VII

Donde se narran los hechos del nuevo rey Égica, la muerte de Orenco y otros asuntos de gran importancia

Ervigio fue envenenado tras siete años en el trono, cumpliéndose así la sentencia bíblica que reza que quien a hierro mata, a hierro muere. Un día antes de expirar, el rey tomó una decisión no del todo acertada, nombrar sucesor a su yerno Égica, el marido de su hija Cíxilo, mermando así el poder de sus propios hijos y llevando al desastre a su propia gente. Égica, no menos engañoso que su suegro pero sí mucho más astuto, repudió a su esposa nada más llegar al trono, se apoderó de los cuantiosos bienes familiares e intentó encerrar a la viuda real Liuvigoto en un convento. Y todo ello a pesar de haber salido de sus propios labios el solemne juramento que prestó a Ervigio antes de su muerte:

—«Para con mis parientes, vuestros hijos, que parecen haber sido engendrados en vuestra gloriosa cónyuge Liuvigotona, mi señora, prometo mostrarme y ser tan querido amigo, con amor en mente sincera y sin fraudulenta astucia, y prometo vivir con ellos con dulce afecto y caridad durante todos los días de mi vida. Además no alimentaré ninguna ocasión por la que a vuestra hija, mi esposa o a los ya mencionados hijos vuestros, en mucho o poco moleste».

Esto fue lo prometido por el nuevo reciente soberano, quien fue ungido un domingo de noviembre del año de la Encarnación de 687, tan sólo diez días después de la muerte de su suegro. Pero siete meses más tarde ya estaba convocando un concilio para ser desligado de los juramentos realizados. El anciano Wamba, que andaba detrás de todo aquello y era la mente pensante del plan para vengarse de Ervigio, pudo expirar tranquilo en su retiro monacal al ver sus deseos cumplidos y a su candidato sentado en el trono, un nuevo rey de su facción que gobernaría Spania durante quince años.

A ese décimo quinto concilio de Toletum acudió Valderedo, con la esperanza de hallar un soberano mejor que el anterior. Días más tarde y reunido en asamblea con los aristócratas cesaraugustanos, su vicario, los condes, los jueces y demás magnates de la ciudad, tuvo que reconocer que no había encontrado al gran rex que había esperado tener ante sí.

—He visto gran descontento entre los nobles –aseguró el obispo– y es lógico pues muchos de ellos son del llamado partido griego y por lo tanto fieles a Ervigio.

—¿Y qué sucedió con la desvinculación del juramento, santidad? –se interesó el comes Máximo quien no había podido acudir al concilio.

—Égica había hecho dos juramentos, uno de protección al pueblo y otro a la familia de Ervigio, pero él nos aseguró que consideraba misión incompatible cumplir ambos, pues calificó de conspiradores a su familia política y razonó que si protegía a unos traidores, con ello estaba desprotegiendo a toda la patria. Los allí presentes, muy turbados, consideramos válidos ambos juramentos y a su vez complementarios, decisión que no satisfizo al rey.

—Algunos afirman que con Égica va a llegar una época caracterizada por el temor.

—No creo que vaya a ser así, Máximo –dijo el juez Eunando.

—¿Y qué me decís del repudio a su esposa?

—¡Pobre Cíxilo! –exclamó Valderedo–. Esa mujer merece toda mi compasión, aunque me reconozco partidario de la facción de Wamba. Aún no comprendo cómo el rey Ervigio fue tan necio de entregar la corona y a su propia hija a su peor enemigo.

—Evidentemente fue engañado y creyó estar reuniendo, mediante esas decisiones, a los dos partidos que se han creado en la patria.

—Égica ha sido astuto y supo esperar fingiendo lealtad a Ervigio mientras acechaba su cadáver como un buitre. Tras la espera, ha llegado la recompensa y la venganza.

