta me besarías los zapatos cuando hace sólo unos meses castañeteabas los dedos para que acudiese ante ti a recibir tus golpes. Ahora tú eres el esclavo, eres peor que un esclavo, peor que un animal sarnoso, y tendrás que mendigar un pan que los más caritativos te arrojarán desde lejos como a un perro cuando escuchen los toques de campanilla que avisen de tu pestífera presencia.

—¿Qué sucede, Orenco? –preguntó el eunuco habiéndose aproximado a la puerta al oír los gritos de su amigo.

—Apártate, Lorenzo, se trata de un leproso.

—¿Acaso no tienes piedad de mí? –preguntó Cayo.

—No, Cayo, a mi edad se sabe con quién hay que practicar las virtudes y quién no es merecedor de compasión. Desde tu más tierna infancia fuiste un ser malvado y ahora tienes lo que mereces. Mañana mismo daré parte al obispo para que extienda un documento ordenando tu expulsión de la ciudad.

Tras pronunciar estas palabras, Orenco cerró la puerta y se enfrascó en su trabajo. Tenía que atender a los doce enfermos que ocupaban las camas del hospital, proporcionarles las medicinas que Gorm había preparado para ellos, cambiar un vendaje, darles de comer, lavarles el cuerpo con una esponja y limpiar un par de heridas supurantes. No podía perder el tiempo parloteando con aquel malnacido.

*

Erico no estaba de buen humor cuando Orenco le abordó para relatarle la visita de Cayo. Aquella mañana había tenido que imponer una pena de exilio perpetuo a un conocido y de todos era sabido que aquello significaba ser recluido de por vida en un monasterio, lo que constituía una gran tortura para quien no poseyese el deseo ferviente de llevar ese tipo de existencia, aunque siempre era mejor que la pena de muerte, la servidumbre forzosa o la amputación de algún miembro.

—¿Y cómo supiste que era lepra? –preguntó Erico a Orenco con cierto nerviosismo.

—Isidoro dice en sus Etimologías que la lepra se distingue por las asperezas escamosas de un color extraño y diferente al resto de la piel.

—Pero tú debes saber que la sarna presenta los mismos síntomas y es mucho más habitual. La lepra es una enfermedad más común en Oriente, para padecerla tendría que haber estado en contacto con algún comerciante que la hubiese adquirido por esas tierras.

—O con alguna puta de los muchos burdeles que frecuenta…

—Yo solamente lo vi unos instantes –afirmó Lorenzo–, pero Cayo debe ser un hombre tan cruel, lujurioso, despilfarrador y borracho, que tiene que haber contraído la lepra por castigo divino.

—¡No digas tonterías! –exclamó el juez indignado–. Dios no envía enfermedades a sus hijos para castigarlos.

—Pues algunos sacerdotes aseguran en sus sermones lo contrario –rebatió el beréber muy serio–, por eso los judíos son más propensos a adquirir ciertos morbos.

Erico suspiró con paciencia.

—No quiero contradecir las palabras de los pastores de la Iglesia ni me creo más docto que ellos en cuestiones teológicas, pero los clérigos deberían dedicarse a curar el alma y dejar para los médicos la labor de sanar cuerpos, porque hay que reconocer que algunas veces se propasan en su celo por mantener al pueblo a salvo del pecado amenazando a las gentes con terrores infundados.

—Lo siento, Erik –dijo Orenco avergonzado–, tienes toda la razón, pero creo que, en el fondo de mi corazón, deseaba que Cayo sufriese un mal muy grande, un dolor intenso y el rechazo de las gentes, y por eso me aventuré a asegurarle que padecía lepra. Naturalmente no he dado parte a las autoridades, quería contar con tu beneplácito…

Erico tomó la capa y la abrochó sobre su hombro derecho.

—Salgo para casa de Cayo –anunció–, confiando en que no se haya sumido en la desesperación por una simple sarna.

El godo llegó a casa del romano casi sin aliento. Algo le decía que los temores que le habían asaltado, desde que Orenco comenzase a relatarle la entrevista mantenida con Cayo, no eran infundados. Le abrió la esclava pelirroja con el rostro arrasado por el llanto y supo que había llegado tarde. Cayo se había cortado las venas aquella misma madrugada, desangrándose hasta morir, como hubiera hecho cualquiera de sus insignes antepasados paganos ante una advertencia del emperador. Entró en el atrio donde Benedicta permanecía sentada muy erguida, con el rostro céreo inmutable y las comisuras ligeramente curvadas hacia abajo en un rictus indefinible. No respondió al saludo de Erico, simplemente siguió con la mirada el recorrido del juez médico cuando entró a toda prisa en el cubículo donde reposaba el cadáver de su esposo, la fijó en la puerta hasta que el mismo salió de la habitación e inalterable continuó cuando éste finalmente se aproximó a ella para reconfortarla y preguntarle si necesitaba algo. Los ojos ambarinos de la reciente viuda estaban tan vacíos de alma cuando rompió en lágrimas, como el cuerpo inerte de Cayo. Era el suyo un llanto furioso, un gemido de dicha, un alarido de liberación, un elixir contra una rabia y un odio contenidos largo tiempo y a la vez un himno de alegría entonado en un momento de placer tan desgarrador que Benedicta casi cayó desplomada en los brazos de Erico.

