VIII

Del concilio de Cesaracosta, la sublevación contra Égica y la enfermedad de Régula

A la muerte del controvertido obispo Julián de Toletum, santo para algunos y conspirador para otros, se elevó a la silla episcopal a un hombre llamado Sisberto y cuya soberbia era tan enorme que incluso quiso vestir la casulla que la Virgen había entregado a san Ildefonso, cosa impensable para cualquiera de sus antecesores. Su arrogante personalidad no le impidió declararse en contra del rey desde un principio y Égica, teniendo noticia de las intrigas que el nuevo metropolitano urdía en connivencia con el dux Sunifredo, decidió convocar un concilio general fuera de la sede regia, por considerarla lugar poco o nada seguro para su persona.

Siguiendo los antiguos consejos de su tío Wamba, su decisión recayó en la ciudad de Cesaracosta, y así, en las calendas de noviembre del año del Señor de 691 tuvo lugar el tercer concilio de Cesaracosta con asistencia de todos los nobles y obispos de la Tarraconense.

La catedral de san Vicente fue marco apropiado para debatir los asuntos de gobierno que requerían nueva legislación y que revocarían en parte las decisiones tomadas en el anterior concilio celebrado en Toletum. El concilio cesaraugustano se abrió mediante la fórmula corriente en estos casos: «Por orden de Égica, excelentísimo, piísimo y religiosísimo príncipe y Señor nuestro, nos ha juntado la soberana disposición de Dios en esta ciudad de Cesaracosta», y en él, aparte de dictarse algunas disposiciones referentes a consagración de iglesias, libertos eclesiásticos y fechas de Pascua, se valió el rey para legislar sobre las condiciones de vida de la reina viuda, y establecer el canon que obligaría a que, una vez muerto el soberano, su viuda debería encerrarse en un monasterio de vírgenes, ampliando la norma de su predecesor toledano, que simplemente prohibía a la reina contraer nuevas nupcias.

—Para que no sea tratada como súbdita la que antes fuera señora y para que, separada del mundo, no dé lugar a nadie para atentar contra tan alta potestad –se afirmó, escondiendo que el verdadero motivo residía en la práctica habitual de muchos aspirantes al trono de adquirir legitimidad mediante un matrimonio con la viuda real, tal y como consiguió llevar a cabo Leovigildo casándose con la viuda de Atanagildo y que años más tarde repetiría el jefe musulmán, Abd-al-Aziz, hijo del conquistador Muza, con Egilo, viuda de Don Rodrigo.

No obstante tamaña costumbre seguiría reiterándose frecuentemente a pesar de que en aquella asamblea se aprobara la prohibición estableciéndose que las penas por tal fechoría serían el destierro y la segura condenación en el Infierno junto al pecador Judas. Mas, de momento, el vigente rey lograba justificar su astuta conducta al ir despojándose uno a uno de los posibles peligros que podían hacer tambalear su reinado.

Además de éste, otros temas fueron igualmente debatidos entre los muros de la catedral:

—La regla de hospitalidad se está confundiendo y los monasterios se han convertido en mesones de seglares –dijo un obispo con rabia–, hay que acabar con esta práctica y por ello la obligación de dar hospedaje se limitará exclusivamente a procurárselo a los clérigos que visiten el cenobio.

—¡Pero esa medida negaría las normas dictadas por Benito de Nursia, y en Spania por Isidoro y Fructuoso, en sus reglas para los monjes! –exclamó otro agitando enérgicamente los brazos.

—Pero es la única manera de frenar este abuso –reconoció un tercero poniéndose en pie.

—¿Abuso? Pues si de abusos hablamos, ¿no lo es más la práctica tan habitual entre los obispos de reconvertir en esclavos a los manumitidos por su predecesor? –le preguntó el anterior.

Valderedo, que había estado escuchando hasta entonces, tomó la palabra.

—Los libertos disponen de un año para presentar sus cartas de libertad ante el nuevo obispo de una sede episcopal –recordó–, aunque creo que debería ser misión del obispo investigar y amonestar a los libertos para que presenten sus cartas. Si a pesar de ello no lo hicieren, es cuando debería aplicarse la norma para que retornen a su antiguo estado de esclavitud.

