XI

Del reinado de Witiza y de los terribles años de hambruna que vivió la patria goda

En el año 702, Égica encontró la muerte por causas naturales. Su hijo Witiza convocó un concilio en el que se rebajaron las penas contra los judíos y se invitaba a los exiliados a que volviesen a Spania, bajo promesa de que les serían devueltos sus séquitos y clientelas. Witiza no compartía el odio que su padre había sentido por las gentes de raza hebrea, muy al contrario, el nuevo monarca prometió que encargaría la gestión patrimonial del reino a los judíos que retornasen a la patria goda. Estas decisiones reales no agradaron a los clérigos hispanos, quienes tacharon a su nuevo rey de malvado y lascivo, pero Witiza, ante las críticas y con gran tranquilidad, se limitó a animar a los hombres de la Iglesia para que contrajesen matrimonio con sus barraganas y acabar así con amancebamientos impropios e hipócritas. No era un buen católico y se negó a que Spania continuase pagando el tributo eclesiástico a Roma y mandó, so pena de muerte, que ningún obispo hispano obedeciese los dictados del romano Pontífice.

Entre las decisiones prudentes que Witiza tomó en sus primeros momentos de reinado, se pueden destacar el infructuoso intento de supresión de las ordalías, la quema de documentos comprometedores, la anulación de procesos deshonrosos para muchos nobles, la liberación de ciertos cautivos de las prisiones y la devolución de tierras y oro a los despojados por su padre. Pero el nuevo rey no quedó empobrecido con tales dispendios, la fortuna del monarca consistía en tres mil villas a lo largo y ancho de toda la península, a lo que hay que añadir los numerosos esclavos, las joyas de oro, plata y piedras preciosas y una cantidad bastante elevada de sueldos áureos. A Witiza, nacido al sur, le gustaba vivir rodeado de todas las comodidades y placeres posibles y cada primavera gustaba de abandonar la fría Toletum hacia lugares más cálidos. Solía pasar la Cuaresma en Híspalis para tomar buen pescado durante la prohibición de comer carne, a continuación se trasladaba con su corte a Emérita Augusta, donde practicaba la caza y saboreaba gustosa manteca y dulce miel, y terminaba su recorrido estival en Corduba, para disfrutar de sus frutos y bebidas hasta después de la vendimia.

Mientras tanto, el pueblo sufría de hambre y se alimentaba con pan de centeno, gachas de avena cocidas en leche, e incluso yerbas del campo. Aquella hambruna no cesaría en toda la década, recrudeciéndose especialmente los tres últimos años de la misma a consecuencia de la sequía que llegaba del África mediterránea, engullida poco a poco por el terrible desierto que la amenazaba y que no dejaba de crecer.

El calor aquellos años era sofocante, y escasos los días de lluvia, a pesar de las misas que se celebraban en toda Spania para que el cielo regalase agua a los campos. A la sequía se unía la falta de manos para el trabajo, la peste había despoblado enormes zonas agrícolas y aldeas enteras dedicadas al cultivo de trigo, centeno, mijo y cebada. Los pocos cereales almacenados se fueron consumiendo o se pudrieron, creando una catástrofe que se extendió tanto en el campo como en las ciudades. Los campesinos abandonaban sus pequeños huertos para someterse, en relación de patronazgo, a quienes poseían bastas tierras y medios que facilitasen la labor agrícola, los barones o magnates. El aristócrata era el dueño y señor de los campos y los campesinos meras manos que trabajaban para él, había nacido el feudalismo.

El descontento era tan generalizado que casi todas las poblaciones fueron escenario de revueltas y disturbios. Los duces y condes a cargo de provincias y ciudades elevaban sus quejas a Witiza, quien hacía oídos sordos a los problemas del pueblo mientras viajaba con su corte de un lugar a otro buscando nuevos placeres y deleites. Y todavía tuvo la desfachatez de nombrar a su hermano Oppas, que ya era obispo de Híspalis, para la silla y dignidad de Toletum.