Erico escuchaba en silencio recordando la conversación mantenida con Wamba años atrás. El viejo y lúcido rey había conseguido entronizar a un miembro de su partido y había vivido para verlo, pero el juez no tenía claro si la elección de Égica había sido la más adecuada. Lo que sí sabía nuestro protagonista con plena seguridad es que Wamba estaba detrás tanto del repudio de Cíxilo y la posterior apropiación de bienes que el nuevo soberano había realizado como primera medida de venganza hacia la facción de Ervigio, como de la penitencia pública que había recibido el rey moribundo, pues había sido tonsurado y había recibido los hábitos, tal y como hicieran una vez con él. Probablemente Égica aún querría ir más allá deshaciéndose de la viuda real y los demás hijos de su suegro, igualmente por recomendación de Wamba, y lucharía por implantar normas que respaldasen su cruel actuación en el concilio que posteriormente tuvo lugar en Cesaracosta.

Y así lo hizo con uno de los familiares del partido griego, Teodofredo, hijo del rey Chindasvinto y Reciberga y por tanto hermano de Recesvinto. Este Teodofredo no había podido acceder en su momento al trono tras la muerte de su hermano por ser de muy corta edad en aquellos años, pero en aquel momento se le consideraba el mejor de los posibles candidatos a ocuparlo. Por ello Égica, atisbándolo como gran rival, se deshizo de su presencia en la Corte desterrándolo a Córdoba, medida que, no considerándola los magnates que rodeaban al nuevo soberano de gran efectividad, completaron sacándole los ojos para que dejase de constituir una seria amenaza. De esa forma acabaron con el peligro evidente, pero sin tener en cuenta el peligro latente, ya que no contaron con la existencia del hijo que Teodofredo había engendrado en su esposa Ricilona, un chiquillo llamado Ruderico o Rodrigo, quien vengaría los brutales actos cometidos contra su padre.

*

Erico salió de la ciudad por la puerta sur y anduvo hasta el grupo de edificios que formaban el monasterio de las Santas Masas y el cenobio de las vírgenes. Se detuvo ante la cancela que daba paso al segundo y la rodeó hasta llegar a la puerta. Tras hacer sonar el picaporte, esperó a que la ventanita del portón se abriese para que la religiosa portera le permitiera acceder al interior del mismo. No tuvo que esperar demasiado.

—Gracias a Dios –dijo como saludo la hermana portera, pues así lo indicaba la regla de san Benito.

—Démosle gracias –respondió Erico–. Soy el juez Erico Górmez y deseo audiencia con la virgen Galsuinda.

—Tendréis que venir en otro momento –respondió la anciana portera–, la hermana Galsuinda se encuentra indispuesta hoy.

—Espero que no sea nada grave.

—No temáis por su salud, se trata simplemente de unas fiebres pasajeras que acuden a ella tras haber recibido alguna fuerte visión, pero que la inmovilizan en el lecho durante un par de días. Es el precio de su santidad.

—Bien, pues, ¿podría ver a la abadesa? Soy su hijo.

La monja abrió la puerta y señaló un banco de madera.

—Os anunciaré, entrad y esperad aquí.

Unos instantes después regresó la hermana portera y acompañó a Erico a la sala de despachos de la abadesa. Frida se levantó nada más ver a su hijo en el quicio de la puerta y corrió a abrazarle.

—¡Hijo mío, hace cuánto tiempo que no te veía!

La abadesa vestía tan sobriamente como el resto de las monjas, llevaba una túnica negra sobre la cogulla y medias y zapatos de gran tosquedad.

—¡Madre! –exclamó Erico abrazando a Frida brevemente, pues la abadesa se zafó prestamente de los brazos de su hijo.

—Erik, siéntate a mi lado y cuéntame a qué debo el inesperado placer de tu visita –dijo Frida sentándose sobre un gran arcón bellamente tallado.

—En realidad, madre, solamente deseaba saludaros, porque el motivo de mi visita no era otro que hablar con mi hermana, pero ya me han anunciado que se encontraba enferma.

—¿Tienes alguna duda de fe que te lleve a querer ser asesorado por tu hermana, hijo mío?

