Donde se narra la compra de un libro y el acecho de los moros
El tuerto esperó a que Erico saliese del dormitorio de los enfermos, pues no le gustaba que lo interrumpiesen cuando estaba con alguno de ellos. El juez cuidaba con mimo de todos y cada uno de los que acudían a él sin importarle las enfermedades que estos padeciesen y sin dar muestras de aprensión ante las tumefacciones ni las llagas más desagradables a la vista y al olfato.
—He hallado en el mercado a un comerciante que vende un tratado médico que puede resultarte de interés –dijo por fin un emocionado Orenco a Erico mientras este último se lavaba las manos con agua caliente y vinagre.
—¿Vienes del mercado?
—He ido con Lorenzo a comprar comida –afirmó el tuerto–, mas siempre hecho un vistazo a los puestos que venden otro tipo de género e incluso escucho las mentiras que ofertan los buhoneros. Pero hoy he hablado con un tipo interesante, un comerciante de Alejandría que dice poseer el mejor de los tratados que sobre la medicina se hayan escrito.
Erico se secó las manos concienzudamente con una toalla tan blanca como la nieve.
—¿Y dónde está ese vendedor de maravillas?
—Lo tienes esperándote en la puerta.
Erico descorrió el cerrojo del portón y se encontró ante un hombre vestido al gusto oriental, con una larga túnica de vivos colores y un extraño sombrero.
—¡Buen día os dé Dios! –saludó el juez–. Mi amigo me ha dicho que tenéis en vuestro poder un magnífico libro.
—En realidad son siete volúmenes, mi señor –aclaró el comerciante–, es un compendio de medicina y su autor es el médico más famoso de Alejandría. Su nombre es Pablo, oriundo de Egina, y su fama en las artes quirúrgicas ha traspasado los límites de mi país.
—Pasad y sentaos –invitó Erico–. Estará escrito en griego, claro.
—Así es, mi señor –respondió el alejandrino sentándose en una silla frente al hogar–, y ha sido copiado a dos caras por los esclavos del propio Pablo de Egina, hombres cultos y de letra clara.
—¿Puedo echarle un vistazo?
—¡Cómo no! Tomad –ofreció el buhonero tendiéndole el primer volumen que había extraído de un saco.
El juez tomó el códice y abrió la tapa metálica con una ilusión indescriptible, como si se tratara del mayor de los tesoros, y Orenco, que sabía que Erico iba a invertir largo tiempo en hojear la obra, ofreció al extranjero un vaso de vino.
—¡Está escrito en papiro! –exclamó Erico emocionado–. Se basa en Galeno, Oribasio y Sorano de Éfeso. ¿Podéis dejarme el resto de los volúmenes?
El alejandrino asintió y, viendo que tenía para rato, aceptó el segundo ofrecimiento de Orenco, esa vez incluyendo algo de comer.
—Es, es...magnífico.
—Tampoco es para tanto –gruñó Orenco echándole una ojeada despectiva, ya que el tuerto no consideraba inteligente alabar la mercancía ante el vendedor.
—Me gustaría mucho comprarlo –anunció el juez–. ¿Cuál es su precio?
—Cuatrocientos sólidos –dijo muy firme el alejandrino.
—¡Cuatrocientos sueldos! –exclamó Orenco viendo la expresión desilusionada en el rostro de Erico–. ¡Valgo lo mismo que un libro!
El tuerto comprendió que, si él no tomaba las riendas en el asunto del regateo, su amigo Erico iba a ser un pésimo negociante.
—No podemos pagar más de doscientos –aseguró.
—Señores –dijo el alejandrino poniéndose en pie–, poseo una carreta llena de otros libros más económicos. He dejado a mi sirviente a cargo del puesto en el mercado, pero podemos acercarnos y ver si os interesa algún otro.
—El juez desea los libros de medicina. Tenéis que saber que si él no compra estos códices, nadie más en toda Cesaracosta lo hará.
—Pues esta ciudad posee fama de tener una de las mejores bibliotecas de Spania, junto con Híspalis y Toletum, por eso vengo aquí a vender libros. Y además sé que vuestro obispo es un gran erudito y coleccionista de obras.
—Pero no de medicina… ¡Por Dios bendito, os estamos ofreciendo por él doscientos sólidos, el precio de dos esclavos idóneos!