A la primera cosecha escasa, siguieron cosechas baldías, y hombres y mujeres sufrieron gran congoja al faltarles el pan de cada día. Además, el comercio de los judíos se había paralizado años atrás y los puertos recibían cargamentos tan miserables y con precios tan abusivos que solamente un reducido grupo de afortunados tuvo acceso a la adquisición de mercancías. Y eso en las ciudades portuarias, pero el caso es que Cesaracosta había tapiado su puerto años atrás y eran ya muy pocos los alimentos que arribaban a ella vía fluvial. Las consecuencias que acarrearon estos desastres fueron vanos intentos de solución por las autoridades y abandono de la ciudad por muchos civites, quienes huían al campo intentando encontrar algún noble que les contratase para cultivar sus tierras a cambio de comida.

Máximo mandó llamar a Erico, quien acudió al palacio condal con su hijo Esteban, como último intento para paliar la terrible situación, y apoyándose en la nueva relación familiar que les unía.

—Nos morimos de hambre, Erico. Ahora estamos unidos por vínculos familiares, soy el tío de tu hijo, y por eso he reunido el valor para pedirte que adquieras alimentos con tu propio peculio para alimentar al pueblo.

—Lo vengo haciendo hace tiempo, Máximo, te lo dije una vez. Solamente me quedan mil sueldos de la fortuna que Eudoxo me legó que, naturalmente, pongo a tu disposición… pero poco se podrá hacer con eso.

—Te lo agradezco, Erico, yo ya no sé qué hacer. Estoy arruinado por el reparto de grano a bajo precio –confesó el conde– y cinco modios mensuales de centeno no dan para mucho. No hay reservas en los silos, y aunque los monasterios distribuyen los productos de sus tierras entre los más pobres, parece que se produce mucho menos de lo que se consume debido al clima nefasto que genera cosechas insignificantes. Además, la importación de cereales del norte de África está paralizada a causa de la toma de esos territorios por los conquistadores sarracenos y las gentes ya se beben hasta el aceite de las lámparas. La ciudad ha visto reducirse a la mitad a su ciudadanía en los últimos años como consecuencia de la peste, el hambre y las sequías. Somos un reino empobrecido, una patria formada por mendigos y bandidos que ya solamente puede esperar un deshonroso final.

—¿Habéis consultado con el rey?

—El rey –Máximo sonrió con pesar–. Sí, hace unos meses estuve con Witiza y le rogué que auxiliase a sus súbditos. Pero ese joven lascivo y vicioso no va a mover un solo dedo por nosotros. Parece bastante más preocupado en ceñirse la corona y vestir la púrpura para agradar a sus prostitutas que para ser considerado un verdadero soberano. Yo ya soy muy viejo para el cargo que ostento, debería haberme retirado hace años, pero no hay nadie que quiera sustituirme para gobernar una ciudad empobrecida que poco a poco va vaciándose tanto de soldados como de civiles y que supondría la ruina para quien me sustituyese. Mi hermano Claudio y mis propios hijos son los únicos asistentes en quienes puedo confiar y el mediano, que se hace cargo del ámbito militar, me ha asegurado que en caso de ataque estaríamos perdidos.

Esteban observaba con expresión preocupada a su padre y a su tío y esperó un instante de silencio para interrumpir la conversación.

—Se podría hacer un pequeño intento –dijo mirando a uno y a otro–. Excelencia, sabéis que ahora poseo las tierras que mi madre heredó de mi abuela y que, a excepción de unos pequeños huertos, permanecen sin cultivar. Hay ahora en Cesaracosta cientos de hombres dispuestos a ser contratados como campesinos en condiciones abusivas, y más lo estarían si las condiciones fuesen buenas. Con un centenar de personas sería suficiente y podríamos ofrecerles doble ración de centeno a cambio de trabajar mis posesiones en Tirasona, centeno que compraríamos con los mil sueldos que aún posee mi padre y que almacenaríamos en el silo de la finca. Mientras tanto el suelo produciría y venderíamos los cereales, las legumbres y hortalizas a la mitad de su precio. Con lo que producen cien pueden comer más de mil y, aunque no solucionemos radicalmente el problema y si Dios nos asiste, podríamos acercarnos a la producción de veinte mil modios mensuales ya no de centeno, sino de exquisito trigo.

—Y yo aportaría carros y animales para su transporte –añadió ilusionado Máximo.

—Pero alguien de confianza tendría que vigilar que se hiciesen las cosas tal y como tú dices –reflexionó Erico.

