Donde se narra, entre otras cosas, el don de Galsuinda y la visita de Erico al rey
En aquel tiempo Wamba consiguió la victoria en un primer enfrentamiento naval contra los moros, quienes perdieron en batalla doscientas setenta naves. Los musulmanes ya se habían apoderado de algunas plazas del norte de África y para todos quedó claro que posteriormente pretendían tomar Spania, cosa que el rey consideró muy posible a tenor de la pereza y las costumbres relajadas a las que se habían acostumbrado los hispanos.
Esta situación de desgana que se había creado entre los nobles no pasaba desapercibida en ninguna ciudad del reino, y las gentes se quejaban de poseer unos dirigentes dedicados continuamente al solaz en vez de a la patria, aunque otros, sin embargo, veían en la flaca situación oportunidades de mejora.
—Hijo mío, tienes que hacer algo para remediar esta desastrosa situación –gritó Régula visiblemente nerviosa.
—¿Y qué puedo hacer yo por Cesaracosta? –preguntó Máximo levantándose de la silla con gesto airado.
—No llames a esta ciudad por su nombre godo en mi presencia. Eres el comes civitatis de Cesaraugusta y tienes que saber cómo utilizar ese poder.
—¡Siempre estás soñando con unos viejos tiempos que ni siquiera tú conociste! Me recuerdas a ese puñado de emperadores que suspiraban con la utópica idea de restablecer la república en Roma mientras continuaban sentados en sus tronos de oro.
—Pero aún hay tiempo, Máximo, todavía somos romanos. La península fue parte del Imperio durante siglos, esta ciudad se fundó en épocas del primer emperador como un trozo de la propia Roma en la feroz celtiberia, utilizando el arado ritual para trazarla de forma acorde con el universo, haciéndola colonia inmune, dotándola del fuero de batir moneda y convirtiéndola en sede de un convento jurídico, administrativo, religioso y económico de cincuenta y cinco pueblos y ciudades. El propio Octavio Augusto designó a esta ciudad con su nombre completo y erigió en ella su estatua para que siempre recordásemos quiénes somos y de dónde venimos. Los verdaderos cesaraugustanos somos descendientes de licenciados romanos de las legiones IV Macedónica, VI Victrix y, concretamente nuestra familia, de la mítica X Gemela, la favorita de Julio César. Además tus antepasados fueron anfitriones de Constancio y del emperador Mayoriano durante sus respectivas estancias en Cesaraugusta, por tanto nuestro honorable origen es insuperable.
—¿Y dónde está ahora el honor romano, madre?
—Nos lo arrebataron hace más de dos siglos, Máximo, y tú ahora tienes el deber de recuperarlo para que nuestra ciudad vuelva a ser la misma que fue considerada ilustre por Roma, según escribió Pomponio Mela. Aprovecha que la monarquía goda está debilitándose por momentos. Ahora se presenta tu oportunidad.
—¿Un levantamiento? ¡Los godos vencieron a la propia Roma y tú… tú me estás proponiendo que haga lo mismo que Paulo! –Máximo miró a su madre con incredulidad–. ¡Mira cómo acabó él! …con una raspa de pescado en la cabeza. Yo lo vi con mis propios ojos, recuerda que acudí junto a Wamba cuando reclamó soldados en la Tarraconense y posteriormente participé en su desfile triunfal en Toletum.
—Paulo fue un necio –gritó Régula alzando los brazos–. Y tú deja de pasearte por la habitación como un oso enjaulado, me estás poniendo nerviosa.
El conde obedeció y se sentó junto a su madre.
—Tu sangre es la misma que la de aquellos generales victoriosos, hijo, muy diferente del líquido aguado que poseía Paulo. Tus antepasados fueron duunviros de Cesaraugusta, hombres insignes como Tito Cervio, Lucio Vettiaco, Liciniano, o centuriones como Lucio Cesio Flaco, quien luchó en la lejana Viminacium. Pero, ¿quiénes fueron los de ese fracasado?
—No sé quiénes fueron –respondió Máximo aburrido.
—Exacto, ni él tampoco. Ese es el problema.
—Y a mí me da igual que lo sepa o no, madre, ¿crees que yo tendría éxito en una empresa semejante? Consideras a Wamba un anciano inofensivo y no lo es, al igual que no lo fue Chindasvinto, ¿o ya no te acuerdas? ¿Y qué me dices del tal Burdunelo? Otro varón heroico que se creyó lo suficientemente fuerte como para levantarse contra los godos pero que acabó siendo cocido vivo en el interior de un toro de bronce. Estos hombres del norte son fuertes y longevos, por eso para acabar con ellos se ha tenido que recurrir incontables veces al envenenamiento. Por otra parte, hoy en día ya no existe esa rígida separación entre godos y romanos que tú sientes en todos los aspectos, cuando los extranjeros hablan de la patria goda hacen referencia a todos los spani, y no solamente a aquellos guerreros que llegaron hace más de dos siglos y con los que tú pareces estar obsesionada. Para los forasteros, el Reino de los godos, Hispania o Spania son palabras sinónimas… Rex, gens et patria Gothorum, dicen los concilios. Y además no olvides que estamos en deuda con nuestro actual soberano por respetar la vida y el patrimonio del marido de Régula Segunda tras la denuncia que recayó sobre él de estar implicado supuestamente en la traición de Paulo. Yo considero que Wamba es un hombre inteligentísimo y un estratega de primer orden, posee una salud de hierro y ninguna merma en sus facultades.
