IX

De la peste que surgió en el reino

En el año de 693 hizo su aparición una peste inguinal que continuaría con altos y bajos hasta los años finales del reino godo. En las provincias Tarraconense y Narbonense fue devastadora y poco menos en el resto de la península hasta el punto de que al Concilio XVI sólo pudo acudir un obispo narbonense por haber fallecido el resto. En el siguiente concilio, el decimoséptimo, se habló de la muerte de la mitad de la población hispana. La enfermedad comenzaba con bultos en ingles y axilas del tamaño de un huevo de gallina que acarreaban un terrible sufrimiento durante los diez días siguientes para terminar con la muerte de la víctima en la mitad de los casos. Como siempre, los más afectados por el mal fueron los pobres de las ciudades, y los menos, aquellos que pudieron desplazarse a fincas y villas aisladas donde el contagio era menor.

Una tarde, el obispo de Cesaracosta fue hasta el hospital de su amigo. La fama de buen médico de Erico se había extendido por toda la Tarraconense, muchos decían que podía obrar auténticos milagros, y Valderedo hizo un último intento desesperado por encontrar esperanza cuando ya casi la había perdido.

—Erico, wiese goten (godo sabio), dame una solución para este castigo.

—No puedo, Valderedo. La escasez de agua debida a las sequías hace incrementarse el número de insectos y roedores que son quienes traen estas enfermedades al hombre –afirmó Erico–. Ya había ocurrido antes, los más ancianos aún recuerdan el septenio de sequía sufrido en la Península hace cincuenta y cinco años y la peste que posteriormente acarreó.

—Sí, y también sé que Braulio redactó una carta en la que explicaba a su amigo Isidoro la terrible sequía que hubo el año vigésimo quinto de este siglo –aseguró Valderedo–, tú mismo puedes leerla gracias a la recopilación de Tajón. ¡Qué Dios tenga en su gloria a todos ellos! Pero ahora es peor, ¿qué podemos hacer?

Erico fue tajante.

—Santidad, las personas excesivamente debilitadas a consecuencia de la hambruna no van a resistir. Siempre es lo mismo, la sequía trae malas cosechas, las malas cosechas plagas, las plagas hambre, y el hambre epidemias. Mi maestro Eudoxo me contó la terrible peste de épocas de Justiniano descrita por el historiador Procopio de Cesárea, quien situó el origen de la epidemia en Egipto y aseguraba que desde allí se extendió por todo el Mediterráneo a una velocidad alarmante. En aquella ocasión la peste fue de dos tipos, bubónica y pulmonar, y la segunda tuvo fatales consecuencias en la gran mayoría de los casos, pues morían a diario millares de personas y las calles se plagaron de cadáveres insepultos. Aquí reinaba Theudis en esos tiempos y fue igualmente devastadora, pero la epidemia quedó latente y rebrotó en varias ocasiones. La peste actual es de tipo inguinal exclusivamente pero, te aseguro Valderedo, que va a resultar tan letal como la anterior.

—¿Y no hay ningún remedio para tan terrible enfermedad, Erico?

El juez meneó la cabeza negativamente.

—Pues si la ciencia no alcanza –dijo el obispo con tristeza–, solamente se puede rezar.

Cuando ya se hizo patente para todos que no existía solución, las iglesias de toda Spania, abarrotadas de fieles, se tiñeron de ruegos y angustia ante la noticia del azote del inmisericorde mal. El obispo de Cesaracosta preparó un sermón adecuado a los tiempos que corrían, similar a muchos de los que se escuchaban a diario en toda la Península.

—He aquí, hermanos carísimos, que nos ha llenado de espanto la noticia traída por los correos de que los confines de nuestra tierra han sido ya infestados por la pestilencia y que se acerca la amenaza de una muerte cruenta. El morbo inguinal, que hasta ahora creíamos tan lejano, se aproxima a nosotros impulsado por el peso de nuestros pecados. La peste ya despuebla nuestras tierras y el mal que ardía lejos de nuestras fronteras se acerca a pasos de gigante. Aquellas cosas terribles de las que antes oíamos hablar como de algo remoto están llegando ya a nuestro entorno. Niños, jóvenes, personas de uno y otro sexo, ancianos encorvados por la edad y criaturas lactantes que se alimentan del pecho materno, todos caen por igual víctimas del azote implacable. ¡Oh, Cristo, medicina del Padre Celestial, verdadero médico de la salvación humana, atiende diligente con tu favor las preces de tu pueblo! Tú que manifestaste tu poder con la súbita curación de la fiebre de la suegra de Pedro, Tú que salvaste al hijo del régulo y al siervo del centurión, fortalece el vigor del abatido pueblo y derrama abundancia de salud sobre las gentes. Repara en los gemidos, escucha el llanto, inclina tu oído al clamor del pueblo, atiende a sus sollozos, a sus lágrimas y a sus dolorosos ruegos.

