Donde se cuenta que Valderedo se convierte en el nuevo obispo de Cesaracosta, la deshonra de Régula y cómo Gorm descubre que es posible visitar a su hija
El invierno del año del Señor de 683 fue el más crudo que los cesaraugustanos recordaban. Las lluvias y nieves fueron constantes haciendo impracticables los caminos y complicada la vida. El anciano Samuel Tajón no pudo resistirlo y murió víctima de la vejez y el frío, pero todavía en posesión de la espléndida lucidez que siempre le había caracterizado.
—Recuerda lo que te dije una vez, Valderedo. Las mentes de los oyentes sólo se verán atraídas si el artista que toca las cuerdas de la cítara las tañe de modo armónico para todos, y solamente quien tenga las manos limpias puede curar la suciedad de los demás. No ambiciones pues la gloria de los cargos, ni busques los primeros lechos en los banquetes ni las primeras cátedras en las reuniones, se simplemente un pastor que guíe a sus ovejas por rectos senderos en la terrible época que te va a tocar vivir.
—Mi señor, siempre habéis insistido en que el obispo tiene que ser un santo –dijo Valderedo con serenidad, besando la mano de aquel que ya se encontraba en su lecho de muerte–, ayudadme vos desde los Cielos a conseguirlo, o al menos a intentarlo.
Tajón murió estrechando la mano de Valderedo quien, tras las exequias por su maestro, se convirtió en el nuevo obispo de Cesaracosta.
Aquel mismo año, el obispo filósofo Julián de Toletum dirigió el décimo tercer concilio, de escandaloso contenido, al que acudió Freidebado en representación de Valderedo, pues el nuevo obispo no deseaba ni ver al rey Ervigio. Y tampoco hizo acto de presencia en aquella ocasión Idalio de Barcino, quien envió a su vicario Laulfo alegando sufrir gota, y cuando el metropolitano de Toledo le mandó los manuscritos de su obra Prognosticum, le respondió con una ácida misiva aludiendo a la sangre judía del mensajero y, veladamente, a la del propio toledano, aunque la antipatía que provocaba entre los obispos afines a Wamba se debiera a las oscuras sospechas que recaían sobre él de estar implicado en una conjura antes que a sus oscuros orígenes de converso.
Las actas conciliares reflejaban algunas disposiciones que suavizaban las penas en caso de acusación por traición, es decir, el soberano rebajaba el castigo por el delito que él mismo había llevado a cabo contra su predecesor. Además restituía en el cargo y devolvía las propiedades a aquellos nobles implicados en la conjura contra Wamba, incluido el conde Paulo, aquel que se sublevara años atrás coronándose «rey de la zona oriental». Para más desvergüenza, Ervigio pidió que la familia real fuese respetada sin que se les pudiese imponer por obligación ni hábito ni tonsura, aunque solicitaba que, una vez muerto, nadie pudiese casarse con su esposa ni unirse a ella adúlteramente para evitar así que los ambiciosos captasen, mediante el matrimonio, clientelas y poder aún en posesión de la reciente reina viuda. Y ya como colofón, condonaba las deudas al fisco provocadas por impago de tributos hasta un año antes de su subida al trono, aunque castigaba con la pena del cuádruplo a quien no las pagase a partir de entonces. Por último introdujo nuevas normas, la mayor parte contra los judíos. Pero sobre todo acarreó polémica su nueva ley militar, tanto o más severa que la de su predecesor, mucho más injusta, y que él tanto había criticado. Y la novedad residía en que casi todo el pueblo tomase las armas en caso de ataque y no solamente unos pocos, según explicó posteriormente Freidebado al nuevo obispo Valderedo y al juez Erico.
—Requiere que acudan a la batalla la mayoría de los dependientes de los nobles, sean romanos o godos y libres, siervos o libertos, pues recriminó que la mayoría de los optimates dejaban a sus hombres dedicados a labores agrícolas en vez de llevarlos a la batalla. Y ahora exige al menos la presencia de uno de cada diez vasallos dependientes de un señor.