—¿Y tú no consideras tener todo eso y mucho más?
—Madre –dijo el conde perdiendo la paciencia–, ahora debo dejarte, tengo muchas cosas que hacer.
—Ven a visitarme otro día, hijo, o mejor, ven con tu esposa y tus pequeños a cenar cualquier día de la próxima semana.
—Así lo haré… ¡Ah, por cierto! Anteayer recibí un correo de Barcino. La carta de mi cuñado contenía ciertos asuntos administrativos con los que no te quiero aburrir, pero en su párrafo final te envía saludos y asegura que la salud de mi hermana Régula Segunda continúa estable tras el parto.
La matrona movió la cabeza preocupada.
—¡Esta hija mía! A ver si esta vez conserva a su pequeño, sus criaturas siempre nacen sanas pero poco después mueren irremediablemente. Yo, sin embargo, parí cinco hijos y todos sobrevivisteis a la infancia, gracias a los dioses, hasta mi pequeño Cayo seguiría con vida de no haber sido por esa terrible enfermedad que lo impulsó a darse muerte.
—Como tú misma sueles decir, murió como un verdadero romano, al igual que esos personajes que tanto admiras. Siempre puede ser un consuelo para ti.
Régula miró a su hijo mayor con frialdad.
—Lo es –aseguró–. Y ahora espero que otro hijo mío se comporte de igual forma.
—¿Suicidándome?
—Actuando como un romano.
—Es lo mismo, madre, me estás proponiendo una rebelión que no es sino una inmolación de mi persona.
—Cierto parece que Hades siempre se lleva primero a los mejores. Quizá Cayo, de haber estado en tu lugar, habría actuado conforme a mis consejos.
—No eres consciente de que lo que dices, lo estás deificando –rugió Máximo dando un puñetazo a la mesa–. Cayo era incapaz de hacer nada excepto levantar la copa y remangar las túnicas de las criadas.
La romana se levantó de su silla impasible.
—Dame un beso y vete ya, tienes mucho en qué pensar.
—Sí, madre, me voy. Pero no continúes soñando con lo que ya no es posible, y sobre todo no cuentes conmigo para llevar a cabo un levantamiento contra Wamba. Sigue organizando si quieres esas reuniones con viejos aristócratas romanos en las que os pasáis la noche confabulando contra el enemigo godo y planeando soluciones utópicas, pero no me nombres en ellas como aliado.
*
Aquel mismo año se repartió la herencia del médico griego. El buen Eudoxo había legado su gran fortuna a sus tres hijos, dividiendo todas sus posesiones en partes equivalentes y reservando un generoso usufructo a Tegridia en caso de que le sobreviviera. Como no fue así, tanto las propiedades de uno como la dote de la otra fueron a parar a manos de los herederos sin carga alguna. Freidebado aportó al monasterio su parte de la herencia paterna, unas vastas y fructíferas tierras de labranza y todos los siervos que las trabajaban, acrecentando así las ya enormes posesiones del cenobio de los Santos Mártires cesaraugustanos. Mauro recibió la casa familiar, el elegante edificio donde Eudoxo vivía con todos sus siervos domésticos, muebles, objetos de valor y material quirúrgico. Y finalmente, Erico percibió la fabulosa suma de diez mil sólidos áureos, cantidad que lo convirtió en uno de los hombres más ricos de Cesaracosta.
—¡Santísima Madre! –exclamó Orenco echándose las manos a la cabeza–. ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?
—Ampliar el hospital –respondió Erico con los ojos brillantes– y contratar a más gente que nos ayude.
—Eso está bien, hijo –dijo Gorm–, pero aun así te sobrará oro en abundancia… podemos invertirlo sabiamente pues gozamos del talento de Orenco en esos asuntos.
—¡Ya veremos cuanto sobra, Gorm! –dijo el tuerto sonriendo–. Imagino que Erico querrá dar a sus enfermos alimentos propios de un emperador, comprará los mejores colchones de blanda lana, almohadas de plumas y mantas de suave vellón con las que los arropará todas las noches. Naturalmente toda Spania sabrá que en Cesaracosta hay un lugar donde es posible convertirse temporalmente en rey y los enfermos de todo el reino harán cola a nuestras puertas.
Todos rieron convencidos de que Orenco sabía lo que decía.