—Padre, yo soy el indicado, he sido un hombre de campo toda mi vida y mi misión en el hospital no es importante, pues carezco de conocimientos médicos.

—Pero, hijo, eso supondría que volvieses a marcharte de mi lado.

—Solamente sería por un par de años, mientras la crisis continúe –aseguró Esteban–. Además podríamos vernos a menudo.

—Intentémoslo –rogó el conde esperanzado.

El juez asintió a pesar del dolor que le produciría la separación. Se había acostumbrado a su presencia, a sus conversaciones con él y a tener presente el recuerdo de Régula Segunda en cada sonrisa de su hijo. Y ya no sabía si podría vivir sin todo aquello.

*

Galeswintha avanzaba por el camino romano tras cruzar las tenebrosas montañas a lomos de un espléndido caballo, con el único equipaje de la extrema sabiduría que había adquirido durante sus viajes por el mundo. No temía cabalgar sola por aquellos parajes desiertos de almas pues era consciente de que sus enormes poderes imposibilitarían que alguien pudiera dañarla. Elevó sus ojos hacia las estrellas del firmamento, semiocultas por unas nubes amenazadoras, provocando que la capucha que cubría su cabeza se deslizase hasta sus hombros, dejando sus cabellos trenzados al descubierto, y respiró profundamente el todavía frío aire nocturno regocijándose ante la idea de volver a casa. Sonrió al ser consciente de sus propios pensamientos, pues estaba pensando en Cesaracosta como en su hogar, aquella ciudad apestosa que había odiado tanto desde que llegara a ella. Pero hacía ya años que la consideraba su refugio, un lugar donde guarecerse en momentos de apatía o de descanso. No podía retornar a su vivienda, porque probablemente habría sido expropiada por las autoridades tras haber sido acusada de asesina de aquel guardia torpe y molesto, pero sabía quién podría ofrecerle alojamiento en un lugar seguro.

Empezó a llover y aunque la vía romana estaba construida de forma redondeada con la finalidad de que el agua resbalase hacia ambos lados, podía correr el peligro de que su caballería hundiese los cascos en algún tramo deteriorado. A un lado de la calzada había una venta aceptable, visitada a menudo por mensajeros y soldados del servicio de correos, para dormir un rato o simplemente para descansar o echar un trago. Era una de aquellas posadas en las que el mosto agrio se vendía al doble de su precio por no haber nada ni mejor ni peor en cuarenta mil pasos romanos a la redonda, pero estaba sedienta y se le antojó beber algo para alegrar su espíritu, refrescar su garganta y librar un rato a sus posaderas de la molesta silla que las llevaba martirizando durante horas. Volvió a cubrirse el rostro con la áspera capucha marrón de su capa de cuero y dejó su montura al cuidado del mozo de la cuadra, a quien lanzó una moneda para asegurar a su corcel una buena ración de avena. Seguidamente entró en la humilde posada de la estación de postas sentándose en el rincón de la larga mesa más apartado de la chimenea donde pudiese pasar desapercibida, sin despojarse ni de la capa ni del zurrón donde guardaba su cuchillo, un pedernal, un gran trozo de queso y unas cuantas monedas.

—¿Qué será? –preguntó el posadero.

—Un jarro de vino –respondió Galeswintha con voz grave y sin apartar la mirada de la mesa.

—Ya no quedan camas a estas horas –refunfuñó el hombre de mala gana.

—No voy a quedarme a dormir. Me beberé el vino y después me iré.

—¿Con este tiempo? –se extrañó el posadero–. ¿Y por qué no os aproximáis al fuego del hogar para estar más caliente?

Galeswintha se puso en pie mostrando su soberbia estatura. En la oscuridad de su rincón, cubierta por la capucha y enguantadas sus manos, mostraba una imagen sobrecogedora. El ventero pensó que solamente requería de una guadaña para parecer la mismísima Muerte.

—¿Dónde vais, señor? –preguntó el caballerizo que en aquel instante entraba en la posada.

—Me marcho, aquí parece que no quieren servirme.

—Sentaos de nuevo, señor –rogó el muchacho– Padre, traed a este caballero el mejor vino de la casa.

El posadero miró a su hijo con extrañeza hasta que éste le mostró la reluciente moneda que aquel ricohombre le había lanzado. Ambos se metieron en la despensa.

—¿Sabes acaso quién es ese hombre, hijo mío?

