IV

Donde se relata la conjura contra el viejo rey, la incorporación de Benedicta en el hospital y el asesinato perpetrado por Galeswintha

Pocos meses después de la visita de Erico, en octubre del año 680 el rey Wamba fue depuesto. El metropolitano Julián de Toletum aseguró que como el rey había enfermado gravemente los nobles palatinos le habían rogado que se apresurase a impartirle la extremaunción, para serle posteriormente practicada la tonsura e impuesto el hábito con el fin de que entrase limpio en el Reino de los cielos, e igualmente fue impelido a firmar un documento escogiendo como sucesor al conde Ervigio, hijo de una prima de Chindasvinto y de un griego llamado Ardabasto. Y aunque se recuperó milagrosamente de su mal ya era tarde, porque al despertar de su inconsciencia y dada su condición de tonsurado tuvo que abandonar el trono. Pero hubo otras versiones extrañamente coincidentes con las sospechas de Erico que afirmaban que al haber decretado el rey en el decimoprimer concilio la restricción de los abusivos privilegios tanto de la clerecía como de los nobles, unos cuantos primates en connivencia con el propio Julián habían decidido envenenarle sin más, mediante una ponzoña mortal disimulada en la infusión de yerbas que Ervigio acostumbraba a servir a Wamba antes de dormir. El monarca, avisado por Erico de que algo semejante iba a ocurrir, tomaba a diario un antídoto gracias al cual no murió envenenado, sino que únicamente cayó en un profundo letargo. De todos modos la ley que prohibía reinar a quien hubiese emprendido acciones relacionadas con un ingreso en el clero era demasiado fuerte para ser pasada por alto y el buen rey fue recluido como penitente en un cenobio hasta el último de sus días, que aún tardó siete años en llegar. No obstante el títere de la conspiración y su esposa Luivigoto fueron nombrados soberanos el veintiuno de octubre y con ello Spania ratificó su sentencia de muerte sentando a aquel monigote en el trono.

Mas el plan urdido por Wamba y Erico no había terminado con la ingesta del antídoto. El rey continuaba vivo, y el monasterio de Pampliega, villa sita a la ribera del río Pisuerga, fue la nueva sede desde la que desplegaría sus efectivos para asegurar la tímida supervivencia de la patria goda. Cosa cierta es que desde entonces se crearon dos partidos dentro del reino, uno el encabezado por Wamba y sus partidarios, y otro, el que tenía como líder al hermano del antiguo monarca Recesvinto, Teodofredo, y a Ervigio como marioneta y que comenzó a llamarse partido griego, en alusión a los orígenes helénicos del padre de este último.

Todas las acciones del anciano soberano Wamba se encaminarían a partir de entonces a la consecución de su único anhelo, derrocar al partido contrincante formado casi exclusivamente por nobles descendientes de Chindasvinto en aquiescencia con el clero. Para ello, y ya que él no podría recuperar jamás la soberanía, debía lograr instalar en el trono a su sobrino, un hombre de su facción llamado Égica y el astuto Wamba no dudó en recomendarle que tomase como esposa a la hija de Ervigio.

—Así el nuevo rey tendrá al enemigo en casa –dijo Wamba ante la mirada estupefacta de Égica.

—¿A Cixilo?

—Sí, gánate la confianza de Ervigio y serás rey. El traidor aceptará ese matrimonio para tranquilizar de alguna forma a los magnates que aún me siguen siendo fieles.

—¿Cómo estáis tan seguro, tío?

—Así lo profetizó un hombre sabio de Cesaracosta –contestó Wamba–. Una vez seas soberano y si te surge alguna duda busca respuestas en él, las tiene todas.

—¿Cuál es su nombre?

—Erico de Cesaracosta, es juez y regenta en la misma ciudad un hospital para pobres.

El nuevo rencor surgido en Wamba a consecuencia de la codicia y la maldad del partido griego había producido el germen de la lucha fratricida que debilitaría Spania. Tampoco es desdeñable que en un principio Wamba aconsejase a su sobrino la boda con Cixilo de buena fe para reunir partidarios de una y otra facción y conseguir de esa forma la unión de las dos Hispanias que estaban creándose. Lo único conocido a ciencia cierta es que los dos partidos existentes en la patria serían hasta el fin enemigos irreconciliables y sembrarían las catástrofes políticas y económicas que acabarían haciendo de Spania un lugar asequible para ser tomado con facilidad.

*

El astuto Orenco había logrado comprar la casa anexa por un precio no excesivamente elevado y en aquel momento se encontraba ya casi completamente acondicionada como hospital femenino bajo la supervisión de Rowena. Las mujeres de Cesaracosta comenzaron a acudir a él y no solamente las que se encontraban gravemente enfermas sino aquellas otras que decidían consultar a la sabia mujer sanadora sobre asuntos propios de su sexo.

—Señora, he sabido por una amiga que no sólo sois la mejor partera de Cesaracosta, sino que además poseéis una sabiduría fuera de lo común en asuntos amatorios.