Éste era el tipo de sermones que se escuchaban en la patria goda ante las primeras manifestaciones del mal, pero poco después se hizo necesario optar por una resignada aceptación en las homilías, ya que ni las oraciones ni los ruegos servían de mucho ante tamaño desastre.

—«Que no se angustien en exceso aquellos que vayan a morir ¿qué importa, a fin de cuentas, que nos mate el morbo inguinal, si no faltan tantas otras clases de muerte que nos harán emigrar de esta vida? Aunque no nos llegue la peste ¿podremos permanecer eternamente en esta existencia corruptible? Qué nadie murmure y se desespere y desesperado exclame: ¿de qué nos sirvió la penitencia si no hemos escapado a la peste? ¡Lejos, lejos de unos labios cristianos semejante blasfemia! Los que morimos alcanzamos la inmortalidad con la muerte, pues nadie puede alcanzar la vida eterna sin dejar antes la presente. No temeremos la muerte si de verdad queremos alcanzar la Vida».

*

La pestilencia continuó fulminando a las gentes como un rayo destructor. Ya los himnos litúrgicos dominicales asemejaban las palabras de un médico angustiado e impotente ante ella.

—«Se ceba con mayor dureza en ciertas partes del cuerpo que inflama con ardores mortales de fiebre, y de los miembros pútridos del infeliz enfermo no aspira el aliento ni el pulmón jadea».

La muchedumbre que abarrotaba el templo de San Vicente se estremeció de pavor, pues la muerte entraba a diario por las ventanas de sus casas. Erico había explicado a Valderedo los síntomas de la enfermedad que siempre eran similares: fiebre, bubones supurantes, delirios, manchas negras como consecuencia de hemorragias, y grandes dolores por todo el cuerpo. Asimismo, había impartido unas normas a todos los habitantes del hospital para que las siguiesen escrupulosamente.

—Esta primavera ha llegado muy pronto el calor, y eso no es bueno para la salud pues, no sé porqué, el ambiente cálido recrudece la enfermedad. Lavaos las manos con saipo siempre que toquéis algo o a alguien, no comáis alimentos crudos, permaneced en sitios limpios con buen olor, no dejéis que ningún animal entre en el hospital, sobre todo odiosas ratas, y si podéis no os acerquéis a nadie a menos de cinco pasos… y por supuesto, no habléis con nadie, pues es posible que la enfermedad se propague también por el aliento venenoso del apestado.

—Pero ¿qué haremos en la Iglesia? –preguntó Karl alarmado– Los domingos está plagada de gente.

—Poneos cerca de la puerta y lo más alejados que podáis de cualquier otra persona. Y tú, Willa, no permitas que tu hijo salga de casa, las calles están muy sucias, que Olav juegue en el corral hasta que comprobemos que la epidemia va remitiendo.

La mujer asintió alarmada.

—Pero algunos dicen que puede contagiarse también por la mirada de un afectado –aseguró Sven con angustia– y para evitar eso ninguno de nosotros debería salir a la calle.

—No creo que la pestilencia se contagie de esa forma –dijo Erico tras reflexionar unos instantes–. Galeno decía que para contagiarse de una enfermedad había que entrar en contacto con el apestado, aunque la peste que brotó en sus tiempos no tiene por que ser similar a ésta.

—De todos modos tendremos que conseguir comida y para ello deberemos tratar con el mercader, el labrador o el carnicero.

—¿Comida? –preguntó Lorenzo con sarcasmo–. No hay comida, y aunque la hubiera, ¿quién nos dice que no pudiese estar corrompida por la enfermedad?

—Lorenzo tiene razón, no podemos comer ni carne ni vegetales. Pasaremos con legumbres y pan, tenemos un saco de lentejas y otro de harina en la despensa del hospital.

—Que pronto se acabarán si tenemos que alimentar a los enfermos.

—No habrá enfermos en nuestra casa, voy a cerrar el hospital una temporada –anunció el juez compungido– aunque si alguien llama a nuestra puerta no deberemos negarle un pedazo de pan. He rezado mucho antes de tomar esta decisión y me he dado cuenta de que no podemos luchar de ninguna forma contra este mal, lo único que conseguiríamos acogiendo apestados es que el morbo acabase con todos nosotros.

—¿Y el agua, tío Erico? –se interesó Olav–. No se puede vivir sin beber.

—También he pensado en eso, pero no sé cómo solucionarlo.