—Todos tenemos alguna, pero mis dudas iban encaminadas en otra dirección. Os diré sin rodeos, madre, que deseaba preguntar a Galsuinda si le agradaría ser visitada por padre.

Frida mudó su color y retiró la mano que Erico le había tomado durante la conversación inicial.

—Yo puedo responderte por ella, Erik. No creo que a la hermana Galsuinda le agrade ver a Gorm.

—Pero madre, hay que perdonar los errores ajenos y mucho más a un padre…

La abadesa clavó su mirada en los dulces ojos de su hijo.

—¿Puedo confiar en tu discreción, Erik?

—Claro que sí.

—Asegúrame que lo que digamos hoy aquí no será repetido por tus labios nunca más.

Erico se estremeció e hizo un juramento a su madre que aseguró le vincularía el resto de su vida.

—No jures, hijo, con tu palabra me basta. Pues bien, como ya sabrás, en nuestra orden se valora el silencio como una gran virtud, porque el santo dijo: «Guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun cosas buenas». Y esto quiere decir que si deben callarse cosas buenas y santas por amor al silencio, cuánto más deberán silenciarse las malas. La vida y la muerte están en poder de la lengua y quien mucho habla, mucho peca. Por eso he decidido callar asuntos que si se supiesen no reportarían beneficio alguno. He intentado que Galsuinda olvidase a Gorm, y con esto no estoy obligando a mi hija a actuar en contra del mandamiento que ordena honrar al padre y a la madre, porque Galsuinda no es hija de Gorm.

Erico se puso en pie incapaz de contenerse y alejándose de su madre.

—Pero, madre –dijo con incredulidad–, ¿qué queréis decir?

Frida entornó los párpados unos instantes y volvió a fijar la mirada en su hijo.

—Siéntate, Erik, y escúchame. Ya sabes que tuve una hija antes de Galsuinda que llevaba el mismo nombre que ella. La primera Galsuinda murió en la infancia y su muerte me llenó de una profunda tristeza, pues os quería con tal intensidad tanto a ti como a mi hijita, que me sentí incapaz de continuar la vida sin alguno de vosotros dos. Muchas mujeres de nuestra aldea no me comprendían y razonaban que la muerte de los pequeños es algo bastante natural. Intentaban animarme asegurando que pronto engendraría otro hijo pero, pasado un año, yo continuaba sufriendo tanto o más que cuando perdí a mi Galsuinda y además no quedaba embarazada aunque rezara durante noches enteras a todos los falsos dioses de nuestra antigua religión. Desesperada, acudí a nuestro godi solicitándole una ayuda que la divinidad no quería prestarme, y él me explicó que existía un antiguo ritual para volver a engendrar al hijo perdido. En un principio me negué, pues aquella práctica requería mi contacto carnal con Thorvald y, como consecuencia, la infidelidad hacia Gorm. Pero como te digo, la alegría no volvía a mí y por ello fui convenciéndome poco a poco de que no pecaría si mi cuerpo no gozaba con esa unión. Volví a hablar con el godi y le dije que finalmente me había decidido a llevar a cabo el ritual, a condición de que me suministrase unas hierbas medicinales que durmiesen mis sentidos durante el transcurso del mismo. Así lo hicimos: quedé preñada y a los nueve meses parí a mi Galsuinda. Entiéndeme, Erik, no nació otra hembra similar a Galsuinda, era ella misma, con sus mismos rasgos e idénticos gestos. Gorm no se dio cuenta de ello, los hombres pasan poco tiempo con sus hijos y mucho menos con sus hijas, así que creyó que se trataba de una nueva pequeña y nada objetó cuando le propuse que la llamásemos con el mismo nombre de la anterior. Puede decirse que resucitamos a Galsuinda, la felicidad volvió de nuevo a mí y mi esposo se alegró por ello, así que creo que no hice ningún mal a nadie con mi decisión.

Erico escuchaba a su madre con la boca abierta y aún tardó unos instantes en responder.