Rowena sonrió pues poco podía decir de ese tema por experiencia personal. Había leído mucho en los últimos tiempos, eso era cierto, y si sus conocimientos teóricos podían serles útiles en la práctica a otras mujeres, era algo que debía aprovecharse.

—Mi esposo ya no me ama –reconoció la mujer– y quizá vos podríais confeccionar un filtro amoroso que me devuelva su antiguo cariño.

—No fabrico ese tipo de cosas, esos mejunjes nunca funcionan.

—Pues aconsejadme ¿Qué puedo hacer?

—¿Sabéis leer?

La mujer negó con la cabeza.

—Es una pena, iba a recomendaros un libro escrito por el mayor conocedor de asuntos amorosos que haya existido nunca. El asegura que hay algunos hombres que se aburren de una puerta que siempre se abre cuando llaman a ella y pierden interés en volver a hacer sonar el picaporte. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

—Mi esposo ni siquiera llama ya a mi puerta –respondió la mujer ruborizándose.

—Bueno, no me refería a una puerta en sentido literal, pero igualmente os diré que quizá el fuego vuelva a arder si descubre que existe otro que ronda las jambas. El autor del libro que os iba a recomendar reconocía de sí mismo que no podía amar si no era traicionado.

—¿Qué insinuáis?

—No os estoy aconsejando que cometáis un grave pecado, sino que finjáis la posibilidad de cometerlo.

—Señora, lo que sugerís no es propio de buenos cristianos.

—Quizá el que no se está comportando como un buen cristiano sea vuestro marido –aseguró Rowena– y puede que con esta pequeña treta lo enderecéis para que vuelva al camino recto. Vedlo así, mediante vuestro insignificante pecadillo que sin duda os será perdonado en confesión, estáis evitando que él cometa otros mayores.

—¿Me estáis dando a entender que mi esposo me es infiel con otra mujer?

—Quien no busca el placer en casa es porque lo consigue fuera. A no ser que vuestro compañero haya hecho algún voto de castidad, se encuentre en estado de penitencia por algún motivo o desee abandonar el siglo para hacerse monje.

—Veo que no confiáis demasiado en los hombres.

—Creo que el hombre es un animal engañoso por naturaleza y que sus pasiones les arrastran a la falta de virtud. Es cierto que no todos son así, pero se podría decir que la mayoría se abrasan en un fuego difícil de extinguir mediante el matrimonio.

—¿Por eso vos permanecéis soltera?

—Mi señora –respondió Rowena con paciencia–, las mujeres y los hombres no somos medidos de igual forma, yo no podría llevar el tipo de vida que sé que muchos hombres llevan porque mi nombre quedaría arruinado para siempre. Solamente las muy ricas y poderosas lo consiguen, y pasando no pocos sustos y vergüenzas. Me dedico por entero a la medicina y no tengo tiempo para jugar al escondite con la población de Cesaracosta. Aun así, si algún hombre quisiese perjudicarme por despecho mediante chismes, tened por seguro que lo conseguiría. Tristemente, las mujeres debemos ser los mejores estrategas del mundo aunque no se reconozcan nuestros logros y ellos, que tienen el cálamo en la mano, escribirán que somos más arteras que la serpiente del Paraíso y nos achacarán el origen de todos sus males.

La mujer reconoció cuánta verdad había en esas palabras.

—¿Me necesitáis para alguna otra cosa? –preguntó inquieta Rowena, pues tenía un parto que atender–. ¿Padecéis algún mal o sabéis de alguien que necesite mi ayuda médica?

—No, señora –respondió la paciente.

—Pues ahora debo dejaros.

La mujer salió cruzándose con otra de mediana edad que portaba un niño en los brazos.

—Buen día os dé Dios, madre –saludó Rowena contemplando a su hermanito.

—Buen día, hija. He venido porque hoy el pequeño Olav ha llorado desconsoladamente negándose a mamar del pecho del ama.

—Serán gases, madre –rio la médico besando al niño con ternura.

—Ay, Rowena… hace tanto tiempo que no cuido a un recién nacido que ya se me ha olvidado todo lo que sabía.

—Preguntadme lo que queráis mientras paseamos hasta la vivienda en la que tengo que atender a una parturienta, y si sé responderos lo haré con mucho gusto.

*

Uno de los mayores problemas del hospital femenino fue conseguir mujeres que trabajasen en él. Las religiosas ya atendían los hospitales del cenobio y las que no habían hecho votos encontraban muchos problemas para echar una mano en las labores para las que se les requería. Las casadas tenían hijos y un marido a quienes atender, por otra parte no estaba bien visto que las solteras se dedicasen a esos menesteres tan mundanos y finalmente las viudas vivían a menudo recluidas o aceptaban un segundo matrimonio que las librara del tedio en el que se sumían tras el fallecimiento de sus esposos. Solamente las ciudadanas muy ricas poseían cierta libertad y solían disfrutar de algunos placeres a los que no estaban dispuestas a renunciar para ir a limpiar las inmundicias de las enfermas. Rowena habló seriamente con Erico sobre la posibilidad de reclutar campesinas que se deslomaban por un puñado de trigo y ofrecerles algunas monedas a cambio de prestar su ayuda en el hospital, pero ambos coincidieron en que aquellas mujeres no estarían preparadas para semejante trabajo, que no solamente requería fuerza física, sino capacidad de aprendizaje y unos mínimos conocimientos que sirviesen al menos para leer la esquela de los frascos que contuviesen algún veneno. Ambos primos quedaron descorazonados ante las perspectivas nada halagüeñas de sacar adelante su empresa pero, tras pensar largamente, Erico tuvo una idea.

