Donde se cuenta la subida al trono de don Rodrigo
y la toma de Spania por la morisma
La despedida fue triste. Aquel verano del año 709, el clan godo vio partir a Sven, Olav, Lucrecia y a los dos pequeños rumbo al sur de Galia. La fortuna que correría la pequeña familia era incierta y peligrosa, sobre todo para el octogenario Sven pues, aun no siendo un viaje excesivamente largo, era necesario cruzar las altas montañas con todos los riesgos que ello comportaba.
—Quédate con nosotros, Sven –había rogado Erico estando a solas con su tío.
—No, Erico, ya soy un anciano y quiero morir rodeado por mi hijo y mis nietos.
—¡Pero Rowena es también tu hija y desea permanecer aquí!
—Ya estuve muchos años con Rowena, no me ha dado nietos y, además, vive completamente entregada a su oficio. Ahora necesito la compañía de Olav y ver crecer a los pequeños, si Dios me lo permite. ¿Desearías tú separarte ahora de tu hijo Esteban?
—Ni un instante. Incluso sufrí cuando regresó a Tirasona para gestionar la finca… ahora que ya ha vuelto a estar entre nosotros, no volveré a dejarlo marchar –bromeó el juez médico con una sonrisa.
—Dame un último abrazo, hijo –pidió Sven con ojos húmedos– y queda con Dios.
—Marchad vosotros con Él.
Erico abrazó fuertemente a su anciano tío y a continuación cogió el saco de sus pertenencias cargándolo en el carro tirado por una mula que les acompañaría hasta su destino. Olav y Lucrecia se despidieron entre lágrimas, y Erico aprovechó el abrazo para meter un saquito de monedas entre las ropas de Olav.
—Lo necesitaréis –dijo el juez con un susurro cuando se topó con la mano del joven rechazando el presente–. Detente en alguna posada o villa cada vez que Sven o los muchachos lo necesiten, y aliméntalos bien durante el duro trayecto.
—Vos hicisteis un viaje mucho más penoso cuando erais un niño y…
—Y tú hermano murió –terminó Erico.
Olav bajó la mirada recordando la historia tantas veces narrada por su madre y se escondió el saco bajo la corta túnica asegurando su sujeción con la hebilla del cinturón.
Rowena se separó con dolor de sus sobrinos y tras besar a su padre le lanzó una mirada de misericordia mezclada con un ápice de rencor que Erico no supo descifrar del todo. Sven le respondió con otra, alzando las cejas como queriendo expresar que las cosas eran así y que los afectos no podían cambiarse. La mujer dio media vuelta y se metió en la casa incapaz de contener las lágrimas. Liuva, Lorenzo, Karl, Benedicta, Esteban y Erico acompañaron a los que marchaban hasta la puerta norte de la ciudad y esperaron hasta que el carro se perdió entre la arboleda y ya no fue posible distinguirlo.
—Ya quedamos menos –dijo Karl con un suspiro asiendo de los hombros a su hermano Liuva.
—Solamente somos un puñado de viejos –dijo el ciego–. No comprendo cómo hemos podido llegar a esta edad ni cómo logramos burlar la peste. En nuestra aldea no se vivía tanto tiempo y yo ya estoy muy cansado, tengo setenta y siete años.
—Debe de ser por favor de Dios o por el clima –razonó Karl–. ¿Recuerdas cuánto nos reímos cuando Orenco nos dijo que el rey Chindasvinto tenía más de ochenta? Pensamos que estaba bromeando o que era un loco.
—Sí, pues aún vivió hasta los noventa. ¿Y qué me dices de Wamba?
—Parece que el clima de Spania beneficia a los hombres del norte.
—A algunos. Recuerda que Harald, Aringa, Willa y Gorm no alcanzaron nuestra edad actual.
—Entonces lo que alarga la vida es la soltería –rio Karl.
Liuva lanzó una carcajada y Karl miró de reojo a Erico, Lorenzo y Rowena, quienes ya habían cumplido setenta los dos primeros y setenta y un años la hija de Sven.
—Bueno –respondió el ciego reflexionando–. Frida tiene ochenta y cuatro años y mírala, aún continúa al mando del cenobio femenino.
—¿Y Galeswintha? –preguntó súbitamente Karl–. ¿Qué habrá sido de ella?
—Seguramente habrá muerto –aventuró Liuva–. Llevaba una existencia muy extraña.