—Pero piensa, hermano, que son en su mayoría hombres que no han cogido una espada desde que jugaban con una de madera en su infancia –dijo Erico a su hermano adoptivo Freidebado.
—Lo sé, Erico, por eso mismo algunos preferirán ser tenidos por infames, pagar una multa, recibir latigazos o ser desterrados antes de convertirse en carnaza para el enemigo.
—¡Esto es un desastre tras otro! –se quejó Valderedo mesándose sus tonsurados cabellos.
—Y como el mal acarrea más males, la cosecha ha sido nefasta y el pueblo tiene hambre. Y para empeorar todavía más la situación, a nuestro sapientísimo soberano solamente se la ha ocurrido condonar las deudas de los impuestos impagados de nobles y eclesiásticos –añadió Erico–. Los obispos junto al rey sois los encargados de crear las leyes que luego los jueces aplicamos y que toda la población debemos acatar, así pues luchad por un cambio.
—La autoridad del rex en este reino ha eclipsado incluso la primacía papal, es el monarca quien toma decisiones relativas a la Iglesia e incluso está detrás de promociones episcopales. Además las cosas han cambiado mucho y ahora en los concilios casi no se tocan los asuntos religiosos… Ya ni siquiera el rey se postra en tierra al comienzo del concilio, ahora se limita a inclinar la cabeza, a entregarnos el tomo regio y poco antes de que comiencen las deliberaciones, se va y no vuelve. Así pues, ¿crees que poseo algún tipo de influencia en las decisiones reales?
—Por supuesto más que yo, santidad.
—No estoy seguro. Todavía se presta oídos a los iudices que acuden al concilio.
—Eso es relativo, en la asamblea participaron obispos y miembros del oficio palatino –afirmó Freidebado–, pero solamente tomaron la palabra unos pocos. El conde de Toletum, Walderico, habló en dos ocasiones; el comes patrimonii, Vitulo, en tres; Cixa, el conde notariorum, no dijo esta boca es mía; y Gisclamundo, el condestable, se dedicó a murmurar con otros nobles como Hilaco y Ostrulfo. Verdaderamente ninguno realizó intervenciones destacables… simplemente se dedicaron a corroborar las propuestas reales.
—Entonces, mi señor obispo, no hay mucho que hacer.
—Eso parece –suspiró Valderedo resignado–. A los obispos ya solamente se nos solicita que intercedamos por el rey ante Dios y que acudamos a Toletum a celebrar la Pascua.
—Únicamente me queda pues agradecer de nuevo la generosa donación que ha hecho vuestra beatitud a mi hospital.
—Hospital que nos beneficia a todos, Erico. Y recuerda que debes revisar el cumplimiento de las rondas de los sayones porque últimamente la delincuencia está creciendo mucho en la ciudad y, al estar nuestro conde ausente de ella, la guardia armada se comporta más despreocupadamente.
—Así lo haré.
—Te has convertido en un personaje indispensable en esta urbe, amigo mío. Deberías aceptar un ascenso y acudir a los concilios, yo mismo te recomendaría para…
—Ni lo mientes de nuevo, mi señor obispo, sabes que ya no tengo tiempo para nada más.
—Entonces no te quejes de que Cesaracosta esté ahora en manos de los hijos de Régula.
—No lo he hecho, me he limitado a advertirte que desde el obispado vigiléis la actuación de Claudio.
Valderedo se encogió de hombros.
—Claudio lleva varios años de exactor.
—Erico tiene razón, mi señor –dijo Freidebado–, en la actualidad su hermano Máximo es conde de la ciudad y por ello puede permitirse más licencias. Algunos os culpan de ello a los obispos, dicen que ya tienen bastante con las tercias que pagan a la Iglesia y que no desean pagar ni una siliqua más.
—Me queréis decir que los lobeznos de Régula no son nada de fiar –afirmó Valderedo–. ¿Es eso? Pues a veces se usan demasiadas palabras vanas para decir lo que fácilmente puede entenderse con unas pocas.