Benedicta se frotó las manos con nerviosismo.

—Ayer hablé con mi padre –dijo tímidamente–. Me obliga a abandonar la ciudad e irme una temporada a su villa. También en ella han muerto algunos siervos, pero dice que allí el río tiene apariencia limpia y cristalina y que hay abundante comida, pues algunos campos aún producen. He pensado que podríais venir conmigo, nosotros mismos trabajaríamos la tierra y recolectaríamos sus frutos.

Erico asintió con una amplia sonrisa.

—Esa es una buena medida. Partid todos lo antes posible hacia la villa de Tito y no volváis hasta bien entrado el invierno.

Los seis hombres y las tres mujeres se miraron entre sí.

—¿Partid? –preguntó Rowena con un gritito–. ¿Tú no vas a venir con nosotros?

—No, Rowena, yo me quedaré aquí.

—Pero… pero ¿para qué?

—Habrá quien necesite de mí y además, si estoy yo solo, tendré comida suficiente para los hambrientos. Me he dado cuenta de que los peor nutridos corren más riesgo de contagio.

—¡Pero por Dios santísimo! –exclamó Gorm–. Hijo mío, si haces eso a nuestra vuelta sólo encontraremos de ti tu cadáver.

El godo asió con cariño el hombro de su padre.

—El Creador me ayudará. Y ahora preparaos todos para partir.

—Pues me quedo contigo –anunció Gorm con firmeza–. Yo no puedo arar, ni sembrar, ni recolectar, soy un viejo tullido y únicamente sería un estorbo para los demás.

—No padre, no lo permitiré.

—Hijo mío, tú eres lo único que me queda. Una vez os abandoné, pero no pienso volver a hacerlo. Además, si yo me voy ¿quién va a preparar medicinas para los enfermos?

—Ya te ha dicho Erico que no existe ningún remedio para la pestilencia –rugió Sven–. Si no vienes con nosotros, a nuestro regreso, en vez de un cadáver hallaremos dos.

—Ya he tomado la decisión, Sven –respondió Gorm tajante.

—Bien, que sea lo que Dios quiera –terminó Erico con ojos húmedos–. Solamente me queda aconsejaros que si alguien fallece durante vuestra estancia en la villa, lo enterréis fuera de ella y en un hoyo bien profundo. Y ahora abracémonos, probablemente no nos veamos en mucho tiempo.

Todos derramaron abundantes lágrimas en la despedida, pues tenían la plena seguridad de que alguno de ellos no sobreviviría a la peste.

*

—Mi señor conde, es necesario limpiar las calles –dijo tajante Erico.

Máximo observó la majestuosa estampa del juez lanzando a continuación una especie de risotada.

—¿Habéis venido aquí solamente para decirme eso?

—Sí, ilustrísima –respondió el godo con paciencia.

—Sentaos, juez Erico. Mirad, la situación es la siguiente: medio reino se está muriendo de hambre, la otra mitad de peste, el oro destinado a mejoras civiles se ha reducido a un puñado de monedas porque la gente no puede pagar impuestos y la tercera parte de mis soldados han sucumbido a la enfermedad, por lo que estamos desprotegidos ante cualquier tipo de ataque del enemigo… ¿Qué os parece? ¡…y vos venís a proponerme que asee las vías públicas!

—Si no lo hacéis no quedará nadie con vida en la ciudad.

—¿Y a quién queréis que emplee en esa absurda tarea? ¿A lo que queda de mi ejército?

—Cualquiera serviría, excelencia. Organizad grupos de trabajo entre los ciudadanos y ordenad que limpien las calles de basura, ratas y excrementos antes de que llegue la canícula. Las inmundicias pueden ser trasladadas en carros lo bastante lejos para que tanto la ciudad como las aguas de los ríos vuelvan a estar limpias.

—¿Pero por qué insistís tanto en eso?

—Mi señor conde, cada verano atiendo a cientos de ciudadanos que padecen problemas estomacales, diarreas, lombrices y otros gusanos intestinales. Este verano será mucho peor, a los males que os he nombrado habrá que añadir la mortífera peste que proviene de las ratas.

—No decís más que insensateces –rugió el comes civitatis–, también los hombres olemos mal y no vamos escapando los unos de los otros. Ya he oído que vuestro hospital es un ejemplo de limpieza que roza lo absurdo y que el contenido de los orinales y del pozo negro de vuestra letrina es vaciado constantemente y trasladado en un carro fuera de Cesaracosta. ¡Qué pérdida de tiempo y qué medida tan poco inteligente! Máxime cuando debería ser usado como abono o para caldear las estancias.