—Empezaremos por comprar la casa de al lado para destinarla a hospital femenino –se defendió el juez sonriendo–, que además cuenta con un buen huerto anexo a éste, lo que nos permitirá unirlos y cultivar más plantas.
—¿Y quién estará a cargo del sanatorio para mujeres? –preguntó Liuva.
Gorm respondió por Erico.
—Rowena, ¿quién si no? Mi sobrina ha hecho muchos progresos, tanto que ha aprendido de memoria la totalidad de los libros que Erico consiguió para ella. Además os aseguro que es una mujer muy fuerte, algunas veces me ha cargado a su espalda para ayudarme a moverme, a pesar de mi negativa inicial porque creo que, aun amputado, peso bastante más que ella.
—¿Pero estarán de acuerdo Willa y Sven con que abandone definitivamente el hogar paterno? –dudó Liuva–. Máxime ahora que Willa vuelve a estar preñada.
—¿Cómo? –preguntó Lorenzo estupefacto.
—Creo que, actualmente, mi latín es correcto –bromeó el ciego– y he dicho que Willa está esperando un hijo.
—¡A ver lo que dura su embarazo esta vez!
—Roguemos a Dios para que sean nueve meses y la criatura sobreviva –dijo Erico con sensatez– y tampoco sería descabellado ofrecer trabajo aquí a Sven y a Karl, ahora que el orfebre Agerico ha muerto.
—Bueno, lo intentaremos. Y volviendo al tema que nos ocupa. ¿Cuánto creéis que pueden pedirnos por la vivienda colindante?
—¡Imaginad! –rio Orenco–. Toda la ciudad debe saber ya que Erico ha sido uno de los herederos de Eudoxo. Pero dejadme a mí la negociación de esa casa mohosa, el dueño es un viejo conocido mío y sabré como bregar con él para conseguir un precio no demasiado excesivo. Le recordaré, por si está falto de memoria, que Erico es juez y otras cosas que no viene al caso comentar.
—¡Pero Orenco! –exclamó Erico.
—Nada de peros. Un sabio dijo: Consigue primero el dinero, la virtud vendrá después…
*
—Padre, quiero hablar contigo.
Gorm sonrió a su hijo.
—Pues trae dos vasos de vino bien aguado y siéntate frente a mí, ya casi he terminado de elaborar este jarabe.
Erico depositó la jarra y los vasos sobre la mesa del hogar y esperó pacientemente a que Gorm acabase de colar el producto de varias semanas de maceración.
—Eres todo un experto –dijo el juez observando el buen pulso de su padre.
—¿Y cómo no? –rio Gorm–. A este arte que me enseñaste dedico todas las horas del día, ya no podría pasar sin estar ocupado fabricando remedios, cosa que considero fácil gracias a la ayuda de tu sencillo y útil libro de farmacia. Bueno, ya he terminado. ¿Qué quieres decirme, hijo?
—Padre, cuando salimos del sur de Scandza tú tendrías veintiún años, así que conociste bien al godi de nuestra aldea.
—¿A Thorvald? –preguntó clavando los ojos en Erico–. Pues claro que sí.
—Háblame de él, por favor, mis recuerdos son confusos.
—No sé qué quieres que te cuente concretamente… era un hombre sabio y santo, pero a la manera que nosotros considerábamos entonces la santidad o la sabiduría. Los hispanos y los que desde niños habéis crecido con ellos asimiláis la sabiduría a la cultura, y la santidad a la bondad. El significado de esos términos era diferente en nuestras tierras, Erico. El godi era sabio sin necesidad de leer libros y santo porque poseía poderes que los demás no teníamos. Los conceptos de las palabras difieren en los diversos lugares donde se usan, quizá por eso a los adultos del clan nos resultó más complicado aprender el lenguaje latino que a los que aún erais niños. La dificultad estribaba no sólo en memorizar una serie de vocablos extraños sino en aprender su significado concreto. Recuerdo que una vez insulté a otro bracero de Régula de la forma que a nosotros nos parecía más cruel, aunque traduciendo la expresión literalmente al latín –Gorm rio al recordarlo–. Quise provocar con ello su enojo más profundo, pero solamente obtuve carcajadas tanto de él como de los que le rodeaban.
Erico sonrió divertido.
—Volviendo a nuestro tema –continuó Gorm- Thorvald casi nunca hablaba. El exceso de palabrería no estaba bien visto en nuestro pueblo, al contrario que los latinos, quienes valoran a sus oradores como a sabios y gustan de cultivar la retórica. En Gothia se les llamaba charlatanes, nadie daba crédito de lo que decían, y su perorata se solía asociar a un exceso de borrachera o a un temperamento inclinado a lo femenino. Sin embargo considerábamos muy valiosas la capacidad de observación y la unión profunda con la naturaleza como único camino que conectaba con el conocimiento… pero los dioses solamente otorgaban aquellos dones a los santos, por eso santidad y sabiduría eran palabras sinónimas. Quien era sabio era santo.