—Señor –graznó el buhonero comenzando a enfadarse–, se nota que sólo tenéis un ojo y no podéis apreciar en lo que vale la mercancía que tenéis delante.
Orenco se ofendió.
—Pues vos debéis tener sólo un bolsillo agujerado después de vuestro trayecto desde Alejandría y además el cerebro seco.
—No vengo de Alejandría aunque haya nacido allí, huí de mi país siendo muy joven, cuando los guerreros seguidores de Muhammad se hicieron con ella. Me siento romano y soy cristiano, por supuesto.
—Eso es algo que me alegra, señor, aunque no me interese demasiado. Sin embargo lo que despierta mi curiosidad es saber si creéis que vais a vender muchos códices en un lugar donde casi nadie sabe leer y donde se recomiendan exclusivamente las lecturas sacras, si continuáis pidiendo por ellos cuatrocientos sólidos.
—No puedo aceptar menos.
—Y nosotros no podemos ofrecer más… a no ser que deseéis añadir a la ya fabulosa suma de doscientos sueldos como pago, un libro de farmacia en latín.
—¿Quién es el autor?
—Erico de Cesaracosta.
—¿Y quién es ese?
—Estáis ante él –anunció Orenco con orgullo señalando a Erico.
El alejandrino miró al godo de arriba a abajo.
—¿Pero no habíais dicho que era juez?
—Mi antiguo señor y actual amigo es un sabio, y los sabios saben de todo. Además podéis sacar de él por lo menos cien sueldos en otra ciudad –aventuró el tuerto.
—Dejadme ver la obra.
Erico, que había permanecido silencioso durante el forcejeo verbal, miró profundamente al alejandrino y dijo:
—Señor, permitidme invitaros a cenar pues deseo escuchar el relato de la toma de vuestro país por las hordas mahometanas.
*
Erico había ido al monasterio de los Mártires con la excusa de solicitar la consulta de un libro, pero realmente quería hablar con Valderedo, a quien hace tiempo no veía. Los dos amigos se sentaron frente a frente en la habitación abacial y, tras las bromas acostumbradas, pasaron a tratar temas más serios.
—¿Cómo está Turninus?
—El abad se encuentra muy enfermo y delega en mí todo tipo de negocios.
—Lo siento mucho –se entristeció Erico–, salúdale en mi nombre y dile que rezaré por él.
—Te lo agradezco de veras –dijo Valderedo consternado–. ¿Y qué tal está Orenco?
—Muy bien, gracias a Dios, y es de gran ayuda tanto en el hospital como para mí personalmente. Hace un mes me consiguió un magnífico códice de medicina.
—Ya poseerás una buena biblioteca privada.
—No creas –negó Erico con pena–. En un gran arcón y bajo siete llaves tengo un ejemplar de la Biblia, otro del Liber Iudicum, mi propio libro de farmacia, unas cuantas obras romanas y los siete volúmenes sobre medicina a los que me acabo de referir.
—Me gustaría que me los dejases para que los copien en el scriptorium.
—De acuerdo, pero exijo como compensación que intercedas para que yo tome prestado otro libro de la biblioteca del monasterio.
—Trato hecho –rio el asistente del abad–, veré lo que se puede hacer.
—Pero no he venido a hablarte de mi nuevo tratado médico –dijo Erico poniéndose repentinamente lívido–, sino del comerciante que me lo vendió.
El juez comenzó a contar a su amigo lo que el alejandrino le había relatado sobre la toma de su país por los bárbaros mahometanos que parecían querer conquistar el mundo entero.
—Hay mucha preocupación en la Iglesia católica con ese tema. Muchas veces he oído al obispo Tajón nombrar al tal Muhammad o Mahoma –cortó Valderedo–. Aseguraron, quienes le hablaron de él, que aquel hombre de Arabia decía que el arcángel Gabriel le había revelado los preceptos de una nueva forma de vida y uno de los suyos, pues él era sine litteris, los recopiló en un libro llamado Corán.
