Donde se narra la trágica toma de la ciudad de Cesaracosta, la ciudad prometida
El juez fue llamado por el obispo Bencio para que se presentase de inmediato ante el palacio episcopal.
—¿Qué debemos hacer, Erico? –gimió el obispo–. Ayúdame. Valderedo antes de morir me aconsejó que contase siempre contigo, que tuviese tus palabras en gran estima y que siguiese tus indicaciones al pie de la letra.
—Creo que deberías partir de inmediato, mi señor obispo. Nuestra patria ha quedado indefensa y la toma de esta ciudad será inminente. Debes reunir las más importantes reliquias de las iglesias de la diócesis y los textos sagrados, de los cuales hay un inventario, cargarlos a lomos de mulas y dirigirte cuanto antes hacia las montañas con el resto de los cristianos que deseen abandonar la ciudad.
Bencio asintió.
—Lo mejor será convocar una reunión en el templo de la santísima Virgen a los nobles cesaraugustanos, ellos se encargarán de hablar con sus hombres y sus siervos. ¿Tú no vendrás?
—Aún tengo que llevar a cabo una última misión aquí, en Cesaracosta. Sé que ya no estoy capacitado para combatir pues ya he superado la setentena, y tampoco creo que la ciudad oponga mucha resistencia porque ya no queda nada por hacer. Los otrora fuertes cimientos de nuestra patria comenzaron a tambalearse hace tiempo y el edificio va ha derrumbarse.
El obispo se enjugó las lágrimas con la manga de su túnica.
—Tienes razón. Haz como desees, presumo que querrás continuar atendiendo a tus enfermos y no puedo hacer nada para impedírtelo. Organizaré cuanto antes el viaje con los monjes Pirminio y Eversvinto, y cargaremos en las mulas los libros de la biblioteca y los restos de nuestros santos. Nos llevaremos con nosotros las auténticas joyas de la ciudad.
—¿Y las sagradas reliquias de los santos mártires, santidad?
—Muchos monjes no desean abandonar el monasterio y me han jurado que cuidarán los restos de los mártires más que a sus propias vidas.
Erico sacudió la cabeza con angustia y tras un suspiro comenzó a explicar al obispo la única alternativa factible que les quedaba a aquellos que quisieren escapar del nefasto destino que les aguardaba. El juez contó a Bencio su encuentro con el ermitaño Juan y le dibujó un mapa que se aproximaba bastante a la situación real de caminos, villas y peñas con los que iban a encontrarse en su periplo hacia las montañas del Pirineo, donde estarían seguros debido a la gran cantidad de grutas y escondites donde refugiarse. Le propuso igualmente que solicitase ayuda al rey de los francos y a todo aquel que dispusiese de un ejército dispuesto a luchar contra el moro, y terminó deseándole la compañía de Dios durante el trayecto. Él rezaría por ellos todos los días.
Así lo hicieron y cientos de cesaraugustanos abandonaron la ciudad a caballo, a lomos de mulas, en carros o a pie, mientras intramuros quedaban los menos favorecidos para emprender la huida, los enfermos, los ancianos y las familias que tenían muchos pequeños. Para ellos suponía mayor riesgo el viaje que la permanencia junto a sus miserables posesiones. También se mantuvieron indiferentes los conversos y los pocos judíos que todavía sirviesen a su religión bajo la máscara del catolicismo, considerando que mejor les iba a tratar el moro que los cristianos godos. Los nobles, sin embargo, marcharon llevándose a su ejército privado, junto a dignatarios y clérigos, y dejando así la ciudad indefensa y abandonada al infortunio. Más les valía huir, había dicho el conde Máximo, que verse desposeídos de sus patrimonios y tratados como siervos, o incluso acabar con el cuello rebanado por las curvas espadas del enemigo.
Quienes huyeron llegaron con bien hasta Ribagorza, donde gobernaba el conde Armentario y suponiendo que los moros iban a alcanzar incluso a las altas montañas, decidieron refugiarse y hacerse fuertes en el monasterio de San Pedro de Tabernas, donde el abad Donato los recibió con los brazos abiertos. Allí coincidieron varios prelados y otros personajes insignes que organizaron un grupo de resistencia cristiana ante el peligro bárbaro. El cesaraugustano Bencio fue nombrado obispo de Ribagorza y la primera medida que llevó a cabo como comienzo de su plan de resistencia fue enviar una embajada al rey de los francos para demandar socorro, tal y como sabiamente le había propuesto Erico. Pero el tiempo transcurría en su contra y los moros llegaron a Ribagorza antes que la ayuda franca y así Bencio, negándose a huir de nuevo, acabó muriendo a manos de los seguidores de Mahoma. Algunos de los monjes que habían acompañado al obispo huyeron hacia la Galia.