—No tengo la costumbre de quemar boñigas en mi hogar, excelencia, prefiero la madera o el carbón.

—Escuchadme, Erico, necesito el dinero de las arcas para mandar traer cereales y legumbres de lejanas tierras, ya que considero que el sustento es más necesario que la limpieza y el pueblo se muere de hambre a consecuencia de la sequía ¿entendéis eso?

—Lo entiendo y comparto vuestra preocupación, señor. Todo el que llega a mi hospital solicitándome comida, sale de él con una escudilla repleta, pero yo no puedo hacerme cargo de la higiene pública.

Máximo se revolvió en su silla.

—Pues en este momento no puedo complaceros en vuestra petición, juez Erico, quizá más adelante Dios proveerá.

—Y yo lo siento, mi señor conde, pero al menos haced lo posible para que los cereales lleguen a tiempo a las mesas de los que sobrevivan… o no quedará nadie a quien alimentar.

—Os he dicho que Dios proveerá, ¿o acaso no sois un buen cristiano? –preguntó hipócritamente Máximo, quien se había criado en casa de la impía Régula.

—Señor, ahora no estáis hablando con el obispo. Yo me considero un buen cristiano, pero también soy médico y estudié con un griego. Mi padre adoptivo y maestro me recordaba constantemente la fábula del náufrago y Atena narrada hace muchos siglos por su compatriota Esopo. En ella se cuenta que un rico mercader ateniense navegaba por el mar con sus compañeros cuando sobrevino una terrible tempestad. La embarcación zozobró haciendo caer al mar a todos sus ocupantes, quienes pusiéronse a nadar frenéticamente a excepción del ateniense, que se limitó a rezar a la diosa Atena. Uno de sus compañeros, con buen juicio, le aconsejó que continuase sus plegarias a la deidad, pero que a la vez moviera las manos.

—Eso es un cuento pagano de falsos dioses.

—En eso estamos de acuerdo, excelentísimo señor –respondió Erico ante lo irónico que resultaba escuchar aquello de labios de Máximo–, pero es un estupendo consejo y creo que muchos de nuestros conciudadanos pensarían lo mismo. No podemos esperar que el Creador resuelva todos nuestros problemas, ya que Él mismo nos dio inteligencia y manos para actuar.

Erico continuó manteniendo la teoría de la limpieza de las calles. Por una u otra causa, aquellos años fueron testigos de un gran castigo, las antiguas urbes plagadas de gentes se iban despoblando y la desbordante ciudadanía iba siendo sustituida por el silencio sepulcral de los cadáveres. Había aldeas en las que ni uno solo de sus habitantes sobrevivió y los campos semejaban yermos desiertos al carecer de los brazos que los convertían en productivos. Las campanas tocaban a muerto en toda la patria goda y las alegres risas de los jóvenes habían dado paso al llanto de hombres y mujeres que enterraban a sus familiares a diario. Los siervos se daban a la fuga y los hombres libres a la desesperación, y tanto los unos como los otros al latrocinio y a la rapiña. Aquella inacabable peste inmisericorditer fue la última prueba insoportable para un reino agotado destinado a la desaparición y lo convirtió en fácil empresa para aquellos que, poco después, vendrían a hacerlo suyo.

*

Los rumores de conjura hebrea contra Égica llevaron a recrudecer todavía más las medidas que contra los judíos había dispuesto Ervigio, decidiéndose que estos serían privados de todos sus bienes, sometidos a servidumbre, separados de sus hijos y arrancados de su lugar de origen. Mauro llegó de Toletum con esas recientes noticias y reunido con algunos de los de su religión en una antigua casa de la judería, explicó la situación que se les presentaba y sus posibles soluciones.

—Dice el rey que en algunos lugares del mundo los judíos nos hemos revelado contra nuestros príncipes cristianos y que ahora nosotros, de común acuerdo con otros judíos de regiones ultramarinas, pretendemos terminar con el reino godo.

—¿Y es eso cierto?

—Han debido arrancar confesiones a los presuntos traidores, naturalmente bajo tortura, y parece que en la confabulación estamos implicados todos los judíos de Sefarad. Y para que veáis hasta qué punto se trata de una estrategia, el soberano ha liberado de sospecha a nuestros hermanos de la Galia Narbonense porque a consecuencia de la peste esa zona ha quedado casi despoblada y no le interesa que el territorio limítrofe con los francos quede desprotegido. Por eso se les obliga a tomar las armas junto al duque en las guerras contra los francos y a colaborar económicamente en todos los asuntos del reino. Así pues, la sospecha y el consiguiente castigo se convierten en algo relativo, dependiendo entonces del lugar de origen del presunto traidor judío.

