V

De las profecías de Galsuinda y el último viaje de Galeswintha a sus tierras de origen

En enero del año siguiente a la desposesión de Wamba se convocó el duodécimo concilio presidido por ambos obispos Julianes, el de Toletum y el de Híspalis, en el que se presentó el rey Ervigio lleno de humildad, lamentándose de las adversidades de los tiempos, fingiendo gran piedad y asegurando repetidas veces durante el transcurso de dicha asamblea que, «lo que había hecho», lo había hecho por el bien de la patria goda y en nombre de Dios, pues desde el principio había corrido el rumor por toda Spania del intento de envenenamiento del buen Wamba por un grupo de conspiradores formado por clérigos de alto rango y magnates palatinos. Se dispuso consecuentemente que, a partir de entonces, solamente se impartiese el ceremonial de la penitencia a los enfermos lo suficientemente conscientes para aceptarla, no fuera que visto el éxito de la estratagema, se comenzase a tonsurar a todo aquel que sobrase de entre los nobles del reino de Spania.

Al concilio acudió Valderedo en representación del anciano obispo Samuel Tajón, que pasaba sus días inmovilizado en una silla del palacio episcopal, y de quien aseguraban los más cercanos a él que aunque sus piernas flaqueasen, no lo hacía su espíritu. Sin embargo soportar el ejercicio del episcopado se le hacía cada día más pesado y el desempeño de muchas de sus funciones recaía desde hacia ya tiempo en Valderedo.

Pero aún recibía en audiencia a muchos clérigos o a laicos cesaraugustanos que le elevaban sus cuestiones, no obstante aquel día había sido él mismo quien había requerido la presencia de la mujer con reputación de santa en toda la ciudad. El requerimiento del obispo se debía a dos motivos, en primer lugar intentar descubrir por sí mismo si aquella virgen era una farsante y, en segundo término, contrastar con ella su propio convencimiento en el hecho de que la sagrada columna fuese una importantísima reliquia no sólo porque la Virgen hubiese posado su pie en ella, sino por haber estado atado a la misma el propio Jesucristo.

—Hija, sentaos a mi lado.

Galsuinda tomó la diestra del anciano obispo y la besó con fervor.

—Hija mía, ¿es cierto que descubriste, por un sueño de inspiración divina, que la columna de la capilla de Santa María era la misma a la que estuvo atado Cristo durante su azotamiento?

—Sí, bendito padre, así fue, ¿cómo iba a ser si no?

—Podría haber sido por un método mucho más común, como lo fue en mi caso, pues yo lo deduje a través de los versos prudencianos. A pesar de mis oraciones, no me fue hecha revelación alguna durante el sueño o por medio de visiones divinas, aunque me fue dado alcanzar el conocimiento de tal descubrimiento, como te digo, leyendo los poemas de Prudencio.

—En mi caso fue al contrario, santidad –explicó Galsuinda–. Mi erudición no alcanza a la vuestra y yo no comprendía el verdadero significado del mensaje del poeta Prudencio hasta que su sentido me fue explicado a través de boca de la mismísima Virgen. Ella me reveló que la columna donde se apareció ante Santiago pertenecía a la residencia del pretorio romano en Jerusalén a la que fue amarrado Su Hijo para ofrecer su espalda a los azotes.

—Te creo sincera. Hace muchos años, durante mi estancia en Roma, yo también gocé del privilegio de escuchar las palabras emanadas de los espíritus de san Pedro y san Gregorio, pero ese don ya me ha abandonado.

—Y yo doy gracias a la Beata siempre Virgen por haberme otorgado el privilegio de poder comprender sus manifestaciones sobrenaturales.

—Cierto es que algunas mujeres han sido seleccionadas para disfrutar esas prerrogativas u otras similares –reflexionó el obispo–. La Biblia nos cita a María, la hermana de Moisés; a la poetisa Débora; a la reformista Hulda, esposa de Salum; a Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser; a la esposa del profeta Isaías; y a las cuatro hijas del apóstol Felipe. Además, san Pablo reconoció la autoridad de las profecías de las mujeres de Corinto y algunas mártires como Perpetua gozaron asimismo del preciado don. Pero no te dejes llevar por el orgullo, hija mía, pues sólo eres una mujer y no debes enseñar ni hablar en demasía.

—No me atrevería a compararme con esas sabias mujeres –afirmó Galsuinda modestamente–. Solamente puedo dar gracias a santa María por haberme considerado merecedora de tal regalo.

Tajón asintió con los ojos medio entornados.

—Y dime, hija, ¿has obtenido algún otro conocimiento que todavía no hayas hecho público?

—Sí, mi señor obispo –asintió la profetisa tras unos instantes de duda–, pero no es algo agradable.