Erico asintió y añadió:
—Pues bien, como a lo mejor ya sabrás, al principio sus seguidores se unieron en una pequeña comunidad en La Meca, similar a otros tantos grupos de herejes que aparecen por doquier, pero después emigraron a un lugar llamado Medina, y allí se organizaron en un ejército para la defensa de la doctrina de Muhammad, que ellos designan con la palabra «Islam», y que contempla desde la poligamia a la negación de la divinidad de Cristo. Todo esto no sería relevante y sólo demostraría el desconocimiento del falso profeta tanto de la religión cristiana como de la judía si no fuese porque sus adeptos quieren convencer al resto del mundo, a sangre y espada, de que lo correcto no es la doctrina de Jesucristo, sino la de Muhammad. Ya han arrebatado al Imperio romano de Oriente gran parte de sus provincias como Egipto, Palestina y Siria, además de Persia y muchos otros territorios del África.
El cenobita reflexionó.
—Tu esclavo Lorenzo es de Mauritania ¿no es cierto?
—No es mi esclavo, le otorgué la libertad al igual que a Orenco, pero sí, es un mauri, un beréber de Numidia.
—¿Y tiene algún contacto con los de su etnia? –se interesó Valderedo.
—No creo, no hay muchos beréberes en Cesaracosta –respondió Erico–, aunque he visto algún que otro esclavo y varios comerciantes que deben ser de por allí pero, ¿por qué lo preguntas?
El asistente del abad suspiró.
—La travesía en barco desde el norte de África a Spania es muy corta. Si propones estar en guardia ante un posible ataque de los seguidores de Muhammad, deberíamos poseer más información de lo que sucede por allí. Hablaré con el obispo para que los comerciantes africanos sean interrogados sobre los sucesos que tengan lugar en sus correspondientes provincias y quizá Tajón decida enviar cartas a los demás metropolitanos del reino para que hagan lo mismo.
—¿No se ocupan ya de eso los informadores y los mensajeros reales?
—Nunca puede saberse si el confidente es verdaderamente fiel al soberano y hay muchos nobles palatinos, auténticos conspiradores, que estarían dispuestos a pagar los servicios de un traidor.
—La presencia en Spania de esos guerreros es una posibilidad que puede llegar a hacerse realidad en unos años –afirmó el juez angustiado–. Ya alguien me advirtió hace tiempo, pero no quise dar crédito a sus palabras.
—Sé que te refieres a esa extraña mujer de tu clan –dijo Valderedo–, pero ni siquiera deseo mentar su nombre.
—¿La conoces?
—Toda la ciudad la conoce. Pero nadie la denuncia, bueno… sabemos que alguien lo intentó y corrió una suerte similar a la de Gorm.
—Mi padre me contó hace no mucho la conversación que mantuvisteis cuando regresó a Cesaracosta, y creo que habrás deducido que no fue un rayo lo que le gangrenó las piernas.
—Por supuesto sé más de lo que digo, pero no estoy dispuesto a reconocer algunos hechos –respondió el ayudante del abad–. Entiéndeme, no quiero creer que esas cosas existan realmente pues el cristianismo lo prohíbe.
—Siento lo mismo que tú –reconoció Erico–, pero la vida es muy complicada, muchas veces incomprensible, y los hombres tendemos a tener como mágico lo que somos incapaces de explicar. Cristo vino a nosotros no sólo para salvarnos del pecado sino para disipar las dudas que nos afligían mediante el conocimiento de la Verdad única, y nos dijo que nos apartásemos de los adivinos y charlatanes, pero dio gran valor a las palabras de los profetas que hablaron inspirados por Dios y ha habido innumerables santos que poseían el don de la curación y que incluso sus reliquias, actualmente, siguen sanando.
—Creo saber adónde quieres llegar.
—Pues bien, creo que esos hombres y mujeres que dicen estar iluminados por la divinidad, como el tal Muhammad, o aquellos cuyas predicciones acaban realizándose, como es el caso de Galeswintha, podrían estar influidos por algún ente, quizá diabólico, cuyo poder no deberíamos desdeñar.
Valderedo reflexionó.
—Opino que en caso de duda ante si un mortal actúa influenciado por Cristo o por Satanás, debemos fijarnos en los resultados de sus actos, y se tratará de intervención divina únicamente si estos son beneficiosos.
—No me resulta tan sencillo. Meses atrás el conde Celso aseguró que Cesaracosta había resistido el asedio de Froya gracias a las prevenciones que se habían tomado a partir del aviso de Galeswintha de que aquello iba a tener lugar.
