Donde Erico se encuentra de nuevo con Régula Segunda
La sonrisa de Régula Segunda resplandeció en el quicio de la puerta y Erico sintió que su corazón daba un vuelco, incluso notó que su respiración cesaba y su pulso se detenía unos instantes. Retuvo la blanca y suave mano que la mujer le tendió entre las suyas como si sostuviera un valiosísimo objeto sacro del que no quisiera desprenderse jamás y la invitó a pasar. Pero ella negó con la cabeza y propuso al juez pasear hasta la iglesia en compañía de su esclava para evitar rumores.
—¿Cuándo has vuelto? –preguntó Erico como si hubiesen estado viéndose asiduamente durante los últimos años.
—Hace un par de meses –respondió Régula Segunda–, cuando me enteré de la muerte de mi hermano Cayo.
El juez asintió.
—No imaginé que fueras a reconocerme tan pronto, he cambiado mucho ¿verdad? –preguntó con tristeza–. Era sólo una jovencita cuando partí de Cesaracosta.
—Tu sonrisa es la misma y tu mirada más bella que nunca –respondió Erico sintiéndose el ser más dichoso del mundo.
—No me mientas, Erico, he tenido cuatro hijos y eso se nota.
—¿Cuatro hijos?
—Sí, pero solamente ha sobrevivido uno.
—Lo siento mucho.
—Bueno, es normal –dijo Régula Segunda con un ápice de angustia–, no conozco a casi ninguna mujer que conserve toda su prole. ¿Y tú cómo estás? He oído hablar de ti a todas horas, tanto que no he podido resistir no verte con mis propios ojos. ¿Creo… creo que no estás casado?
Erico negó con la cabeza y se hizo un incómodo silencio.
—¿Por qué te fuiste? –lanzó el juez a bocajarro.
—¿Qué querías que hiciera? –contestó ella secamente–. No pude elegir, mi madre arregló el matrimonio y yo tuve que aceptarlo.
—Todo hubiera sido tan distinto…
—¿A qué te refieres? –preguntó la patricia con coquetería.
—Durante las semanas de tus fiebres no nos dijimos nada y nos dijimos mucho. Solamente con la mirada nos comprendíamos, Régula Segunda, y en seguida supiste lo que sentía por ti.
Un par de niños pasaron a su lado haciendo rodar, entre carreras, un aro metálico oxidado. Reían y daban grandes voces sumidos en la fantasía de su juego sin siquiera sospechar que estaban en lo mejor de sus vidas. La romana sonrió y se detuvo para comprobar que la esclava anduviese a cierta distancia de ellos para no ser escuchados.
—Sabes que mi madre no hubiese permitido jamás que me desposase con un godo.
—¿Y qué es un godo? –inquirió Erico con una furia desconocida y repentina–. ¿Soy eso simplemente para ti? Me siento tan hispano como tú, incluso dudo sobre mi origen, pues no me parezco en nada a esos hombres que dicen ser de pura raza gótica. He oído cientos de veces que provenían de asentamientos entre el río Danubio y el mar Muerto, y yo ni siquiera he estado allí.
—Pero vuestro origen es el mismo, las tierras de más al norte del continente. Y de todos modos, me estoy refiriendo a un no romano.
—Ya… de niño muchas veces escuché a mis espaldas la palabra «bárbaro» pronunciada despectivamente, en algunas ocasiones con odio y asco añadidos, epíteto que los romanos tenéis reservado para francos, suevos, vascones, persas o cualquier otro enemigo de la patria y ahora para los árabes… es decir, para quien no es exactamente como vosotros.
—No me culpes de ello. He crecido escuchando desde pequeña que los godos son nuestros invasores, y que llegaron hace más de dos siglos a Hispania desde Galia, tras haber atacado a la propia Roma de quien eran federados, por lo que no son de fiar.
Erico lanzó un bufido.
