II

De la guerra de Wamba y otros asuntos de interés

El primer conflicto que tambaleó la paz goda tuvo lugar en la florida primavera del año 673. Wamba, quien aún no había cumplido su primer año como soberano, se encontraba dispuesto para emprender la primera campaña militar como rey. El clero y el pueblo toledanos se reunieron en la iglesia de San Pedro y san Pablo para llevar a cabo el ceremonial litúrgico previo a la acción bélica contra los vascones. No había hombre ni mujer que quisiese perderse el magnífico espectáculo que suponía la partida del rex. Wamba fue incensado a las puertas de la basílica, penetró en el templo y se arrodilló para orar en medio del silencio de los asistentes, quienes entonaron un himno una vez acabada la plegaria real. El arzobispo Quirico rogó al Señor que asistiese al rey y le hiciese retornar sano y salvo, y pidió que durante la batalla le fuesen concedidos un ejército valeroso, unos nobles leales y la concordia de los corazones. Después se repartieron los estandartes entre los abanderados y, tras la bella ceremonia plagada de cánticos y oraciones, partió Wamba al frente del ejército rumbo al norte para realizar su expedición contra las tribus vasconas que habían comenzado un nuevo ataque sobre el valle del Iberus, mientras el pueblo toledano quedaba junto a la muralla entonando el himno In profectione exercitus.

Corría el mes de junio y se encontraba Wamba en plena lucha cuando tuvo noticia de que en la Septimania, la zona gala del reino más allá de los Pirineos, se estaba fraguando una revuelta. Hilderico, conde de Nimes, y Gumildo, obispo de Maguelone, habían iniciado una sublevación a la que solamente se había opuesto el obispo de la primera ciudad, llamado Aregio, quien por ello fue prestamente destituido por los rebeldes, entregado a los francos y sustituido por un abad llamado Ranimiro.

Ante tales hechos y sin darles quizá la importancia que merecían, Wamba continuó batallando contra los vascones y decidió delegar en el dux de Septimania, llamado Paulo, la misión de sofocar la rebelión al otro lado de las montañas. El duque Paulo y su ejército se pusieron en marcha hacia el norte, pero al noble le empezó a rondar la idea de traicionar a su soberano para proclamarse «rey de la zona oriental». Paulo se dirigió a la Tarraconense para convencer al dux Ranosindo, aquel mismo duque que había sido testigo del diálogo entre Erico y Valderedo sobre la eutrapelia, de que lo acompañase a Narbona para unirse a los sublevados contra el buen rey Wamba. Así lo hicieron y una vez en la Narbonense, Paulo se coronó rex, contando con la aquiescencia de la Septimania y del norte de la Tarraconense. Para que Wamba se diese por enterado le envió una epístola llamándole «Rey del mediodía» y refiriéndose a si mismo como «Rey oriental», como «Svindo» o sucesor de Chindasvindo y Recesvindo, y como «Flavio» o de cabellera dorada, título honorífico que habían ostentado varios emperadores romanos y muchos reyes godos. En aquella misma carta el traidor Paulo se mofaba del propio Wamba con frases tales como: «si ya como león hambriento has despojado las bravas selvas, si ya has domado el curso de las cabras y derramado la ponzoña de culebras y víboras, avísamelo Señor de los bosques y amigo de los peñascos, y si tienes ánimos de verte conmigo date prisa en venir a las cumbres donde hallarás a los míos».

La carta fue leída por Wamba ante el ejército.

—Ya habéis oído la noticia de la calamidad que ha caído sobre nosotros –dijo el monarca a sus hombres–, y es necesario atajar el incendio antes de que se propague por toda la patria, pues torpe cosa sería que regresásemos a nuestras casas sin haber acabado con él y mereceríamos ser llamados cobardes y afeminados por doquier.