Aterrorizados y llenos de desesperanza, el resto de los cesaraugustanos se dispersaron unos por las tierras del norte, otros se escondieron en aldeas remotas, y muchos partieron hacia tierras de cántabros y astures.
Por otra parte el comes se encaminó hacia Narbona, considerándolo lugar apropiado para fortificarse, y puso a trabajar a sus hombres para que robustecieran la muralla.
*
«Muza llegó anteayer a las puertas de la antiquísima y florentísima ciudad de Cesaracosta, estamos en la primavera del año del Señor de 714. Algunos cesaraugustanos han opuesto gran resistencia y han sido atravesados por la espada o han sido hechos cautivos, pero otros no han movido ni un dedo al verse completamente privados de soldados que defendieran nuestras murallas. Entre ellos yo mismo, pues ya soy demasiado viejo y nunca he gozado de preparación militar. El ejército invasor se ha presentado ante las puertas de Cesaracosta habíendo sometido ya a las ciudades de Corduba, Hispalis, Emerita y Toletum, y hemos terminado rindiendo la plaza y pactando capitulaciones con el enemigo».
El septuagenario Muza, acompañado por Tariq y Mauro, quien hacía ya mucho tiempo que había recuperado su antiguo nombre y era nuevamente llamado Abraham, eran quienes encabezaban el ejército.
—Tenías razón, Abraham –aseguró Muza–, esta ciudad no sólo merece ser insigne por ser puerta de todas las rutas, sino por sus delicias. Los campos y huertos que la circundan me recuerdan a los de mi añorada Damasco, el agua del río que hemos bebido es la mejor de al-Ándalus y la sal de sus canteras de una calidad extraordinaria.
—Ya os lo dije, mi señor –dijo sonriente el traidor–. Y como todos los edificios sobresalen por encima de su muralla podéis ver los dos castillos y el magnífico templo del que os hablé. Miradla, la catedral de San Vicente… será sin duda una buena mezquita para los vuestros.
—Mis yemeníes serán felices en Saraqusta. ¿No crees, Ismael? –preguntó a uno de sus capitanes, quien ya se relamía al imaginar lo que iba a encontrar en el interior.
Muchos de los diez mil cesaraugustanos que quedaban en la ciudad se agolparon ante la puerta y un ricohombre, que no había huido y había proclamado estar al mando de la situación, la abrió dócilmente para que pasasen los guerreros a caballo y tomasen posesión de ella como habían pactado por capitulación. Cuando el ejército penetró, la mirada heladora de Erico, cuya altura superaba a la multitud en una cabeza, se cruzó con la de Mauro obligando a éste a bajar los ojos avergonzado. Con acierto habían bautizado a Abraham con el nombre de Mauro, pues se comportaba como los que luego serían llamados moros. Lorenzo estaba al lado del juez y tampoco escondió su expresión de disgusto ante la visión de una facción beréber que acompañaba a árabes y yemeníes, los de su misma raza habían olvidado su antigua religión y lo mismo sucedería con los hispanos.
Los caballeros moros quedaron impresionados ante la contemplación de la plaza sita en el antiguo foro de Tiberio, al igual que les había sucedido al clan godo a su llegada a Cesaracosta, y se arremolinaron en ella contemplando sus edificios de mármol. Mauro aprovechó ese momento para dirigirse a los habitantes de la ciudad recién conquistada.
—Escuchadme todos, cesaraugustanos, aquí están vuestros nuevos señores. Miradlos, ellos han pactado que permitirán continuar con sus respectivos cultos a las gentes del Libro, así tanto judíos como cristianos seréis libres de seguir vuestras respectivas religiones.
Un gran clamor salió de las gargantas de los ciudadanos más crédulos que, entre vítores, pensaron que el futuro iba a ser más esperanzador de lo que habían pensado en un principio y dieron gracias a Dios por la permisividad que mostraban los engañosos invasores.
—Esta ciudad es antiquísima –dijo Muza a sus hombres–. Su trazado urbano continúa siendo recto y de amplias calles, y su aspecto marmóreo la hace digna de ser llamada Almedina Albaida. Mirad, qué murallas de alabastro, qué puertas, qué decumano. La ampliaréis y haréis de ella sede de leyenda. Construid calles estrechas, más de nuestro gusto, pero conservad las dos principales, las shari que unen sus cuatro puertas.
—Como bien decís, mi señor, este trazado es propio de las ciudades romanas –afirmó Mauro–. Realmente es esta una ciudad blanca y será todavía más resplandeciente con vuestra ayuda.
—Tú estarás a su cargo –anunció al capitán yemení– y tu consejero será Abraham ben Abir.