—No me atrevería a ser tan tajante, santidad –dudó Erico–, pero hace unos días tuve un litigio por fraude relacionado con las lindes de unas tierras en el cual estaba implicado Pío, inspector de campos y hermano de Claudio y Máximo.
—¡Lo que faltaba! –exclamó el nuevo obispo–. Una manada de lobos hambrientos está mostrando los colmillos en Cesaracosta.
*
Parecía que el hecho de organizar concilios se estaba convirtiendo en una costumbre anual, y eso era síntoma de que corrían tiempos difíciles y de que las cosas no marchaban del todo bien.
Las actas de un reciente concilio en Constantinopla condenando el monotelismo o apolinarismo, herejía que aun reconociendo en Cristo dos naturalezas admitía en Él únicamente la voluntad divina despojándole de la humana, se hicieron públicas en las diferentes iglesias de toda Spania. La conclusión final sobre la existencia de ambas voluntades en Nuestro Señor pasó a tratarse no únicamente en ellas, sino también en las casas, tabernas e incluso en el hospital.
Benedicta y Rowena iban hablando de ese tema cuando pasaron al pabellón de los hombres en busca de varias medicinas que Gorm tendría preparadas hacia mediodía, según les había asegurado previamente.
—La enferma de hemorroides me ha dicho que ella tenía muy claro que en Jesucristo había dos voluntades –dijo Benedicta a su compañera.
Rowena lanzó una carcajada.
—Sí, parece una gran teóloga.
—No te burles, mujer –rió la romana–, presumo que se lo explicó la santona esa de la que todos hablan, una tal Galsuinda.
Gorm levantó la mirada de sus quehaceres como si le hubiesen pinchado con un alfiler y Rowena observó su reacción con disimulo mientras Benedicta continuaba hablando.
—Es una de las vírgenes del cenobio que tiene fama de profetisa y toda Cesaracosta va a consultarle dando prioridad a sus enseñanzas ante las del propio obispo y demás clérigos de la ciudad, y cuentan que…
—¿Cómo has dicho que se llama esa mujer? –preguntó Gorm dejando caer sus brazos sobre la mesa en la que trabajaba.
—Galsuinda –respondió Benedicta extrañada.
El godo y su sobrina intercambiaron una mirada.
—¿Qué sucede? –se inquietó la romana.
—Nada –respondió Rowena desviando el tema–. Coge esos dos frascos y llévalos cuanto antes al otro edificio. Mientras tanto yo iré a ver si las sábanas tendidas ya están secas.
Esperaron a quedarse solos y Gorm chasqueó la lengua con desgana.
—Tú lo sabías, Rowena.
—Algo había oído, tío Gorm, la gente habla en el hospital.
—Claro, yo no estoy en contacto con los enfermos –afirmó el godo–. Llevo años queriendo hablar con mi hija y ahora me entero de que recibe visitas asiduamente de cualquiera que desee preguntarle cualquier cosa.
—A través de una celosía y siempre en presencia de alguna otra mujer del convento, recuerda que ningún hombre puede estar a solas con una virgen consagrada.
—Soy su padre, Rowena.
—No sé si te reconocerá, Gorm, han pasado muchos años.
—Una vez, antes de venir a esta casa, la vi observándome por la rendija de una puerta del monasterio de los Mártires. Yo estaba postrado en una cama en la habitación del hospital destinada a peregrinos y enfermos, con las piernas amputadas y rodeado de muerte y miseria. Imagino que Erico, antes de partir a Toletum para formarse como juez, debió visitar a su madre y a su hermana para despedirse de ellas y rogarles que me atendiesen si algo me faltase. Mi hija solía acudir a menudo a interesarse por mi salud y creo que en varias ocasiones debió querer comprobar por sí misma el estado en que me encontraba, pero yo solamente fui consciente de su presencia una vez.
Rowena se aproximó a su tío y le tomó la mano.
—¿Cómo supiste que era ella? Habían pasado muchos años y estaría muy cambiada desde la última vez que la viste, cuando sólo era una niña pequeña.