—Esa lección de historia ya la conocía, la he leído en la corónica cesaraugustana del obispo Máximo.
—Mi madre, mi abuelo y quizá la crónica a la que aludes afirman que Cesaraugusta en aquellos tiempos era una ciudad hermosa en la que se vivía bien, pero cuando llegaron los godos lo hicieron en son de guerra y arrasaron con todo lo que los romanos habían conseguido.
—¿Y qué tengo que ver yo con todo eso?
La mujer lo miró apenada.
—Te recordaba más dulce, Erico, veo que la edad te ha agriado el carácter.
—No, Régula Segunda, yo no soy así normalmente –rozó su mano con disimulo–, pero al verte he recordado todo el sufrimiento que me provocó tu partida, que vino a acrecentar el sentimiento de soledad que ya sentía por la pérdida de otras personas también muy queridas.
—No te quejes, no dudo que hayas sufrido, pero también has logrado muchas cosas en la vida. Yo, sin embargo, no he conseguido nada de lo que quería.
—¿No eres feliz?
—La felicidad es un bien escaso… ¿quién dijo eso?
—No sé, contigo se me olvida todo.
—Orenco nos lo podría aclarar. Por cierto ¿Se encuentra bien?
—Actualmente sí. Imagino que supiste que estuvo sirviendo en casa de tu madre y en la de tu hermano Cayo.
—He estado al tanto de todo, mi madre me envía numerosas cartas a Barcino.
—¿Cuándo te vas?
—El mes próximo.
—¿Podremos vernos de nuevo?
Erico y Régula Segunda se detuvieron ante el portón de la iglesia de San Vicente. La mañana era cálida y brillante pero la brisa fresca de las primeras horas la convertía en soportable.
—Me gustaría mucho –reconoció ella–, pero no creo que mi madre me permita otra escapada sin contar con su presencia. Me ha costado mucho convencerla de que quería pasear a solas por Cesaracosta y me ha obligado a llevarme a una sierva conmigo, aunque ella suela ir y venir donde le viene en gana y sin dar cuentas a nadie.
—¿Y si voy yo a la villa cuando ella no esté?
—Sus múltiples criados le informarán de tu visita y pondrá el grito en el cielo.
—Soy un juez honorable –dijo Erico con una sonrisa.
—Sí, pero ella es la gran Régula, ¿recuerdas?
—Eso es algo que no se me puede olvidar, pero algo se me ocurrirá. De momento entremos a la iglesia y disfrutemos la dicha de rezar juntos.
*
Las dos grandes habitaciones del piso superior, que antaño habían albergado a dos familias en régimen de arrendamiento con derecho a cocina, habían visto modificado su espacio y finalidad. La dificultad que planteaba que tanto Liuva como Gorm subiesen las escaleras se había solucionado desde un principio arreglándoles un sitio para el descanso nocturno en la primera planta, junto al hogar y separado de éste por una gran cortina, lo que no evitaba que en invierno disfrutasen del calor que emanaba del fogón. La segunda planta la empleaban Orenco, Lorenzo y Erico como dormitorio, situando los lechos al lado de la pared por donde discurría la chimenea que desembocaba en el tejado, aunque cuando llegaban los meses de canícula las trasladasen más cerca de la ventana huyendo del calor que esa disposición les proporcionaba cuando el tiempo era frío. Aun así, la capacidad del piso era muy vasta y por eso lo utilizaban igualmente para almacenar y guardar ordenadamente alimentos, ropa de vestir y de cama, el arcón de los libros, utensilios de cirugía, pócimas medicinales y un sinfín de artilugios necesarios para el mantenimiento de un hospital. La idea de poner el depósito del agua entre las dos plantas de la casa había sido felicísima, pues podían acceder a él tanto desde el corral como desde los dormitorios altos con ayuda de un cubo o de una simple palangana, facilitando de esa forma las abluciones matinales. El problema residía en la falta de lluvia de algunos meses, sobre todo los primeros del estío, durante los cuales se duplicaba el trabajo en todos los sentidos, convirtiéndose en obligatorio el acarrear agua desde un pozo, una fuente o un río hasta el depósito.