—No te engañes, Erico, ni confundas tu fe –le advirtió Valderedo–. Seguramente habría algún otro móvil oculto y no tan loable por el cual a esa mujer le interesara salvar la ciudad.
—Entonces el efecto puede ser beneficioso aunque las causas que lo originen no sean buenas, por lo tanto no sólo los resultados cuentan, y al ser así habría que analizar consecuencias y actos por separado si llegamos a la conclusión de que una actitud malévola puede acabar originando un bien común. Así debió ser con Judas, su denuncia de Cristo ante las autoridades, comportamiento despreciable donde los haya, dio lugar a nuestra salvación.
—Según tu teoría, entonces, el Iscariote fue beneficioso para la humanidad. Hay que tener cuidado con las conversaciones teológicas, Erico, pues se puede rozar muchas veces la herejía.
—No digo que fuese un personaje beneficioso, Valderedo, sino necesario, y necesario además para que se cumpliesen los planes de Dios. Y con ello desembocamos en la conclusión de que la presencia del mal puede llegar a ser obligatoria para que triunfe el bien, al igual que la noche es indispensable para que podamos valorar la luz del día y que el frío es vital para que lleguemos a disfrutar del calor.
El monje meditó la explicación de su amigo unos instantes.
—Me corrijo a mí mismo, pues la señal entonces para asegurar que un mensaje procede de Dios es comprobar la santidad del profeta proclamante… ¡Qué gran teólogo ha perdido Spania contigo! Eres sabio, amigo mío.
—Tú también, y si Dios lo quiere espero que llegues a ser obispo algún día.
*
Rowena fregaba el suelo de rodillas con gran brío. La mujer parecía más alegre que en la reunión que había tenido lugar meses atrás, incluso realizando aquella sencilla labor propia de siervos, y hablaba más a menudo. Erico se ofreció a ayudarla cuando regresó al hogar tras dictar sentencia en los dos pleitos que se habían librado en el Tribunal sito en el antiguo foro.
—No, Erik, déjame hacerlo a mí –dijo Rowena ante la amable propuesta de su primo.
—De acuerdo, voy a esperar a que termines y así podré comer en tu compañía.
Un momento después los dos primos se sentaron ante una sopa de nabos en la que sumergieron sendas rebanadas de pan y comenzaron a charlar sobre las futuras actuaciones que se harían necesarias en aquel hospital.
—¿Eres feliz? –preguntó Erico repentinamente.
—Soy más feliz que antes –respondió Rowena tras meditar unos instantes–, pero creo que mi vida no se parece en nada a como yo la había imaginado de niña.
—¿Echas de menos un marido y unos hijos?
—No sé si es eso exactamente o simplemente la gran necesidad que tengo de poder ser útil a alguien.
El juez asintió mientras tragaba la última cucharada de sopa.
—Hace poco adquirí la obra de un médico que hace suyas las palabras de Sorano de Éfeso –explicó a su prima–, quien aseguraba que a la mujer le iría mejor si se la dejara vivir a su manera, si no se encontrara bajo la presión de tener que elegir un marido porque obligatoriamente tiene que tener niños, y si se la dejara estudiar canto, deporte o cualquier otra materia.
—Unas ideas muy novedosas las de ese Sorano de Efeso.
—Pues las escribió hace cinco siglos.
—Y muy poco realistas –continuó Rowena sin hacer caso–, no creo que sea muy valorada una mujer que se dedique al deporte en vez de parir hijos, que es la verdadera misión que la naturaleza ha asignado a las hembras.
—No, Rowena. Esa es la misión asignada a los animales. Los seres humanos pueden y deben elegir por sí mismos y hoy día son tan valoradas las mujeres que son madres como las que se recluyen en un monasterio de vírgenes hasta el fin de sus días, y aún más estas últimas, pues en nuestros altares son veneradas innumerables santas y mártires que dedicaron su vida por completo a la oración y al sacrificio. Decía san Cipriano de las vírgenes que son «flores brotadas del pimpollo de la Iglesia, brillo y ornamento de la gracia espiritual, lozano fruto, obra acabada e incorrupta digna de elogios y honor, imagen de Dios que reproduce su santidad, la porción más ilustre del rebaño de Cristo».
—Procreación u oración –atajó la goda–, pero las que no realizamos ninguna de esas acciones seguimos siendo consideradas un fracaso.