—¿Y a nosotros qué nos va a suceder ahora?

—Exilio y confiscación general de bienes que, como siempre, pasarán a las arcas de los gardingos.

Los lamentos resonaron en la casa.

—El terror colectivo se ha apoderado de los hispanos debido a la peste y a los ataques que han padecido otros cristianos del norte de África. Y ahora están sufriendo un disperationis contagium.

—¿Pero qué culpa tenemos nosotros?

—Ninguna, pero la desesperación ha hecho presa igualmente en nuestros hermanos toledanos y han creído estar presenciando la llegada del Mesías.

—¿Y si fuera verdad, Abraham?

—No lo es. El Mesías llegará en la sexta edad del mundo, a partir del año 5000 desde su Creación, y no surgirá de entre los guerreros árabes, pero podemos aprovechar la circunstancia de que muchos de los nuestros así lo crean para acabar con los godos de una vez por todas pues, mientras habitemos en un reino donde es obligatorio ser católico y donde nos culpen de todo mal, no podremos hallar la paz.

—No sé si deberíamos fiarnos de ti, al fin y al cabo eres un médico converso que vive entre ellos.

—Ya sabes, Samuel, que fui separado de mi familia en la infancia, pero yo nunca he dejado de ser un buen judío.

—Has comido cerdo y has recibido en tu boca los restos del cuerpo de su dios.

—Todos nos hemos visto obligados a hacerlo alguna vez porque fuimos «convertidos» a la fuerza, pero yo he estado vomitando durante años esas repugnancias para eliminarlas de mi organismo y Adonai me habrá perdonado.

—No, no te ha perdonado, Abraham, sabemos que tus tres hijos han muerto a consecuencia de la peste, al igual que tu yerno y tu esposa cristiana, Dulciorella.

—Mis padrastros me obligaron a casarme con una cristiana y, aunque mis hijos fueron educados según las creencias de nuestro pueblo, no llegaron a ser buenos judíos. Quizá por eso fueron castigados. Pero todos vosotros habéis convivido igualmente con ellos. Muchos teníais criados cristianos que, por cierto, ahora recibirán vuestros patrimonios, otros comerciabais con católicos y algunos os visteis igualmente forzados a casaros con las que se santiguan para mantener las apariencias. ¡Hemos sufrido mucho, y ahora quiero proponeros la única salvación que nos queda! –rugió.

—¿Y cuál es, según tú, esa solución liberadora?

—Que huyamos a África antes de que nos entreguen a los comerciantes sirios o nos embarquen hacia cualquier lugar para ser vendidos como esclavos.

Los judíos reunidos se miraron unos a otros y Elazar tomó la palabra.

—Abraham tiene razón, a muchos nos han confiscado bienes, nos han amputado la nariz, y nos han azotado. ¡Basta ya de ser siervos de cristianos!

Mauro levantó la mano para pedir silencio y continuó.

—El rey dice que el pecado de Judá está escrito con pluma de hierro sobre superficie diamantina y nos llama criminales, perversos, perturbadores de la seguridad de la cristiandad y arruinadores de la patria. Exige constantes placita personales porque continuamos bajo sospecha de persistir en nuestras prácticas, que él califica de pérfidas, y estamos obligados a recitar la oración dominical de los apóstoles y a comer cerdo ante testigos, por no hablar del cierre de nuestras buenas sinagogas cuando ellos tienen muchas de sus iglesias hechas un asco. Solamente nos queda escapar de este infierno.

—¿Y qué vamos a ganar marchándonos al África?

—Alejarnos de los cristianos godos en barcos de hermanos que se dediquen al comercio.

—Pero el cataplus ha sido prohibido y ello conlleva la llegada de barcos judíos, el desembarco y el comercio de bienes.

—No seas tan inocente, Isaac, muchos de los nuestros continúan con el negocio marítimo a pesar de las prohibiciones reales.

—Pues si no queda otro remedio partiremos al África este mismo año 4454.

Esa fue la decisión final, y el año 4454 desde la Creación, según los códices hebreos y siendo el año 694 para los cristianos, muchos judíos hispanos dejaron sus ciudades de origen para arribar a las costas del continente vecino. Los que partieron corrieron dispares venturas, pero los que quedaron fueron todos furiosamente perseguidos por el rey Égica hasta el día de su muerte, que no acontecería hasta el año 702.