—Comprendo, padre –dijo Erico–. Cuéntame más cosas.
—Sé adónde quieres llegar, hijo, no desconoces que Galeswintha era hija de Thorvald, aunque no quieras nombrarla en mi presencia.
El juez asintió en silencio y se sirvió otro vaso de vino.
—Nuestro godi tomó como esposa a una joven de la aldea y engendró en ella una niña. Yo tenía siete u ocho años cuando nació Galeswintha y hasta entonces los recién nacidos siempre me habían parecido criaturas horrorosas, lloronas y arrugadas que me provocaban algo parecido al desprecio. Pero la primera vez que contemplé a aquel bebé me llamó poderosamente la atención el hecho de que brillara.
—¿Cómo dices? –preguntó Erico arrugando el ceño.
—Quiero decir que resplandecía, como cuando al vidrio le alcanza un rayo de sol o cuando se acerca el filo de la espada a la luz de una lámpara. Thorvald parecía loco de contento y se comportaba de forma muy extraña en un hombre, cantaba a la niña con su melódica voz, jugaba con ella muy a menudo y le enseñaba cosas impropias para una hembra. Se conducía como si él mismo hubiese parido a un dios. Poco después su esposa le dio un varón débil que murió a la par que su madre, y puedo asegurarte que nuestro godi ni se inmutó. Desde que tuvo en sus brazos a Galeswintha por primera vez ya no veía a nadie, su única obsesión era la pequeña, su alimentación, su aprendizaje, su desarrollo. Cuando comenzaron a llegarle propuestas matrimoniales las rechazaba enfurecido, su hermosísima hija era solamente suya. Un día le gritó a un hombre muy rico que si intentaba poner una de sus sucias manos sobre ella, lo mataría al instante, y aún dijo a otro que si le volvía a enviar a otro casamentero con recados, despellejaría vivos a ambos. Por eso el día que Thorvald ofreció a Harald la posibilidad de que Galeswintha fuese mi esposa quedamos sorprendidos, pensamos que la vejez le estaba afectando al entendimiento y mucho más cuando nos ofreció una elevada cantidad de oro si aceptábamos. Yo estaba casado con tu madre y eso convertiría a la hija del godi en una mera concubina, en una esposa de segunda clase, a pesar de que cualquier hombre rico de cualquier aldea o ciudad conocida hubiese pagado todo el oro del mundo por hacerla su mujer. Por eso no comprendimos el motivo por el cual requería que fuese yo el marido de su hija, máxime cuando mis hermanos continuaban solteros y no poseíamos excesivos bienes.
Erico se mesó el cabello angustiado.
—Padre, ¿se te ha ocurrido pensar que probablemente hubiera otros motivos por los que Thorvald desease que su hija se desposase contigo?
—No sé, yo te había engendrado a ti y a dos hembras, y aunque una de ellas murió a poco de nacer, yo aún era joven y fuerte. Quizá quería asegurar la procreación de su hija.
El juez chasqueó la lengua.
—No era eso, de hecho Galeswintha nunca ha tenido descendencia. Lo que Thorvald quería era una buena escolta para el viaje de su valiosa hija hasta el sur del continente, asegurándose de que volviese a quedar libre una vez alcanzado su destino.
Padre e hijo se observaron en silencio.
—¿Quieres decir que el viejo godi le compró a su hija un marido fuerte y poco posesivo para que la protegiese en su peregrinación?
—Ni más ni menos.
Gorm alzó una ceja.
—Hijo mío, tú eres un hombre muy sabio y probablemente tengas razón. Aunque no comprendo el motivo que les impulsó a llevarnos a todos hasta el punto opuesto del continente.
—Eso tampoco lo sé yo, pero todo tiene su explicación. Ahora yo también tengo un motivo muy concreto para desplazarme hasta Toletum –aseguró Erico– y Galeswintha debió de tener el suyo. Quizás algún día lo descubramos.
*
Un nuevo clérigo fue nombrado aquel año para servir en el edículo de Santa María y encontrándose un buen día en la sala valeriana, aquella que construyera el obispo san Valero aneja a la pequeña iglesia a la que amplió en cincuenta pasos, recibió la visita de dos religiosas del monasterio de las vírgenes.
—Dios esté con vos –saludó la mayor de ellas–. Mi nombre es Frida y soy la abadesa del cenobio.
—Os saludo insignes señoras –respondió el diácono con una leve reverencia.
—Hemos venido a orar ante la sagrada columna y a entregaros copia de este documento obispal en el cual consta el permiso para la formación de una hermandad en honor de la Bienaventurada Virgen María.
El hombre tomó el documento y lo leyó.
—Guardadlo bien –ordenó la otra–. Sabemos que existe un pasadizo subterráneo que comunica el templo con la vivienda que os designaron tras vuestro nombramiento. Pase lo que pase deberéis conservarlo a buen recaudo.