—Deberías conocer las múltiples historias de mujeres que no se conformaron con eso, las que escribieron libros médicos, poéticos y demás obras enriqueciendo así el conocimiento del mundo. Además, las mujeres ejemplares no necesitan afeites, ni solimanes, ni argentadas para lograr una belleza llamativa y, llegada la vejez, no se torturan por haber perdido la lozanía de sus cuerpos porque nunca ha sido eso lo que las ha hecho destacables.
—Erik –cortó Rowena, sintiendo lástima de si misma–, sé que nunca he sido agraciada y ya me he acostumbrado a ello, el problema es que ni siquiera sé escribir.
—Ni mi padre hasta hace poco, pero se puede aprender y hay muchas otras cosas que puedes hacer mientras tanto.
—Dime un ejemplo.
—Son necesarias buenas parteras.
—Las hay a docenas en Cesaracosta.
—No estoy hablando de la vieja que acude a la llamada de una mujer angustiada para asistirla en lo que la natura misma va a provocar. Me refiero a ser la mejor comadrona de esta ciudad, a poder evitar abortos y muertes de parturientas, a conocer la anatomía femenina en profundidad para ser una verdadera ayuda. Hay mujeres que todavía siguen creyendo en la antigua y tremenda teoría de la matriz errante y la sofocación uterina, asimilando este órgano a una bestia deseosa de procreación que se enfurece cuando no es fertilizada por largo tiempo y obstruye los conductos del aire impidiendo la respiración de sus pobres víctimas.
—¿Y eso no es cierto? –preguntó Rowena atónita–. Yo misma he padecido esos síntomas.
—No, tú has padecido angustias y agitación debidas a tu situación. Probablemente has visto muchas veces úteros de animales en el matadero y en el mercado y habrás podido comprobar que es un órgano completamente normal.
—Pero dicen que es un ser vivo que tiene boca, cuello y labios, y recomiendan fumigaciones olorosas con sales y resina para que las matrices de viudas y vírgenes vuelvan a su posición normal.
—Sí, mi hermana me contó una vez que prácticas semejantes se llevaban a cabo en el cenobio de las monjas para diferentes síntomas que padecen las mujeres, pero te aseguro que algunas son creencias falsas y errores milenarios. Me gustaría que supieses lo que dicen sobre anatomía femenina Herófilo, Erasístrato, Rufo, Galeno de Pérgamo, Sorano de Éfeso y, más recientemente, Pablo de Egina, pero son obras complicadas escritas en griego a veces y en latín culto otras. Mas hay un libro muy sencillo de un autor del siglo pasado llamado Mustio dedicado a las parteras y basado en argumentaciones que responde a muchas de las dudas que se plantean en este oficio. Exige de sus lectoras que sean mujeres ingeniosas, con memoria, estudiosas, fuertes, trabajadoras y…
—Y que sepan leer, claro está –terminó Rowena.
—No es condición indispensable, si conseguimos la obra puedes pedir a alguien que te la lea.
—¿Y a quién de mis innumerables familiares y amigos se lo pido? –la goda soltó un bufido–. He llevado una vida muy diferente a la tuya, Erik, tú eres hermoso y brillante, pero yo no conozco más que a algunos vecinos tan ignorantes como mis padres y como yo misma.
—Puedo decírselo a Gorm.
—¿A tu padre?
—Por qué no… y si llegado un momento no supiese interpretar alguna parte, siempre podríais solicitar ayuda a Orenco o a Lorenzo. Inténtalo al menos, hay muchas mujeres que te necesitan, Rowena.
La mujer asintió mientras Erico se acercaba a un mueble cercano al hogar que caldeaba la habitación y, tras abrir una de sus portezuelas, el juez sacó de dentro una pizarra y un estilete metálico que seguidamente tendió a Rowena.
—Toma –le dijo–, esto te servirá para tus ejercicios de caligrafía si decides aprender a escribir.
*
—Toma las llaves. Me alegro mucho por tu hijo y considero que no hay otro mejor en toda la ciudad para sustituir a mi esposo en su función de comes civitatis –murmuró Antonia con su mejor sonrisa aunque sintiendo el dolor de corazón que le producía el hecho de que Celso ya no fuese capaz de continuar la labor inherente a su cargo.