—Pero… pero entonces Galsuinda es hermana de Galeswintha.

—Sí, pero tuya también, no olvides que ambos nacisteis de mi vientre.

—Lo sé, lo sé. Pero me refiero a que lo que acabáis de contarme explica muchas cosas.

—¿El poder heredado de Thorvald y que tanto Galsuinda como Galeswintha poseen? –preguntó Frida tranquilamente.

—En efecto. ¿Y os habéis planteado, madre, que si no os hubieseis unido al godi, vuestra hija no gozaría de ese don?

—Sí.

—Entonces la actual Galsuinda no es vuestra hija primigenia.

—Lo es –respondió la abadesa tajante–. Es ella misma con un don añadido.

Erico observó a su madre detenidamente. Algunos cabellos entrecanos sobresalían del velo negro que le cubría la cabeza, la piel de sus mejillas había perdido la tersura, sus ojos claros estaban semiocultos por el párpado y las comisuras de sus labios aparecían surcadas de arrugas. Había envejecido con su secreto y ahora por vez primera lo compartía con alguien.

—Madre, estoy confuso.

—Yo no, Erik. Sé que hice exactamente lo que tenía que hacer. Tu padre tuvo otra esposa durante un año, yo solamente un día y por una causa justificada. ¿Te permites recriminármelo?

—No, no es eso, teníamos otra mentalidad y vivíamos sumidos en una herejía pecaminosa constante. Y aunque Galsuinda lo ignora… ¿lo sabe Galeswintha?

—Hijo mío, Galeswintha lo sabe todo. Y cuando digo todo, me refiero a pasado, presente y futuro.

—No sé si os dais cuenta de que las supuestas visiones marianas de mi hermana podrían ser ni más ni menos que influencias de la propia Galeswintha.

—No, Erik, no digas eso. Tanto Galeswintha como Galsuinda poseen un gran poder por ser hijas de quien son, pero cada una lo ha enfilado por un camino distinto. Mi hija por el sendero de la fe cristiana y mi amiga… bueno, yo no soy quien para juzgar sus actos.

El juez se mesó los cabellos, incapaz de entender algunas cosas.

—Y ahora bésame y vete, hijo –ordenó Frida ofreciendo la mejilla–. Pronto será nona y tengo que ir al oficio a alabar al Creador por los juicios de Su justicia.

—En muchos sentidos posees una extraña forma de ver el mundo, madre –dijo Erico besando el rostro de la abadesa.

—Como casi todos nosotros, Erik.

*

Un par de meses atrás, Karl, Sven, Willa y el pequeño Olav se habían mudado definitivamente al hospital. Karl compartía dormitorio con Erico, Lorenzo y Orenco, y se dispuso una pequeña habitación anexa como tálamo de Sven y Willa, habitáculo que también disponía de una camita para el pequeño Olav. Muy grande fue la alegría de Gorm y Liuva al estar de nuevo reunidos con sus hermanos, pero no lo fue menor la del resto de los hombres y mujeres que trabajaban en el hospital al verse asistidos por seis manos más. Ya se encontraban los recién llegados felizmente instalados y sumidos en el aprendizaje necesario para el desarrollo de sus nuevas tareas. Los asuntos que antes se hacían dificultosos marchaban al doble de velocidad y los turnos de vigilancia constaban de menos horas, con lo cual dormían todos más y mejor. Lo mismo podía decirse del edificio femenino. Nada más levantarse, Willa dejaba al pequeño Olav en la cocina al cuidado de Gorm y Liuva, y pasaba por el corral a la casa anexa para ayudar a Rowena y Benedicta, quienes ya con anterioridad habían contratado a dos mujeres para la limpieza tanto de la casa, como para el aseo de ropas o el lavado de cubiertos.

Todo parecía marchar a la perfección, excepto la salud de Orenco, que había empeorado con el tiempo. Cada vez más a menudo, el tuerto se disculpaba de sus funciones alegando estar cansado o resfriado, y a un buen médico como Erico no le pasaba desapercibido que su amigo era ya muy anciano y estaba gravemente enfermo.