*
El décimo año de la séptima centuria vio morir al lujurioso Witiza sin haber cumplido todavía los treinta años. Nunca se supo si había sido envenenado o si había muerto por causas naturales, pero lo cierto es que murió demasiado joven dejando tres hijos pequeños: Agila, Olmundo y un tercero al cual muchos llamaban Ardabasto y otros Ardón. Sus seguidores nombraron rey inmediatamente a su hijo mayor, de tan sólo diez años, quien pasó a ser designado como Agila II. Pero tal actuación no agradó en el Aula Regia y teniendo en cuenta la debilidad del recién nombrado soberano, unos cuantos proclamaron rey a un noble llamado Roderico, o Rodrigo, que era duque de la Bética, sobrino de Recesvinto y nieto de Chindasvinto. Rodrigo acababa de volver de tierras de romanos, concretamente de la ciudad de Constantinopla, donde era muy amado y respetado. Su regreso y entronización provocaron el comienzo de una guerra fratricida enfrentando a las familias de Wamba y Chindasvinto, una nueva querella entre la facción griega y su oponente. El desvalido Agila poco pudo hacer frente a la fuerza de la facción contraria y la lucha se saldó con la victoria de sus enemigos, que acabaron alzando al trono toledano a su candidato.
Rodrigo fue ungido en las calendas de marzo del año siguiente mientras que el pequeño Agila se estableció en el nordeste, donde los gobernantes eran más afines al partido de Wamba, considerándosele rey en las provincias Tarraconense y Narbonense, con lo que Spania se convirtió en un reino roto, desunido y dividido por la presencia de dos reyes de bandos opuestos. Un reino que anunciaba su amargo final ante los enemigos, quienes pronto vieron las posibilidades que se les presentaban si aprovechaban la oportunidad. Pero aún contaron con más facilidades de las que hubieran soñado, porque el antiguo metropolitano Sisberto y Oppas, hermano de Witiza, marcharon al norte de África donde, junto a otro pariente llamado Julián que controlaba Septem, comenzaron las negociaciones para solicitar ayuda a un gobernador musulmán llamado Muza para volver a sentar en el trono de Toletum a Agila II y derrocar a Roderico.
Poco sospecharían ambos que el plan se iba a volver contra ellos y que los supuestos «ayudantes» ansiaban la corona goda tanto como ellos mismos.
«Quizás ha sido la corrupción de los últimos soberanos y del pueblo mismo lo que ha atraído la cólera de Dios» añadió Erico en la crónica en la que trabajaba a diario y a la que se dedicaba en cuerpo y alma cuando el hospital cerraba sus puertas.
Como juez de Cesaracosta y hombre respetado como el mejor de los cesaraugustanos, hablaba a menudo con el conde y el obispo, quienes sabían de la marcha de los acontecimientos por los mensajeros, correos y espías que llegaban a la ciudad con la finalidad de informar puntualmente de los mismos.
El conde Julián –continuó escribiendo–, gobernador del estrecho, envió hace unos años a su hija Florinda a la corte palatina, como suelen hacer los nobles con sus hijos para asegurarles una buena educación al lado del rey. El lujurioso Rodrigo vio la belleza y esquisitez de la que iba a ser nueva dama de compañía de su esposa, la reina Egilona, y comenzó a sentirse obsesionado por ella, no apartándola de su mente ni de día ni de noche. Un día se ocultó tras un arbusto del río donde la joven tomaba un baño y aprovechando la circunstancia de que estuviera sola y hallándose él muy embriagado por el vino, la desfloró contra su voluntad. Su padre solía visitarla todos los veranos, en el trascurso de los cuales se intercambiaban abundantes regalos, pero aquel año durante la primavera, recibió Julián unos presentes filiales junto a un huevo podrido y enseguida entendió el mensaje de su hija.
—¡Juro por Jesucristo que arrojaré a Rodrigo de su trono y abriré un abismo a sus pies! –exclamo loco de ira Julián.
Julián se presentó ante el conde en Toletum antes de la fecha acostumbrada y solicitó ver al rey.
—¿Qué te trae por aquí en este tiempo cruel? –preguntó Rodrigo.
—Vengo en busca de mi hija porque su madre está enferma –mintió Julián– y me ha rogado que se la lleve de vuelta, pues no desea morir sin antes recrearse con su compañía.
—¿Y traes para mí esta vez algún ave de cetrería?
El conde sintió un odio feroz contra el monarca y le respondió con astuta doblez escondiendo sus planes:
—No, señor de todos los señores, pero dentro de unos meses vendré con muchas rapaces, si Dios quiere.
Y por despecho, convenció a Muza de la facilidad de la conquista, de la fertilidad del reino godo y de sus riquezas, y permitió el paso a la flota mora para que tomase Spania, al igual que Rodrigo había tomado por la fuerza a su hija Florinda».