—Mi hijo Máximo es un hombre muy preparado –anunció Régula–, cuando era sólo un niño, mi marido, que fue exactor, ya le explicaba los asuntos relacionados con tributos, collatio lustralis y otras contribuciones. Posteriormente fue gardingo en la corte de Recesvinto, y ya sabes que en el Pallatium imparten una educación sin parangón, para acabar siendo nombrado numerario de la ciudad. Además, posee estrechos lazos de amistad con los demás potentiores de la diócesis Tarraconense, en especial con el esposo de mi hija Régula Segunda, el comes de Barcino.
—¿Cómo se encuentra Régula Segunda? –se interesó Antonia–. He oído que estaba en Cesaracosta, pero no he tenido oportunidad de verla.
—Está muy apenada, vino en cuanto tuvo noticia de la muerte de su hermano Cayo, mis dos pequeños estaban muy unidos.
—Salúdala en mi nombre y dile a tu hijo Máximo que mi marido le facilitará todos los documentos pertinentes.
—Te lo agradezco, Antonia. Esperemos que su carrera sea tan brillante como supongo y que acabe de una vez por todas con los múltiples problemas de esta ciudad.
—¿A qué te refieres concretamente? –preguntó la esposa de Celso algo dolida.
—Últimamente estamos siendo testigos de situaciones anormales que parecen ser bien vistas por todos. Por ejemplo, ese tal Erico, que ejerce de juez y a la vez posee un monasterio fundado por iniciativa privada contraviniendo las normas de la Regla de los abades.
—¿De qué estás hablando? –inquirió Antonia ofendida–. Erico es uno de los hombres más cabales y buenos de toda Cesaracosta, un juez justo, una gran ayuda para quien vaya a ser conde y lo que tiene a su cargo no es una de esas comunidades sin disciplina dedicadas a asuntos ilícitos como tú insinúas. Celso revisó los documentos firmados por el propio rey Recesvinto permitiendo a Erico la construcción de un hospital de beneficencia.
—¡No seas ingenua, Antonia! –rio Régula–. Todos sabemos que una casa plagada de hombres solteros sólo puede ser un lupanar de sodomitas, aunque, en los últimos meses parece que incluso tienen una barragana común.
—Mide tus palabras, Régula, mi esposo está al tanto de las actividades del hospital. La que tú llamas barragana es la prima del propio Erico y los hombres a quienes tachas de sodomitas se dedican a hacer el bien, he sabido de muchas curaciones que se han llevado a cabo en ese lugar y por las que no han recibido ni un triente.
—No creo que el tal Erico sea tan íntegro como tú dices –gruñó Régula–. Obligó a mi hijo Cayo a deshacerse de Orenco, el magnífico esclavo que yo le había donado para ayudarle a salir de la penosa situación económica en la que se encontraba.
—Conozco a Orenco y la versión que yo he oído asegura que el médico Eudoxo le dio a Cayo la inigualable suma de cuatrocientos sueldos por él. Se rumorea que tal cantidad no se había pagado jamás por un siervo idóneo.
—Entonces solamente puedo pensar que Cayo no estaba en sus cabales en el momento de la venta o bien que Erico le convenció mediante engaños, porque no es ningún secreto que Orenco le habría rentado esa misma cantidad semestralmente. Después del asedio de Froya, ese viejo zorro se las arregló para redactar contratos que obligaban a los colonos que trabajaban mis tierras a pagarme con modios de trigo, ovejas, puercas, corderos o vacas en períodos renegociables y con intereses en caso de impago que no llegasen a ser considerados usura. Parece que el tuerto conociese de todo tipo de estratagemas para las transacciones, regateos, permutas, contratos y litigios, lo que le convierte en el mejor abogado, contable, negociador y preceptor de la ciudad. ¿Cuál es pues el valor real de un hombre así?
—¿Y tú cuánto pagaste por él, Régula?
—Nada, sé entregó a mí como siervo a cambio de comida durante el asedio, cuando estuve residiendo en tu casa.
—Entonces tú abusaste más que nadie de tu posición de superioridad en aquel momento –atacó Antonia con bravura–. Tal y como llegó se te ha ido, agradece a Dios la fortuna de que estuviese a tu lado tantos años.