—Estoy preparado para escuchar cualquier información que puedas desvelarme.

—Pues veréis, varias veces he tenido un extraño sueño y quizá vos, con vuestra sapiencia teológica, sepáis interpretarlo. Nada más cerrar mis ojos veo nuestra ciudad, que ni se llama igual ni tiene el mismo aspecto, habitada por gentes con rasgos diferentes a los nuestros, hombres y mujeres ataviados con ropas orientales hablando en una lengua que no acierto a entender. En la catedral no hay crucifijo y tampoco pinturas murales con pasajes bíblicos, pero algunos cesaraugustanos se arrodillan al unísono en un insólito ritual. Tras vagar por esa urbe desconocida de estrechas callejas, salgo del perímetro amurallado por una puerta y llego hasta un enorme castillo donde me encuentro a una mujer relacionada con mi infancia. Ella conserva el mismo rostro que la última vez que la vi y, aunque me sonríe enigmáticamente como si entre nosotras existiese algún vínculo, yo no sé qué decirle y espero a que pronuncie la primera palabra. Comienza a hablarme de un libro escrito a dos manos, de un códice que nos reportará a cada una un beneficio diferente aunque de alguna forma similar, y me llama hermana. Ignoro lo que quiere llegar a decirme y le hago preguntas a las que ella no responde directamente, aunque en determinadas ocasiones asiente y otras niega… no recuerdo las cuestiones que le planteo y el sueño se va desvaneciendo poco a poco hasta que despierto angustiada.

Samuel Tajón suspiró y se revolvió incómodo en su asiento.

—¡Ay! –exclamó al fin–. No comprendo su significado, pero no parece augurar nada bueno. Quizá sea un sueño premonitorio y lo que tú ves sea el estado de Cesaracosta en tiempos venideros. Tampoco concibo la coherencia de tu encuentro con esa mujer ni lo que quiere darte a entender en cuanto al beneficio que os reportará un libro.

—Le he dado muchas vueltas a ese punto y presumo que se refiere a un códice escrito por dos autores diferentes, ¿pero sabe vuestra beatitud si existe tal obra?

—Déjame pensar… la santísima Biblia no puede ser, porque sus autores son más numerosos, sin embargo existen otras obras redactadas por distintos hombres. Yo mismo me basé en la Regula pastoralis del papa Gregorio Magno para mis Sentencias y copié sus trabajos sobre Job y Ezequiel.

—Los he leído, mi señor, Moralia in Job y Homiliae in Aezechielem prophetam.

—Pues de ellas podría decirse que contienen palabras e ideas de diversos autores, la última, por ejemplo, estaría formada por las impresiones del profeta Ezequiel, del papa Gregorio Magno y también mías, aunque yo no pueda ni desee compararme con esos dos santos varones. Probablemente haya cientos de códices de los que se pueda asegurar que fueron escritos por más de una mano.

—A esa misma conclusión he llegado yo, santidad, y por eso me resulta sumamente difícil saber exactamente a qué obra se está refiriendo. Otro punto que me extraña igualmente es el hecho de que me llame hermana, pues esa mujer no es de mi sangre aunque nos unan ciertos lazos de parentesco. Sin embargo podría referirse a que quizá poseamos algo en común que en cierta forma nos hermane… no sé, al despertar de este sueño suelo meditar mucho sobre las palabras que ella pronuncia, aún frescas en mi memoria tanto en contenido como en tono, y reconozco que me hacen sentir una gran inquietud, mi señor. Por ello rezo constantemente a la Madre de Dios para que ilumine mi mente a la comprensión, pues son tan firmes las aseveraciones de esa mujer y tan real el momento que creo estar todavía frente a ella cuando mis ojos se abren en las tinieblas de la noche.

—La oración es lo único que puede ayudarte, hija mía, continúa con tus plegarias a la santísima Virgen, que sin duda te ha escogido como mensajera de su sabiduría, y pídele que aumente sus señales para que tu limitado conocimiento pueda beneficiarse con sus divinos signos.

El obispo Tajón supuso que la mujer que se aparecía en los sueños de la goda no era otra que Galeswintha, ya que era hombre de gran entendimiento y no completamente ajeno a las visiones antinaturales. Lo que no logró comprender es la referencia a ese códice escrito a dos manos tan importante para ambas y, a pesar de meditar largamente sobre ello, no pudo más que considerarlo un sinsentido, pues no existía casi ningún libro escrito exclusivamente por un autor. Samuel Tajón continuó reflexionando y llegó a la conclusión de que siempre ha habido y continuará habiendo miles de libros que se basen en palabras anotadas de antemano por otros, en frases pronunciadas por desconocidos que sin embargo volverán a ser transcritas de una u otra forma, y en ideas que ya en el pasado estuvieron en vigor. Y los que como él se dedicaban a la escritura las repetirían infinitamente y a través de los siglos para que todos pudiesen conocerlas y no llegasen a caer en el olvido.