Los soldados estuvieron de acuerdo y, una vez reducidos los vascones, un ejército de setenta mil hombres a cargo de los nobles leales al soberano entre los que se encontraba el conde cesaraugustano, se dirigió hacia Barcino y Gerunda pasando por Calagurris y Osca. Los castros y fortalezas de las poblaciones mencionadas fueron rindiéndose rápidamente y en la última ciudad recuperada, Barcino, el prudente Wamba organizó a sus esforzados soldados en tres divisiones para que llegasen a la Galia narbonense por caminos distintos, una de ellas por mar utilizando la famosa flota de guerra creada en épocas de Sisebuto que tenía fama de invencible. Y así acabaron con la resistencia en cada una de las plazas, repitiendo victoria tras victoria e instalando en ellas nuevos gobernantes que lograsen detener otro posible levantamiento de los galli. El último día de agosto llegaron a la populosa ciudad de Nimes y el segundo de septiembre Paulo y sus fieles ya se rendían, a condición de que sus vidas fuesen respetadas, aun presuponiendo que serían condenados a decalvación, pérdida de bienes, y reclusión forzosa en un monasterio. El cobarde que rogaba clemencia y benignidad había asegurado dos días antes que de ser suya la victoria acabaría con las vidas de todos los nobles adeptos al soberano y que el mismo Wamba sería encadenado, ultrajado y torturado antes de morir, y así lo había jurado a gritos ante los soldados fieles al anciano rey. Pero esas promesas, en vez de hacer desistir al ejército de Wamba, aún enardecieron más los ánimos soldadescos y convirtieron a los hombres en leones a la hora de lanzar flechas, piedras, missiles y venablos sobre la muralla. Primero las catapultas y luego el incendio permitieron a los hombres del rey traspasar los muros de Nimes y Narbona.

Una vez dentro del recinto amurallado, dos duques a caballo encontraron al felón Paulo escondido en las jaulas del antiguo anfiteatro romano y, agarrándolo cada uno por un mechón de la melena, lo arrojaron a los pies de Wamba. Tres días después se celebró el juicio presidido por el mismo rey y en presencia de todos los nobles se recordó el juramento de fidelidad prestado por Paulo al rey y el canon septuagésimo quinto del cuarto concilio de Toletum, por el cual los traidores debían ser condenados a muerte. Pero en vez de aplicar a rajatabla la pena, el misericordioso soberano uso su real prerrogativa y decidió perdonarles la vida, pues así lo había prometido al obispo de Narbona.

—Yo no quitaré a nadie la vida –dijo Wamba–. Basta el estrago que en mis godos ha hecho la guerra.

Paulo se postró con el rostro en tierra para que el soberano, según costumbre, hollase su cerviz con el pie. El rey lo hizo y tras esto preguntó al conspirador si alguna vez había recibido injuria o mal que proviniese de él. Paulo negó que algo de esto le hubiere impulsado a actuar como lo hizo, sino que su actuación únicamente había sido por culpa de Satán, que lo había instigado a la traición.

Wamba aceptó esta explicación como cierta y segura, pero queriendo hacer de ellos ejemplo para otros arteros, obligó a Paulo y sus aliados a ir hasta Toletum en humillante procesión a lomos de camellos, medio desnudos, cubiertos por harapos y mostrando Paulo la pelada cabeza coronada por una raspa de pescado sujeta por una cinta de cuero negro, en vez de luciendo la diadema áurea del antiguo rey Recaredo que el usurpador había sustraído de la iglesia de san Félix, mártir de Gerona, y que posteriormente fue restituida por Wamba.

La vistosa entrada triunfal en Toletum levantó rugidos entre la población toledana que vitoreaba al heroico ejército tanto como insultaba a los felones. Un ciudadano se atrevió a acercarse a Paulo y escupirle en el rostro, lo que desató carcajadas en un público que sentía verdadero odio por aquellos traidores que habían hecho tambalearse la paz saboreada durante largos años. El pueblo se sentía feliz con Wamba. Lo consideraban un hombre exigente que deseaba el retorno a épocas más gloriosas llevando a cabo nuevas obras en Toletum, adornando la sede regia con mármoles, ensanchándola y restaurando la muralla, el acueducto y otros monumentos de la época de los romanos. Era sin duda un rey que anhelaba imponer el orden, la tranquilidad y la cultura en todo su reino.

*

Rowena, la prima de Erico, conseguía realizar grandes progresos a diario y cada vez pasaba más tiempo en el hospital, abandonando así sus quehaceres en el hogar paterno. Leía sin desfallecimiento hasta altas horas de la noche a la escasa luz de la lámpara de aceite y rellenaba constantemente su tablilla con nueva cera para ejercitarse en la escritura. La despreocupación que mostraba por sus antiguas tareas enojaba enormemente a Willa y sus quejas resonaban por toda la casa.