Gorm sonrió.
—No he sido un buen padre ni un buen marido –reconoció–, pero en los hijos se descubren rasgos familiares y cuando vi a esa muchacha me pareció volver a ver a mi esposa Frida el día que nos casamos. Mi hija es casi idéntica a su madre, Rowena, sin embargo se parece muy poco a mí, probablemente por eso ha llegado a ser considerada casi una santa.
Rowena sacudió la cabeza.
—Escucha, tío Gorm, puedes hacer lo que desees, pero yo en tu lugar me pensaría dos veces el ir a ver a mi hija si no hubiésemos intercambiado palabra hace más de treinta años, máxime habiendo estado encerrada en un convento y educada con la rigidez propia de esos lugares y… –la mujer calló mordiéndose la lengua.
—Ibas a decir: y teniendo en cuenta tal y como me he portado con ella –el hombre suspiró–. Hace unas semanas escuché la conversación que mantenían Erico y Liuva sobre un caso que había juzgado mi hijo en el que uno de los litigantes había aportado como testigo a un hombre que se había vendido a sí mismo como esclavo para que su esposa y sus hijos tuvieran dinero para poder comer. Yo, sin embargo, gastaba el mío en vino, cerveza y mujeres aunque…
—Basta ya, Gorm, no iba a decir eso –cortó Rowena con una severidad impropia del respeto que le debía–. Creo que ya has pagado bastante por tus pecados y no debes seguir torturándote eternamente por ello. Ahora ayudas a los demás, salvas vidas con tus fármacos y ofreces limosnas a cualquiera que llame a la puerta solicitándolas.
El godo sonrió.
—Sí, ofrezco limosnas con el dinero de mi hijo.
—Yo también estoy aquí y soy dichosa gracias al patrimonio y a la bondad de Erico –dijo la mujer–. Hay dos tipos de personas en el mundo, los que hacen felices a los demás y los que los hacen desgraciados, tu hijo pertenece al primer grupo y demos gracias al Señor misericordioso por haberlo puesto en nuestras vidas.
Rowena salió de la cocina pretextando que tenía mucho que hacer en el hospital femenino. No quería recordar el pasado, solamente vivir el presente, y para poder hacerlo había que eliminar ciertos harapos sucios de la memoria. Salió al corral y palpó las sabanas ya secas por el tibio sol de abril, tomó una de ellas y ahogó su rostro en el tejido inmaculado, aspirando el aroma a limpieza que ya casi había olvidado entre aquellas mujeres enfermas de olor putrefacto. Aquella noche tomaría un buen baño caliente y rogaría a alguno de los hombres que la ayudasen a despiojarse. Gorm fabricaba un buen ungüento para acabar con las liendres, pero era tan fuerte aquel remedio que la última vez que lo utilizó le produjo múltiples heridas en la cabeza.
*
Máximo ayudó a su hermana a salir del carro cubierto que la había traído desde Barcino. Régula Segunda reprimió una mueca de dolor al salir del incómodo vehículo en el que había viajado durante largos días y, una vez fuera, tomó en brazos a su hijo pequeño, el niño que había creado la discordia en su matrimonio. Antes de traspasar la puerta de la villa de su madre, agradeció a su hermano mediante la mirada lo que había hecho por ella en las últimas semanas. No sólo había enviado un carro con escolta a la ciudad de Barcino nada más recibir su carta sino que, al salir a esperarla al camino cuando fue avisado de su llegada a Cesaracosta, la había saludado con el mismo afecto de siempre y sin preguntas. Lo único que el conde no había podido evitar había sido la mirada curiosa que lanzara a su sobrino nada más verlo, pues sin duda se trataba de un niño completamente distinto al resto de los vástagos que Régula Segunda había parido.
—No temas, hermana –dijo Máximo tomándole la mano–, lo peor ha concluido y ya estás fuera de peligro.
Régula Segunda asintió y apoyó su cabeza en el fornido pecho del comes civitatis de Cesaracosta.
—No me dejes sola todavía –le rogó– y ayúdame a explicárselo a madre.