*

Los familiares y amigos de Erico regresaron a la ciudad a comienzos del mes de noviembre. El cierzo hacía el aire respirable y todos se regocijaron de retornar a Cesaracosta sanos y salvos, aunque temerosos de lo que pudieran encontrarse nada más cruzar sus puertas. Durante el trayecto se habían topado con docenas de mendigos que les solicitaban cualquier alimento que pudiesen darles y las limosnas consistieron en los grandes trozos de pan que los godos depositaban en el suelo con la tácita condición de que el pedigüeño no se acercase demasiado a ellos. Habían sido testigos de la desolación y comprobado que el miedo había acabado con la caridad cristiana, pues habían contemplado escenas en las que los mendigos recibían palos y amenazas de la mayoría de los caminantes que se cruzaban con ellos.

Llegaron a la puerta norte y vieron como los centinelas apostados a ambos lados del portón observaban con envidia el carro plagado de sacos que los acompañaba. Ellos formaban un extraño grupo de varones y mujeres de aspecto saludable y los guardias un par de hombres tristes y escuálidos.

—Vamos a pagar el portazgo con comida –propuso Sven con gran acierto–, de poco servirán las monedas en una ciudad donde no se puede comprar nada.

—Dales más de lo que nos pidan –dijo Benedicta–, así ellos podrán sisar parte.

Los centinelas agradecieron profundamente la misericordia de aquellas personas que sabían trabajaban en el hospital del juez Erico y les dieron paso apartándose más todavía de las jambas de la puerta, pues esa actitud de alejarse lo máximo posible del prójimo se había convertido en norma de cortesía habitual.

Nada más traspasar la muralla, el grupo recién llegado, y sobre todo Liuva, notó que faltaba algo esencial en la ciudad, su ruido. El silencio sepulcral a aquellas horas de la mañana era completamente inusual y a la vez aterrador, según explicaron luego a Erico con todo detalle. La plaza del foro estaba vacía, los campesinos y mercaderes no ofertaban sus productos a gritos y no había ninguna tienda montada, ni siquiera carros que la atravesaran y mucho menos alguien que charlara animadamente en ella. Un perro sarnoso olisqueó un charco de líquido sucio vertido desde alguna ventana y a continuación lo lamió con ansia. Dos tullidos sentados ante la puerta del templo les rogaron a grandes voces que, por amor de Dios, les diesen algo para comer. Sven, aterrado por el desolador panorama, depositó ante ellos un gran pan por el cual se pelearon golpeándose a bastonazos.

—Apresurémonos hacia casa –rogó al volver a reunirse con los demás–, tengo un terrible presentimiento.

El hospital presentaba un aspecto descuidado y tanto las puertas como las ventanas se encontraban cerradas a cal y canto. Todos estaban inmovilizados por el temor y solamente Sven tuvo valor para golpear la madera con furia esperando que Erico abriese para contarles que todo había ido bien. Pero nadie abrió.

—¿Quién es? –gritó alguien desde el interior de la vivienda.

—Erico –gritó Lorenzo, reconociendo la voz de su amigo–. ¡Somos nosotros, somos nosotros!

El juez abrió la puerta con los ojos llenos de llanto.

—¡Gracias a Dios, amigos míos! ¡Jesucristo sea siempre loado! –dijo temblando de emoción al comprobar que nadie faltaba.

Uno tras otro fueron abrazando a Erico con ternura, imaginando lo que habría sufrido durante aquellos meses y golpeándole las anchas espaldas con afecto.

—¡Gorm! ¿Dónde estás, cuñado? –gritó Sven con alegría.

La mano del juez detuvo a su tío cogiéndolo del brazo. Sven se giró sonriente y sus facciones se fueron endureciendo poco a poco al ver la triste mirada de su sobrino. Todos comprendieron de inmediato y las mujeres se cubrieron el rostro entre gemidos ahogados.

—Fue hace dos meses, a principios de septiembre –explicó Erico, lívido–. No quise avisaros de ningún modo porque sabía que hubierais vuelto de inmediato y no lo consideré buena idea. No imagináis cómo ha sido este verano en la ciudad. El infierno no puede ser mucho peor.

Rowena reunió valor para hacer la pregunta a cuya respuesta todos temían.

—¿Han muerto muchos conocidos?

—Muchos: el conde Celso y su esposa, los hijos de Mauro y su mujer y un hermano del actual conde Máximo, Pío, el inspector de campos, y cientos de hombres y mujeres a los que conocíamos o habíamos atendido en el hospital.

Quedaron en silencio rezando una muda plegaria y con los ojos arrasados de lágrimas.

—¿Y por qué no has abierto enseguida cuando hemos llamado a la puerta? –preguntó Karl poco después.