—Deja que te haga unas pruebas –rogaba poniendo el oído sobre el pecho de Orenco.

—Ya me has hecho cien en el último año –gruñía el tuerto–, y me has obligado a tragar docenas de jarabes y tisanas de sabor nauseabundo.

Una mañana Orenco tardó mucho en bajar y el juez comenzó a preocuparse. Era verano y aquel mes los tribunales permanecían cerrados, por lo que Erico se encontraba día y noche en el hospital. A la hora de la comida de los enfermos, subió la escalera a toda prisa hasta llegar al dormitorio, en cuyo lecho reposaba Orenco con ojos vidriosos y la respiración jadeante.

—¿Qué te sucede? –preguntó Erico con angustia.

—Me voy, hijo mío –respondió el tuerto con gran esfuerzo.

—¿Qué dices, Orenco?

—Ya me has oído.

El godo comprobó con terror que los murmullos de sus pulmones se habían convertido en un susurro que ya hacía necesario acercar el oído para que el sonido fuese audible.

—Tose –ordenó.

Orenco obedeció y Erico se tornó lívido como la cera.

—No… no vayas a por medicinas –pidió el tuerto sujetando a su amigo con fuerza–, ya no me harán ningún efecto, mejor quédate conmigo… no quiero morir solo.

—Aún no vas a morir, amigo mío –dijo Erico con un nudo en la garganta.

—No te engañes, Erico, ni intentes engañarme a mí. Siempre me has dicho que era un hombre sabio, y de sabios es conocer el momento de la muerte.

El juez se tragó una lágrima.

—Voy a avisar a un sacerdote. ¿Quieres que llame a los demás?

El tuerto negó con la cabeza.

—No –respondió Orenco resollando fuertemente–. No deseo llantos y gemidos a mi alrededor, solamente quiero irme de este mundo manteniendo una buena conversación con mi mejor amigo.

—Estás muy agotado, no sé si es bueno que hables.

—¿Y qué va a pasarme? ¿Que me ahogue un instante antes?

Un ataque de tos terminó la frase de Orenco y tras darle de beber, Erico corrió a decirle a Lorenzo que avisase a un sacerdote que impartiese a su amigo la extremaunción. Inmediatamente volvió junto al lecho del anciano y le puso la cruz que Braulio le regalara alrededor de su pecho, tomándole a continuación la mano con fuerza.

—No deseo que penes por mí, Erico, he vivido muchos años y muy intensamente.

—Lo sé, Orenco, has sido comediógrafo, abogado, contable, preceptor y médico con igual éxito y destreza.

—Y esclavo, no lo olvides –añadió el tuerto con una sonrisa–. Y actualmente liberto. Y aquí estoy ahora, en mi lecho de muerte agarrando la mano de mi señor.

—No soy tu señor, Orenco. ¿Qué habría sido de mí sin tu ayuda?

—¡Oh, serías un poco más pobre, pero nada más!

Erico sonrió con amargo pesar.

—Es cierto, pero no sólo eso. Eres un filósofo, Orenco, y tu filosofía de vida ha sido siempre un modelo para mí.

—Me alegro, porque creo que los años venideros serán duros y muy complicados de soportar. Siento mucho no poder compartirlos contigo, amigo mío, pero me llama Aquel a Quien no se puede hacer esperar.

Un nuevo ataque de tos salpicó de sangre las sábanas de la cama y cuando cesó, Erico volvió a acercarle el vaso de agua a los labios.

—Ya casi no debe quedarme sangre –murmuró apoyando la cabeza suavemente sobre la almohada–, en los últimos meses debo haberla expulsado toda.

El juez rezó en silencio por el alma de su queridísimo compañero, apretando los dientes hasta que le chirriaron.