—Lo haré hasta el día de mi muerte, mi señora –aseguró el clérigo– y lo transmitiré a mi sucesor antes de que ésta sobrevenga, si me es concedido saber de su proximidad.
—Aquí yacen los restos de un antecesor vuestro –dijo Frida señalando la lápida incrustada en el muro de la capilla–, leed el epitafio y jurad ante la tumba del diácono Lorenzo.
—«Hic levita puer Laurentius est tumulatus. Cujus espiritus migravit e mundo idibus julii, sub anno bis centum sublatis quatuor» –leyó, y a continuación juró.
—Y ahora besemos los tres la santa columna que, por dispensación divina, hemos sabido que se trata de la misma en la que fue atado Cristo en casa de Pilato para ser azotado –propuso la abadesa con las manos píamente entrelazadas.
El clérigo observó a la mujer con estremecimiento.
—¿Estáis segura de lo que decís, mi señora?
—Así se lo reveló la santísima Virgen a mi hija en un sueño.
Galsuinda se desveló el rostro, apartando el suave tul rojo que lo cubría distinguiéndola como esposa de Cristo.
—Es cierto y si leéis con atención y entre líneas el poema de Prudencio os apercibiréis vos también de la verdad –corroboró la bella mujer con una sonrisa–. Esta columna no sólo es una reliquia santísima porque la Virgen posó en ella sus delicados pies sino además porque Jesucristo fue flagelado estando atado a ella. Poncio Pilato nació en Hispania y quizá por eso santa María eligió aparecer ante los hispanos sobre un elemento que evocara nuestra participación en la pasión de Su Hijo.
El sacerdote enrojeció.
—Para nuestra vergüenza entonces.
—No lo creo así –dijo dulcemente Galsuinda–. Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo con un propósito y Pilatos tuvo el honor de ver su rostro y escuchar su voz. Dejó actas que ratificaban los milagrosos actos de Jesús e intentó salvarlo una y otra vez, según nos cuentan los evangelistas, pues no veía culpa en Él. Fueron los judíos, a quienes el prefecto odiaba profundamente, los que mataron al Hijo de Dios en la cruz.
—Pero Pilato ordenó que lo azotaran…
—Señor, debéis leer mejor las escrituras. San Lucas nos dice que no hallando delito de qué culparlo, lo remitió a Herodes, quien se lo reenvió nuevamente al haberlo encontrado igualmente inocente. Poncio Pilato reunió a los sumos sacerdotes y les reiteró la ausencia de culpa en Jesucristo pero, al presenciar las quejas y los gritos de los magistrados judíos y del pueblo, les intentó convencer con otros argumentos y aún preguntó por tercera vez: pero ¿qué mal ha hecho éste? Únicamente tras convencerse de la imposibilidad de razonar con aquellos necios y sabiendo que actuaban movidos por la envidia, aceptó la flagelación. Y aún añade san Mateo que cuando le pidieron que fuese crucificado se lavó las manos y sus labios dijeron: «Inocente soy de la sangre de este justo».
—Por lo tanto fue un cobarde –razonó el clérigo.
—No tenía otra salida –negó Galsuinda–. San Juan relata que los judíos le gritaron que si soltaba a Cristo, no podía ser amigo del César, ya que con su comportamiento Nuestro Señor se estaba enfrentando a la máxima autoridad. Pero aún así Pilato redactó una inscripción para ponerla en la cruz que decía en latín, hebreo y griego: «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos». Los sacerdotes volvieron a elevar sus quejas y le dijeron que no debía escribir eso, sino: «Éste ha dicho: Yo soy el Rey de los judíos». Pero el prefecto se negó a sus peticiones y simplemente respondió: «Lo que he escrito, escrito está».
—Tenéis grandes conocimientos de teología e incluso os aventuráis a contrariarme siendo solamente una mujer.
—Mi hija es una santa mujer –dijo Frida con orgullo y frialdad–, una virgen que tiene sueños inspirados por la divinidad. Se ha limitado a explicaros el origen de esta sagrada columna y vos receláis de ello en vez de agradecerle que os haga partícipe de su clarividencia.
—No hubo mujeres entre los apóstoles de Nuestro Señor y, si Él lo quiso así, se debió a que no deseaba que las mujeres enseñasen a los hombres.
—En la Biblia se cita la existencia de profetisas, santas y diaconisas, y todas ellas fueron escuchadas por los hombres. Quiso nacer de mujer y se apareció ante ellas en primer lugar después de haber resucitado. Jesucristo valoraba a las tres Marías más que a nadie, y hembras eran todas. Pero si vos no lo hacéis de la misma forma estáis negando la actuación del propio Hijo de Dios y no dudéis que el obispo sabrá de esto.
Las dos esposas de Cristo se arrodillaron ante la efigie mariana y abandonaron la capilla en dirección al palacio episcopal, dejando asombrado al sacerdote por las últimas palabras pronunciadas por la abadesa.