El juez regresó a su casa poco después de haber depositado a la joven en un lecho y de haber ordenado a una sirvienta que le preparase una tisana muy beneficiosa para los trances nerviosos. Narró a sus familiares el terrible episodio y mintió al angustiado Orenco cuando formuló su pregunta sobre si el mal que padecía Cayo se trataba de lepra o bien de simple sarna, con la única finalidad de que el tuerto pudiese vivir sin remordimientos el resto de sus días.

Días después, Régula, a quien nada importaban los preceptos cristianos, dijo a sus amistades que el suicidio había sido la única acción honorable que había llevado a cabo Cayo en toda su vida, pues era mejor morir de una vez que tener que padecer desdichas un día tras otro. Aseguró que el comportamiento final de su hijo lo elevaba asemejándolo a grandes personajes del mundo patricio de Roma que habían elegido una muerte digna ante un posible vergonzoso final. Y añadió la romana que el temple que Cayo había demostrado podía compararse con los de Petronio y Séneca quienes, ante las insinuaciones de Nerón, se suicidaron de la misma forma y en presencia de amigos que contemplaron lívidos, unos la elegancia del arbiter, los otros la frialdad del filósofo hasta sus últimos instantes, y a continuación recordó a Cornificia Faustina que, según relata Dión Casio, se dirigió al emperador Caracalla antes de quitarse las joyas y abrirse las venas para recordarle su rango: «Pobre de mí –exclamó–, infeliz alma atrapada en un cuerpo indigno. Seguiré mi camino, mostrándoos que soy hija de Marco Aurelio». La domina finalizó su defensa de los valores romanos en cuanto a moral y costumbres lamentándose ante la pérdida de los mismos en los tiempos que les había tocado vivir y quejándose de la actitud de los obispos, que parecían obsesionados por acabar con todo aquello que recordase a la antigua cultura que había hecho florecer Hispania.

—Sabed que el obispo Tajón ha exorcizado los últimos baños públicos de Cesaracosta con el fin de convertirlos en otro templo cristiano. Ya tenemos las iglesias de San Vicente, San Emiliano, San Félix, San Valero, la de los mártires y el oratorio de Santa María. ¿Cuántas más necesitamos?

—Algo sabía de eso –respondió uno de los allí reunidos–. Una vez oí decir a Celso que en la diócesis cesaraugustana sospechaban que muchos acudían a las termas con el único propósito de rezar ante las estatuas de dioses paganos que aún conservamos allí.

—Los odiosos godos han provocado que lo único que se construya en esta ciudad sean iglesias y basílicas malolientes, y la mayoría de las veces con la única motivación de sacar beneficio personal. Sé de presbíteros rurales que crean monasterios en sus propias posesiones, por eso fue necesaria la Regula Communis, para atajar prácticas nada ortodoxas entre algunos quienes junto a mujer, hijos y siervos, disfrazan su propiedad de lugar santo para recabar impuestos y limosnas.

—Esos bárbaros peludos se dedican a acabar con la cultura clásica y el saber que fraguaron el fuerte Imperio que poseíamos hasta que llegaron ellos. Los espectáculos son anatema, los baños están destruidos, las cloacas cegadas y las tuberías en desuso… pero seguimos pagando contribuciones especiales, tributos personales e impuestos que gravan las tierras.

—¡No me hables de la capitatio! Pero yo no creo que sean ellos los culpables –dijo otro ante el asombro de los demás–, en otros reinos está sucediendo lo mismo y los godos no están gobernándolos.

—Pero habrá otros bárbaros a cargo de ellos –añadió una patricia íntima de la anfitriona–. Bárbaros que han abrazado todos ellos la religión católica sin respeto hacia otras, prohibiéndolas y atajándolas de raíz mediante persecuciones y castigos. Al final van a resultar preferibles los judíos que los godos, por lo menos los primeros no intentan convencer a nadie de nada.

—¡Pelo, suciedad, ratas y piojos! –bramó Régula–. Pronto aparecerán más pestes y ruego a todos los dioses que llegue el día en que estos godos tengan que volver a traspasar nuestras fronteras, pero esta vez en dirección contraria. Llevan ya demasiado tiempo aquí.