La viuda de Cayo, Benedicta, era una mujer culta y aún joven, no tenía hijos, ni se había casado por segunda vez y tampoco había ingresado en ningún monasterio. Era sin duda la persona idónea para tal cometido y el juez aceptó la misión de ir a convencerla de lo necesaria que sería su presencia en el hospital.

Erico se presentó en la casa paterna de Benedicta, pues la mujer había vuelto a ella tras quedar viuda, y esperó en el estudio a ser recibido por el dueño.

—Buen día os dé Dios, señor –saludó Erico levantándose nada más verlo entrar.

Tito era un hombre muy rico y elegante, de severo rostro romano y abundantes cabellos crespos muy cortos. Poseía además un rostro atractivo, bastante parecido al de su hija, aunque muy masculino, y unos hermosos ojos de color pardo. Se decía que sus antepasados habían pertenecido a la élite de Cesaracosta y, aunque nunca quiso entrar en política. Erico recordó su relevante actuación durante el sitio de Froya e igualmente su asistencia al entierro de Eudoxo. Se dedicaba exclusivamente a gestionar sus inmensas propiedades a pocas millas de la ciudad, pero algunos aseguraban que no eran esas las únicas tierras que poseía, sino que en realidad eran una pequeña muestra de sus posesiones que se extendían por gran parte de la Tarraconense.

—Mi nombre es…

—Os conozco, juez –dijo Tito tendiéndole la mano–. Sentaos.

El romano se situó frente a él en la regia silla que presidía la mesa, cruzó las manos y las colocó debajo de su barbilla.

—¿Qué os trae a mi casa?

—No vengo por ningún asunto jurídico, señor, sino a hablaros de mi hospital.

—Sí, también sé que regentáis una casa de caridad para enfermos, toda Cesaraugusta lo sabe… ¿Venís a pedirme un donativo?

—Podría decirse de esa manera –afirmó Erico–. Señor, recientemente he ampliado mi hospital añadiendo un edificio para mujeres. Vos la habéis llamado casa de caridad y el término no es del todo correcto, pues las labores que llevamos a cabo en él no se limitan a alimentar y a proveer de lecho a los moribundos hasta que Dios los llama a su lado. Es cierto que algunos fallecen en él, pero otros muchos sanan, me atrevería a decir que lo que allí intentamos es apartar la enfermedad en los casos en que es posible y siempre con la ayuda del Señor.

Tito sonrió levemente.

—Sé que trabajasteis con mi admirado Eudoxo. Él mismo me dijo, una vez que vino a esta casa para atender a mi hija, que Tegridia y él habían adoptado a un niño godo muy brillante y, por vuestro aspecto, presumo que ese niño y vos sois la misma persona. Os relacioné enseguida el día del entierro del gran médico y su esposa, al veros junto a Freidebado y Mauro, y en alguna ocasión me he cruzado con vos por las calles, ya que vuestra presencia no pasa desapercibida. También me contó mi hija que estuvisteis en su casa el día de la muerte de su… de Cayo.

—Es cierto, y de vuestra hija he venido a hablaros concretamente.

El rostro de Tito se tornó repentinamente serio.

—Señor, como os he dicho, he ampliado el hospital añadiéndole un edificio para uso femenino y no encuentro quien pueda atender a las enfermas. No me refiero a meras labores de limpieza y aseo para las que cualquiera puede servir, sino a mujeres que sean capaces de desarrollar una pericia de tipo médico. Sabéis que la mayoría de nuestras conciudadanas no son letradas y las que lo son pertenecen a una aristocracia cuyas normas les impiden llevar a cabo ciertas labores. Hay una gran sanadora en el hospital, mi prima Rowena, pero no es suficiente y muchas mujeres se niegan a ser atendidas por varones, ya sea por pudor o por imposición de sus maridos. Vos sois un hombre culto y valoraréis sin duda el cargo que propongo para vuestra hija.

El romano observó al juez godo largo rato antes de pronunciarse.

—Lamentablemente he aprendido –dijo al fin– a meditar mucho las decisiones que incumben a la vida de mi hija, ya me equivoqué una vez y no quiero que se repita. Mi Benedicta es una mujer muy sensible y últimamente está muy triste, sé que conocíais a Cayo y no tengo nada que explicaros que no sepáis ya. Dudo que mi hija desee volver a casarse pues me ha rogado que deseche las ofertas matrimoniales que he recibido y no quiero arrastrarla a un nuevo matrimonio desafortunado. Solamente aspiro a que sea feliz y a que disfrute de las riquezas que su madre y yo hemos atesorado… y no sé si el camino adecuado es el que vos proponéis.