La transformación comenzó en seguida. La guarnición del ejército que Muza dejó al cuidado de su recién invadida ciudad se dedicó a usurpar viviendas y templos para hacerlos suyos. Muchos gimieron, se arañaron los rostros y fueron castigados por amotinarse el día que fue prohibida la entrada a los cristianos en la catedral de San Vicente, quienes en un principio habían compartido templo con los herejes forzados por la situación.
Erico, Lorenzo, Rowena, Karl, Esteban y Benedicta habían estado acudiendo a la catedral de san Vicente para escuchar el sermón de Freidebado, soportando a duras penas las extrañas costumbres de aquellos hombres que ocupaban el ala opuesta del templo y que arrugaban la nariz murmurando cuando el sacerdote impartía la comunión. Erico ya había supuesto que cuando aquellos bárbaros se hiciesen más fuertes los echarían de su propia catedral como a perros.
*
A finales del mismo año 714 partieron Muza ibn Nusayr y Tariq ibn Ziyad desde Spania a la Corte del Califato Omeya llevando consigo no sólo el tesoro real, sino muchos rehenes de la nobleza goda que se habían negado a huir, de los que ya nunca más se supo. El califa quedó boquiabierto con el botín capturado en las lejanas y míticas tierras de los hispanos, un reino de portentos del que se decía que había tenido por reyes primigenios a los griegos Hércules, Ispan y Rocas y aún antes a Ibero, hijo de Tubal y biznieto de Noe.
—¿Hallasteis las vasijas de bronce en las que el hijo de David encerró a los genios? –preguntó el califa de Damasco a Muza.
—Sí, mi señor –respondió el guerrero tendiéndoselas–, y aquí os las traemos.
Mientras tanto en Cesaracosta se convivía como se podía con los nuevos conquistadores. En la soledad de la noche Erico aprovechaba para escribir los extraños hechos y las injusticias que se sucedían a diario. Hombres de distintas razas, creencias y costumbres habían convertido su amada ciudad en una torre de Babel donde nadie comprendía a nadie.
—Hoy he visto por las calles a dos mujeres con el rostro cubierto –se quejó Rowena nada más entrar por la puerta del hospital.
—¿Dos religiosas del cenobio?
—No.
—Serían leprosas –reflexionó Lorenzo con repulsa.
—¿Leprosas? ¿Leprosas cargando con instrumentos musicales? –preguntó indignada la goda–. Por sus ropajes y aspecto diríase que no había en ellas enfermedad alguna.
—¿Adónde se dirigían?
—Probablemente a la residencia condal.
—Ya no hay residencia condal en esta ciudad, Rowena –corrigió Erico.
—Bueno, pues llámala como quieras, palacio de gobierno, residencia del gobernador moro o castillo de gobierno de los invasores.
—Serían bailarinas que acudirían a amenizar algún banquete.
—¡Qué extrañas gentes!
—Nosotros también fuimos extraños cuando llegamos a esta ciudad –afirmó Erico–, y ahora es nuestra patria, una patria que nos ha durado poco y que no podremos recuperar.
Rowena asintió.
—Ya no comprendo ni lo que sucede a mi alrededor… somos demasiado viejos Erik, y no quiero ni intentar entender, solamente deseo vivir en paz los últimos años que me resten de vida.
Erico meneó la cabeza lentamente y después su rostro se crispó mostrando desesperación.
—Ella tenía razón –dijo súbitamente–, siempre lo supo. Todo ha sucedido tal y como Galeswintha predijo.
*
Un mal día Mauro se presentó en el medicatrina de Erico reclamándole tributos abusivos y escoltado por dos guerreros de aspecto feroz y rostros broncíneos que portaban cascos puntiagudos y cimitarras.
—Creo que no debo pagar esa cantidad, Mauro –aseguró el antiguo juez con expresión severa.
—Mi nombre es Abraham, espero que lo memorices, godo, y te recuerdo que debes llamarme «señor».
Erico observó detenidamente a su antiguo hermano adoptivo. Llevaba ropas de gusto oriental y su cabeza estaba coronada por una rosca. Había desechado tanto las túnicas de listas como las capas recogidas sobre el hombro o el clásico manto que todos llevaban complementándolo con un pantalón ceñido. Ahora sus pantalones fruncidos en la zona de los tobillos parecían tener mucha más tela de la necesaria, la corta túnica era de vistosa seda y los zapatos de punta retorcida que calzaba estaban más ornamentados que los de la mayoría de las mujeres.
—¿Cómo puedes comportarte como lo estás haciendo?
Sin mediar palabra y a una señal del judío, uno de los guerreros propinó a Erico una bofetada con el dorso de la mano que le partió el labio y comenzó a sangrar profusamente.