—Ni lo sé ni me importa, padre –contestó el muchacho–, pero su caballo es el mejor animal que he visto en mi vida y me ha dado un tremís para que le diese una esplendida ración de forraje.

—Pues a mí no me agrada en absoluto –razonó el ventero–, parece como si estuviera escondiéndose de algo o de alguien. Aún no he podido verle la cara y tiene una voz muy rara, como de chasquido metálico.

—A lo mejor tiene las facciones desfiguradas y alguna enfermedad de garganta. ¿Qué nos importa? Es rico, podemos pedirle dos tremises más por este jarro y algo de comida y en total nos habremos ganado un sueldo.

El muchacho salió con una vasija de barro bien llena y el vaso más elegante que tenían en el aparador.

—Señor, os traigo un néctar insuperable. Es un poco caro, pero creo que vos os lo podréis permitir. Si me dais dos tremises puedo prepararos además algo de comer, aunque lo normal es que sean los propios viajeros quienes guisen las viandas, pero así vos no tendríais que molestaros y podríais continuar disfrutando del sabroso vino.

—De acuerdo –aceptó Galeswintha tendiéndole las dos monedas.

El mancebo pinchó con su cuchillo un trozo de carne seca de una bandeja, lo pasó por el fuego y lo colocó sobre una gruesa rebanada de pan. Cruzó la estancia hasta el extremo opuesto, donde ya el insólito personaje de la capa daba buena cuenta del vino, y dejó la comida frente a él sin decir nada, pues ya se había dado cuenta de que el viajero era hombre arisco y poco dado a la conversación. Por eso regresó prestamente a la despensa para darle a su padre los dos tremises y dejar solo al encapuchado. El posadero sonrió y escondió el dinero donde solía hacerlo.

—¿Le has ofrecido también una mujer? –inquirió con avaricia–. Pues igualmente pagaría con esplendidez.

— No, padre, porque… ¿y si es un clérigo?

—Bueno, muchos de ellos aceptarían encantados una invitación de ese tipo.

—Escuchadme, padre –respondió el muchacho con cierto rubor–, he visto… he notado algo femenino en ese hombre, no huele mal como la mayoría de los que vienen aquí y gesticula de forma poco viril, a pesar de su buena hechura y elevada estatura, por eso he pensado que a lo mejor era uno de esos a quienes las mujeres no agradan. Él mismo hubiese solicitado una de haber estado interesado.

—Bien, pues no hay más que hablar. Eres muy observador, hijo.

Galeswintha se percató de que iba a ser descubierta y llamó al mozo para que sacase a su caballo de la cuadra. No debía volver a arriesgarse de esa forma, tenía que llegar a Cesaracosta y ocultarse por un tiempo. Viviría entre las sombras de los pasillos del cenobio de las monjas, se ocultaría bajo el suave tul con el que las vírgenes cubrían sus rostros y dormiría en una celda monacal sin otro adorno que un duro lecho y un pequeño arcón sobre el que dejar un cirio o una sencilla lámpara de aceite. Ella disponía de todo el tiempo del mundo y allí esperaría el momento oportuno para actuar, escondida, vigilando, acechando como un águila al corderillo que va a ser su presa. Sí, la abadesa Frida no podría negarse a darle cobijo.

*

Como el rey Witiza era más hereje que católico, ya que aún siendo cristiano no estaba de acuerdo con la mayoría de los preceptos de la santa Iglesia, ejerció en ese sentido una influencia negativa en los habitantes de Spania, muchos de los cuales vieron tambalearse su fe ante la desidia de los clérigos hispanos y del propio monarca.

Galsuinda era consultada a diario con nuevas dudas que surgían en los corazones de los cesaraugustanos y un día recibió la visita de su sobrino Esteban. Estaba la virgen del cenobio agotada tras varias horas de charlas y explicaciones sobre dogmas de fe cuando vio aparecer a un hombre joven, de rasgos godos y con un alarmante parecido a su hermano Erico.

—¿Cuál es tu nombre?

—Esteban, hijo del juez Erico.

La monja asintió tras la celosía.

—¿Sabes quién soy?

—Sois mi tía Galsuinda y la mujer que se esconde tras de vos es mi abuela Frida.