Freidebado y Erico observaban en silencio el desarrollo de las discusiones entre los obispos y nobles presentes en la asamblea, que algunas veces llegaba a convertirse en alboroto. Por fin el controvertido concilio, que duró varios agotadores días de deliberaciones, se cerró con una inocente frase, como si allí no hubiese pasado nada:

—Por piísima insinuación y disposición del Rey, hemos logrado efectuar este concilio.

Era de suma importancia para Erico escribir lo que sucedía cuando todavía las palabras y los hechos estaban frescos en su memoria, porque quería ser completamente veraz en su narración y no dejarse ni un detalle. Llevaba ya años recopilando los acontecimientos más relevantes de su vida y su patria y había reunido cientos de hojas de pergamino con su cuidada caligrafía. A veces se limitaba a relatar los episodios sin implicarse con apreciaciones personales y otras tomaba partido por una postura concreta o daba su propia opinión Aquella noche, tras anotar lo acaecido en aquel concilio desde la perspectiva del mero observador, se atrevió a reflejar sus inquietudes y pensamientos más recónditos, ya que tuvo la plena certeza de que la decisión de que la viuda real tomase los hábitos no iba a agradar a la díscola Liuvigoto, y probablemente no tardarían en llegar noticias nada beneficiosas para Spania. De igual manera anotó en su crónica que el rey «con su real palabra y ánimo generoso declaró libre al pueblo del pago de tributo».

Ya cansado por ser una hora avanzada de la noche, abrió el gran arcón donde guardaba sus libros y depositó en él el último folio escrito.

*

Durante aquellos años plagados de cambios en el reino de Spania, Galeswintha estuvo viajando físicamente por toda la patria goda, y aún fuera de ella, por no considerar segura su estancia en Cesaracosta tras el asesinato del guardián. No es que temiese nada pero prefería no ser molestada por aquellos que la buscaban por los alrededores de la ciudad y a quienes hubiese sido bastante sencillo burlar o incluso acabar con ellos. Pero ella consideró más adecuado dedicarse a hacer acopio de sabiduría y fortuna y emprender camino hasta lugares tan remotos como la lejana India, los confines de Catay, o unas tierras que aún no habían sido descubiertas.

En Francia conoció al joven Clodoveo y a Childeberto, reyes de los francos, y a Pipino de Heristal; en Nubia al gobernante Mercurios; en Egipto al obispo copto Juan de Nikiu; en Constantinopla a los emperadores romanos Leoncio y Justiniano II; en Jerusalén a Abd-al-Malik, quien mandó construir las más hermosas mezquitas de Palestina e incluso conoció a una emperatriz llamada Wu Zetian de la distantísima Catay. Para ella no existían límites geográficos ni temporales y cuanto más viajaba más sabia y poderosa se volvía. Su mente registraba en profundidad aquello que sus ojos contemplaban pero, no satisfecha con eso, continuó con sus viajes espirituales de los que cada vez le resultaba más fácil regresar. Ya no sentía dolor ni agotamiento alguno tras las maravillosas experiencias que vivía en cualquier tiempo o lugar, solamente continuaban afectándole las numerosas visitas a su aldea natal.

La visión de Thorvald le proporcionaba sosiego y alegría y a veces le espiaba durante horas sin decirle nada, sin manifestarse mediante palabras. Observaba al godi en silencio mientras éste recogía ramas para el fuego del hogar, mientras dormía y mientras cantaba aquellas queridas canciones con las que se unía todavía más a la divinidad. Thorvald comiendo, Thorvald durmiendo, Thorvald recitando, Thorvald enseñando a su hija Galeswintha… La felicidad completa surgía en aquellos instantes en que veía al godi junto a ella misma de niña. El mero recuerdo de un momento para el resto de los mortales era algo insignificante comparado con las sensaciones que la bruja experimentaba. Su espíritu adulto poseía al cuerpo de la pequeña Galeswintha para revivir sensaciones añoradas, un abrazo, una sonrisa, la suave brisa veraniega en su rostro o la fuerte diestra de su padre asiendo su delicada mano de niña.