—Hija mía –repetía–, no sirves para nada. No sólo no te has casado privándome así del goce de unos nietos sino que, siendo soltera, desatiendes las obligaciones para con tus padres.

—Intento estudiar, madre –se justificaba Rowena.

—¿Qué son esos dibujos asquerosos?

—El útero de una vaca.

—¡Qué tontería! Siempre has sabido cómo perder el tiempo –gritó Willa encolerizada–. Perdiste los años de tu juventud y ahora desaprovechas los de madurez sin darte cuenta de que el tiempo pasa tan rápidamente como el agua de un río.

—Mis felicitaciones, madre, esa frase es de Ovidio Nasón.

—¿Y quién es ese? ¿Alguno de esos dementes que conoces últimamente en el hospital?

—Podría decirse que sí…

—Pues a lo mejor deberías hablar con él más a menudo, puede que al fin y al cabo te aconseje bien.

—Lo hace madre, y por él y por otros como él, estoy aprendiendo mucho. Fue Ovidio quien me explicó que en algunos aspectos tienes razón y que he desperdiciado mi tiempo. Sé que ya nunca encontraré mi umbral sembrado de pétalos de rosa, sé que unas manos amantes jamás me calzarán la sandalia, y sé que mi cuerpo se tornará flácido sin que los besos lo hayan cubierto. Pero ahora sería una tontería recurrir a los trucos que desprecié en la juventud y ya no voy a teñirme el cabello con hierbas de Germania o con alumbre, ni a rizármelo con tenacillas, ni a comprar una falsa cabellera que reemplace la mía propia. Tampoco voy a vestir ropas oscuras que realcen el blanco de mi piel, ni a pintar un lunar en mi mejilla, ni a oscurecer mi párpado con ceniza, ni a alegrarlo con azafrán, ni a untar con heces de vino mis mejillas o a echar mano de los lucentores.

—Ignoraba que supieses tanto sobre afeites –dijo Willa extrañada–, y que fueses capaz de hablar tanto rato seguido.

—Ovidio me ha educado en ello, madre, aunque tarde. Y aún sé mucho más de esos asuntos, pues mi amigo romano recomienda varios trucos para que las mujeres parezcan más hermosas de lo que son en realidad. Así aconseja sentarse a las que son bajas, vestir túnicas de grueso hilo a las escuálidas, cubrir el cuerpo con tejido de rayas rojas a la de tez muy pálida y arroparse con telas blancas a las morenas. Enseña a reír a las mujeres de dentadura fea para que su risa no sea similar al rebuzno de una burra, a esconder pies deformes en el calzado apropiado, a hablar sin gesticular demasiado a las de dedos gruesos o uñas desiguales, a andar con femenina elegancia moviendo las caderas para que el aire haga flotar el vestido, a descubrirse el hombro con coquetería, a cantar las canciones de moda, a recitar versos, a mover los brazos con armonía en el baile y a conocer todo tipo de juegos de tablero… y así mil cosas más que yo desconocía en mi juventud.

Willa enrojeció ligeramente pues se dio cuenta de que su hija le estaba echando en cara la despreocupación con que la había educado, haciéndola culpable de no haberle enseñado ninguno de los trucos apropiados para encontrar un buen marido, campo en el que algunas jóvenes se habían hecho expertas gracias a los sabios consejos de sus madres.

—Pero ahora ya no es fundamental que aprenda las reglas del juego de los soldados, es indiferente que sepa mover peones, que conozca como el rey debe desandar el camino cuando está sin su compañera, y que deposite correctamente las bolitas en la retícula. También es tarde para practicar con las tabas y los dados, pues antaño no tuve tiempo de hacerlo y ahora ya de nada me serviría porque nadie me va a invitar a jugar a su casa. Mis años pasaron trabajando en el hogar y cuidando de ti durante tus interminables preñeces, por eso no tengo amigos ni amigas y nunca he bailado, ni aprendí a arreglarme, ni pude pasear por los pórticos en compañía de otras muchachas de mi edad, ni os importó que no supiese leer ni escribir a pesar de que contábamos con la sabiduría de Orenco. Ovidio explica que hay que pasear a menudo para dejarse ver… yo podría haber sido la mujer más hermosa de Cesaracosta y nadie habría conocido de mi existencia, e incluso de haber sido solicitada por alguno, jamás podría haber mantenido una conversación digna con mi pretendiente, nunca le hubiera podido escribir una carta cargada de sutiles esperanzas para inflamar su deseo ni habría conseguido lucir ningún tipo de encanto con un marido que hubiera terminado por repudiarme a causa del hastío que le hubiese provocado. La belleza, que a menudo engendra soberbia, sin donaire o inteligencia de nada sirve pero, aun cuando yo no poseía ninguna de las tres virtudes, ahora sé que la fea arreglándose se vuelve hermosa, que la que carece de toda gracia siempre puede destacar en algo y que la falta de conocimientos se elimina con el estudio.