—Escuchadme Tito, no voy a ofrecer un salario por el trabajo de vuestra hija porque solamente os arrancaría una carcajada, pero hay otro tipo de compensaciones que pueden ser muy beneficiosas para Benedicta. Os he hablado de mi prima Rowena y me gustaría que la vierais ahora y que la hubieseis conocido años atrás. Era la joven más triste de toda la ciudad y su existencia transcurría encerrada en casa cuidando de mis tíos, probablemente por eso no se casó, pero actualmente es una mujer distinta y su destreza en las artes galénicas quizá no tenga parangón con el resto de las sanadoras de Spania.

—No estamos hablando de dos mujeres de la misma clase. No me negaréis que actualmente el oficio médico suele ser labor de monjes o de esclavos –aseguró el romano–. Muchos otros habrían considerado un insulto lo que proponéis para mi hija y, si yo finalmente aceptase… ¿qué dirían mis amistades?

El godo suspiró.

—Yo fui instruido en una educación religiosa, pero no me son extrañas las obras paganas y a vos tampoco. Desgraciadamente las épocas de las extraordinarias mujeres que ejercían la medicina han desaparecido, pero sabéis que existieron y en cuán alta estima se las tenía a ellas. Benedicta gozará de consideración entre nosotros y no estará obligada a retirar inmundicias si ella no quiere, pero tendrá que estudiar los síntomas de las enfermedades y sus remedios.

Tito se levantó y se aproximó a la ventana dando la espalda a Erico.

—Pero ese edificio donde trabajaría presumo que estará comunicado con la parte destinada a los hombres.

—Naturalmente –afirmó el juez godo–, los antiguos corrales de ambas casas son ahora uno solo, pues derribamos el muro que los separaba. Por otra parte mi padre es quien elabora los remedios y la despensa se encuentra en el ala masculina y, aunque no descartamos realizar modificaciones, es necesario el trasiego de un edificio a otro para coger los preparados medicinales.

—¿Y la honra de mi hija?

—Todos los que sacamos adelante ese hospital somos cristianos libres y respetables –respondió Erico irguiéndose.

—No lo pongo en duda –aseguró Tito con cautela–, pero he sabido que trabaja en él un coloso beréber y vos… vos sois un hombre muy atractivo.

El juez clavó la mirada en el romano y, tras escoger cuidadosamente las palabras, se dispuso a contestar.

—Os diré realmente quienes habitamos esa vivienda de momento. Mi padre, Gorm, que tiene ambas piernas amputadas; mi tío Liuva que es ciego; Orenco, un gran amigo mío y muy anciano ya; Lorenzo, o el coloso beréber como vos decís, que es eunuco; mi prima Rowena que obviamente es una mujer; y finalmente yo. No creo que los cinco primeros supongan un grave peligro para el honor de Benedicta y, en cuanto a mí, os podría contar muchas cosas para aseguraros que no albergo ni el mínimo deseo de violentar a vuestra hija, pero no voy a hacerlo, así que os debe bastar mi palabra. Y ahora, señor, debo marcharme, mis obligaciones en el hospital me impiden seguir disfrutando de vuestra compañía. Pensad mi propuesta y, si finalmente os place, enviadme a Benedicta.

*

Dos semanas después de la conversación entre Erico y Tito, Benedicta se presentó en el hospital. Muy grande fue la alegría de Rowena al contar con una mujer culta que la ayudara en los casos más complicados, por ello la recibió con gran alborozo y comenzó a enseñarle en cuanto pudo.

—Estudia estos libros, observa los grabados e intenta después reproducirlos en una tablilla –aconsejó–. ¿Sabes griego?

—Sí –respondió la romana con sencillez.

—Pues mucho mejor, así podrás leer los libros de Pablo de Egina y solucionar mis dudas. Erico me ha enseñado muchas cosas, pero como no sé griego me veo forzada a preguntarle cuando se me plantean problemas, que es muy a menudo, interrumpiéndole así en sus quehaceres.

Dicho y hecho Benedicta comenzó a leer los tratados médicos que Rowena le ofrecía. Llegaba al hospital todos los días al amanecer, a excepción de los domingos, y se iba cuando ya había oscurecido protegida por dos esclavos de su padre que acudían a diario para acompañarla de vuelta al hogar de Tito.

—Rowena, ¿qué es un scalprum excisorius?

—Este raspador –respondió la goda mostrándole una hoja cortante de bronce– Aquí lo llamamos legra y sirve para raspar y alisar las astillas de los huesos. Para los callos óseos utilizamos el escoplo tras sajar la piel con el escalpelo, sobre todo en la clavícula, y para el cráneo usamos la gubia.

—Muéstramela.

—Ven, te enseñaré todo el instrumental –dijo Rowena abriendo un gran armario y tomando del brazo a su nueva amiga–. Escoplo, gubia, taladro común de acero, taladro abaptista con lámina circular, trépano, martillos, pinzas y sierras de distintos tamaños, protector de membranas…

—¿El protector de membranas es el meningofilax que cita Pablo de Egina?