*
Recién llegado a Toletum y todavía admirado por las elegantes reformas que Wamba había llevado a cabo en la ciudad, Erico se plantó ante Gabinio sonriendo.
—¡Erico de Cesaracosta! ¡Dichosos los ojos!
El toledano estrecho a Erico entre sus brazos y le palmeteó la espalda con afecto.
—¡Qué alegría, no sabes la de veces que te he nombrado todos estos años!
—Yo también me acuerdo mucho de vos –aseguró Erico.
—No me trates con tanto respeto, amigo mío –pidió el jovial Gabinio agarrando al godo por el hombro–. Ahora eres juez igual que yo, además del gran médico que sanó a Recesvinto.
—Y vos… y tú siempre serás mi maestro –dijo Erico, sacando una caja de su bolsa–. Estos pendientes son para tu esposa, confeccionados por mis tíos en el taller de orfebrería donde trabajaban.
—¿Por qué te has molestado? Bueno, a decir verdad mi Gundesinda estará encantada, las mujeres valoran mucho los presentes. Se lo daremos a la hora de la cena… voy a mandar recado para que avisen a mi esposa de que hoy cenaremos con un ilustre huésped cesaraugustano.
—Te agradezco tu hospitalidad, Gabinio.
—Y bien, ¿qué te trae por la sede regia? En tu epístola no me explicaste el motivo de tu visita.
—Un asunto muy delicado me trae hasta tu amada ciudad, amigo mío, y espero que puedas ayudarme a llevarlo a cabo.
—Naturalmente, si está en mi mano, ¿de qué se trata?
Erico relató a grandes rasgos la misión que le había llevado a Toletum. Tenía que hablar con Wamba para avisarle de los terribles sucesos que iban a acaecer en un futuro y no sabía como enfocar la reunión. Podía ser tachado de adivino e incluso de tener contactos relacionados con una posible traición al rey y temía que su cabeza acabase rodando por los suelos, por eso necesitaba que alguien que gozase de crédito ante el soberano le presentase como individuo digno de confianza.
—La persona que me ha asegurado que esto va a suceder avisó a Recesvinto, pero probablemente Wamba no tenga noticia de ello si tenemos en cuenta que nuestro actual monarca se había retirado de la vida pública cuando murió Recesvinto y no figuraba como uno de los principales herederos al trono.
Gabinio reflexionó.
—Pero Wamba ya conoce el peligro que acecha a Spania, no hace mucho luchó contra los musulmanes venciéndoles y obligándoles a desistir de su empeño.
—No, amigo mío, no han desistido de nada, volverán más fuertes a esta patria que ya será mucho más débil.
—¿Y cómo lo sabes con tanta seguridad?
Erico confesó como mejor pudo a su amigo y maestro la existencia de una mujer con poderes insospechados y le relató algunos hechos de gran relevancia que le otorgaban una credibilidad fuera de dudas. El viejo juez escuchaba atónito y una vez el godo dio por finalizada la explicación, suspiró con fuerza.
—No puedo creerte, Erico, y el rey tampoco lo hará. Tu narración no solamente es herética sino inverosímil.
—Lo sé, amigo mío, por eso me he decidido a traer conmigo un objeto que ratifica los enormes poderes de esa mujer –dijo el godo sacando una caja plana y alargada de su bolsa de viaje–. Es un espejo mágico que muestra la muerte y, si quieres, podemos probarlo ahora mismo.
Gabinio miró a Erico con seriedad.
—Espero que no hayas perdido la cabeza, eras un hombre bastante cabal hace unos años.
—Sé que todo esto es increíble –se defendió Erico con desesperación–, pero tienes que confiar en mí, amigo, yo llevo años intentando asimilar esta locura pero desgraciadamente he sido testigo de sucesos que me han obligado a desechar mis dudas.
—Recesvinto era asaz crédulo y se dice que consultaba con supuestos augures, pero Wamba es un hombre íntegro y cuerdo… y creo que yo también, así que no pienso continuar escuchando tonterías. No sé qué te ha ocurrido, Erico, espero que tu fe no se haya desmoronado como las malas construcciones de los arquitectos.
—Gabinio, ¿sabes de algún enfermo de gravedad?
—Sí, todos tenemos la desgracia de conocer a alguien en esa situación.
—Vamos a verlo inmediatamente y probaremos la efectividad del espejo.
—Erico, yo…
—¿Por qué crees que he hecho un viaje tan largo y molesto desatendiendo las innumerables tareas que me retenían en Cesaracosta?
—No sé –respondió el juez toledano meneando la cabeza.
—¡Por amor de Dios, Gabinio, cree lo que te digo!
El juez toledano sacudió la cabeza entre asustado e indignado, la alegría que había sentido al volver a ver a Erico se había disipado como el humo, pero aun así no concebía que aquel joven tan sabio y competente que conociera años atrás se hubiese transformado en un auténtico patán, las noticias que alguna vez habían llegado de Cesaracosta afirmaban lo contrario.