«Otra profecía de Galeswintha llegó a cumplirse –escribió Erico con mano trémula–, pues he sabido que cuando Rodrigo fue ungido soberano se interesó por el hecho de que en la llamada Casa de Hércules, una imponente torre flanqueada por cuatro leones de piedra y construida a tal altura que aunque muchos hombres habían intentado arrojar por encima de ella una piedra no habían podido conseguirlo, hubiese una habitación cuya puerta estuviese cerrada con varios candados. Cuando preguntó al mayordomo por el significado de aquello, éste le aseguró que ignoraba lo que se escondía dentro, pero que cada rey había ido añadiendo una cerradura al portón de la misteriosa habitación para asegurar que nadie pudiese penetrar en ella.
—¡Por Cristo que no quiero morirme sin saber qué contiene! –exclamó Rodrigo.
Los clérigos y magnates se estremecieron ante la decisión real.
—¿Qué pretendeis encontrar en esta sala? –le preguntaron.
—No sé, pero la curiosidad me atormenta –confesó el soberano.
—Desiste de tu loca determinación –aconsejó un clérigo anciano en la asamblea– y añade un cerrojo a la puerta como hicieron tus ilustres antepasados, hombres todos ellos discretos y prudentes que actuaron de esa forma, sin duda, por algún secreto motivo.
El curioso y ambicioso Rodrigo hizo oídos sordos y mandó llamar a un conocido herrero para que descerrajase aquella cámara en la que él esperaría encontrar el más fabuloso de los tesoros. Pero no fue así. En mitad de las cuatro paredes solamente había un pequeño cofre, que no dudó en abrir por si contenía alguna joya de valor inestimable, y en su interior solamente halló una tela. El paño estaba pintado con figuras de guerreros a caballo ataviados con los ropajes y turbantes propios de los seguidores de Mahoma bajo cuya imagen podía leerse la siguiente frase: Cuando se abra esta arca y la tela salga de su encierro, invadirá y dominará Spania la gente pintada aquí.
Erico rememoró las palabras exactas de Galeswintha a orillas del río: «Advertí a Recesvinto, durante mi visita a Toletum, que no cayese en la tentación de abrir la sala que contiene ese objeto y ordenase que los sucesivos reyes que le sucedieran continuasen añadiendo cerrojos a la habitación que guarda el objeto mágico».
Por uno u otro motivo, lo cierto es que en abril del año 711 las naves del conde Julián partieron desde el continente vecino con siete mil hombres a las órdenes del lugarteniente de Muza, un gran estratega llamado Tarik o Tariq y de su comandante Tarif. Los guerreros berberiscos se fortificaron en la Bética a la espera de cinco mil soldados del norte de África y otros tantos judíos, quienes años atrás habían huido de Spania. Esa zona estaba gobernada por un tal Sancho, sobrino de Rodrigo, quien se lanzó valientemente contra ellos sin conseguir el éxito esperado. El rey Rodrigo, que en aquel momento guerreaba contra los vascones, fue avisado del ataque y partió hacia el sur con el ejército real, reclutando en su camino a todos los nobles disponibles y sus ejércitos. La guerra contra los hombres de Tariq se libró entre las orillas de Lago y del río Guadalete y, aunque los godos duplicaban en cantidad a los moros, tuvo lugar allí mismo un increíble cambio de bandos en mitad de la refriega. Los soldados de Oppas y Julián fueron avisados de que habían sido engañados por los sarracenos, lo que provocó pánico, confusión y deserciones por doquier. Aquella caótica batalla tuvo como resultado la victoria de los conquistadores, y Rodrigo terminó siendo vencido junto a los pocos leales que aún resistieron a su lado, ya que la mayoría de los nobles de su ejército, temiendo lo peor, habían huido hacia el norte.
Algunos dijeron que Rodrigo pereció allí mismo aunque su cuerpo no fue encontrado en el campo de batalla, sino solamente su equipamiento, consistente en un caballo blanco llamado Orelia con las ancas sucias a consecuencia de una posible caída en el lodo, una silla de montar de oro y rubíes, la rica armadura con la que se protegía y uno de sus botines plateados. Nadie halló su cadáver a pesar de la intensa búsqueda.
*
La esplendorosa ciudad de Toletum había sido tomada casi sin lucha debido a que la guardia real y el ejército no se encontraban allí ni había rey para defenderla, y los moros la hallaron completamente desguarnecida y casi despoblada. La mayoría de los cristianos habían huido al norte y solamente quedaba en ella el puñado de judíos que habían retornado tras el perdón generalizado de Witiza.