La domina decidió dar por terminada su conversación con aquella mujer gris que nada sabía de negocios y a la que el dinero no parecía importarle lo más mínimo, pero consideró necesario ser ella quien dijese la última palabra.
—De todos modos tengo una cuenta que saldar con Erico Górmez.
*
Casi todas las mañanas Erico se dirigía a la plaza en la que se había convertido el antiguo foro romano de Cesaraugusta y, tras escuchar la sagrada misa en la basílica de san Vicente, se dirigía al Tribunal para atender los juicios del día. Aquella jornada se presentaba repleta de litigios pero aprovechó el intervalo entre dos de ellos para comentarle algunos asuntos a otro juez llamado Eunando, con quien había trabado buena amistad.
—No tengo pruebas ni testificales ni documentales de lo que me aseguraban –dijo Erico a Eunando– porque según esos hombres el documento de propiedad de los caballos se perdió.
—Recurriremos pues a las condiciones sacramentorum y tendrán que prestar juramento. Redactaré el documento cuanto antes en un haz de pizarra y serán requeridos para el acto.
—¿Será necesario que suscribamos el documento tres jueces y dos vicarios?
—¿Por qué lo preguntas? –se interesó Eunando.
—Porque no tengo ningún ayudante.
El juez elevó las cejas en señal de extrañeza.
—No sé cómo puedes prescindir del vicarius y hacerlo todo por ti mismo.
—Durmiendo poco, Eunando, y aprovechando tanto las horas del día como las de la noche.
—Vas a desfallecer en cualquier momento, más te valdría irte a tu casa a descansar un poco.
—No puedo, todavía tengo que atender un litigio por fraude y la parte demandante parece poseer todas las pruebas del mundo. Además cuando llego a mi hogar trabajo más que aquí, recuerda que es un hospital…
Eunando rio.
—Cualquier día te dormirás en pleno juicio y el conde Máximo te hará sentir su ira.
—No creo que eso llegue a suceder. Mi maestro en Toletum me enseñó no sólo las fórmulas documentales sino el respeto por los litigantes. Es importante conocer la invocatio, notificatio, expositio y dispositio, pero lo es mucho más tener en cuenta que los que intervienen en el juicio son personas que se juegan su patrimonio y su vida.
—Eres distinto al resto de los mortales, Erico –dijo su compañero con admiración–. No sé si tu energía proviene de los propios ángeles o incluso si eres uno de ellos porque tu rostro es tan hermoso como fuerte tu cuerpo e incorruptible tu espíritu.
—No digas tonterías, Eunando.
—Bah, me voy a casa con mi esposa, no quiero seguir sintiéndome un enano indigno frente a tu titánica hechura.
—Bienaventurado tú –rio Erico–, que vas a disfrutar de solaz, buena comida e inmejorable compañía.
—Y tú será porque no quieres. Si yo te contase lo que dicen las mujeres de ti…
—Pues no lo mentes siquiera, Eunando, conozco bien tus bromas y a lo que conducen, y las mentiras, exageraciones y burlas que intercalas en tus relatos para hacerlos más amenos.
—¿Ah sí? –preguntó el juez riendo a mandíbula batiente–. Pues en tu caso creo que me quedaría corto. Verás, el otro día me contó mi mujer que estaba escuchando la conversación de dos de sus siervas quienes aseguraban que debías ser tan sabroso y delicado en el lecho como un…
—Decía el árbitro del amor que la hermosura es un bien quebradizo y que, conforme va ganando en años, disminuye y se consume ella misma con el transcurrir del tiempo. Y yo añado que, por el contrario, la amabilidad y la sabiduría pueden continuar aumentando hasta el final de la vida.
—Pero también aseguraba Ovidio que la belleza sin aliño cuadra bien en los varones.
—Por eso recomendaba la limpieza del cuerpo y el vestir, Eunando.
—No creo que sólo se refiriese a eso. Creo más bien que tu carencia de lascivia te obliga a realizar una interpretación cristiana de las recomendaciones de un pagano. En ocasiones considero que eres casi inmune al pecado.
El godo sonrió.
—Ojalá lo fuera, pero no te equivoques, solamente mantengo una lucha mientras otros muchos se dan por vencidos. Y ahora ve con Dios, amigo mío –cortó Erico sacudiendo la cabeza–, tu esposa te estará esperando impaciente.