—Escúchame bien, perro cristiano, mis padres adoptivos y tú trajisteis la calamidad a mi vida. Me obligabais a adorar a vuestro nauseabundo crucificado y a engullir su cuerpo todos los domingos. Las arcadas que me producía la comunión eran similares a las que sentía cada vez que comía cerdo y durante años tuve que soportar ese calvario. Así que cuando me di cuenta de que Eudoxo quería hacer lo mismo con mis hijos decidí acabar con él, y lo hice sin la más mínima compasión.
Los ojos de Erico se salieron de sus órbitas al oír aquello. No era posible, se dijo, que alguien pudiese ser tan malvado con los que le habían cuidado durante la infancia. Había conocido canallas en su prolija vida: Régula, Cayo, algunos reyes y muchos nobles, pero no podía imaginar que Mauro fuese el peor de todos y, además de canalla, un asesino.
—¿Qué estás diciendo, hijo de Satanás? –preguntó Erico atónito–. ¡Que los demonios se lleven tu alma!
—Cuidado con tus palabras, godo, estos dos guerreros no hablan una palabra de latín pero entienden perfectamente mis señales… No quiero rebanarte el cuello todavía, antes tendrás que sufrir tanto como yo lo hice, y como primera medida te impongo el cierre inmediato del hospital.
—Debes haberte vuelto loco.
—Nunca he estado más cuerdo.
Erico eligió cuidadosamente las palabras que iba a decir a continuación.
—Con esa postura no me castigas a mí, sino a los cesaraugustanos que encuentran sanación en él, algunos de los cuales son de tu propia religión.
—No te preocupes por ellos, seguirán siendo atendidos aquí por médicos que yo seleccione de entre los míos. He olvidado añadir que la medida de cierre obligatorio va acompañada de la expropiación del hospital.
—Pero aquí vivimos varias personas –gritó Erico estupefacto–. Karl, Rowena, Lorenzo, Esteban…
—Mañana recibirás la orden escrita, tienes una semana para cambiar de residencia.
—Pero… ¿y los enfermos que pernoctan en el hospital?
—Envíalos a sus casas.
Mauro y los dos soldados árabes se alejaron muy erguidos mientras Erico se mesaba los blancos cabellos con desesperación. Cerró la puerta y se giró lentamente antes de encontrarse con Rowena, quien parecía haber oído parte de la conversación.
—¿Has escuchado lo mismo que yo?
—Sí –respondió la mujer con tristeza–. Deberíamos ponernos manos a la obra ahora mismo en la labor de devolver a los enfermos a sus hogares… los que dispongan de uno. Los que no tengan adónde ir siempre pueden acudir al monasterio.
Erico asintió como en un sueño, parecía no darse cuenta de que la orden impartida por Mauro debía ser acatada sin tardanza.
—Tienes razón.
—Asimismo deberías empezar a pensar en abandonar la ciudad –dijo tajante Rowena–. Mauro se ha propuesto acabar contigo.
*
Tal y como Rowena había sospechado, Mauro estaba decidido a terminar con Erico. Iba a ser fácil, se dijo el judío, ahora que poseía un cargo que le confería poder podría vengarse de aquellos que le habían amargado la vida: los cristianos. El obispo y la mayoría de los clérigos importantes habían abandonado la ciudad, a excepción de Freidebado, su propio hermanastro y abad del cenobio. Primero acabaría con el juez y después con el monje, así disfrutaría ampliamente ambas ejecuciones fratricidas. Solamente tenía que estampar su firma en sendos documentos que serían indiscutiblemente ratificados por el nuevo señor yemení de Cesaracosta, y no iba a demorar por más tiempo el placer que le proporcionaría ser testigo de la ruina total de Erico y, posteriormente, de su muerte.
—Mi señor Abraham ben Abir –anunció el soldado que guardaba la puerta de la habitación de despachos–, una joven goda desea veros.
—¿Qué quiere?
—Dice que os conoce y que ha venido por un asunto de máxima importancia.
—Hazla pasar.
El judío continuó escribiendo el documento hasta que la puerta de la sala se abrió.
—Aquí la tenéis, mi señor.
—Retírate –ordenó al mayordomo con la vista fija todavía en el pergamino en el que redactaba la orden contra Erico.
Algo le hizo levantar la mirada súbitamente, un extraño resplandor que emanaba de su visitante y que él ya había sentido en alguna otra ocasión. Pero no era posible, aquella sensación de terror estaba ya muy lejana en su memoria y provenía de su infancia.
—¡Cómo cambian las cosas, Mauro! –exclamó Galeswintha con expresión irónica.
—¡Lilith! –gritó el judío sintiendo un súbito pavor que le heló la sangre.