La abadesa se aproximó todavía más a la espalda de su hija y, acercando una lámpara a los barrotes, observó con dificultad al hombre iluminado por la llama.

—¿Quién es tu madre? –preguntó estupefacta.

—Mi madre murió, era Régula Segunda, la hermana del conde Máximo.

El rostro de Frida se tornó bermejo de cólera, pero no podía acusarlo de ser un bastardo, un fruto del pecado de Erico, pues ella había concebido a Galsuinda de forma similar y su hija no debía saberlo jamás.

—¿Vives con mi hijo?

—En este momento no, ahora gestiono una finca de cultivo en Tirasona, pero aprovechando una visita a mi padre he venido a conoceros y a haceros una pregunta.

—¿Qué quieres de nosotras? –se interesó Galsuinda.

—He acudido hasta vos con la intención de solicitar vuestra opinión sobre la actuación a seguir ante los problemas que sobrevendrán en un futuro.

—¿A qué te refieres concretamente?

—A la toma de la ciudad por las tropas árabes.

Galsuinda tomó aire y reflexionó unos instantes.

—Te has confundido de lugar, Esteban. No soy una adivina, yo resuelvo dudas de fe.

Una mujer velada surgió de entre la oscuridad de uno de los rincones de la celda y se aproximó a la celosía. Galsuinda y la abadesa Frida se apartaron a ambos lados con reverencia, dejando que la hermosa joven se situase frente a Esteban. El hijo del juez atisbó entre los huecos del enrejado, pero la escasa luz y el velo negro que cubría su rostro le dificultaron todavía más la tarea.

—Te conozco, Esteban –dijo con voz metálica–. Tanto a ti como a tu padre, y si queréis estar a salvo tendréis que huir al norte, a las montañas, al lugar que los moros nunca tomarán. Una vez allí deberéis esconderos en monasterios, grutas o fortalezas y prepararos para resistir con valentía o para morir luchando. Si os quedáis en Cesaracosta habrá uno que deseará vuestra desgracia y no parará hasta ver vuestras cabezas coronando una pica.

—¿Quién sois, mi señora? –preguntó asombrado Esteban.

La que había considerado una monja más del convento se retiró el velo hacia atrás con decisión y Esteban vio por primera vez las perfectas facciones de Galeswintha. Sus ojos plateados, su tez dorada, y sus labios rosas brillaron a la luz de la lámpara enmarcados por el tul negro que aún le cubría el cabello.

El hijo del juez ahogó una exclamación de asombro. Nunca en su vida había visto una joven tan bella y ni siquiera podía imaginar que existiese alguien semejante.

—¿Vivís aquí, en el cenobio? –balbució.

—Temporalmente sí. Mi buena amiga la abadesa me ha proporcionado alojamiento entre las paredes de este santo lugar –respondió con cierta ironía que Esteban no pudo captar.

—¿Os… os estáis escondiendo de alguien?

—Tú lo has dicho, y nadie debe saber que me hallo aquí y tampoco…

—Tampoco mi padre, que es juez –terminó Esteban.

—Eres un muchacho inteligente, y espero que también seas discreto y comprensivo –dijo Galeswintha conquistando al hijo de Erico con una amplia sonrisa.

Esteban asintió mientras su corazón latía con fuerza. Se había prendado completamente de la joven que entreveía por los huecos de entre los listones de madera, sin sospechar lo más mínimo que aquella bruja era siete años mayor que su anciano padre y que su maldad era comparable a la de siete demonios juntos.

*

La presencia de Esteban en Cesaracosta fue haciéndose más frecuente para regocijo de Erico. Llegaba cada mes a la ciudad con carros repletos de comida que entregaba puntualmente al conde para su almacenamiento y posterior reparto entre los cesaraugustanos.

—No es necesario que vengas tú mismo a entregar los cereales, hijo – dijo Máximo a su sobrino.

—Me gusta hacerlo –respondió el godo–, así puedo saludaros a vos y visitar a mi padre y al resto de la familia. Además las tierras quedan en buenas manos ya que he conseguido que uno de los campesinos, con la asistencia del anciano siervo de mi madre, haya sido capaz de manejar la organización general del fundio tan bien o mejor que yo.