Erico había comprado tiempo atrás una sencilla mesa que había situado en una zona muy iluminada por la luz del ventanal y allí se encontraba escribiendo cuando Lorenzo se presentó ante él cansado y sudoroso.
—Un hombre que se curó en el hospital te ha traído tres quartarios de sidra.
—Llévaselos a Eudoxo –respondió el juez sin levantar siquiera los ojos del pergamino.
—Erico, sé que estás muy agradecido a tu maestro –dijo Lorenzo–, pero si los pocos regalos que recibimos de los enfermos que sanan se los envías a otros, nunca vamos a medrar para poder llevar a cabo nuestros planes de ampliación.
—Le debo mucho, Lorenzo, y ni con todo el oro del mundo podría pagarle lo que ha hecho por mí.
El beréber se encogió de hombros y decidió hablar del tema económico exclusivamente con Orenco, ya que Erico no parecía poseer ningún don natural para manejarse en cuestiones patrimoniales.
—¿Has ido al vertedero a tirar la basura? –preguntó el juez.
—Todavía no he tenido tiempo.
—Pues ve cuanto antes –ordenó Erico inflexible–, no quiero ni basura, ni excrementos, ni vísceras de animales en esta casa, me canso de repetir que las emanaciones de malos olores no son buenas para los enfermos.
—El cesto de las basuras está en el corral, no dentro de la casa –se defendió Lorenzo.
—Estamos en verano –explicó el juez con paciencia–, el cesto hiede y las moscas revolotean alrededor, desde aquí puedo olerlo. Vacíalo y ve a quemar yerbas aromáticas.
—¡Yo ya no puedo más! –explotó el beréber dejando caer los brazos a lo largo de su cuerpo–. Trabajamos día y noche, dormimos poco y muchas veces los enfermos nos desvelan el sueño con sus quejidos, malvivimos y malcomemos para ayudar y alimentar a personas que en ocasiones ni nos lo agradecen, llevamos ropa vieja remendada porque es más importante que las sábanas del hospital sean de buen hilo, los que tienen fiebre desvarían y en ciertos momentos sus delirios me provocan temores y angustias, si el pelo me crece un poco se me llena de piojos y liendres y, como colofón a veces nos manchamos con sangre, orines y excrementos.
Erico observó a Lorenzo con frialdad.
—¿Qué edad tienes, Lorenzo? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco años? ¿Te gustaría caer enfermo y no tener quién te cuidase? ¿Desearías estar solo y desamparado cuando te conviertas en un anciano lleno de achaques? ¿Podrías soportar el dolor si una mano no te diese una medicina?
El beréber bajo la mirada avergonzado.
—Te voy a contar algo que solamente Eudoxo sabe –continuó Erico–. Cuando comencé a aprender junto a él, la cirugía me provocaba asco y pánico, aun siendo testigo a diario de verdaderos milagros que mi maestro consumaba con una pericia asombrosa. Le vi realizar operaciones de cataratas que devolvían la visión a hombres y mujeres, llevó a cabo amputaciones de miembros gangrenados evitando muertes horrorosas, efectuó incisiones para drenar humores purulentos y así podría enumerarte cientos de intervenciones que podrían calificarse como dignas de repulsión. Pero cada día que me veo obligado a practicar actos semejantes me trago mis náuseas, y venzo mis miedos, y rezo a los santos para que mi mano no tiemble, aunque en mi interior me esté preguntando qué hago yo metido en tamaña labor, porque aún no he logrado superar esos sentimientos de asco y pánico y sé que jamás lo conseguiré. ¿Y cuál es la recompensa? ¿No la has sentido tú hoy en los ojos agradecidos de ese pobre hombre que ha venido aquí con los tres quartarios de sidra? Pues entonces estás más tuerto que Orenco y más ciego que Liuva... quien, por cierto, nunca se ha quejado al levantar un cuerpo hediondo entre las tinieblas que siempre lo acompañan, ni al cambiar unas sábanas plagadas de sangre e inmundicias a tientas aunque le cueste el doble de tiempo que a ti.