—No intentes siquiera levantarte y quédate donde estás –ordenó la hermosa mujer con un rugido feroz.
Abraham temblaba de pies a cabeza como una hoja.
—Puedes llamarme como quieras, pero mi nombre es Galeswintha. No como niños, ni habito en el mar Rojo, ni doy a luz terribles demonios, pero puedo llegar a ser mucho más poderosa y cruel que tu estúpida Lilith.
Los ojos del judío casi se salieron de sus órbitas. Estaba plantada ante él con su imponente esbeltez y su insultante juventud no había adquirido mácula alguna en los últimos sesenta años. Contempló su rostro deteniéndose en el destello plateado de sus ojos y en la amplia sonrisa de dientes tan blancos como la nieve. Los tubrucos pardos se ceñían a sus muslos como una segunda piel mostrando la largura de sus piernas y una ancha banda de cuero apretaba una cintura que bien hubiera podido rodearse con ambas manos.
—Y si no eres un espíritu malvado… ¿por qué no has envejecido?
—Ya veo que desconoces quién soy realmente, pero yo ya sabía que tú eras un cobarde y los cobardes no me gustan. He seguido tus pasos, Mauro, o si lo prefieres, Abraham ben Abir, y sé que luchaste junto a los moros contra la misma reina Dahia, que era de tu misma religión… eres un mal judío. También sé que mataste a tus padres adoptivos y eso tampoco está bien, ni siquiera para mí, aunque la verdad es que me importa poco.
Mauro intentó moverse o llamar a un guardia, pero ni sus pies ni su boca respondieron a su intención.
—En este mismo instante –continuó Galeswintha– estabas redactando un documento contra Erico Górmez y voy a tener que arrebatártelo.
El pergamino inesperadamente comenzó a arder y el judío, recuperando la movilidad un instante, lo soltó dejándolo caer al hermoso suelo de su despacho, pavimentado con teselas formando estrellas y esvásticas, donde el documento se consumió por completo.
—Así está mejor –anunció la poderosa adivina.
Mauro tiritó y Galeswintha rompió a reír.
—Te has meado encima ¿no es cierto? Pues bien, te daré peores motivos si no permites que el juez Erico abandone la ciudad sano y salvo –lanzó la más hermosa y fría de las sonrisas–. Yo me quedaré en ella, vigilándote, y no intentes nada en contra de mi orden, porque si lo haces, te mataré lentamente, de la forma más horrible que puedas llegar a imaginar y con mis propias manos.
Galeswintha se había ido acercando a la mesa de trabajo de Abraham y aproximó su rostro al del judío.
—Hazme caso en todo, perro, y respetaré tu miserable vida. Voy a ser el alfarero que amase la repugnante arcilla de la que estás hecho y todo lo que digas y lo que hagas tendrá que ser de mi gusto. No mereces el poder que has logrado, por lo que, a partir de este momento, quedas a mi entera disposición. ¿Has comprendido bien?
Mauro, que no se atrevía ni a respirar, asintió levemente con la cabeza.
—No te he oído –anunció la bruja con desdén.
—Sí, he comprendido.
—La respuesta correcta es: «He comprendido, mi señora, y en todo os obedeceré». Pero ya irás aprendiendo a tratarme con el debido respeto. Y ahora hablemos de negocios. Yo, como habrás deducido, podría hacer lo que me viniese en gana, pero deseo mantener las formas y pasar desapercibida. Voy a quedarme a vivir en Cesaracosta o, como vosotros la llamáis, Saraqusta, y tendré que pagar unos impuestos y comprar comida en el mercado, pero para hacerlo necesito dinares y no me gusta apropiarme de lo ajeno por la fuerza… como soléis hacer otros. Por eso voy a venderte un libro profético que te será de mucha ayuda y con el que conseguirás que esta ciudad brille con intenso fulgor… estás interesado en adquirirlo ¿verdad?
*
—Padre, yo no deseo marcharme de Cesaracosta –dijo Esteban con voz grave.
—¿Por qué? –preguntó Erico con sorpresa.
—Amo a una joven que vive aquí.
El anciano juez alzó las cejas interrogante.
—La conocí hace unos años en el monasterio de las vírgenes y he estado viéndome con ella desde que regresé a la ciudad.
—¿Y por qué no me habías dicho nada, hijo? –se interesó Erico.
Esteban dudó.
—Verás, padre, ella no quiere casarse. Es distinta a las demás, una mujer fuerte e independiente y su hermosura no es comparable a la de ninguna otra.
—Bueno, hijo, eres un hombre adulto y debes tomar tus propias decisiones. Pero toda buena mujer debe desear casarse, para así santificar su unión ante los Ojos de Dios.