—Veréis, hacer eso no es lo más apropiado en estos momentos. Las gentes han enloquecido por el hambre y el terror y un día fui atacado por dos hombres que pretendían robarme. Soy fuerte y estaba mejor alimentado que ellos, así que logré arrojarlos de aquí. Eché pestillos en las puertas y ventanas de la planta baja y, a partir de entonces, cuándo alguien llama, le respondo asomándome por una ventana del piso de arriba o bien a gritos como he hecho con vosotros. Y si son visitantes que requieren comida o medicinas se las entrego por la mirilla del portón.

—A nosotros nos sucedió algo parecido. Los campos están despoblados –dijo Karl–, pero debió correr la voz de que nosotros cultivábamos un huerto productivo y un grupo de hombres escaló la tapia para hurtarnos manzanas y verduras. Nosotros salimos de la casa de siervos donde nos instalamos armados con lo que teníamos a mano, palas, picos y palos, pero Olav los terminó de espantar con una estupenda espada que Tito, el padre de Benedicta, guardaba en la casa principal.

—Este reino se está convirtiendo en una guarida de delincuentes –gruñó Rowena.

Erico meneó la cabeza con resignación.

—Las consecuencias de esta peste inmisericorde van a ser más morales que físicas y nuestro mundo ya no volverá a ser el que conocimos.

*

La siguiente primavera las puertas de Cesaracosta se cerraron tras la Pascua para los que deseasen entrar en la urbe, sin embargo se permitía la salida de los ciudadanos que quisieren abandonarla. Esta medida había sido debatida en asamblea y fue Erico quien ejerció gran influencia para que se llevase a cabo lo antes posible.

—¿Y los carreteros, mercaderes y labradores que arriben a la ciudad con alimentos? ¿No deberíamos dejarlos pasar a ellos si presentan un aspecto sano? De ellos depende el abastecimiento de la ciudad.

—Es muy complicado saber si un hombre está realmente sano, sobre todo en los casos en que la fiebre todavía sea leve –aseguró el juez médico–. Este año tenemos que estar mejor preparados para el verano que el anterior y evitar que vuelva a repetirse el horror que vivimos. ¿Hay reservas suficientes en el granero público para pasar el verano?

—Sí, las hay.

—Pues entonces podemos esperar a que llegue el frío para reponer lo consumido. En mi hospital no acojo apestados, pero todos los que llaman a la puerta reciben una ración de pan, dos cazos de legumbres secas y si…

—Tenéis una gran obsesión con la canícula, juez Erico –atacó el conde.

—Erico sabe lo que dice –cortó el obispo Valderedo–. No lo dudéis, Máximo.

—Mi señor conde –dijo Erico con paciencia–. El pasado año pude comprobar que durante los meses de julio y agosto fue cuando más personas murieron, sin embargo el invierno ha sido más benigno en cuanto a fallecimientos. Llevamos dos años padeciendo este castigo insoportable y las gentes ya no pueden resistir más. El pueblo está hambriento. A diario contemplo desde mi ventana a los niños, algunos tan famélicos que parecen esqueletos, arrastrándose por las calles faltos de alegría y vitalidad.

—Entonces es cierto lo que muchos pregonan a los cuatro vientos, Dios nos ha abandonado.

—No digáis eso, conde Máximo –protestó Valderedo–. No voy a permitirlo.

—Perdonad, mi señor obispo, pero estoy desesperado. Estoy cansado de vivir rodeado de muertos, el… el último fue mi hermano Pío. Cada día me avisan de las bajas que se han producido entre mis hombres, cada mañana me despiertan los gemidos de los que todavía tienen capacidad para llorar, cada noche me hundo en el lecho deseando que todo esto sea una pesadilla y que, al despertar, me encuentre en la alegre ciudad de antaño. Pero cuando abro los ojos vuelvo a toparme con la tragedia matutina de ser informado de las calamidades acontecidas durante mi tiempo de descanso: muertes, hurtos, robos con asesinato, violaciones y demás actos terribles que cometen los que ya han perdido la cordura. Vos lo sabéis, juez Erico, tan bien como yo. Y nada se puede hacer, si ajusticiamos a todos los malhechores sanos nos quedaremos sin ciudadanos en Cesaracosta; tampoco podemos imponer multas a gentes que ni siquiera pueden comer, la rapiña ha pasado a considerarse comportamiento justificado para sobrevivir y el abandono de recién nacidos o el aborto, dos soluciones óptimas contra la hambruna. ¿Qué podemos hacer con una ciudad así?

—Comprendo tu angustia y la comparto, hijo mío –dijo Valderedo con piedad–, pero no debemos renegar del Creador ni de la beatísima Virgen, ni de Su Hijo, ni de los santos. No debemos blasfemar a causa de la desesperación, sino rezar hora tras hora para ser escuchados.

—Es cierto –asintió Erico–, no podemos perder la esperanza, sería como perder la vida misma.