Los conquistadores encontraron en ella dos edificios dignos de contarse entre las maravillas del mundo. En la Casa de los Reyes halló el bizco Tariq el famoso tesoro regio godo de inmenso valor y con piezas únicas que deslumbraron a los invasores. Estaba formado por arcones plagados de monedas de oro, brocados exquisitos e inigualables, finas sedas, piedras preciosas, perlas enormes, sillas de montar repujadas de gemas, parasoles con rubíes y esmeraldas, bandejas de plata y oro, veinticinco ejemplares del Pentateuco, Salmos, Evangelios, obras de sabios romanos, poetas cristianos y filósofos griegos, y un espejo mágico. Riquezas que ya habían sospechado que existieran en la corte porque cuando Rodrigo llegó del norte para enfrentarse a ellos lo hizo sentado en una silla de oro que portaban dos mulas y el rey cubría su testa con un parasol cuajado de perlas y piedras preciosas.
En el otro edificio, llamado Casa de Hércules, había veinticinco coronas, pertenecientes a veinticinco monarcas godos, identificadas por el nombre y duración del cargo del soberano y, en una habitación violentada, un paño con dibujos de guerreros árabes. Todas aquellas riquezas inigualables y de incalculable valor fueron embarcadas con destino a Oriente y fueron necesarios más de treinta carros para llevar el tesoro hasta Algeciras. Pero no solamente se apoderaron los invasores de la fortuna de los reyes, sino de las inmensas riquezas de todos los nobles y magnates de aquella patria hambrienta y cansada incapaz de luchar.
«Especial interés pusieron los moros en hacerse con la Tabla de Salomón», anotó Erico en el folio de pergamino y a continuación hizo una pausa en su trabajo para recordar el encuentro con Galeswintha a las orillas del Iberus muchos años atrás:
—¿Has estado con nuestro señor Recesvinto?
—He ido a su palacio para ver una tabla. Una lápida de oro, de varios talentos de peso, dotada de virtudes mágicas que perteneció al rey Salomón y cuyos poderes protegen a quien la posee. El rey aceptó que la inspeccionase como recompensa tras asegurarle que iba a disfrutar de un reinado pacífico y por haberle hecho importantes advertencias. Siéntate a mi lado, no voy a comerte.
Erico sacudió la cabeza y continuó enfrascado en su narración.
*
Toletum quedó finalmente despojada de todos sus tesoros y los moros decidieron establecer la fértil ciudad de Corduba como sede principal, por ser más afín en clima al que ellos estaban acostumbrados.
Los mensajeros llegaban con infaustas noticias de las que hacer partícipes a los habitantes de Cesaracosta, quienes escuchaban aterrorizados nuevas tomas de ciudades. Pero en la Tarraconense y Narbonense contaban con la presencia del joven Agila II y sus fieles, y algunos vasallos de ambas provincias, aún confiaban en poder librarse de la conquista mora. Las cecas de las principales ciudades de la zona noreste de Spania comenzaron a emitir moneda con el rostro de su imberbe soberano, poniendo en él todas sus esperanzas de que la patria goda no llegase a desaparecer por completo.
Los duques y condes de la Tarraconense y la Narbonense tomaron la decisión de que Agila marchase a Toletum con el fin de verse restituido en el trono por derecho legítimo. El infante emprendió viaje con sus hermanos, los nobles adeptos a él y los soldados de su guardia personal y se presentó ante Tariq y Muza reclamando lo que consideraba suyo.
—Mis familiares os solicitaron ayuda para acabar con el usurpador Rodrigo –recordó el muchacho–. Bien, ya habéis cumplido la primera parte del pacto, ahora os resta respetar la segunda, y os recordaré que no era otra que restituirme en el trono nombrándome señor de todos los señores.
Los gerifaltes árabes intercambiaron una mirada de soslayo.
—Esa decisión no nos corresponde tomarla a nosotros –respondieron ladinamente–, sino al Califa de Damasco, de quien dependemos.
—Pues si es preciso iré a ver a vuestro señor –respondió Agila con decisión.
Y al año siguiente partió para Damasco, donde el califa debió mofarse de él hasta la saciedad, pues quería para sí la anhelada tierra de Spania. Un año más tarde llegó la negativa califal a la Tarraconense y la Narbonense, por lo que los nobles tomaron la decisión de nombrar a otro rey en sustitución del denostado Agila.
«Nuestros nobles del noreste han nombrado rey a Ardón, hermano menor de Agila, quien se ha refugiado en un pequeño territorio del norte» –escribiría Erico nada más conocer la noticia–. «El califa no ha reconocido ningún derecho sobre el trono de Spania a Agila y este nuevo rey niño no va a tener ni fuerza ni influencias suficientes para hacer nada. Es un muñeco en manos de nobles debilitados que ven como su patria se derrumba».