Lo que Esteban callaba es que no solamente acudía con ese propósito a la ciudad. Muchas tardes salía del hospital de Erico para rondar por las inmediaciones del cenobio femenino con la esperanza de ver a aquella mujer que le había robado el corazón. Algunas veces las monjas salían del monasterio para acudir a las iglesias en tiempo de fiestas religiosas y participar en los ritos que se llevaban a cabo con motivo de alguna celebración señalada. Esteban acudía a todas las misas y demás eventos ansiando verla, y escrutaba minuciosamente las facciones de todas aquellas mujeres veladas con tules rojos o negros que rezaban píamente en la zona de la iglesia reservada a la clerecía. Pero ella nunca estaba allí, parecía no salir jamás de su encierro y el godo, completamente obsesionado con el recuerdo de su rostro, creía no poder soportar la vida si no volvía a contemplarlo.

No paraba de darle vueltas al asunto. Esteban comenzó a sospechar que su amada quizá no fuese una verdadera religiosa, una virgen cenobial de las que ingresaban entre los muros sagrados para servir a Dios con auténtica vocación, sino que su permanencia en el monasterio bien pudiera deberse a una sentencia judicial o a la simple búsqueda de refugio tras una prematura viudedad o un deshonroso divorcio. Eso le animó, si la joven beldad no había ingresado en el convento por iniciativa propia sería más fácil arrancarla de él y proponerle que fuese su esposa. La imaginación de Esteban no paraba de crear ensoñaciones amorosas llegando a un trance indescriptible cuando se veía a sí mismo abrazando el cuerpo de aquella diosa, besando sus perfectos labios y perdiéndose en el aroma que sus cabellos exhalaban.

Una tarde tomó la repentina decisión de cruzar la puerta este de la ciudad antes de que oscureciera y se cerrase a cal y canto hasta el amanecer. No sabía bien hacia donde se dirigía, pero sentía como si una mano invisible le arrastrase hacia algo nuevo y desconocido y él se dejaba guiar confiado como un niño aferrado a la diestra materna.

Llegó a las orillas del Orba y se sentó sobre la hierba a contemplar el atardecer. Las tonalidades del cielo cambiaban constantemente, se fundían y entrelazaban como velos de colores brillantes hasta que terminaron tiñéndose de un negro intenso. Aparecieron las estrellas y la luna y sus refejos jugaron con las aguas verdes y las piedras del cauce del río. La suave brisa le embriagaba y sintió un instante de felicidad extrema. Cerró los ojos y tomó una gran bocanada de aire que llegó a sus pulmones proporcionándole una energía inusitada.

Al abrirlos ella estaba ante él, con el único manto de sus cabellos cubriendo su espléndida desnudez. Esteban, que tan valiente y audaz se había sentido maquinando encuentros con su amada, comenzó a temblar como una hoja e intentó huir, pero se dio cuenta de que estaba paralizado. El godo no era inexperto en las artes amatorias, pero nunca había visto nada semejante al cuerpo de aquella mujer ni sabía que pudiese existir tal perfección en las hembras o en ser humano alguno. Su piel dorada era tan tersa y resplandeciente como el metal bruñido y tal esbeltez no prescindía de una fina musculatura en la medida justa para tornear sus muslos y sus brazos y elevar sus firmes pechos. La curva que se dibujaba desde su estrecha cintura hasta sus caderas parecía esculpida por algún maestro griego de las artes de inigualable virtuosismo y su escaso vello púbico de aspecto suave invitaba a las más esquisitas delicias de la carne.

—¿Qué… qué eres? –preguntó Esteban con un hilo de voz.

—Mi nombre es Galeswintha.

—Supongo que eres un ángel o quizá un pedazo de estrella que ha tomado forma humana.

La mujer sonrió irónicamente, hastiada de la total rendición que provocaba en todos los hombres con los que simplemente buscaba acoplamiento carnal. Solamente Erico había sido inmune a sus encantos y aquel don no parecía haberlo heredado su hijo, pero ella ya lo había sabido de antemano y simplemente buscaba en Esteban aquella parte que le recordara a su padre. Galeswintha podía utilizar sus enormes capacidades para eliminar del cuerpo del que iba a ser su amante hasta el último vestigio de los rasgos de Régula Segunda y así llegar a imaginar que era un nuevo y joven Erico aquel a quien ella ya rodeaba entre sus brazos.