Algunas veces barajaba la posibilidad de regresar fisicamente no a un momento placentero como aquellos, sino siniestro y terrible como ninguno, uno que ya había contemplado someramente antes de avisar a Thorvald del tipo de muerte que le aguardaba. Debía ver con sus propios ojos su aldea arrasada y el cadaver mutilado de su padre. Pero le faltaba valor y eso le reconcomía el alma, ella no podía permitirse ese lujo, no aceptaba poseer ese ápice de cobardía que todavía anidaba en su corazón y del que debía deshacerse sin tardanza. Aquel día, en un bosque negro de la Germanía, se decidió al fin y emprendió viaje hacia Jutlandia para después cruzar en barco hasta Escandinavia.

Recorrió parte del camino que ya había hecho una vez a la inversa, cuando había huido de la masacre muchas décadas atrás, con unos compañeros de viaje para quienes ella no significaba gran cosa, cuando todavía no poseía aquella ilimitada sabiduría ni aquel inmenso poder que la convertían en una diosa. Un viaje penoso durante el cual sintió hambre, cansancio, frio y una enorme tristeza devorando su alma. Ya no sentía nada de eso, pero continuaba teniendo un poco de ese miedo, no era entonces temor a los hombres, a los animales salvajes, a los fenómenos naturales, a la enfermedad o a la muerte, todo eso eran ridiculeces propias de humanos corrientes, simplemente era miedo de que su corazón explotase de dolor, de un dolor insoportable que era el único capaz de hacerla temblar. Había experimentado varias visiones de la monstruosa masacre y de lo que vino después, pero ahora tenía que enfrentarse al último horror, el horror de tener el cadáver real de su padre entre sus manos.

Su rostro era puro hielo cuando llegó a su aldea natal, habían pasado muchísimos años y solamente encontró unas pocas chozas devoradas por el fuego y unos cuantos huesos esparcidos por el suelo. Pero ella sabía a dónde dirigirse exactamente. Recorrió el poblado reconociendo a diestro y siniestro los restos de sus antiguos vecinos, la tibia del herrero, el cuerpo calcinado de una buena mujer con la que había conversado cientos de veces, el cadáver mancillado de uno de sus compañeros de juego y los esqueletos empalados de una familia con tres niños pequeños. Fue comprobando con sus propios ojos lo que ya había visto con los del espíritu, los atacantes parecían haberse divertido de lo lindo. Una vez salió de la aldea se dirigió hacia la gruta sagrada y avanzó despacio, acercándose poco a poco hacia el lugar donde habían matado a su padre. Se detuvo en seco y descendió del caballo. Paso a paso llegó hasta la calavera de Thorvald, que mostraba la mandíbula abierta en tremendo gesto de dolor. La tomó entre sus manos y la besó con furia, perdiéndose en la mirada vacía de las cuencas de sus ojos. Rezó una plegaria pagana y se sentó ante aquellos huesos adorados contemplándolos con fervor, como hacían los cristianos con las reliquias de sus mártires. Estuvo más de veinticuatro horas en la misma postura, con la mirada fija en el cráneo paterno, reviviendo instantes e incorporando en su cerebro los recuerdos, experiencias y conocimientos del godi. Thorvald viviría en ella a partir de entonces y nadie conseguiría acabar con él.

La noche siguiente se levantó del suelo de la gruta y arrancó una falange del dedo índice de su padre, se la colgó del cuello con una pequeña cuerda y montó en su caballo. Se dirigió al norte a galope tendido, volando como el viento y ardiendo como el fuego a través de los bosques helados que la conducirían a los poblados de sus atacantes. Los descendientes de aquellos asesinos pagarían las culpas de sus antepasados y no quedaría ni hombre, ni mujer ni niño que guardase su memoria o el simple hecho de que una vez existieran.