Régula permanecía inmóvil en el atrio cuando su hijo mayor y su única hija penetraron en la casa. Su mirada era gélida como el hielo y sus ojos negros lanzaron chispas de odio al contemplar por primera vez los rasgos de su nieto.
—Lleva al niño a que descanse a la habitación –ordenó a una criada que permanecía casi escondida tras una columna.
La sierva desapareció con el pequeño y Régula se dirigió, seguida por sus hijos, a la habitación que únicamente usaba para recibir a las visitas menos gratas y donde redactaba documentos o escribía cartas importantes. Su secretario, que se encontraba trabajando allí en aquel instante, abandonó la estancia tras ser consciente del gesto lanzado por la domina para que los dejase solos.
—Bien –dijo Régula acomodándose en la silla principal de la mesa de despachos–, sentaos.
Ambos hermanos tomaron asiento frente a ella mientras la observaban con ojos expectantes.
—Madre –comenzó Régula Segunda bajando la mirada–, debo pediros perdón de nuevo.
—Ya lo hiciste en tu carta, pero eso no soluciona nada.
—Lo sé –reconoció la hija.
—¿Y tú, Máximo, qué opinas?
El conde suspiró.
—No nos engañemos, madre, yo gobierno la ciudad, pero en esta casa las decisiones las tomas tú.
Régula se echó hacia delante apoyando los codos sobre la mesa. Era ya una mujer anciana, aunque en algunos aspectos conservaba la coquetería propia de su juventud. Hacía años que se teñía el pelo escondiendo las canas en una falsa negrura que conseguía mediante una mezcla de plantas y aceites y sus manos continuaban plagadas de anillos de oro.
—Te diré sin rodeos, hija mía, que ahora lamento incluso que lleves mi nombre.
Régula Segunda ahogó un gemido.
—Es patente que ese niño no es de tu marido, nadie diría lo contrario, y no me extraña que haya decidido abandonarte quedándose con vuestro hijo mayor. Mereces ese castigo y mucho más. Su color de pelo, sus facciones y demás rasgos físicos hacen incuestionable que no sea de sangre goda y se van a suscitar comentarios en toda la ciudad. Tú sabrás de quién es hijo, aunque yo tengo mis propias sospechas y no vamos a darle la satisfacción de que lo sepa. Te voy a enviar a las tierras que poseo en Tirasona, una de las fincas tiene una pequeña cabaña en la que a partir de ahora vivirás con tu hijo godo. No saldrás de allí, pero no temas, no pienso emparedarte, simplemente voy a mandarte acompañada por un criado que será vuestro protector y centinela. Además solicitaré de los señores de la ciudad, el obispo Anterio y del conde Casio, la estrecha vigilancia de vuestro encierro.
Régula Segunda y Máximo la miraron horrorizados, aquello era similar a una pena de destierro o, más inhumano todavía, de confinamiento forzoso.
—Naturalmente –continuó Régula–, el esclavo con el que te enviaré estará castrado, no vaya a ser que engendres con él otro vástago de sangre impura como parece que te gusta hacer, aunque realmente ya no tengas edad apropiada para ello.
Régula Segunda comenzó a derramar abundantes lágrimas, tanto por la humillación que suponían las palabras de su madre como por la crueldad del castigo que le estaba imponiendo.
—Estás siendo demasiado severa con tu propia hija, madre –dijo Máximo en defensa de su hermana.
—Mis hijos me estáis defraudando uno tras otro –afirmó la loba tras juguetear con los pulgares–, os he provisto de una buena educación y de todas las comodidades posibles desde que erais unos niños. Después busqué para vosotros uniones convenientes con hombres y mujeres de un rango similar al vuestro y solamente os pedí una cosa a cambio, que hicieseis lo que hicieseis no dejaseis que la reputación familiar se viese afectada. Mis dos hijos pequeños no debisteis comprender bien mis indicaciones y habéis conseguido ser merecedores de una deshonra pública y patente, aunque lamentablemente para ti –dijo mirando a Régula Segunda– lo que has engendrado hace tu falta mucho más evidente que si hubieses sido un varón. Aun así queda la opción de que te deshagas de tu hijo pequeño…
—Eso no lo haré jamás –gritó Régula Segunda poniéndose en pie–. Tendrás que matarme antes.