*

Desde el año de nuestro Señor de 707 hasta el final del decenio cundieron la hambruna y la mortandad en toda la patria goda hasta tal punto que los abortos y los asesinatos de niños a manos de sus propios padres se convirtieron en costumbre habitual. Los recién nacidos eran abandonados en vertederos, arrojados al río e incluso a los pozos negros, y en otras ocasiones eran removidos dentro del útero materno con pócimas de resina de cedro, pomadas de incienso, tisanas de ruda, ramas o instrumentos punzantes.

La situación en Cesaracosta era un poco menos alarmante, gracias a las cosechas de las tierras de Esteban, pero aún así la ciudad no se libraba de las malas costumbres y muchas mujeres acudían al hospital con el propósito de dehacerse de otra boca a la que alimentar. Tanto Rowena como Benedicta se negaban a realizar el tipo de intervenciones que les solicitaban, recomendando por contra métodos para evitar la concepción.

—No puedo tener este hijo –explicaban las más angustiadas– y quedé embarazada a pesar de llevar constantemente el amuleto que evita la concepción.

—Poco conseguiréis con ese amuleto. Debéis introduciros en la vagina, antes de ir al lecho, una bola de lana empapada en corteza de pino disuelta en vino. Es bastante más efectivo.

—Pero esas prácticas son contrarias a los dictados de la Madre Iglesia –decían escandalizadas las más fervientes católicas.

—¿Y el asesinato no? –respondía Rowena con frialdad.

En aquellas épocas hubo una enorme relajación en las costumbres eclesiásticas que debilitó la fuerza de la ya agonizante patria. Por desventura todo estaba desordenado y era caótico. Al no ser el soberano un católico demasiado ferviente, parte del clero se comportaba de forma lasciva y los obispos toledanos se sucedían con demasiada rapidez como para llegar a conseguir la implantación de medidas efectivas. Durante el reinado de Witiza hubo tres obispos sentados en la silla metropolitana, el prudentísimo Félix, el virtuoso Gunderico y el nefando Sinderedo.

Así la lascivia del rey contagió a los clérigos y estos a sus fieles. Los antaño pecados de la carne ya no se consideraban ni pecados ni mortales y la castidad se convirtió en un concepto ridículo que ya nadie veía como virtud. La angustia que provocaba la falta de pan llevaba a muchos al convencimiento de que Dios los había abandonado, y si a ese Dios nada importaban los estómagos de los hombres tampoco deberían importarle sus genitales, y lo que los presuntos abandonados hiciesen con ellos. Witiza copulaba con sus prostitutas, los clérigos con sus barraganas y Esteban con Galeswintha. Quizá este último fuese el único a quien preocupaban algo aquellas relaciones pecaminosas y ya completamente rendido a su amada le proponía constantemente un matrimonio que legalizase sus encuentros ante Dios y ante los hombres. Aquello divertía enórmemente a la bruja, quien daba largas a Esteban para apaciguar sus deseos esponsalicios, pero el godo volvía a la carga argumentando que como en aquellos tiempos se había retomado el uso de permitir que los miembros de la clerecía se casasen, igualmente debían hacerlo los laicos, porque las ovejas debían seguir al pastor por el camino que les condujese. Galeswintha sonreía pensando que el puritanismo de su amante era herencia directa de su casto padre y aquello la divertía en deteminados momentos y fingía escucharle atentamente deleitándose en los hermosos rasgos de Erico que Esteban poseía.

*

Los carros que Máximo enviaba a Tirasona regresaban a Cesaracosta repletos de cereales, legumbres, vino y frutas. En el latifundium de Esteban ya trabajaban cien hombres a pleno rendimiento y los cesaraugustanos pudieron volver a saciar sus estómagos como antaño. Las enfermedades y muertes fueron haciéndose menos frecuentes entre la población y las iglesias cesaraugustanas comenzaron a ser visitadas tímidamente por fieles que daban gracias a Dios por el pan diario.

El hospital de Erico también recibía una generosa ración mensual de alimentos por disposición condal, ya que el éxito de esta iniciativa había sido posible gracias a su aportación monetaria y al fundium de su propio hijo. Así pues la situación general mejoró y la normalidad volvió a imponerse en toda la ciudad.