La tierra tembló como si el dios Loki se hubiese enfurecido repentinamente y la ceniza que ennegreció el cielo entró por las bocas de los habitantes del conjunto de aldeas que sufrieron el terremoto, acallando así sus gritos de terror. Galeswintha había decidido que ni siquiera tendrían derecho a quejarse.

*

Durante esos años, tanto Erico como el resto de los miembros de su clan e incluso toda la ciudad de Cesaracosta se vieron privados de la demoniaca presencia de la bruja, aunque todavía se continuaba recordando el terrible incidente del soldado y la segura implicación de Galeswintha en el suceso.

—¿Dónde estará esa satánica hembra? –se preguntaba Máximo infinidad de veces.

Aquella mañana volvió a surgir el tema entre el conde y el obispo a raiz de un asesinato que había acaecido en una población cercana. El asesino había sido prendido y conducido a las mazmorras de la ciudad hasta que se dictase sentencia contra él.

—Debe castigarse a ese hombre como merece. El orden y la justicia deben imperar en nuestra Cesaracosta y así he intentado que fuese siempre, excepto en la ocasión que vos y yo sabemos… ¡Si yo pudiese dar con ella! ¿Dónde se habrá metido durante todos estos años?

—¿Quién sabe, señor conde? Lo mejor que puede pasarnos es que permanezca alejada de esta urbe cristiana. Posiblemente habrá marchado al desierto para convivir con los demonios que tentaron a san Juan, que deben ser familiares suyos.

—Tenéis razón, mi señor obispo. Mis soldados la buscaron por todos los rincones varias millas a la redonda de nuestra ciudad sin hallar ni rastro de ella, y todas las casas de Cesaracosta y las villas del entorno fueron registradas, incluso la judería, donde sus habitantes parecían conocerla por el nombre de Lilith o algo así.

—Creo que mi sapientísimo predecesor, Samuel Tajón, os sugirió que interrogaseis a ciertos conciudadanos, entre ellos a mi carísimo amigo Erico Górmez.

—Sí, y así lo hice, santidad. Fue hace tiempo y no recuerdo detalles de la conversación que mantuvimos, pero saqué la conclusión de que el juez era un buen hombre.

—Así es, conde Máximo, es el varón más ilustre de cuantos haya conocido, tanto por su bondad como por su sabiduría, y hacedme caso pues lo conozco desde la infancia.

—Os creo, pero hubo quien me indispuso contra él.

El obispo asintió en silencio y supo de quién estaba hablando el conde.

—¿Qué tal se encuentra vuestra madre?

—Es ya muy anciana, mi señor obispo, y sus achaques se cuentan por docenas, pero sigue manteniendo el espíritu tan joven como el de un muchacho –Máximo reflexionó y añadió–, y continúa sin perdonar las ofensas.

—¿A qué os referís?

El conde recordó a su hermana, quien continuaría encerrada junto a su hijo en una cabaña de Tirasona, o al menos no habían tenido noticia de la muerte de ninguno de ellos. El nuevo obispo del lugar, Nepociano, se había puesto en contacto con ellos tiempo atrás asegurando que continuaría con la vigilancia que había recaído en su predecesor, el ya fallecido obispo Anterio. Por otra parte, su sobrino ya no sería un niño, habían pasado muchos años desde que su madre desterrara a Régula Segunda y el pequeño se habría convertido entonces un hombre seguramente fuerte y robusto como un godo. El conde deseó conocerlo y también volver a ver a su hermana, con quien había estado muy unido a pesar de la diferencia de sexo y edad entre ambos. No le pareció un plan descabellado, entre las dos poblaciones había muy poca distancia a caballo, y muchas veces había pasado cerca de la misma sin atreverse a parar por no contradecir las órdenes de Régula. Con un buen bridón podía ir en una jornada, aunque para verlos tendría que eludir la vigilancia a la que se hallaban sometidos. ¿Pero qué día dispondría de tiempo y libertad para hacerlo? Podría pretextar un viaje, aunque en los que emprendía relacionados con su cargo siempre iba acompañado por soldados, por lo que acabaría sabiéndose por toda la ciudad. Quedaban los domingos, día de descanso obligatorio durante el cual estaba prohibido terminantemente deambular por los caminos, a no ser que hubiese un motivo lo suficientemente fuerte para excusar el precepto. Y en su caso, pensó, existía tal excepción, y si no la había, recurriría a la confesión. Algún día, antes o después, iría a verlos.