*

Decía Isidoro de Híspalis que los godos se vinculaban a Hispania y la amaban como a una novia raptada, y esa unión era bien patente en el caso de Erico. Ya había olvidado su lejana tierra por completo y se sentía completamente hispano. El resto de los godos asentados en Spania incluso ignoraban dónde estaba la península (o isla, como muchos creían) de donde partían sus orígenes. Algunos sabían que estaba muy al norte y que seis siglos atrás sus antepasados la habían abandonado en una larga migración que había desembocado al oeste del Mar Negro, donde finalmente se habían asentado tras cruenta lucha y posterior coalición con los sármatas.

La única que continuaba añorando sus gélidas tierras norteñas era Galeswintha. Ella seguía recordando y reviviendo intensamente muchos momentos y a veces se torturaba a sí misma por el destino que había corrido su aldea y su propio padre, por eso decidió volver a realizar uno de esos viajes mentales de los que sólo ella capaz,

Thorvald estaba sentado en su cabaña junto al hogar, observando el fuego crepitante y esperando apaciblemente a los guerreros enemigos que se aproximaban con gran rapidez a su aldea. Su espíritu estaba sereno, poco antes había puesto a salvo a su hija y aunque no desconocía el destino que le aguardaba sabía que los dioses del reino de los muertos le proporcionarían una buena acogida cuando se presentase ante ellos.

—Padre –escuchó a sus espaldas.

—He reflexionado largamente durante todos estos años, Galeswintha –dijo con calma y sin buscar siquiera el origen de la voz–, te he observado día y noche desde el momento en que naciste y te pusieron a mis pies. Intenté enseñarte todo lo que sabía y jamás te dije nada relacionado con esto… me refiero a que nunca menté en lo que ibas a convertirte en un futuro. Hace unos instantes he visto partir a la niña y ahora escucho la voz de la diosa, la diferencia es que a la chiquilla la conocía y a ti no.

—Somos la misma persona, padre, ya lo sabes, y no debemos permitir que esos bárbaros te despellejen vivo.

—¿Y tú qué propones, un suicidio?

—He visto lo que van a hacerte, padre –dijo la imagen de la mujer con voz angustiada–, y también he sentido el insoportable dolor que padecerás.

—¿Y crees que prefiero perecer por mi mano?

El cuerpo de Galeswintha se removió sobre el suelo de la cueva del Orba, donde permanecía inerte.

—No, hija, no pienso quitarme la vida como un cobarde. Cuando escuche resonar los cascos de los caballos un poco más cerca, saldré para ayudar a nuestros vecinos a combatir.

—Me consideras un monstruo.

—No lo sé, hija mía, eso es lo que quiero que tú me digas, si realmente lo eres o sólo son suposiciones de un viejo temeroso de haber creado algo abominable.

—¿Y qué entiendes por abominación?

—No deseo jugar ahora a los significados de las palabras, ya durante tu infancia te expliqué cientos de veces los conceptos del bien y el mal. Deberías haberlos asimilado ya.

—Yo actúo conforme a un plan.

—No sé cuál es tu época ni en qué año vives, para mí han transcurrido unas horas desde que te dejé, pero para ti deben haber pasado varias décadas. La inmortalidad es patrimonio de dioses, y el mortal que la persiga sólo encontrará odio y muerte en su camino. Siento mucha pena por ti, Galeswintha, y por mí también, porque en este momento no tengo dudas de que me he equivocado al criarte como lo hice. De alguna forma, yo poseo poderes al igual que tú y aunque mi voz no pueda viajar en el tiempo estoy capacitado para suponer lo que alberga el corazón de mi hija.

—Es cierto, nunca sabré de lo que son capaces un padre o una madre, tú sin embargo lo sabes muy bien. No soy tu única hija, pero la otra ni siquiera sabe que existes. Yo te quiero, padre, por eso he venido a prevenirte.

—Sigue tu camino, hija mía, tu concepción de la vida es muy diferente a la que yo poseo. Rezaré a los dioses los instantes que me quedan de vida para que tu forma de pensar no te impida ser tan feliz como yo hubiera querido que lo fueras.

La voz cesó por completo y Thorvald sacudió la cabeza con pesar. Los gritos de las mujeres de la aldea lo avisarón de que era momento de salir a luchar y cogió el hacha que descansaba junto al hogar. Abandonó la choza con toda la rapidez que su viejo cuerpo le permitió y sus ojos se abrieron de par en par al contemplar el monstruso espectáculo que tenía ante él.