—Sabía que ibas a decirme eso mismo. He hablado con ella cientos de veces, pero se niega a escucharme y se enoja cuando retomo a la cuestión.
Erico se pasó la mano por la barbilla intentando encontrar una solución.
—Bueno, ¿y quién es tu bella y testaruda señora?
—Su nombre es Galeswintha, padre, y no hay nada en el mundo comparable a ella.
Los ojos de Erico se abrieron de par en par y de su garganta surgió un alarido salvaje. Se desesperó, rugió y pidió el favor de Dios para superar tamaño infortunio. Pasada la enorme impresión que casi provocó que su corazón dejase de latir, se puso en pie y comenzó a llamar a Rowena y al anciano Karl con grandes voces para que le ayudasen a explicar a Esteban quién era realmente la bella y dulce flor que llenaba sus pensamientos. De habérselo contado él solo, su hijo no le hubiese creído sincero.
Largas horas estuvieron hablando los familiares de Esteban acerca de aquella maléfica hembra emponzoñada por los más graves pecados. Ardua tarea fue convencer al hijo de Erico de que su amada era más vieja que su ya anciano padre, y Karl y Rowena le juraron que al llegar a la ciudad de Cesaracosta, sesenta y ocho años atrás, Galeswintha ya contaba con quince.
—¡Qué locuras estáis diciendo! Indudablemente os equivocáis de persona –razonó riendo nerviosamente–. Mi Galeswintha es radiante, lozana y está en la flor de la juventud.
—Es una bruja vieja y malvada, Esteban –aseguró Erico desesperado–. Una vil asesina de tremendos e inexplicables poderes.
—Perdonadme, padre, pero no me es posible creeros y tampoco me gusta que habléis así de la mujer a la que amo.
—Hijo, escucha a tu padre, él solamente desea tu bien –rogó Karl asiendo el brazo de Esteban–. Durante apenas un año fue la segunda esposa de tu abuelo Gorm.
—¿Pero qué abominaciones me estáis contando? –preguntó el hijo de Erico conteniendo la ira y poniéndose súbitamente en pie.
—¿No has notado nada extraño en ella, hijo mío? –preguntó Erico con enojo–. No puede haberte pasado desapercibida su experiencia impropia de una jovencita, su aplomo, su grado de conocimiento y determinación propias de los ancianos más sabios.
—Siéntate, Esteban –ordenó Rowena con gravedad–. Vas a escuchar todo lo que tenemos que decirte.
Esteban hizo lo que con tanta autoridad le había mandado la anciana.
—En este mundo misterioso se dan a diario sucesos extraordinarios que quizás algún día puedan ser explicables, pero que todavía no lo son. Hace unos años yo no sabía ni leer ni escribir, ni tenía ciencia alguna. Hoy reparo males, hago cesáreas y comprendo el funcionamiento del cuerpo. La Biblia nos dice que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, por eso en todo hombre existe una parte física y otra divina, como así fue en nuestro Señor Jesucristo. Aún a riesgo de parecer una blasfemia se podría decir que somos seres semidivinos. Pero hay ciertas personas en cuya composición no corporal hay poderes demoníacos tremendamente fuertes, lo que les permite llevar a cabo actos indescriptibles para el resto de los mortales. Todo tiene un contrario, el día se opone a la noche, la lozanía a la vetustez, el frío al calor, la verdad a la mentira y la bondad a la maldad. Pero en Galeswintha todo esto se confunde mezclándose sin razón ni orden. Si no me engaño, la recuerdo luminosa y radiante como el día pero, al mismo tiempo, oscura y perversa como la noche. A ti te ha parecido lozana en su vetustez, cálida en su aterradora frialdad, sincera en su engañoso comportamiento y bondadosa en su terrible maldad. Pero estás equivocado, Esteban.
—Creímos incluso que había muerto –reconoció Karl–, pues estuvo ausente de Cesaracosta una larga temporada, cuando fue acusada del diabólico asesinato de un joven guardia en la ribera del Orba.
—Podríamos narrarte cientos de historias sobre ella –dijo Erico amargamente–. Cómo destrozó las piernas de Gorm, cómo hizo enloquecer al conde Celso, cómo manipulaba nuestras existencias a su antojo y muchas cosas más.
Esteban sacudió la cabeza confuso.
—¿Y por qué… por qué mi tía y mi abuela la protegían en el cenobio aún sabiendo de su maldad?
Erico no supo qué contestar. No podía confesar el secreto de su madre. No debía revelar que Galsuinda y Galeswintha eran hermanas de padre, y que probablemente por eso Frida siempre había sentido cariño por la hija del godi.
—Hijo, vámonos de esta ciudad cuanto antes –susurró el anciano juez–. Aquí ya no podremos encontrar la paz.