—Creo que sí, aunque ya sabes que la lengua de los griegos me es desconocida. Como ves, consiste en una lámina curva de cobre que ha de situarse entre la duramadre y el hueso para extirparlo sin dañar los alrededores.

—Y oye, Rowena, dime la verdad ¿no te causa inquietud serrar huesos y cortar tejidos?

—Bueno, ese tipo de intervenciones suele hacerlas Erico, aunque yo he estado presente en muchas de ellas y no he tenido ningún problema en utilizar estos instrumentos. Al principio tuve un poco de rechazo, no voy a negártelo, pero después te acostumbras y no resulta peor que sajar el vientre de una mujer para realizar una cesárea.

—Espero que a mí me suceda lo mismo –afirmó la romana frunciendo las cejas.

La goda rio.

—Ya lo verás, serás buena en esto porque eres ingeniosa, discreta y tienes manos delgadas y de ágiles dedos. En la próxima cesárea te dejaré que cortes y cosas tú.

—Mu… muchas gracias.

—Ya aprenderás poco a poco el tipo de medicina que practicamos aquí, Erico sigue teorías muy distintas a las de otros galenos. Por ejemplo rechaza tajantemente la curación a partir de preparados con orina y excrementos, tan celebrada por Heródoto o Plinio, por considerar nocivos para la salud los residuos corporales, y lleva a cabo algunas prácticas que otros tendrían por imposibles… te diré que me ha enseñado a fabricar dientes.

—¿Dientes? –preguntó Benedicta estupefacta.

—Sí, antiguamente estaban más solicitados, según Erico.

—¿Y cómo los haces?

—Depende de los gustos del mellado. Se puede utilizar oro, piedra, dientes de animales o bronce, aunque estos últimos son los de peor calidad.

Benedicta escuchaba embelesada a Rowena.

—¿Y las piezas resultan fuertes?

—No, soldarlos bien con hilo de oro es sumamente difícil y su misión es simplemente embellecedora. Sólo las gentes muy ricas nos piden esta intervención y no muy a menudo.

—¡Pero yo pensaba que este hospital era solamente para pobres!

—En un principio así lo pensó Erico, pero cuando murió el sabio Eudoxo, los barones empezaron a acudir a él por ser considerado el mejor médico de Cesaracosta. A ellos sí les cobramos unos honorarios con los que compramos comidas, semillas, y ropa de cama para el hospital.

—¿Y ese otro hombre que también aprendió con Eudoxo?

—¿Mauro?

—No sé cómo se llama, me refiero a uno con rasgos hebreos.

—Sí, bueno, muchos prefieren ser reconocidos aquí y sobre todo los notables de la ciudad, en cuanto a las mujeres aún hay muchas que defienden que las parteras tienen que haber superado los cincuenta años de edad. Te voy a contar una anécdota divertida, hace un mes atendí en el parto a una esclava perteneciente a una patricia de la que no voy a decirte el nombre porque seguramente la conocerás. La criada era muy joven, de caderas estrechas y el niño venía de nalgas, así que fue algo complicado y como ya su dueña lo había comprobado y tenía a la sierva en alta estima, no solamente le colocó santas reliquias sobre el vientre sino que me mando llamar por si se presentaban mayores complicaciones. Finalmente todo fue bien y la rica aristócrata, sumamente agradecida, no sólo me pagó nada más acabé de fajar tanto a la madre como al crío y en oro, sino que al día siguiente envió a un viejo sirviente con una mula hasta la puerta del hospital. Le pregunté cuál era la finalidad de su visita y me respondió que su ama lo había enviado para ofrecerme un presente. Se lo agradecí y, cuando ya me estaba preguntando qué iba a hacer yo con una mula, me dijo que podía elegir. Yo supuse que se estaba refiriendo a la posibilidad de que él mismo vendiese la mula y me trajese su precio de venta, y cuando ya iba a contestarle que me resultaría mucho más cómodo percibir lo que le dieran por el animal, me dijo con voz aflautada: ¿Ella o yo?

La romana estalló en sonoras carcajadas.

—¿Y qué elegiste? –inquirió con lágrimas en los ojos.

—La mula, por supuesto. Erico no quiere esclavos en su hospital y además el pobre hombre era demasiado viejo incluso para coger un cubo de agua. Acto seguido avisé a Erico de que tenía una mula atada a un palo en el huerto y yo ya sabía que iba a poner el grito en el cielo pues no desea animales aquí… incluso nos hemos deshecho de las gallinas que teníamos en el corral ¡Cómo se reían Gorm y Liuva! Por ese motivo comenzó a llamar a grandes voces a Orenco para que la vendiese cuanto antes, cosa que hizo velozmente, ya que ese hombre es un genio en las transacciones.

Benedicta esbozó una gran sonrisa.

—Es muy agradable estar aquí con vosotros, Rowena –dijo tomándole la mano– y tengo que agradeceros que contaseis con mi presencia. He vuelto a ser feliz.