—Está bien –dijo al fin–, pero si todo esto es una broma o si considero que tu mente ha desvariado, me veré obligado a dar parte de tu incapacidad para continuar con tu cargo de juez.
—Lo comprendo perfectamente y yo haría lo mismo en tu lugar.
Gabinio clavó sus ojos en los de Erico y le hizo un gesto para que lo siguiera, irían a ver a un viejo amigo que agonizaba en cama hacía un mes. Por lo menos, pensó el toledano, podré despedirme de él y de paso conversaré con su hijo, con quien tengo un asunto pendiente.
*
La fama de santidad de Galsuinda pronto adquirió tintes de leyenda. El pueblo creyó encantado que la columna del recinto sagrado fuera la misma donde había sido atado Cristo para su flagelación y el clérigo de la capilla de Santa María tuvo que ser sustituido por otro al conocerse públicamente la desconfianza mostrada ante la sabiduría de Galsuinda. Los cesaraugustanos vieron en aquella monja un halo de espiritualidad que la dignificaba para responder las cuestiones místicas más elevadas. Y así acaeció que, al igual que los menos creyentes solicitaban profecías a Galeswintha, los más fervientes cristianos las requerían de Galsuinda y en el cenobio femenino se vieron obligados a asignar una habitación para que la religiosa atendiese a sus conciudadanos a través de una celosía. Ni que decir tiene que el monasterio de las vírgenes vio crecer portentosamente su patrimonio gracias a las generosas donaciones aportadas por los que se consideraban bien respondidos o correctamente asesorados en sus cuitas.
Tampoco el anciano Tajón opuso objeción alguna, pues como bien decía a quienes le preguntaban por aquel fenómeno:
—Mejor es que vayan los cristianos con sus dudas a consultar a una religiosa que a una supuesta adivina. La primera recomendará la oración como remedio mientras que los videntes suelen invitar indefectiblemente a tomar parte en conjuros y demás prácticas heréticas.
No carecía de razón la respuesta obispal y así fue visto por el resto de la clerecía.
—Ha estado en este cenobio desde niña –aseguraba la abadesa Frida a los que la interrogaban– respirando aroma de santidad y entregada a lecturas sagradas. Sabe de memoria ambos Testamentos y posee una capacidad única para razonar de acuerdo con la fe católica.
Los fieles le preguntaban sobre todo tipo de asuntos y ella contestaba con suma sencillez y seguridad.
—María fue siempre virgen, tanto durante la concepción como tras el parto, por gracia de Dios –afirmaba ante las dudas de un ricohombre acerca de la virginidad de la Madre de Jesucristo tras haber leído la obra del obispo Ildefonso de Toletum–. La reina virginal nunca dejó de serlo, no hubo impureza en ella, ni engendró de forma natural uniéndose a un varón. María vivió como un ángel del cielo, bendita sea, siendo inmune a todo pecado. El que todo lo puede quiso que Su Hijo no naciese del deseo de la carne, sino por posesión espiritual de un seno impoluto y eligió a la santísima Virgen para el sagrado cometido de dar a luz al Mesías.
Y así atendía a los dubitativos día tras día.
—Mi piísima señora –comenzó una mujer que fue a consultarle sobre la posibilidad de una primigenia ceguera en Adán y Eva–, dice la Biblia que cuando los primeros padres comieron el fruto prohibido abrieron los ojos, vieron que estaban desnudos y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores. ¿Acaso antes de comer del árbol del Bien y del Mal habían vivido con los ojos sellados?
—No es eso, hija mía –respondió Galsuinda con paciencia–. El pasaje bíblico nos demuestra que, al desobedecer al Creador, sus corazones se hicieron lúbricos y vieron el pecado donde antes no existía para ellos pues, hasta aquel momento, habían ido desnudos y nunca se habían avergonzado de su desnudez. ¿Cómo si no hubiera podido Adán poner nombre a los animales si no hubiese gozado del don de la vista?, ¿cómo pudo exclamar cuando la mujer le fue presentada «Ésta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos»?, y ¿cómo pudo ver Eva lo hermoso que era el árbol y reconocer a la serpiente de haber sido ciega?
—No es lícito abandonar a la esposa estéril para desposarse con una mujer fecunda –advirtió a un hombre que deseaba divorciarse–, quien así lo haga, sea reo de adulterio, porque el matrimonio cristiano es indisoluble como lo es la unión de Cristo y la Iglesia. Tu matrimonio sin fruto es más agradable a Dios que los que recurren a drogas esterilizantes, o los que matan en el seno al hijo concebido, o los que abandonan a sus hijos engendrados mediante un acto libidinoso sin intención de procrear. No son estos verdaderos matrimonios cristianos, sino personas que han pactado una relación de concubinato.