*

Tal y como Erico se había temido, reflejándolo así en su crónica, la conducta de Égica y los cánones emanados del concilio no gustaron al otro partido de la Curia. La reina viuda Liuvigoto, el obispo Sisberto y varios nobles, entre ellos el duque Sunifredo, llevaban ya tiempo reuniéndose en secreto para planear el derrocamiento del sobrino de Wamba, y la confabulación culminó finalmente en el año de Dios de 692 con un motín en Toletum. Cuando los rebeldes se disponían a tomar el palacio real y a capturar al monarca, éste fue avisado por un sirviente fiel y huyó al galope en compañía del grupo de aristócratas afines hacia la Tarraconense. Arribó a Cesaracosta, donde fue alojado en el palacio de Augusto o residencia real de la ciudad, y pocos días después de su llegada solicitó que llevasen a Erico ante su presencia. El juez se personó ante aquel rey corpulento y de barba terminada en perilla.

—Mi excelentísimo señor –saludó el juez arrodillándose ante él.

—No te veía desde el concilio que tuvo lugar en esta ciudad –le respondió el monarca–. Me alegro de que estés bien, a juzgar por tu aspecto.

—Os lo agradezco, mi señor.

—Dejadnos solos –ordenó a los hombres presentes en la sala, uno de los cuales era el conde Máximo.

—Mi tío Wamba me aseguró que podría contar siempre con tu ayuda, Erico de Cesaracosta –dijo cuando ya ambos se encontraban a solas– y no sabes cuánto me reconforta eso, pues no imaginas con qué astucia los traidores y tesón los enemigos intentan nefandamente engañarme, y de los cuales me siento víctima cada día. Pero eso sin duda ya lo sabes, sé que estás al tanto de las cuestiones de gobierno y necesito de tu consejo.

—Disponed de él, alteza.

—No desconoces que he venido huyendo a uña de caballo, que los magnates de palacio se han amotinado y que, a excepción de la fidelidad de los hombres que me acompañan, todo son intrigas contra mí. Tras mi huida fui informado, en una población en la que me alojé, de que el obispo había ungido al duque Sunifredo, quien ya viste la púrpura, ciñe la diadema y ocupa el trono engañosamente. ¿Qué harías tú en mi lugar, Erico?

El juez tomó aire y clavó sus profundos ojos azules en el rostro del rey Égica, quien se mesaba la perfilada barba en espera de una respuesta.

—Mi señor, no ignoráis que debéis deshaceros de los conspiradores, de aquellos hombres de la facción griega que hayan arrebatado vuestra corona. Pero hacedlo de forma magnánima y conforme a las leyes, sin muertes ni grandes represalias, cesándolos en su cargo o desterrándolos, como medida más severa contra los peores.

—¿Qué debo hacer con el duque Sunifredo? –preguntó mientras repetía su gesto característico de acariciarse la recortada perilla.

—Los cánones conciliares ordenan que los usurpadores sean desposeídos y castigados.

—¿Y con el obispo Sisberto?

—Como traidor a la patria debe se cesado en su cargo y excomulgado.

—Mi suegra también se encuentra entre los traidores –añadió Égica.

—Bastará con que apliquéis las disposiciones dictadas en concilio cesaraugustano sobre el comportamiento aplicable a la reina viuda.

El rey meneó la cabeza.

—Creo que Liuvigoto seguirá conspirando aun encerrada en un cenobio.

—Tendréis que arriesgaros, mi señor –dijo Erico con coraje–, recordad que le debemos un respeto por haber sido gloriosísima señora de la patria y, si me permitís, vos más que nadie, por ser además la madre de vuestra esposa.