Lorenzo contuvo a duras penas las lágrimas de vergüenza que las palabras de Erico le provocaban. Había reconocido instantáneamente lo injusto de su comportamiento al quejarse, máxime cuando él se tenía, aun habiendo sido toda su vida un esclavo castrado, por mucho más afortunado que el resto. Liuva era un pobre ciego, Gorm tenía ambas piernas amputadas, Orenco era un viejo tuerto, Rowena se deslomaba limpiando y fregando sin recibir casi nada a cambio, y Erico… ¿Qué decir de él? Le había otorgado generosamente los dos dones más preciados en la existencia de un ser humano, la libertad y el respeto, y por lo demás, trabajaba como un esclavo siendo como era un ricohombre de la ciudad, nada menos que un juez merecedor de la más alta consideración.
—Perdóname, Erico –dijo humillado–, te aseguro que no volveré a decirte nada semejante.
El godo sonrió.
—Estoy seguro de ello, Lorenzo. Dispénsame tú también si te he hecho sentir mal porque no lo mereces, tu labor aquí es imprescindible y trabajas hasta el agotamiento, pero estos días estamos todos muy nerviosos, hace mucho calor y se ha triplicado el trabajo.
—Eso debe ser –respondió el beréber–. Me voy al vertedero, llevaré la sidra a Eudoxo y después me acercaré por el mercado, la fruta está ahora a buen precio.
*
Erico esperó, rezando en la iglesia de los Santos Mártires, a que cayera la negra noche. Las puertas de la ciudad se habían cerrado convirtiendo Cesaracosta en una fortaleza impenetrable, en la que era imposible entrar o salir si no mediaba documento oficial que obligase a los centinelas a descorrer los pesados pestillos de los portones.
El juez pedía perdón por la osadía que estaba a punto de cometer. Sabía que su actitud no era propia de un buen cristiano y rogaba piedad por su pobre condición de mortal sometido a las más bajas pasiones de los sentidos. Dos días atrás había convencido a Tegridia, la esposa del médico griego y para él segunda madre, de que invitara a la domina Régula a un magnífico festín con motivo del nacimiento del segundo hijo de Mauro, acto que la retendría toda la noche ausente de la villa para así poder encontrarse a solas con su amada. No era un acto honorable y así se lo había advertido la buena mujer, aunque no fue demasiado severa con aquel a quien consideraba su hijo adoptivo al tener en cuenta que Erico ya era un hombre hecho y derecho que todavía no había disfrutado de un amor que merecía más que nadie. Hablaron largo rato sobre el pecado de tentar a una mujer casada, aunque el juez aseguró a Tegridia que no tenía intenciones lascivas para con Régula Segunda, sino que únicamente deseaba estar con ella conversando y gozando del deleite de su presencia. Y todavía añadió la sabia esposa del griego el riesgo inherente a tal visita, que radicaba en la posibilidad de ser descubierto in fraganti delicto. Convencidos uno y otra de que el plan del godo ni revestía tanto riesgo ni implicaba tanta falta como en un principio pareciera, se las arreglaron para lograr la aprobación del viejo médico griego, que los contemplaba de hito en hito.
—¿Y nadie se extrañará de que no acudas al banquete?
—Diremos que sus obligaciones se lo han impedido, y no es una gran mentira –aclaró Tegridia ante la mirada severa de su esposo–, pues de todas formas no habría podido venir. Recuerda, esposo mío, que no estuvo más que dos horas en la celebración de la boda de Mauro.