—Anda, vete a estudiar de nuevo –ordenó la goda palmeteando la mejilla de la romana–, que ya verás más adelante cómo aquí no todo son risas y bromas.

*

—¿Adónde vas, preciosa?

Galeswintha clavó su gélida mirada en el rostro del soldado. Era apenas un muchacho y debía ser nuevo en la ciudad, ya que nunca lo había visto por Cesaracosta.

—A bañarme al río –respondió la bruja secamente.

—Mi turno de guardia termina a la hora sexta, si me esperas podría acompañarte.

La resplandeciente mujer se encogió de hombros y dándole la espalda se encaminó hacia su zona preferida del río Orba.

—¡Menuda hembra! –exclamó viéndola partir.

—Debes estar completamente loco, Fabiano –afirmó su compañero de guardia de la puerta este–. ¿No sabes quién es esa mujer?

—No, pero ahora no la olvidaré jamás.

—Pues ya puedes empezar a hacerlo o tendrás serios problemas.

—¿Es acaso tan noble que no se me permite ni hablar con ella? De todas formas no me lo ha parecido, va vestida bastante zarrapastrosa, aunque con ese cuerpo sería mejor que no se cubriese con nada.

El otro portero rio.

—Ya era así cuando la vi por primera vez siendo apenas un niño.

—¿Cómo dices? –el desvergonzado lanzó una carcajada–. Debes estar confundiéndola con otra, pero si tienes más de treinta años…

—Y muchos más ella –respondió el aludido–. Estoy por decirte que te duplica la edad y me estoy quedando corto.

El desconfiado estalló en tremendas risotadas.

—Pero a ver, ¿qué te pasa hoy? Esa muchacha no tendrá más de veinte años ¿o es que no la has visto? Además debe ser soltera porque lleva los cabellos sueltos… ¡Y qué cabellos! Aunque me resulta impensable que una joven de tal belleza no esté casada.

—¡Ah, pues no lo está, eso te lo aseguro!

—Mejor, no deseo enzarzarme en disputas de sangre con maridos celosos.

—Así que, ¿estás decidido a pretenderla?

—Depende a lo que te refieras con pretenderla. No abandoné mi miserable aldea para venir a la ciudad y casarme inmediatamente… soy joven y antes quiero divertirme un poco.

—Si intentas algo con Galeswintha, los que nos divertiremos seremos los demás.

—¿Se llama Galeswintha?

—Ese es su nombre.

El mayor de los dos soldados sabía muy bien quien era esa mujer, realmente toda Cesaracosta lo sabía menos aquel rústico recién llegado a la ciudad. Los días eran largos para un guardián y muchas veces tediosos, así que decidió no ser del todo sincero y entretenerse con la apasionante historia que podía generarse si su compañero hacía lo que parecía resuelto a hacer. Y conocía bien la forma de incentivar las ganas del joven e inexperto soldado.

—Verdaderamente es la mujer más hermosa de la Tierra y todos los hombres de esta ciudad hemos soñado alguna vez con ella –suspiró engañosamente–, pero solamente un héroe podría conseguir sus favores.

—Se nota que estás casado, amigo mío –dijo el patán–. El matrimonio convierte en afeminados y cobardes a muchos varones por estar constantemente en compañía de una mujer y unos críos. Tenéis a la esposa siempre a vuestra disposición olvidando lo más apasionante del proceso. Los hombres debemos ser soldados, luchar, conquistar, rendir y por último entrar en las ciudades con nuestras armas.

El más veterano rio el símil. Su fogoso compañero había mordido el anzuelo y el espectáculo estaba servido.

—Falta menos de una hora para la sexta –dijo llevando la mirada al reloj de sol– y ella parece no haber vuelto… aunque puede haber entrado a la ciudad por otra puerta.

—Tranquilo, muchas veces no regresa hasta antes de oscurecer.

—Y ¿sabes en qué zona del río suele estar?

—Personalmente no, pero una vez me dijeron unos forasteros que habían visto a una extraña pero bellísima mujer canturreando a la entrada de una pequeña cueva y te aseguro que no hay muchas grutas a las orillas del río, lo sé porque de pequeño solía ir a pescar por allí. Pero cabe la posibilidad de que se refiriesen a la zona de montículos que hay siguiendo la ribera, cerca de la necrópolis oriental y antes de llegar al monasterio de los Mártires, eso explicaría además el hecho de que no salga de la ciudad por la puerta sur y que lo haga por la puerta este.

—Eso no es indicativo porque a lo mejor desea dar un largo paseo antes de tomar el baño –respondió el joven–. La he estado siguiendo con la mirada para ver qué dirección tomaba, pero una de las veces que me he girado hacia ti para responderte he dejado de divisarla.

El relevo llegó a la hora sexta y el soldado deseó a su compañero que tanto Dios como la Fortuna estuviesen a su lado en tamaña empresa.

—Cuando volvamos a coincidir en la guardia, amigo mío, seré el hombre más envidiado de Cesaracosta –afirmó sonriendo el incauto.