Willa escuchaba atónita, se había sentado frente a su hija y boqueaba como un pez.

—Pero no vas a conseguir que continúe viviendo como una muerta en vida –continuó Rowena enfrentándose a su madre–. Ya no puedo ser graciosa, ni joven, ni bella, pero siempre es tiempo de ser sabia. No soy Olav, tu hijo añorado, ni ninguno de los fetos que abortaste año tras año, soy tu única descendiente viva y quisiera que deseases mi felicidad tanto como yo he deseado la tuya.

—Hija mía, yo…

—Siempre pensaste que era poco agraciada en todos los aspectos y ahora voy a demostrarte que, al menos en uno de ellos, estabas equivocada. Voy a ser partera, madre, pero no una de las tantas que hay en la ciudad y que se dedican a dejar que la naturaleza siga su curso. Yo voy a salvar vidas, voy a realizar cesáreas y conoceré de otras enfermedades y carencias de las mujeres. En definitiva, voy a convertirme en médico, quizás aquella que tú hubieses necesitado hace muchos años para que alguno de tus embarazos hubiese llegado a buen fin.

Willa comenzó a derramar abundantes lágrimas.

—Me estás tratando con una dureza que no merezco.

—Ninguno de nosotros merecía lo que nos ha sucedido en esta ciudad. Ahora toma este paño, enjuágate el llanto y respóndeme a una pregunta. Tienes apenas catorce años más que yo, así que no es descabellado que todavía te visiten las sangres mensuales. ¿Aún deseas tener un hijo?

—¡Ay, Rowena! Esa sería mi mayor felicidad, pero la sangre ya no me fluye con demasiada regularidad.

—Bien, veremos qué puede hacerse.

*

Muchas noches Erico no lograba dormir bien, pero aquella se le hizo imposible. Se levantó varias veces del lecho y acabó arrancando el sueño del plácido Orenco, quien dormía agotado tras una extenuante jornada de labores en el hospital.

—¿Qué sucede? –preguntó despertando con su voz a Lorenzo.

—Vuelve a dormir, Orenco, no me pasa nada.

—Algo tiene que ocurrirte –aseguró el tuerto–, normalmente duermes como un tronco y hoy deben dolerte todos los huesos de dar tantas vueltas.

—He tenido una pesadilla –explicó Erico–, nada más que eso.

—¿El sabio Erico se levanta veinte veces del lecho por una simple pesadilla? –preguntó irónicamente–. Dime la verdad.

—Está bien… mi conciencia no está tranquila, Orenco.

—Lo sé, hace tiempo que estás muy raro. ¿Puedo preguntarte a qué se debe?

—Hay varios motivos. Pero en este momento me corroe la duda sobre la posibilidad de ir a Toletum para hablar con el rey.

—¿Cómo dices?

—Galeswintha me ha repetido muchas veces que Spania será tomada por los invasores.

—Ya me lo has contado –aseguró el tuerto–, pero no sabes cuándo será eso. A lo mejor dentro de doscientos años y nada podrás hacer para evitarlo.

—No, no restan dos siglos para la invasión –negó el juez–, quizá ni siquiera falten dos décadas.

—¿Y qué puedes hacer tú ahora? El viejo Wamba no vivirá veinte años más.

—Puedo decirle que esté preparado o que aleccione a los magnates, entre los cuales se encuentra su sucesor, para que estén alerta. Deben saber que arribará un ejército al mando de un sarraceno llamado Tarik…

—¿Tarik dices? –preguntó Orenco–. Pero ese nombre no es árabe ni beréber, ni del país de los mauri… es un nombre germano. Mi madre era del país de los iutos y uno de sus hermanos se llamaba Terik y otro Gunderik, los nombres terminados con el sonido c o k suelen ser propios de Jutlandia.