Los párpados reales se tornaron y cierto rubor coloreó la piel del soberano desposeído.

—Os aconsejo con humildad que volváis con ella –se arriesgó el juez.

—Pero mi tío Wamba…

—Vuestro tío y señor mío era hombre de buen seso y un gran soberano, pero os aconsejó motivado por un justificado rencor por las felonías de las que fue víctima.

—Y no sabes hasta que punto, juez Erico. Ahora puedo decirte que el documento firmado por mi tío que el rey Ervigio presentó en el duodécimo concilio, era en parte falso. Mi antecesor aseguró que Wamba, antes de haber recibido los sacramentos y creyéndose morir, redactó un escrito nombrándole su sucesor. Pero no fue así. Ervigio consiguió el documento cuando ya mi tío se hallaba enclaustrado en el monasterio, obligándole a punta de espada a firmarlo.

Erico se lamentó profundamente. Los señores de la patria conseguían muchas veces la corona mediante engaños y falsedades.

—Lo ignoraba, pero creo que vos tenéis que tomar decisiones favorables para vuestro reinado y vuestra vida, con independencia de lo que hayan hecho otros. La historia os debe recordar como a un soberano justo.

—Tienes razón –reconoció Égica con un suspiro–. Eres un buen súbdito, Erico, y un hombre en quien puedo confiar.

—Mi obligación es serviros, alteza. Pero sobre todo, mi señor y rey, no caigáis en la tentación de abrir la habitación sellada.

—Mi tío me lo hizo prometer solemnemente. Dime Erico, ¿Qué importante objeto secreto contiene esa sala?

—Lo ignoro, pero la patria hispana se destruirá el día que se desvele.

—Mi señor Wamba así lo aseguró, y no era amigo de adivinaciones ni sortilegios.

—Confiad en el buen juicio de vuestro buen tío y recordadlo siempre. Y como primera medida, mi señor, debéis mantener conversaciones con los duques y condes que os sean fieles con el fin de conseguir un buen número de soldados que os acompañen de regreso a la sede regia para recuperar lo que es vuestro.

—No aceptarías un puesto de consejero a mi lado ¿verdad?

—Os lo agradezco, excelentísimo señor, pero no puedo, aunque tened por cierto que siempre acudiré a vuestra llamada si Dios me lo permite.

—Mi tío me habló del amor que le tienes a esta ciudad y de la gran labor que realizas en ella, así que no quiero desvincularte de tu vida ni de tu trabajo.

—Os deseo éxito en vuestra empresa, alteza, y tened por seguro que rezaré al Creador mientras estéis en campaña para que os acompañe en la difícil tarea que debéis realizar y así resultéis vencedor ante vuestros enemigos.

Meses más tarde y después de reclutar hombres en toda la Tarraconense, Égica regresó a la sede toledana rodeado de un gran ejército con el que detuvo a los usurpadores. Poco después y ya de nuevo asentado en el trono, convocó un concilio al cual acudió Valderedo y en el que se tomaron una serie de medidas de castigo a los conspiradores tales como cegar a Sunifredo, encerrar a Liuvigoto en un convento y cesar de su cargo, confiscar los bienes y excomulgar al obispo Sisberto, pues ya se había nombrado metropolitano en su lugar a un tal Félix.

—«Y porque se sabe que hay algunos, hinchados de soberbia, que no aspiran al trono real por concesión de Dios, sino que le apetecen por jactancia, ordenaréis que cualesquiera de estos palatinos que en adelante conspirasen contra la vida del rey o para ruina de la gente y patria de los godos, o que dentro del territorio de Spania intentare mover algún alboroto, tanto él como toda su posteridad serán privados del oficio palatino, quedando completamente sujetos a servir como tributarios al fisco y perdiendo además todos sus bienes, a excepción de aquellos que la clemencia del príncipe quisiere dejarles».