—Quítame la cruz de Braulio, Erico –ordenó Orenco palpándose el pecho–. Aprecio tu regalo, pero la has llevado colgada a tu cuello desde la infancia y no deseo que ahora te separes de ella por mí. A donde voy, nada material es necesario, todos llegamos con las manos vacías. Él me dará todo lo que preciso y tú la vas a necesitar mucho tiempo todavía.

—Han golpeado la puerta –anunció Erico–, debe de ser el sacerdote.

—Estoy preparado para recibirle –afirmó el tuerto con un hilo de saliva rojiza resbalándole por la comisura de la boca.

El juez le limpió la cara con un trapo húmedo, abrazó a su amigo por última vez, cogió la sencilla cruz y salió de la habitación con tremendo desconsuelo. Bajó las escaleras y abandonó la casa en dirección al taller del escultor, rezando en silencio por las calles para que la agonía de Orenco fuese breve.

Erico entró en el obrador y los dolorosos latidos de su corazón se mezclaron por un instante con el ruido insoportable de los golpes que el artesano, semioculto en un rincón del establecimiento, propinaba con cincel y martillo a una sencilla pieza de piedra. El hombre detuvo su labor al sentir una presencia humana y, levantándose, saludó con un golpe de cabeza que parecía no significar nada. A continuación escuchó impertérrito la demanda del juez y se limitó a tenderle una tablilla de cera.

—Escribid el texto que deseéis que talle –ordenó con frialdad profesional–y elegid el tipo de piedra que más os guste.

Erico asintió y se dispuso a comparar los distíntos mármoles que allí se exponían, mecánicamente, sintiendo de nuevo una congoja que le impedía respirar siquiera. Sus ojos se posaron en el que consideró de más calidad, ese era el adecuado, sobre su superficie quedaría grabado el largo epitafio que dedicaría a la memoria de su amigo. Tomó la tablilla y escribió con mano firme:

«Aquí yace el cuerpo de Orenco de Germania, que murió a la longeva edad de ochenta y nueve años durante el segundo año del reinado de Égica. Fue un hombre sabio entre los sabios y humilde en su sabiduría, que desempeñó los oficios de comediógrafo, abogado, contable, preceptor, siervo y médico con igual éxito y destreza. ¡Pobre de mí al verme privado de su inapreciable ayuda! Dios lo tenga en Su Gloria».

*

Erico entró en la cocina y rebuscó entre los frascos un poco de esencia de mirto de propiedades astringentes para que lo ingiriese un hombre que había acudido al hospital con grandes dolores de vientre. Gorm, que manipulaba en aquel momento unos aceites, se fijó en el rostro demacrado de su hijo. La muerte de Orenco había sido un duro golpe para Erico, y en las últimas semanas sus facciones reflejaban constantemente el profundo dolor que sentía.

—Tienes que almorzar algo, hijo mío, no has probado bocado.

—No, padre, hoy es miércoles y no comeré hasta la nona.

—Esas costumbres son propias de monjes, Erik, no para un hombre que trabaja sin parar.

—Siempre lo he hecho de esta forma –respondió Erico– y ya es tarde para cambiar.

—Imagino que será una especie de penitencia que tú mismo te has impuesto por no poder acudir a misa tantas veces como quisieras.

El juez sonrió enigmáticamente.

—Algo parecido. Lo que sí voy a hacer es tomarme un vaso de vino en vuestra compañía.

—Eso está bien, siéntate conmigo y descansa.

—Voy a darle esta medicina a un enfermo y enseguida vuelvo.

Erico regresó al momento, sirvió un poco de vino en cada vaso, rellenando lo que faltaba hasta el borde con agua. Gorm depositó sobre la mesa la pequeña espátula con la que sacaba gotas de esencias de los ungüentarios y echó un largo trago, refrescando así su garganta reseca. Su hijo, sin embargo bebía a pequeños sorbos con la vista clavada en la superficie de madera de la mesa.

—Dime, hijo, ¿fuiste a ver a tu hermana al monasterio?

Erico pareció regresar del lejano lugar donde se encontraba su ánima.