—Bueno, no sé si lo pronuncio bien y además, yo me llamo Erik y provengo del sur de Scandza.

—Iutum, Scandia, Germania… son tierras vecinas, tierras de habla germánica.

—Sí y el norte de África lo fue también durante muchos años, no tengo que recordarte que muchas millas de suelo africano estuvieron bajo el poder de los vándalos, quienes hicieron de Cartago su capital.

Lorenzo se despertó justo a tiempo para escuchar las siguientes palabras pronunciadas por el tuerto.

—Lo que nos lleva a una deducción lógica, pues si un seguidor de Mahoma llamado Tarik, descendiente quizá de vándalos y cuyo territorio pertenece actualmente al Imperio romano de oriente, es quien va a tomar Spania para los suyos, sólo puede significar que todo el norte del África será conquistado antes de serlo nuestra península.

Lorenzo dio un respingo y se restregó los ojos.

—¿Mi tierra va a ser invadida por esos…? ¡Oh, Cristo misericordioso!

—Eso es muy posible, tristemente –dijo Erico jugueteando con la cruz que colgaba de su cuello–. Y si seguimos con el razonamiento lógico, el sur de Spania será tomado antes que los territorios del norte.

—¿Y la muralla cesaraugustana no podrá protegernos frente a ellos? Exceptuando Toletum ninguna otra ciudad posee una fortificación como ésta. Nuestro recinto amurallado sextuplica al de Barcino y es mayor que el de Emérita Augusta.

Erico sacudió la cabeza con desaliento.

—¡Nada logrará librarnos de la furia de esos guerreros, Lorenzo! Somos una ciudad estratégicamente importante y cuando acaben con la sede regia vendrán a por nosotros ¿Acaso no lo entendéis? Galeswintha lo ha profetizado.

—Quizá yo no quiera entenderlo, Erico, ya soy muy viejo… viejísimo y no estaré aquí cuando eso ocurra. Tengo setenta y cuatro años ¿Cuánto más puedo vivir?

—Amigo mío, tienes una salud de hierro –dijo el juez sonriendo–. Puedes llegar a centenario.

—¿Y no podría estar equivocada esa tal Galeswintha? –inquirió el beréber.

—La experiencia me dice que no. Sus profecías se cumplen certera e inexorablemente.

—Erico, tú eres un ferviente cristiano. ¿Cómo puedes decir eso?

El juez meneó la cabeza.

—Ya no sé ni lo que digo ni lo que hago, Lorenzo, a veces me contradigo, está visto que en ocasiones navego con el Zéfiro y otras con el Euro. Mi fe no me abandona pero hay ciertas cosas que carecen de explicación para mi limitada capacidad humana. Ruego a Dios cada noche que me haga merecedor de ver una luz que no atisbo, le rezo para que me guíe y para que no permita que caiga en la tentación, pero sigo sin hallar respuestas para muchas de mis preguntas.

—El gran poder de esa mujer es su enorme capacidad para predecir el futuro –explicó el tuerto al beréber–. A veces creo que ve los acontecimientos aún no llegados con la misma claridad con que yo te veo a ti ahora.

—En realidad ella no revela nada que no se haya profetizado ya, pues los sabios de la Biblia nos dijeron que llegaría el hambre, la peste, el hierro y las fieras. Lo que no alcanzo a entender es cómo puede ser tan exacta en la previsión de las fechas de cada suceso que acontece. Es como si leyese los acontecimientos en una crónica ya escrita, con datas exactas y nombre completo de sus protagonistas.

—Entonces ¿te ha dicho cuándo tendrá lugar la invasión?

—Parece que depende de la apertura de un objeto mágico, de un arcón guardado en la habitación de un palacio de Toletum.

Orenco suspiró ya completamente desvelado.

—Pues en ese caso te aconsejo que viajes a la sede regia en cuanto puedas. Quizá Wamba quiera escucharte y tome algún tipo de medida que consiga preservar la paz unos años más.

Erico asintió animadamente.

—Sí, eso haré –dijo recostándose de nuevo más calmado.