Por otra parte, Égica se reconcilió con su esposa Cíxilo, quien le juró que su madre no había tenido nada que ver en la conjura, pues la misma Liuvigoto se encontraba entre aquellos que planeara asesinar el obispo Sisberto. Habría pruebas de ello o bien se arrancaron confesiones verdaderas o falsas que afirmaban que las vidas de los nobles Flogelo, Teodemiro, Tecla y Liuvigoto habían corrido peligro. El rey volvió a confiar en Cíxilo y ésta recuperó su condición de reina, además el monarca pidió que a su muerte, su esposa y su descendencia no fuesen recluidas en cenobio alguno, ni prisión, ni se atentara contra su dignidad y patrimonio. Pero para compensar esa nueva confianza en su esposa surgió en él una desconfianza peor, y Égica se dedicó a perseguir enconadamente a los aristócratas que creía implicados en conjuras y a dudar de todo el mundo, lo que desencadenó en una epidemia de suicidios entre los nobles sobre los que recaían sospechas.

*

El golpeteo en la puerta del hospital femenino se hizo insoportable a oídos de Benedicta, quien dejó lo que estaba haciendo para abrirla y atender a tan ansiosa visitante. Ante ella encontró a una mujer velada con tupido tul que pronunció palabras ininteligibles para ella.

—Perdonad, no os he entendido.

—¿Me permitís que pase? –repitió la visitante.

—Claro que sí, entrad.

Benedicta comprobó que era una mujer mayor, a juzgar por el ligero encorvamiento de la espalda y el paso inestable con el que emprendió la marcha hacia el interior del hospital. También dedujo que se trataba de una persona de alto rango, a juzgar por la criada que quedó fuera y por las ropas de la enferma. Lo primero no le extrañó, muchas mujeres acudían con sus fámulas y las dejaban en la calle para que no fuesen testigos de la explicación de su dolencia si ésta resultaba comprometida o vergonzosa para la portadora. La discreción era fundamental en muchos aspectos. Una vez dentro Benedicta esperó a que la mujer se girase y le contase la enfermedad que padecía, pero parecía que un intenso pudor se lo estaba impidiendo.

—Señora, ¿en qué puedo ayudaros?

La anciana se giró lentamente descubriéndose a la vez el rostro.

—¡Régula! –exclamó Benedicta dando un respingo.

El rostro de la romana apareció demacrado ante el asombro de la sanadora. Su suegra estaba allí, con la misma mirada heladora en sus profundos ojos negros y su característico rictus labial que asomaba cuando algo marchaba mal.

—Yo tampoco deseaba este encuentro, créeme, pero ya llevo tiempo sufriendo hemorragias en la penumbra de mi habitación y no he tenido otra salida.

—Entonces habéis hecho bien en venir, aunque si lo preferís podéis ser atendida por alguna de las otras mujeres que trabajan aquí.

—Me han hablado muy bien de Rowena.

—Esperad aquí, voy a avisarla.

—No –negó Régula–, puedes hacerlo tú misma.

—Pasad pues a esta habitación –dijo Benedicta señalando un pequeño cubículo anexo al dormitorio de las enfermas.

Régula se introdujo en el lugar indicado en compañía de su antigua nuera, quien le pidió que se tumbase y alzase su vestido hasta la cintura. El vientre de la anciana estaba hinchado y de su entrepierna brotó un olor putrefacto.

—Una salisatora me recomendó laudano, que si bien me quita el dolor, no me corta el flujo de sangre ni el pus –explicó Régula con gran serenidad–. Tampoco han funcionado las sangrías a las que me he sometido, aunque bien es cierto que me las aconsejó mi hijo por recomendación de un médico oculista oriundo de Augusta Emerita.

—¿Un medicus ocularius os recomendó sangrías? –preguntó la médico mientras palpaba el abultado vientre–, no creo que fuese lo más recomendable. Os tengo que explorar con el speculum magnum matricis.

Benedicta sacó de un estuche de cuero un aparato de bronce similar a una tenaza de dos brazos anchos. A continuación lo calentó sobre el brasero, suavizó sus vástagos con una pasta aceitosa, tal y como aconsejaría Sorano de Efeso, y lo introdujo entre las piernas de Régula. A continuación dio vueltas al tornillo hasta que la valva inferior quedó lo suficientemente baja para que la abertura permitiese ver algo del interior.