—¿Y ese sentimiento surgió cuando la atendiste durante sus fiebres? –se extrañó el griego–, ¡pero si tenías dieciséis o diecisiete años!
—Nunca he podido olvidarla, Eudoxo.
—La juventud es una enfermedad de la mente cuyas secuelas pueden llegar a durar mucho y acarrear nefastas consecuencias. Como mi Freidebado, quien ahora insiste en abandonar el siglo para ingresar en el monasterio de los Santos Mártires… menos mal que Mauro continúa ejerciendo las artes médicas. ¡Estos jóvenes! No os entiendo.
—Y ya nunca podrás hacerlo, esposo mío –rio Tegridia–, te has convertido en un septuagenario cascarrabias y no queda en ti nada del romanticismo de cuando eras un muchacho. Menos mal que las mujeres conservamos restos de ese apasionamiento amoroso aún en la decrépita ancianidad.
—De acuerdo, Erico, organizaremos una fiesta para pasado mañana… y por cierto, deja de enviarme regalos, ya no sé donde ponerlos.
El juez rio y besó la mano del griego y la mejilla de su esposa agradeciendo al Señor Todopoderoso el poder contar en su vida con personas tan bondadosas.
Pero aquella noche, dos días después y sabiendo que la celebración en la mansión de Eudoxo había comenzado, sintió un espantoso cargo de conciencia que le mantenía arrodillado en el templo sin poder moverse siquiera.
Por fin, venciendo sus aprensiones, se incorporó y decidió salir del monasterio y enfilar hacia la villa donde Régula Segunda le esperaría al haberse dado cuenta, sin duda, de que la fiesta del médico se había organizado a instancias suyas.
La noche sin luna dificultaba sus pasos por un camino tan oscuro como el reino de las tinieblas, aunque en parte aquella oscuridad se hacía sumamente propicia para mantener el anonimato deseado. A lo lejos se veía que en la villa aún había cierta luz, signo evidente de que Régula Segunda permanecía despierta aguardándole. Se tropezó a mitad de trayecto con una piedra y decidió continuar a paso más lento y seguro. Poco después se encontraba ante la puerta del jardín que rodeaba la mitad oeste de la construcción y apoyándose en el muro intentó imaginar cómo iba a penetrar en la casa. Trepar el muro era empresa fácil para alguien tan alto y fuerte como él, pero el problema residía en llegar a toparse con algún esclavo que realizase una ronda en compañía de un perrazo monumental. Los dormitorios de los siervos se hallaban situados en un pequeño edificio anexo a la mansión, en la zona este de la construcción y privados de acceso al jardín, pero la orden de vigilancia era muy severa en casa de aquella mujer tan rica y que tantos objetos valiosos poseía.
Todas sus dudas se disiparon cuando escuchó el sonido de una voz femenina canturreando. Régula Segunda, consciente de que aquella noche Erico iría a su casa, había prohibido a la servidumbre acercarse al jardín hasta bien entrada la medianoche, pues había dicho que deseaba disfrutar del fresco nocturno y quizá sumergir sus piernas en la piscinilla exterior, y si alguno llegase a contravenir su orden, añadió, sería castigado con catorce latigazos. Erico, para hacerse sentir, lanzó una pequeña piedra dentro del jardín y la mujer se acercó de inmediato al lugar donde había oído caer el objeto.
—¿Quien es? –preguntó temerosamente.
—Soy Erico, Régula Segunda.
—Escala el muro –ordenó la mujer con un susurro–, no tengo las llaves de la puerta. Pero ocúltate entre las sombras hasta llegar a los árboles que rodean la fuente, mi esclava me vigila desde la ventana. Voy a sentarme en el banco y fingiré tomar la brisa. Luego, cuando me levante, dirígete hasta la casa entre los arbustos, dejaré la puerta abierta y podrás entrar antes de que el siervo la cierre. Escóndete en la primera habitación a la izquierda, es el tablinum de mi madre y nadie osa entrar allí.