Poco después Orenco escuchó los suaves ronquidos de Lorenzo y Erico. Fijó su mirada en el techo, completamente despierto, y observó la pálida luz lunar filtrándose por un resquicio de la gruesa cortina que tapaba la ventana. Pensó que era cosa bien cierta que cuando los viejos se despabilaban les costaba mucho tiempo volver a coger el sueño, máxime cuando el corazón iba tan deprisa que parecía querer escapar del pecho. Orenco respiró con dificultad y sintió de nuevo aquel dolor ya tan familiar en los últimos meses que le impedía tomar el aire que demandaban sus pulmones. Se dio media vuelta y, rezando, logró al fin dormirse.

*

La noticia del doble suicidio de Eudoxo y Tegridia dejó atónitos a todos los habitantes de Cesaracosta. Muy de mañana un sirviente de la casa del médico corrió a avisar del trágico suceso a Erico, Mauro y Freidebado, los tres hijos del matrimonio, quienes se presentaron llorosos y sin resuello en un hogar convertido en infierno. Primero Erico vio los cuerpos que yacían en el tálamo matrimonial de la alcoba de techo abovedado plagándolo de aroma a muerte. Poco después, el grito desgarrador del joven Freidebado, quien se presentó en último lugar, partió el aire pesado de la habitación. Mauro le ayudó a sentarse en una silla de la antecámara y le tranquilizó como pudo mientras el siervo doméstico gemía asustado, intentando explicar entre sollozos cuándo y cómo había hallado a sus señores.

—Me extrañó que no se hubiesen levantado ninguno de los dos –tartamudeó– y golpeé la puerta varias veces antes de entrar.

—¡Dios mío! –exclamó Erico arrodillándose ante ellos–. ¿Qué les habrá impulsado a hacer esto?

Mauro se postró junto a él y rezaron al unísono una plegaria solicitando el perdón del Señor para el matrimonio que había acogido a ambos como a verdaderos hijos. Freidebado continuaba derramando abundantes lágrimas y retorcía frenéticamente su hábito de monje, como si intentase exprimir de él un poco de aliento para soportar la visión de los cuerpos sin vida. El juez se puso en pie y animó a Mauro para que le ayudase a adecentar los cadáveres con las mortajas ya que, como médicos, estarían más preparados para tamaña labor que el joven Freidebado o que cualquier siervo de la casa, quienes mejor harían comenzando a recibir a las múltiples visitas que no tardarían en llenar la casa.

Una vez solos y mientras realizaban la ingrata tarea, Erico se sintió obligado a hacerle unas preguntas a Mauro.

—Tú venías muchos días para ayudar a Eudoxo en las cirugías más complicadas. ¿Sabes si estaba enfermo?

—Estuve aquí ayer mismo –aseguró el judío– y parecían encontrarse perfectamente, aunque cabe la posibilidad de que alguno de los dos sufriese de algún mal y no hubiesen querido decírmelo.

Mauro acercó su nariz a la boca de ambos y observó con atención sus lenguas.

—Han ingerido un veneno, de eso no cabe duda.

—Cicuta –afirmó Erico–, toda la habitación huele a conium maculatum.

El judío asintió.

—Eudoxo usaba tanto las hojas como las semillas de esa planta con fines terapéuticos, en pequeñas cantidades es buena para las afecciones de los ojos y como vigorizante sexual. ¿Crees que la muerte de Eudoxo y Tegridia pueda deberse a un exceso de la dosis de cicuta en la composición de algún fármaco?

—No, Mauro, Eudoxo nunca habría cometido tal equivocación.

—Entonces sólo me queda pensar en lo peor, que sus orígenes griegos le llevaron a elegir el veneno oficial que mató a su admirado Sócrates para acabar intencionadamente con su vida… y con la de Tegridia. Pero, ¿cómo has afirmado con tanta seguridad que se trata de cicuta?

—Las hojas de esa planta huelen como los ratones, ¿no lo has notado?

El judío se encogió de hombros y a continuación negó con la cabeza. Erico volvió a fijar su mirada en la contemplación de los rostros de aquellos a quienes tanto había amado y se enjugó las lágrimas.

—Recemos de nuevo por la salvación de sus almas –propuso con la voz quebrantada.

Cuando terminaron las oraciones Mauro quiso interrogar al cocinero, lo mandó llamar y poco después un anciano tembloroso se presentó en el quicio de la puerta.