Las lágrimas en los ojos de Esteban brillaban a la luz de la lámpara mientras Rowena lo abrazaba con ternura.
—Partid cuanto antes. Nosotros buscaremos otra casa y nos quedaremos en Cesaracosta, somos ya muy viejos y el camino sería nuestra tumba. Aquí estaremos bien ¿verdad Karl? Quizás aceptemos la oferta de Benedicta y nos vayamos a vivir a su magnífica mansión, en ella podríamos continuar atendiendo enfermos y parturientas, si Dios nos lo permite.
—Se me rompe el corazón al dejaros aquí –reconoció Erico con pesar–, pero tienes razón, Rowena, Mauro hará lo posible para que mi vida se convierta en un infierno.
—Tú eres un hombre muy resistente, Erico, siempre lo has sido… además cuentas con la protección del Señor y de su santa Madre. Coge tus cosas, tus queridos libros, tus anotaciones, los instrumentos médicos que puedas llevar contigo, y parte mañana al alba.
*
Erico descendió los escalones de la plaza para entrar en el pequeño templo de Santa María. El edículo edificado por el apóstol Santiago y sus discípulos se encontraba en penumbra, solamente iluminado por los candeleros encendidos en el sancta sanctorum frente a la divina imagen de la Virgen que descansaba sobre la sagrada Columna de jaspe. Como tantas veces antes había hecho, se prosternó ante ella con devoción y, tras rezar un Avemaría, recorrió unos pasos para quedar ante la capilla donde reposaban los restos de Braulio. Se aferró a la cruz que siempre había colgado de su cuello desde que su amado maestro se la regalase y sonrió arrodillado a la lápida que cubría el cadáver del santo varón.
—Vengo a despedirme de vos, mi señor Braulio –dijo Erico en voz apenas perceptible–, pues me veo obligado a abandonar nuestra ciudad sin más tardanza. Ya sabéis, santidad, todo lo que me ha sucedido durante estos años, pues puntualmente he venido a contároslo. Vos mismo temíais muchos de los acontecimientos que más tarde han acabado por materializarse. Yo no sé lo que sucederá a partir de ahora en nuestra amada Cesaracosta, pero os ruego que protejáis siempre a los fieles cristianos que habitarán en ella en sucesivos siglos. No los desamparéis, mi señor, al igual que nunca me habéis desamparado a mí, y velad porque el signo de Cristo continúe vivo en este templo y en toda la patria que ahora nos arrebatan. Mi misión aquí ha terminado. Cumplí vuestra orden lo mejor que supe e hice cuanto me fue dado por el bien de los cesaraugustanos. Ignoro el tiempo que aún me resta y lo que voy a encontrarme cuando ya no pueda contemplar los benditos muros que me han protegido hasta ahora. Pero hemos sido castigados por nuestros pecados y ahora debemos purgarlos mediante el sufrimiento. Sé que nos espera una larga lucha, pero nacerán hombres virtuosos que padecerán hasta lograr restaurar de nuevo la fe cristiana en esta ciudad bendecida por las almas de los mártires y los santos. Santos entre los que ya os encontráis vos, mi señor Braulio, brillando entre todos por vuestra sabiduría y bondad. El tiempo se me echa encima y tengo que partir hacia un destino incierto. Ya mi hijo y mi amigo Lorenzo me esperan con nuestro equipaje en la puerta norte, solamente les he rogado que me esperaran unos instantes para despedirme de vos. Os pido que asistáis a los que aquí quedan, a mi anciana madre y a mi hermana, a mi tío Karl y a mi prima Rowena, y a tantos compañeros que me han ayudado durante mi estancia terrena. Os ruego también que intercedáis para que el ánima de los que ya abandonaron su peregrinación por este mundo, mi padre natural, mis padres adoptivos, mis tíos, mis abuelos y mis amigos, en especial Orenco, logren ver sin tardanza la luz de Su rostro. Y sobre todo os imploro que mediéis por la salvación del alma de Régula Segunda, la mujer a quien siempre amé y a la cuál rezo incesantemente para conseguir su perdón y el de Dios mismo, por todo el daño que le hice sin siquiera sospecharlo. Quedad con Dios, padre Braulio, sirviendo de mediador ante la santísima Virgen y Señora de los cielos para que mantenga Su promesa de velar entre estos sagrados muros por todos los cesaraugustanos. Amén.
Erico salió del templo encaminándose hacia la puerta norte que ya no estaba custodiada por dos guardianes godos, sino por un par de soldados sarracenos. El más alto escupió al paso del venerable anciano que salía de la ciudad para reunirse con otros dos hombres que le esperaban a unos pasos del puente, y su compañero lanzó una risotada y añadió algo en un idioma tan incomprensible para Erico como le pareció el que oyera a su llegada a Cesaracosta fuertemente agarrado de la mano de su madre, muchas décadas atrás.