—Fui al cenobio –respondió–, pero no me permitieron verla por hallarse indispuesta, nada grave, una calentura pasajera.

—Así que no hablaste con ella.

—No –aseguró el juez con sinceridad.

—A lo mejor le pido a Lorenzo que me lleve hasta allí.

Erico jugueteó con el vaso.

—Yo no lo haría, padre.

Gorm guardó silencio unos instantes y finalmente preguntó el porqué a su hijo.

—Padre, tanto Galsuinda como madre han cambiado mucho, ahora son mujeres distintas, ¿comprendéis? Mujeres dedicadas enteramente a servir a Dios y a quienes no les importan demasiado los asuntos mundanos. Están sujetas a una férrea disciplina monacal y sus rezos les ocupan la mitad del día y de la noche.

—Pero un padre es un padre.

—No os recibiría como a tal, sino como a un prójimo más, sin distinción alguna con cualquier otro que se presentase ante ella.

Gorm alzó las cejas con perplejidad.

—Entendedlo, padre, están endurecidas por ese tipo de vida tan severo que san Benito ordenó se siguiera en conventos y abadías, y en el que nada debe anteponerse a la Obra de Dios. Desprecian lo material, por eso no sienten excesivo apego por las personas o las cosas del mundo ni consideran oportuno poseer propiedad alguna, ni libros, ni plumas, ni ropa o tablillas. Lo único importante para ellas es un enfermo a quien atender, o un hambriento, un sediento, un huésped o un pobre, pues todos ellos son espejo de la pasión de Jesucristo hasta tal punto que su caridad les lleva a lavarles los pies y, cuando parten, se despiden de los mismos postrando su cuerpo en tierra mientras elevan una plegaria al Señor. Guardan silencio riguroso y comen una vez al día frugalmente, nunca carne sino pescado, fruta o legumbres, o incluso a veces solamente una libra de pan por jornada. Rezan siete veces al día y se despiertan en mitad de la noche a orar. El resto del tiempo trabajan sin descanso o repasan lecturas espirituales y, tras completarlas, caen agotadas en el lecho en el que duermen con hábito y cinturón o cuerdas, en un dormitorio comunal vigilado por las monjas más ancianas. Se cubren con un velo rojo o negro para que nadie pueda ver sus facciones con claridad y tienen prohibido el baño por considerarlo un placer para el cuerpo, a excepción de los casos en que se imponga por prescripción médica. Toda esta rigidez se endurece todavía más en tiempo de Cuaresma, en el cual se entregan a las lágrimas, la oración, la lectura de textos sagrados y la abstinencia hasta que llega la Pascua.

—Muchas de esas cosas las sé –cortó Gorm–, recuerda que estuve una temporada sirviendo en el hospital del monasterio de los Mártires.

—Pues sabréis que no les está permitido siquiera recibir regalos de los padres, ni cartas, ni visitas sin el permiso del abad o la abadesa en este caso.

—¿Insinúas que conversaste con Frida deduciendo que ésta no daría permiso para que mi hija me recibiera?

—Hablé con mi madre, pero no sé con seguridad si otorgaría o denegaría el permiso. Lo que intento deciros es que no esperéis encontrar en Galsuinda demasiado rastro de amor filial, probablemente sólo hallaréis un dulce respeto similar al que recibiríais si fueseis un simple peregrino.

—Comprendo.

La expresión de Gorm se tornó profundamente triste al repasar mentalmente algunos episodios de su vida. Una vida que él consideró entonces inútil y plagada de errores. Apuró el vaso de un trago, sin saborear su contenido, carraspeó y volvió a posar la mirada en su hijo.

—Ahora que me acuerdo, me ha dicho Benedicta que pidamos a Lorenzo más fruto de abrótano para los problemas de cese de menstruación. Y yo voy a continuar con lo que hacía, el trabajo es lo único que logra aislarme de mis recuerdos. Quizá por eso la regla monacal se resume en la frase «ora et labora», con esa orden pretenden borrar la memoria de frailes y monjas… y parece que lo consiguen.