Erico no había hecho nada parecido en toda su vida. Estaba paralizado por el miedo y los remordimientos, él era juez y sabía que aquello era un allanamiento impropio y podía ser acusado por intento de robo si llegase a ser descubierto. Pero había leído en obras profanas que por amor se podía llegar a cometer locuras y él estaba siendo protagonista de una de ellas. Plauto aseguraba en sus poemas que nada valía quien a nadie amaba y que el amor es fecundo de miel y hiel, Ovidio recomendaba disimulo y furtividad en los encuentros con la mujer amada, elocuencia, valentía y otras muchas cosas que él había leído pero que nunca había llegado a poner en práctica hasta aquella noche.
Esperó en el despacho de la domina hasta que el marco de la puerta se iluminó y de esa luz surgió la presencia de Régula Segunda. Erico se levantó de un salto del frío mosaico donde había estado esperando sentado y con la espalda apoyada en un fresco de contenido mitológico. La mujer vestía la suave túnica translúcida que utilizaba para dormir y sus cabellos oscuros colgaban libres hasta la cintura sin ningún tipo de red ni orquilla que los sujetase. Se aproximó a él despojándole a continuación de la cruz de bronce que Braulio le regalara tiempo atrás y del resto de su ropa.
Erico, torpe en su iniciación como un histrión primerizo, no pudo articular palabra y poco a poco comenzaron a decirse el uno al otro frases inconexas y carentes de significado. El juez solamente sentía el fuego que quemaba sus entrañas y creyó escuchar algo similar a un coro de voces angelicales mientras su cuerpo se sostenía ingrávido entre ellas. Su piel ardía con una fiebre parecida a la que provocarían mil llamas abrasadoras. Muchas veces comenzaron y otras tantas terminaron y Erico hacía, sin pensar siquiera, aquello que ella le iba enseñando. Le resultó casi imposible separase del lado de su amada al amanecer y la sola idea de hacerlo le provocó deseos de morir ahí mismo, únicamente deseaba estar entrelazado eternamente a ella como la vid al olmo.
Entró en la ciudad cuando las puertas se abrieron, llorando con tal amargura que uno de los centinelas al que conocía le preguntó la causa de sus lágrimas. El resto del día lo pasó en cama, sollozando amargamente y sintiéndose el ser más desgraciado de la Creación. A pesar de que Orenco y Lorenzo se desvivieron por él preparándole tisanas tranquilizantes, no pudo evitar que las palabras que pronunciase Galeswintha muchos años atrás al pie de la muralla resonasen en sus oídos durante horas como las trompetas de Jericó.
*
El origen del fin comenzó un miércoles siendo las calendas de septiembre del año de 672, octavo año del ciclo decem novendial, con la muerte del rex Recesvinto en Gérticos, una pequeña villa donde el soberano poseía una vivienda de recreo a los pies de un riachuelo de aguas beneficiosas y a la que había acudido para intentar recobrar su mermada salud. Su reinado fue el más largo y próspero de la historia de la patria goda, veintitres años, seis meses y once días durante los cuales se impuso la paz, con la excepción del ataque de Froya y alguna que otra revuelta de cántabros y vascones. A su muerte hubo grandes muestras de dolor en todas las ciudades y aldeas, y se celebraron incontables misas por la salvación de su alma en las que las lágrimas de aflicción eran tan sinceras como las derramadas por miedo al destino. Destino que, de momento, no iba a ser tan negro como algunos imaginaban pues uno de los amigos de Recesvinto, un hombre noble y apacible que respondía al nombre de Wamba iba a ser el último de los grandes reyes visigodos.
A Wamba ya se le había escogido años atrás para presentar el testamento de Martín de Braga en el transcurso del X Concilio toledano, por lo que se le consideraba persona de reconocido prestigio, del mejor linaje de los godos, y que había llevado a cabo hechos muy loables. Pues bien, se encontraba el anciano Wamba llorando en la cámara mortuoria ante el cadáver de su amigo Recesvinto cuando los condes palatinos le propusieron ser coronado soberano.