Y así se expresaba la dulce Galsuinda ante los que solicitaban parte de su tiempo, siempre con una sonrisa y sin perder la templanza cuando alguien no llegaba a comprender cualquier elevado concepto difícil para un pueblo poco dado a las letras y los pensamientos profundos.
Y mientras tanto en otro punto de la península, su hermano Erico intentaba hacerse escuchar igualmente, pero en su caso por el mismísimo soberano. El rey observó a ambos hombres con sorpresa. Erico y Gabinio habían solicitado una audiencia privada para tratar asuntos de máxima importancia y Wamba, en atención a la amistad que lo unía con el juez toledano, había aceptado de inmediato. El viejo monarca también conocía la existencia del hospital cesaraugustano que regentaba un juez local. El conde Máximo de Cesaracosta le había hablado de él un día, años atrás, durante el trayecto de vuelta desde Nimes, encabezando ambos la procesión que transportaba a los traidores de Paulo hacia Toletum.
—El comes Máximo me habló de ti –confesó Wamba a Erico–. Cuando solicité saber como marchaban las cosas en Cesaracosta, te puso de ejemplo de hombre que luchaba por el bien patrio sin necesidad de armas.
Erico bajó la mirada, extrañado ante el hecho de que Máximo hubiese dado tan buenas referencias sobre él.
—Y tú, Gabinio… nos conocemos hace lustros y te tengo por persona merecedora de gran confianza.
Esta vez le tocó al anciano juez entornar los ojos.
—No me gustan las leyendas sin fundamento ni los apólogos –continuó el soberano observando a ambos–. En las fábulas hablan los animales y las brujas vuelan en los cuentos para niños, pero ahora estamos reunidos tres hombres adultos y no tengo necesidad de recordaros que estamos tratando un asunto de enorme gravedad. Habéis venido a mí con una historia sin fundamento y con un espejito mágico como prueba… no sé si ambos estáis locos, pero entonces lo único cuerdo sería destituiros de vuestro cargo de jueces, pues no deseo que mis súbditos sean juzgados por dementes.
—Mi gloriosísimo señor, escuchadnos –rogó Gabinio–. Hemos sabido que en este palacio hay un siervo que posee una enfermedad incurable según los médicos, podemos pedirle que entre y vos mismo veréis lo que refleja el espejo. Luego nos miraremos en él, vos primero y nosotros a continuación, y así podréis comprobar la veracidad de lo que Erico os ha contado.
—Pero, Gabinio –gritó Wamba–, ¿estás intentando convencerme de que continúe perdiendo el tiempo con esto? Dad gracias a Dios de que no os procese aquí mismo y desapareced de mi presencia cuanto antes.
—Carísimo señor –dijo Erico–, la cruz que cuelga de mi cuello me fue regalada por el obispo Braulio, a quien sin duda conocisteis por haber presidido más de un concilio a los que vos acudiríais de joven. Él fue mi maestro, mi guía espiritual y mi modelo de vida. Me enseñó a temer a Satanás y a sus servidores y, aunque yo no puedo asegurar que esta mujer lo sea, parece que realmente existen diseminados a lo largo y ancho de este mundo.
—¿Y no te dijo el sapientísimo Braulio, a quien tuve la dicha de conocer, que a esa gente hay que denunciarla y no escuchar sus desvaríos?
—Alteza, esa mujer era de mi clan y quienes han querido detenerla… bueno, no es tan fácil, mi padre perdió las dos piernas en el intento.
—Estoy harto de esta conversación, decidle a ese esclavo que entre y así después podré reírme de vuestra superstición y mi mano no temblará cuando firme los documentos de vuestro cese.
Unos instantes más tarde, el buen Wamba se mesaba los ralos cabellos y su cuerpo aún temblaba ante la horrenda visión que el espejo había mostrado.
—No puede ser cierto –gemía–, no puede ser cierto. El mismísimo Belcebú está encerrado en ese objeto diabólico. Debería mataros a los dos por haberlo traído hasta mí.
—Mi señor –dijo Erico–, hay cientos de cosas en nuestro mundo que obedecen las órdenes del mal. Existen volcanes que escupen fuego, sepultan ciudades enteras y matan a sus habitantes, se desencadenan horribles tormentas que destrozan barcos y provocan olas que ahogan a los marinos, brotan de la nada los asquerosos gusanos que devoran los cuerpos sin vida de los santos. Nada podemos hacer para cambiar la parte fea de este mundo, sino estar preparados para combatirla.
—En eso tienes razón, juez de Cesaracosta.
—Y si me permitís la osadía, alteza, os diré que os guardéis de las conjuras de palacio y que no confiéis ni en el más noble de vuestros colaboradores, pues la codicia es poco recatada en escoger medios virtuosos.
Y Erico, habiendo leído en casa del antiguo conde Celso el libro profético de Galeswintha, compartió sus conocimientos con el viejo rey Wamba y le aconsejó una estrategia para conservar su vida.