—¿Qué preparaste ayer de cena a tus señores? –preguntó severamente el judío agarrando al sirviente y obligándolo a aproximarse al lecho donde yacían los cadáveres.

—Solamente comieron unos huevos en tortilla y un poco de fruta, mi señor –respondió el hombre con nerviosismo.

—¿Añadiste perejil o hinojo a los huevos? –se interesó Erico.

—Perejil. A mí señora Tegridia le gustaba de esa forma.

—¡Idiota! –exclamó Mauro con furia–. Seguramente confundiste la cicuta con perejil.

—No, mi señor –gimoteó el cocinero con un aullido–, jamás cometería un error semejante, como ya sabéis la cicuta posee unas manchitas rojas que la distinguen de otras plantas similares.

—¡Entonces eres un asesino y les serviste el veneno a sabiendas de lo que hacías! –chilló el judío retorciendo el brazo del criado–. Mereces la muerte.

El hombre cayó de rodillas llorando presa del pavor.

—No es cierto –gritó angustiado–, creedme señores, hace tiempo que me conocéis… yo nunca hubiese deseado ningún mal a mis amos… ellos… ellos eran muy buenos conmigo.

—Ya basta, Mauro –ordenó Erico levantando al aterrado cocinero–. Vete, Nebridio, yo no creo que hayas tenido nada que ver en esto.

—Gracias, mi buen señor –dijo besando la mano de Erico.

El cocinero salió de la habitación ahogando gemidos desesperados.

—¿Por qué has dicho eso? –se quejó el judío– ¿Acaso no deseas que el asesino de nuestros padres pague por ello?

—Conozco a Nebridio desde antes de que tú llegases a esta casa, Mauro –aseguró el juez–. Es un buen hombre y considero que no te has comportado de la forma más adecuada.

—¿Y cómo interrogas tú a los testigos en los juicios? –preguntó airado Mauro–. ¿Ofreciéndoles dulces y dándoles palmaditas en la espalda?

Otro criado golpeó suavemente la puerta de la cámara y con un susurro llamó a Mauro porque una visita requería su presencia en la planta baja. Los dos hijastros del médico intercambiaron una mirada gélida que los distanció un poco más de lo que ya habían estado en los últimos años, y el judío abandonó la estancia meneando la cabeza en señal de incomprensión.

Erico quedó a solas y aprovechó esa situación para buscar frenéticamente por todo el cubiculum el espejo de Galeswinta que entregara años atrás al médico griego. Tenía que encontrarlo antes de que alguien lo hiciera y pudiese derramar acusaciones que ensuciasen la memoria de Eudoxo. Abrió armarios y cajones sin hallarlo pero pronto se dio cuenta de que un hombre de buen seso como su padrastro no dejaría aquel objeto tan comprometedor ni un instante sin vigilancia. Palpó bajo el colchón y ahí estaba, dentro de una caja de madera alargada, plana y decorada con hermosos dibujos geométricos. La ocultó entre sus ropas y salió de la habitación.

Al día siguiente se celebró una misa de difuntos y el óleo sagrado se derramó sobre los inertes cadáveres. Todos los amigos de la popular pareja participaron en el cortejo fúnebre, además de los cientos de ciudadanos que se acercaban al carro a preguntar quién había fallecido y que quedaban desolados al enterarse que los ataúdes guardaban los cuerpos del buen médico griego y su esposa. Fueron enterrados en el cementerio que se extendía a los lados de la vía principal que partía desde la puerta de Toletum. El día anterior Erico se había encargado de comprar una hermosa lápida de mármol gris con vetas oscuras y mandar tallar en ella un epitafio que expresase su aflicción ante la pérdida de aquellos que habían sido los mejores padres adoptivos para él. Todo ello le había costado diez sueldos, dada la premura del encargo y lo extenso del epígrafe, pero no quiso recibir ni una de las monedas que tanto Mauro como Freidebado le ofrecían para participar en el pago de la costosa inscripción que rezaba:

«Aquí yacen juntos los cuerpos de Eudoxo, gran médico de Cesaracosta, y su esposa Tegridia. Los mejores padres que alguien pudiera desear. Vuestros tres hijos, Freidebado, Mauro y Erico, rogamos a Dios por vosotros, para que os conceda el descanso eterno. Requiescunt in pace».

Éste fue el último regalo que Erico pudo hacerle a Eudoxo.