—Deseamos a Wamba como rey –gritaron todos los magnates al unísono– y sólo a él.
En un principio el buen hombre no aceptó y algunos se arrojaron a sus pies gimiendo, llorando y rogándole con insistencia, pero él rehusaba una y otra vez. Wamba reiteraba constantemente que no era la elección idónea debido a su avanzada edad, su retiro y otras causas por las cuales quedaba imposibilitado para tal cargo, pero uno de los nobles desenvainó repentinamente su arma y rugió:
—Escoge, si no prometes acceder a nuestra demanda y así complacernos, me veré obligado a traspasarte con mi espada. O sales de aquí rey, o sales muerto.
Naturalmente y ante tal alternativa, el pobre Wamba terminó aceptando, más persuadido por las amenazas que apiadado por las súplicas y, tras ser alzado sobre las cabezas de los demás, fue conducido a Toletum para ser ungido por el obispo. El día 19 de aquel mes llegó a la capital tras recorrer las ciento veinte millas de camino entre ambas poblaciones y el metropolitano Quirico impregnó su frente con el óleo bendito en la basílica pretoriense de san Pedro y san Pablo, para que mediante tal unción legitimara Dios lo decidido por los magnates. Y tras ello acaeció un hecho insólito y prometedor de buenos augurios, ya que nada más caer el óleo sagrado sobre Wamba, postrado ante el altar mayor, salió de su cabeza una columna de humo de la que surgió una abeja que emprendió vuelo hacia lo alto. De esta curiosa anécdota se dedujo únanimemente que el nuevo monarca elevaría a la patria goda con paz y dulzura. Todos enmudecieron cuando el recién nombrado soberano leyó el juramento de fidelidad al pueblo y el silencio solamente se rompió para entonar el himno de proclamación del rey. Después los palatinos pasaron uno a uno ante Wamba para darle su voto personal de fidelidad y, a continuación, también los ciudadanos presentes en el solemne acto juraron servir a su nuevo señor y ser buenos vasallos.
Hubiese sido lógico que la designación del nuevo rex se hubiese hecho entre los nobles palatinos más capacitados, godos jóvenes, fuertes y con mucha ambición. Pero de entre todos los pretendientes pareció ser el más indicado el anciano Wamba, quien ya se había retirado del mundo de la milicia, se dedicaba a las labores de labranza en sus propias tierras y nada pretendía salvo descansar. La punta de una espada en su cuello le obligó a reconsiderar la única opción que le quedaba, aunque la tímida esperanza a un cambio de decisión de los integrantes del Aula regia no le abandonaría en los dieciocho días que mediaron entre su elección y su unción. Pero su destino estaba escrito y nada le libraría de padecer la angustia de los primeros meses de reinado durante los que sufrió levantamientos e intrigas.
Todo pudo superarlo el viejo soberano con buenas dosis de prudencia y paciencia. Lo que él no pudo sospechar en un principio es que su designación supondría el comienzo de la división de un reino en dos partidos irreconciliables que separarían la unión de la patria con nefastas consecuencias para sus vasallos. La facción fiel a Wamba sería a partir de entonces antagónica y acérrima enemiga de aquellos que consideraban que la corona debía reposar sobre algún familiar de los dos reyes anteriores, Chindasvinto y Recesvinto. Y ello aunque la legislación goda no estableciese derecho sucesorio entre los relativos al antiguo soberano sino que se decidiera alzando al elegido sobre un escudo y manteniéndolo por encima de las cabezas de los demás nobles palatinos, por ello se decía elevar a alguien al trono en un sentido absolutamente litteralis, ya que el escogido volaba por los aires antes de caer sobre el sitial.
Explicit liber secundus.
Aquí termina la segunda parte del libro titulado Erik el Godo.