—Podría hacerlo –respondió Régula con tranquilidad–, pero no deseo tener más problemas por tu causa. Partirás mañana mismo, antes del alba y con buena escolta, no quiero que nadie te vea por aquí, ni debes contar tampoco con llegar a aparecer en mi testamento, porque a partir de hoy ya no eres mi hija.
—Gracias, madre –respondió Régula Segunda aún en pie y muy erguida– me acabas de liberar de un peso con el que llevo cargando desde la infancia.
Y salió de la sala de despachos en dirección a la habitación donde su pequeño dormía plácidamente.
*
Orenco se dejó caer agotado en una silla frente al hogar. Le dolían todos los huesos del cuerpo y, cada vez más a menudo, sentía un ahogo que provocaba que los latidos de su viejo corazón se acelerasen como el galope de un caballo desbocado. Observó a Gorm y a Liuva dormitando en sus respectivos camastros y rogó en silencio para que Sven y Karl se decidieran a enrolarse ya en el fatigoso trabajo de aquel hospital. Una flema le alcanzó el pecho y saliendo al corral cogió un orinal para esputar en él, observó en la penumbra el resultado sanguinolento de su expectoración, limpiándose a continuación con la manga de su camisa la sangre brillante que aún le resbalaba por la barbilla. El tuerto no se engañaba a sí mismo, hacía tiempo que sabía que sus pulmones no solamente contenían aire y se preguntó con serenidad cuánto tiempo podría vivir todavía en aquella situación. Regresó a la cocina pensando que había muchas enfermedades que originaban aquellas flemas rojas y espumosas que él arrojaba, y uno bien podía ponerse tanto en el mejor como en el peor de los casos, es decir, podía tratarse de un cáncer, una simple bronquitis, o una severa pulmonía. Tosía a menudo y en ocasiones sentía dolor al respirar.
La puerta de acceso al dormitorio de los enfermos se abrió dando paso a un Erico rendido de cansancio, pues aquella tarde no había parado un solo instante. Había realizado una intervención a un niño para frenarle una triquiasis, arrancándole los pelos del párpado con unas pinzas y cauterizando a continuación. Posteriormente había atendido a un paciente con varicocele para después intervenir a un anciano con un problema grave de hemorroides. Finalmente, había llevado a cabo una operación de lo que Hipócrates llamaba empýema y que consistía en la acumulación de pus dentro de la cavidad pleural. Todo eso había hecho antes del anochecer y solamente podía contar con unas horas de sueño antes de ir al tribunal a la mañana siguiente.
—Vamos a descansar, Orenco –propuso el juez en un susurro para no despertar a su padre y a su tío, quienes ya dormían profundamente en sus lechos anexos al hogar–. Lorenzo se quedará velando hasta que amanezca, aún disponemos de unas horas para poder dormir.
Ambos hombres subieron por las escaleras en dirección al dormitorio del piso superior y, nada más llegar al mismo, Orenco reprimió con sus manos un nuevo ataque de tos.
—Toma un poco de agua –ofreció Erico preocupado–. Has debido resfriarte.
El tuerto bebió con avidez deseando que el juez no presenciase una de sus expectoraciones y apuró el vaso. Se despojó de la tunica y de la camisa a toda prisa para que tampoco se hiciese visible la mancha rojiza que lucía en la manga derecha y añadió otra manta a su cama.
—Sí, debo de haber cogido frío –mintió–, me taparé bien para sudar el resfriado.
—Voy a subir el brasero a la habitación –propuso el juez.
—No, no será necesario, tengo dos mantas.
—Pues… ¿quieres que te prepare una infusión calmante para la tos? –preguntó Erico.