El joven se apresuró a grandes zancadas por el camino que conducía hasta la necrópolis oriental mientras el otro, tras despojarse del yelmo, se encaminó hacia su hogar sonriendo. El primero llegó raudo al gran cementerio y, aunque se cruzó con algunos campesinos de las propiedades agrícolas sitas a ambos lados del río, no divisó a Galeswintha por lugar alguno. Decidió continuar caminando hasta dejar atrás el cenobio de las Santas Masas y siguió sin abandonar la orilla del Orba hasta que finalmente la vio tumbada bajo un gran árbol. Aún tenía mojados los longuísimos cabellos y parecía dormida. El soldado la contempló durante largo rato, recreándose en sus formas, recorriendo con la mirada la longitud de sus piernas y la esbelta musculatura que las adornaba, saboreando de antemano los jugosos labios rosados entreabiertos, siguiendo el ritmo de la respiración de su fina y recta nariz y asombrándose con el brillo dorado de sus altos pómulos hasta que la diosa, pues no pudo pensar en otro apelativo para ella, abrió sus ojos dulcemente.

Al día siguiente, Fabiano no estaba en su puesto y el superior del cuerpo de excubiae fue informado de ello. Como primera medida mandó llamar al soldado que había hecho la vigilancia con él el día anterior para que le dijese si el joven le había contado algo que pudiese arrojar luz sobre su paradero, pero éste se limitó a responder que su compañero se había dirigido hacia el río Orba para tomar un baño.

—Señor –continuó titubeando–, yo mismo iré a buscarlo con otro soldado que asignéis. Puede haberse ahogado o haber sido atacado por malhechores.

—Ve pues y encuéntralo.

El soldado, junto a otro compañero, enfiló hacia la zona del río que él mismo había sugerido al joven como posible lugar de solaz de Galeswintha, pero no halló ni rastro de él. Ambos hombres continuaron por la ribera apresurando la marcha hasta que el otro señaló una extraña forma a lo lejos.

—¿Qué es eso?

—No sé, pero se me acaba de erizar el vello del cuerpo. Corre.

Cada vez tenían más cerca la terrible estampa que se presentaba ante ellos y, cuando ya lograron distinguirla con mayor claridad, ninguno de los dos pudo evitar pararse en seco y emitir un grito angustioso. El joven patán era parte integrante de una macabra escultura compuesta por su propio cadáver ensangrentado y uno de los árboles ribereños. De su boca torcida en horrible mueca surgía la rama más alta del álamo y sus brazos y piernas aparecían mezclados en infernal aleación con la madera del árbol. Los dos soldados cayeron de rodillas rezando todas las oraciones que conocían antes de avisar a su superior de que el mismo Satanás había sido el ejecutor de aquella monstruosidad, no cabía duda alguna.

*

—Sentaos, Erico –ordenó Máximo con expresión circunspecta.

El conde y el juez se observaron en silencio antes de que el primero comenzase a hablar.

—Ha acaecido un suceso de enorme gravedad y quizá podáis ayudarme.

—Imagino que alguien habrá recurrido una sentencia emitida por mí –supuso Erico–. Bien, decidme quién ha sido el demandante y revisaré mis causas.

El comes negó con la cabeza.

—No, no se trata de nada de eso. Ayer encontramos el cuerpo de un soldado del que podría decirse que estaba extrañamente empalado en un árbol y, tras comentarlo con las autoridades religiosas, el propio obispo me aconsejó que hablase con vos. Parece que en el asesinato o bien está implicado el maléfico demonio o bien una familiar vuestra, una mujer llamada Galeswintha.

Erico disimuló un respingo.

—Fuimos a su casa y al no recibir respuesta penetramos en ella derribando el portón, pero dentro no había nadie.

Máximo hizo una pausa.

—¿Y bien? –preguntó Erico.

—Nuestro señor, el obispo Tajón, sugirió que posiblemente vos supieseis dónde encontrarla.

—Ni remotamente, ilustrísima –respondió el juez–. No mantenemos ningún contacto.

El conde se revolvió nervioso en su silla.

—¿Queréis decirme que es familiar vuestra, que vive en la misma ciudad que vos, y que no habéis hablado nunca con ella?

—No, excelencia, yo no he dicho eso exactamente –se defendió Erico–. Para empezar no tenemos ningún grado de parentesco en común, somos del mismo clan pero no de la misma familia. Fue la segunda esposa de mi padre durante apenas un año, pero no es mi madre.

—Entonces quieres decirme que tu madre había muerto y que tu padre se casó posteriormente con ella… y ¿después qué sucedió? ¿Murió también tu padre? ¿Se divorciaron?

—Escuchadme, conde Máximo, creo que todos los que me conocen saben que mi madre es la abadesa del cenobio de las vírgenes y que mi padre es el hombre amputado que trabaja conmigo en el hospital. No sé qué os habrá contado Tajón, quizá deberíais haber hablado mejor con Valderedo…

—Bueno, su santidad el obispo me ha contado que pertenecéis a una extraña familia de godos que llegaron a esta ciudad a mitad de centuria, que servisteis al bendito Braulio, que posteriormente fuisteis adoptado por el médico griego Eudoxo y que finalmente Celso os propuso como juez de Cesaracosta.