—¿Vas a volver a quedarte aquí este verano, Erico?

Erico sonrió y se dispuso a responder a Valderedo con el respeto con que siempre lo trataba en presencia de terceros, aunque luego en la intimidad charlasen como los viejos amigos que eran.

—Santidad, tengo cincuenta y siete años y llevo viviendo en esta ciudad cincuenta de ellos. ¿Dónde creéis que puedo estar mejor que aquí?

—Me alegro de oírte decir eso, juez Erico, creo que si estás entre nosotros las cosas irán mejor.

Erico tomó la muy loable decisión de redactar un testamento para dejar las cosas sujetas en caso de que él mismo llegase a sucumbir ante el mal. La muerte de su padre le hizo comprender el peligro que había corrido permaneciendo en Cesaracosta, y aquel verano pretendía hacerlo de nuevo. Por ello dividió sus posesiones en tres partes y nombró herederos de una de ellas a los miembros de su clan, entre quienes ya contaba también a Lorenzo, otra iría a parar a la Iglesia y la última a la beneficencia para los pobres de la ciudad, gestionada desde el monasterio de los Mártires. Aún ignoraba que tenía un hijo propio.

*

De nuevo llegó el invierno y aún tendrían que transcurrir dos más para que la peste fuese apagándose y dejase de ser tan mortífera. Cada año abandonaban la ciudad menos personas a la llegada de la primavera, y no sólo porque Cesaracosta se hubiese reducido a dos tercios de su población, y ya en el año del Señor de 697 solamente Benedicta abandonó el hospital rumbo a la villa paterna con los primeros calores.

El resto del clan decidió permanecer en la ciudad todo aquel verano a excepción de Willa, quien había muerto de pulmonía el pasado invierno sumiendo a todos en una gran consternación. Sobre todo a su hijo Olav, quien aun estando casado con una buena mujer, se había sentido siempre muy unido a su madre. La esposa de Olav se llamaba Lucrecia y era una joven tan risueña que contagiaba de alegría a todo aquel que estaba a su lado, virtud muy valorada en aquellos tiempos de tristeza.

—Con ella es imposible no sentirse contenta, como cuando se contempla una flor o un dulce cachorrillo –decía sonriente Rowena–. Aunque más le valdría aplicarse en la preparación de fármacos.

Olav y Lucrecia tenían una pequeña que era tan feliz como su madre, a pesar de sus dos años y medio de vida, y un recién nacido que dormía todo el día sin dar muestras de la menor inquietud o enfermedad propias de los lactantes. Además, Lucrecia era trabajadora, y se negaba a que nadie lavase o limpiase estando ella allí.

—No sé nada de medicina, ni siquiera se me da bien preparar pócimas –solía decir mientras fregaba sin descanso–, así que no puedo hacer otra cosa que limpiar y guisar.

Sus suaves canciones eran un alivio para un edificio donde solían oírse más gemidos y lamentos que en ningún otro lugar. Su voz cristalina era similar al agua de un río que corriera entre las piedras de su cauce.

—Parece que los enfermos mejoran si la escuchan cantar –reconoció extrañado Lorenzo–. Su voz es la única medicina que prepara bien.

Algunas veces simplemente canturreaba melodías y otras, incorporaba improvisadas letras que hablaban de Dios y los santos, o bien de asuntos profanos, en los que el amor era tema principal, e incluso en ocasiones se limitaba a contar lo que hacía o lo que deseaba.

Era muy de su gusto un desesperanzador himno que solía entonarse en tiempo de guerra y que comenzaba con una invocación: «Tristes nunc populi, pacem suppliciter cerne rogantes, threnos et gemitus, cerne dolorem, mestis auxilium desuper afder»… Continuaba con ruegos a Dios y ejemplos de ayuda que Él había prestado, para acabar con una situación bélica en la que los soldados eran derrotados por furibundo enemigo que se ensañaba con los vencidos de las más temibles maneras. Era una canción violenta y sanguinaria con la que Lucrecia arrancaba lágrimas de emoción, y mucho más en aquellos momentos en los que el peligro moro acechaba como el buitre que espera la carroña. Sería una nueva peste tan mortífera como la anterior que aguardaba para manifestarse en cuanto la previa hubiese debilitado suficientemente a sus futuras víctimas.

—¡Por Dios, Lucrecia! –exclamaba Benedicta–. Deja de cantar eso y prepara un poco de remedio laxante.

—No recuerdo los ingredientes, Benedicta.

—No puedes acordarte de cuatro ingredientes y sus proporciones correctas, pero parece que no puedas olvidar las estrofas de esa funesta canción.