—No te preocupes, mañana la tomaré, ahora estoy muy cansado y quiero acostarme cuanto antes. Y tú deberías hacer lo mismo, posiblemente mañana tengas que operar el brazo del joven que vino ayer.
—Lo haré por la tarde, cuando vuelva del tribunal. Qué pases buena noche y si te sientes peor, avísame.
Ambos se arrodillaron a rezar sus oraciones y, tras una breve plegaria, Erico se arrastró hasta la cama rendido, quedándose al instante profundamente dormido. Orenco se tumbó lentamente y escuchó su propia respiración fatigada y el leve murmullo que emitían sus pulmones, pero estaba demasiado cansado y tampoco tardó demasiado en conciliar el sueño.
Erico se levantó al amanecer, cuando la primera luz de la mañana entró por la rendija de entre las pesadas cortinas. Se lavó la cara con el agua gélida que extrajo del depósito con un cubo y a continuación se secó bien con la toalla, le escocían los ojos por la falta de sueño y decidió no llamar todavía a Orenco para que se levantase. El tuerto dormía tan placidamente, se dijo, y ya era tan anciano que bien merecía unas horas más de descanso. Él relevaría a Lorenzo de su vigilia para que igualmente el beréber pudiese echar una cabezada, aunque no podría ser por mucho tiempo pues debía acudir al tribunal.
El juez bajó las escaleras y halló a Gorm despierto e incorporado en la cama.
—Buen día, padre, ¿Habéis dormido bien?
—Ven, hijo, tengo que hablarte.
—Debo relevar a Lorenzo.
—Pues llévame contigo al dormitorio de los enfermos y allí podremos conversar igualmente.
Erico asintió y tomó en brazos a su padre, con quien entró en la sala contigua, depositándolo a continuación en una silla. El beréber dormitaba, como suele decirse, con un ojo abierto y otro cerrado, pendiente de cualquier débil quejido que algún enfermo de gravedad llegase a emitir. La llama de la lámpara emitía una suave luz que suplía a la natural al estar la habitación completamente a oscuras. El juez prefería no descorrer las cortinas hasta bien entrada la mañana permitiendo a los enfermos unas horas más de descanso.
—Ya puedes subir, Lorenzo –anunció Erico en un susurro.
—¿Y Orenco? –preguntó el coloso ya despabilado.
—Le he dejado dormir un rato, luego bajará. ¿Ha habido algo esta noche?
—No, excepto que el enfermo de la segunda cama me ha pedido agua dos veces, parecía padecer una sed incontrolable y tenía un poco de fiebre.
—Ahora lo examinaré. Qué descanses, Lorenzo.
Erico hizo una ronda por el dormitorio comprobando que todos los hombres durmieran plácidamente y deteniéndose en el lecho donde reposaba el sediento. Acercó su nariz al aliento del enfermo y tocó su frente para comprobar si la fiebre persistía y, tras comprobar que la calentura no era grave, volvió al lado de su padre sentándose en la silla contigua a la de éste.
—¿Qué querías decirme, padre?
—Hijo, ¿sabes lo de tu hermana Galsuinda?
El juez miró a Gorm asintiendo a continuación.
—Valderedo me contó algo al respecto.
—¿Y qué opinas?
—No sé qué decirte.
—Querría que me hicieses un favor, Erik, ¿Podrías ir, en cualquier momento que tengas un rato de tiempo, al cenobio de las vírgenes y hablar con tu hermana?
—Claro que sí, hace tiempo que no las visito y me gustaría mucho verla, y a madre también. ¿Quieres que les dé algún recado de tu parte?
—No, solamente… solamente desearía que tanteases los actuales sentimientos de Galsuinda hacia mí. Hubiese querido acudir a verla desde que tuve noticia de que había posibilidad de hacerlo, pero Rowena me aconsejó prudencia y, para serte sincero, tengo miedo de hacerlo.
Erico reflexionó unos instantes.
—Comprendo –dijo al fin–. Iré en cuanto pueda.
Gorm cogió la mano de su hijo y la apretó con fuerza.
—Qué Dios te bendiga, hijo mío.