—Nunca había visto un aparato de estos, aunque conocía su existencia.

—Se utiliza desde hace muchos siglos, aunque hoy en día resulta muy infrecuente –suspiró Benedicta–. Decidme si os hago daño.

—De momento no –Régula reflexionó–. Es cierto lo que dices y yo también me lamento de ello. Los avances en la medicina, tan frecuentes en el Imperio, están decayendo a pasos agigantados.

—Eso es relativo. Decía Luciano en una sátira que había médicos que se rodeaban de sofisticados y ricos instrumentos que no sabían manejar mientras que otros, mucho más hábiles, liberaban a sus pacientes del dolor simplemente con una lanceta oxidada.

—Pero esos últimos no carecerían de estudios apropiados. Antiguamente había buenos laringólogos, dentistas y médicos que, mediante la cirugía, disimulaban las vergonzosas cicatrices de los esclavos. Hoy los médicos, salvo excepciones, solamente recomiendan la oración y un puñado de medicinas que ni mejoran ni empeoran a nadie porque no sirven para nada. Opino que en la actualidad habría que preocuparse algo más de los asuntos del cuerpo y algo menos de los asuntos del espíritu.

Benedicta sabía de la carencia de piedad cristiana tanto de su suegra como de su difunto esposo y no respondió nada, pues no deseaba entrar en aquel tema tan debatido en aquel entonces. En el hospital mandaba Erico, que era tan buen médico como católico, y se seguían los tratados médicos griegos y romanos al pie de la letra. Que las doctrinas de éstos fuesen más o menos acertadas o conformes a la vigente religión, era algo donde ella no debía entrar.

—Y bien. ¿De qué se trata?

Benedicta movió la cabeza lentamente con expresión compungida y extrajo el aparato sumergiéndolo a continuación en un cubo de agua.

—Dímelo –ordenó con autoridad la domina–. No voy a desmayarme como una jovencita impresionable.

—Tenéis un cáncer de matriz, Régula.

—¿Estás segura?

La sanadora asintió.

—Bueno –dijo Régula incorporándose–, lo sospechaba. He recurrido a muchos abortivos a lo largo de mi vida que probablemente hayan deteriorado mi matriz. Sí. No me mires así, tú me conoces y sabes que gozaba muy a menudo de la presencia de amantes en mi lecho. Hay mujeres con necesidades y otras no, no sé de qué depende eso, pero se da la contradicción de que las primeras son más valoradas por maridos y amantes que las segundas, aunque estas últimas sean más respetadas y se cubran con un paño de respetable castidad.

Benedicta observó a su antigua suegra con detenimiento.

—Me culpáis de haber empujado a vuestro hijo hacia los vicios con los que se rodeó a lo largo de nuestro matrimonio y a su trágico final, pero no me importa. Nunca reconoceréis que Cayo ya llegó a mi envilecido por vuestra influencia.

—Tienes más valor del que aparentas tener –escupió Régula con suficiencia.

—Lo he adquirido, aquí, señora –respondió la sanadora–. Y ahora, si así lo deseáis, os aconsejaré las medicinas que deberíais tomar para hacer más llevadero vuestro sufrimiento.

Régula murió a los pocos meses. Sus honras fúnebres fueron multitudinarias y atrajeron la asistencia de múltiples curiosos deseando ver el boato que rodeaba aquel sencillo acto que la mayoría resolvía cavando un simple hoyo en la tierra. A los campesinos y labradores de Régula no se les permitió estar presentes en el momento del entierro, aunque se solicitó de ellos la abundancia de plegarias que requeriría la salvación de su alma. En el sacramento fue injustamente alabada y exageradas sus dudosas virtudes, como suele suceder en múltiples ocasiones. Y se comentó largamente y por toda la ciudad que ni durante la enfermedad de Régula ni tras su muerte, hubiese hecho acto de presencia su hija Régula Segunda quien, según los maledicientes, había sido desterrada por su propia madre.