Al hospital ya no llegaban tantos hambrientos como en años anteriores y sus miembros atendían males comunes una vez que los brotes de peste fueron disminuyendo. Lucrecia, la mujer de Olav, había terminado asumiendo el cargo de farmacéutica en relevo de Gorm asistida por el ciego y anciano Liuva, quien había memorizado cientos de recetas por habérselas oído repetir a su hermano cientos de veces. Sus dos hijos ya no dependían tanto de ella como años atrás y su abuelo Sven cuidaba de ellos, pues el godo había reconocido no estar ya capacitado por su edad para los esfuerzos que requería su labor en el hospital.

—Escucha, Lucrecia, para las cataplasmas contra las inflamaciones tienes que cocer las lentejas con miel y aceite de rosas.

—¡Pero no hay aceite de rosas! –se quejaba ésta con voz cantarina.

—¡Pues prepáralo! –se desesperaba Liuva–. Toma una medida de esquenanto y cuatro de aceite, maja bien ambas cosas y cuece la mezcla en agua. A continuación cuela el aceite, echa en él los pétalos de rosa, úntate las manos con miel y remueve a la vez que chamuscas los pétalos. Déjalo reposar y mañana tendremos aceite de rosas.

—No tenemos esquenanto, Liuva.

El ciego se mordió el labio inferior. Era cierto, el esquenanto era una planta oriental difícil de conseguir, pero podía sustituirse por otras más comunes utilizando la lógica.

—¡Sustitúyelo por trigo, por avena, o por cualquier otra gramínea!

—Sé más paciente con mi nuera, Liuva –aconsejaba Sven a su cuñado cuando estaban a solas–. Ten en cuenta que ni siquiera sabe leer.

—Yo tampoco puedo leer, Sven –respondía el ciego con flaqueza–, pero los preparados sencillos saben elaborarlos todas las mujeres de Spania… todas menos ella.

El suegro de Lucrecia asintió dando la razón a Liuva.

—Es cierto pero, dale tiempo, nadie nace enseñado.

Otras veces eran Rowena y Benedicta las que se airaban con la joven.

—¡Pero Lucrecia, esta pomada no es lo suficientemente consistente, se resbala entre los dedos!

La aludida se encogía de hombros prometiendo hacerlo mejor en sucesivas ocasiones.

—¿Y no están secas todavía las pastillas de adormidera?

Lucrecia negaba con la cabeza para desesperación del resto. Y así continuaban las cosas hasta que un día la joven no pudo más y decidió hablarle a su marido con franqueza.

—No valemos para este trabajo, Olav, ni tú ni yo sabemos de medicina y solamente somos un estorbo para los demás. Vayámonos de aquí con tu padre y nuestros hijos y empecemos de nuevo en otro lugar, todavía somos jóvenes.

—Pero Lucrecia… ¿Adónde vamos a ir? ¿De qué vamos a vivir?

—No lo sé. Tus familiares repiten constantemente que las cosas se están poniendo muy mal en el sur, pues vayamos al norte, a Septimania. Podríamos recurrir al sistema de colonato en el feudo de algún señor y trabajar nuestras propias tierras… muchos otros lo están haciendo.

—Pero el peligro árabe acecha. ¿Dónde estaremos más protegidos que en una ciudad amurallada?

—Muchos nobles poseen sólidos castros, auténticas fortalezas rodeadas de tierras de cultivo.

—¡Pero esa protección la pagaríamos con sumisión, seríamos vasallos de un noble!

—¿Y no lo somos ahora, Olav? Somos vasallos del rey, del duque, del conde… que no siempre son señores justos y prudentes. Piensa en nuestro actual soberano y dime acaso si lo consideras un buen señor. Además, recuerda la conversación que mantuviste con Esteban. Te dijo que aquella monja le aseguró que debíamos huir si queríamos estar a salvo. Hagámoslo ahora, antes de que los guerreros lleguen a la ciudad y la arrasen.

Olav reflexionó gravemente llegando a la conclusión de que su esposa tenía toda la razón. Tarde o temprano tendrían que abandonar Cesaracosta y quizá más adelante las cosas se pusieran peor todavía. Más valía ser los primeros en marcharse para no tener que competir con los miles de hispanos que escaparían del feroz ataque. Llevarían a su anciano padre con ellos si el resto de la familia no estaba dispuesta a renunciar al hospital.