—Sí, es un buen resumen y ya sé que no soy de su agrado.

—Muchos piensan que sois… peculiar. No os habéis casado, tenéis fama de juez imparcial, regentáis un hospital, y fuisteis heredero del opulentísimo Eudoxo, circunstancias todas ellas bastante incompatibles.

—Creo que, hasta ahora, el matrimonio es una opción y no una imposición legal, tengo además la documentación que me acredita como juez y un permiso con el sello del rey capacitándome para la creación y llevanza de un hospital –dijo Erico poniéndose a la defensiva.

—Lo sé –asintió Máximo–, poseo una copia de ambos documentos. Me he limitado a indicaros vuestras singulares condiciones que, hay que reconocerlo, son también muy beneficiosas para la patria goda y así se lo comuniqué en una ocasión al rey Wamba.

—Mirad, conde Máximo, no os voy a negar que alguna vez me haya visto obligado a mantener una conversación con Galeswintha, pero ignoro completamente dónde está o si ha tenido algo que ver en algún acto delictivo. Si consideráis oportuna la opción de llevarme preso y encerrarme en las mazmorras del castillo, no voy a oponer ninguna resistencia, aunque lo considero una pérdida de tiempo, una medida poco adecuada y espero que nada popular.

—¿Por qué suponéis que voy a llevar a cabo esa medida?

Erico tomó aire y se dispuso a decir con envidiable tranquilidad lo que pensaba realmente.

—Excelencia, he sido literalmente arrancado de mi casa por dos guardias armados que me han conducido hasta aquí a plena luz del día, y no me digáis que he sido escoltado como colaborador vuestro y respetado en mi cargo de juez. Sabéis que hubiese bastado con haberme mandado llamar con un mensajero y hubiese acudido a vuestra llamada igualmente de inmediato. Pero no nos engañemos, para algunos soy un maldito godo usurpador, un miserable que llegó mendigando a vuestra ciudad y no poseo la rancia sangre romana que vos habéis heredado de vuestros antepasados. Ya vuestro hermano Cayo me lo hizo saber muy pronto, cuando me mostró en su pizarra la frase que había escrito para mí, y posteriormente vuestra propia madre me lo confirmó cuando acudí a su villa para intentar sanar a vuestra hermana Régula Segunda. Pero si queréis podemos disfrazar el odio con la túnica de la legalidad y fingir que mi detención se debe a mi supuesto parentesco con la posible asesina de un soldado.

Máximo alzó una ceja con sorpresa. Esas palabras de un colaborador a sus órdenes, de un simple juez local, podrían considerarse insubordinación hacia su persona. Por ello podía aplastarlo como a una cucaracha, aunque había que tener en cuenta las influencias de aquel hombre entre la mayoría de la población de Cesaracosta, pues muchos barones le debían favores y era el médico de la mayoría de ellos. Realmente estaba a bien con ricos y pobres, con romanos, godos y judíos, con clérigos y monjas, con jueces y artesanos… incluso, ¿no era Erico hermano de la nueva santona que había surgido del monasterio de las vírgenes y a quien toda la ciudad consultaba como a un nuevo oráculo? El conde se dijo que no debía tomar una decisión precipitada que arrastrase una consecuencia impopular. Podrían darse revueltas y crearse un caos que originase su propia destitución si el duque de la Tarraconense llegase a tener noticia de tales sucesos. Su carrera y su honor se verían perjudicados, y al fin y al cabo aquel hombre era completamente inofensivo en sus actividades aunque, por otra parte, rico y con una reputación inmejorable. Mejor sería llevarse bien con él y tenerlo antes como amigo que como enemigo, y si el viejo obispo Tajón tenía algo en su contra, que actuase él mismo y no continuara endosándole los trabajos sucios.

—Quizá me he dejado llevar por la cólera –dijo Máximo fingiendo arrepentimiento–, o no he sabido hacerlo de la forma más apropiada a vuestro rango.

—No os preocupéis, ilustrísima, por mi parte está olvidado –aseguró Erico con una brillante sonrisa–. Y ahora, si no me necesitáis para nada más, me tengo que ir, mi señor conde.

—Marchad pues a llevar a cabo vuestros deberes para con la patria –se despidió el comes civitatis.

—Quedad a Dios –respondió Erico con una leve reverencia.

Erico abandonó el despacho condal del antiguo castillo de Augusto mientras Máximo, perplejo, se preguntaba si aquel hombre era realmente así o si por el contrario había fingido tanto como él mismo. No comprendía que tras las veladas disculpas por su parte, el juez pareciera haber olvidado completamente la afrenta que había sufrido y las peligrosas intenciones que le adivinara al principio. No comprendía tal capacidad para el perdón en un ser humano, a no ser que Erico tuviese planeado vengarse de él más adelante y, por ello, mejor sería no bajar la guardia.