El juez subió a lomos de una mula mansa y emprendió la marcha hacia las montañas sin volver la cabeza atrás.
*
Dos años después de la toma de Cesaracosta, en 716, murió prematuramente Agila II en su señorio de las montañas. Su hermano Ardón, quien ya había sido proclamado rey de la Narbonense y de la Tarraconense, había establecido su menguada corte en Narbona, dado que las dos ciudades más importantes de sus territorios, Cesaracosta y Tarraco, habían sido la una tomada por los moros y la otra completamente destruida y despoblada.
Ardón, establecido lo más lejos que pudo del peligro que se cernía en el horizonte, comenzó a organizar partidas de soldados que lucharon contra el dominio de los conquistadores, unas veces con más exito que otras, hasta que en el vigésimo año de la centuria un valí llamado As-Samh ibn Malik derrotó, tras cruentas batallas, al ejército godo de Ardón, tomando a continuación Narbona y pasando a cuchillo a los nobles godos de la Septimania y al propio rey.
Fue pues Ardón el último monarca godo.
A finales del año 716, Erico llegó a aquella zona de los Pirineos que muchos años atrás había recorrido con su clan y donde posteriormente había conversado con el eremita Juan de Atarés. Una extraña premonición le había obligado a regresar a esos parajes y a guiar a Esteban y a Lorenzo hasta un pequeño monasterio rocoso dedicado a san Juan y construido por dos hermanos llamados Voto y Félix. Allí se hicieron monjes guerreros de la pequeña comunidad cenobial y al año siguiente, en 717, fueron testigos de la coronación de García Ximénez, un joven noble que fue nombrado rey de Sobrarbe por petición de trescientos caballeros cristianos de las montañas.
Los cristianos refugiados en una estrecha franja al norte de la Península necesitaban nuevos reyes para el penoso trabajo de reconquistar la patria goda y en cada territorio nombraron gerifaltes entre sus más destacados barones. El nuevo rey coronado en el monasterio de San Juan organizó, desde su fortaleza junto al río Aragón, una valiente resistencia contra los musulmanes y en varias de esas luchas participaron Esteban, Voto, Félix y algunos otros jóvenes monjes junto a los caballeros cristianos fieles a su nuevo señor. Erico y Lorenzo, imposibilitados para la lucha por pesarles demasiado los años, quedaban en el cenobio excavado en piedra rezando por el alma de los guerreros que cayesen en la batalla. Durante los años siguientes se consiguieron tímidas hazañas en diversas zonas y, poco a poco, se fueron ganando tierras que con el tiempo llegarían a convertirse en pequeños reinos.
La vida eremítica de Erico, Lorenzo y Esteban en el monte Oroel les permitía adorar al Señor y Erico, queriendo que esa fuese su única dedicación a partir de entonces, dio por terminada su obra, su crónica cesaraugustana, en la que había estado trabajando durante lustros. Había reflejado en ella con minuciosidad extrema todo cuanto había sucedido en su reino, en su ciudad, en su clan y en su propio mundo interior. Era una obra extensa que sin duda ayudaría a las generaciones venideras a entender la verdad y a descubrir cómo los hombres se destruyen a sí mismos.
Nunca había confesado a nadie que estuviera escribiendo tal relato y llegó a la conclusión de que la supervivencia de la historia verídica que había narrado en los pergaminos peligraba. Era necesario esconder la crónica, se convenció durante un día de honda reflexión, pero asegurándose de que fuese descubierta posteriormente en buen estado. En el húmedo cenobio donde habitaba acabaría destruyéndose y era imposible ocultarla en alguna fortaleza cristiana pues eran atacadas constantemente por los invasores.
Se puso una gruesa capa sobre el hábito para impedir que el frío gélido del atardecer llegase a sus viejos huesos y abandonó el pequeño cenobio por el angosto y escarpado sendero que conducía hasta la primitiva cueva de Juan de Atarés. Allí encontraría un buen lugar donde ocultar aquella carpeta de pergaminos que reunían la obra de toda una vida.
Sus pasos eran dubitativos y su vista escasa por la penumbra de la avanzada hora de la tarde, muchas veces necesitó agarrarse a matorrales y piedras que herían sus ya débiles manos provocándole escozor y mortificación. A mitad de camino se sintió tremendamente cansado, sus pies renqueantes tropezaron con una piedra y cayó al suelo. Un grito agónico salió de su garganta e inmediatamente comprendió que se había roto algo. Se aferró instintivamente a la cruz de san Braulio, que siempre pendía de su cuello, y rezó para que alguien fuera a buscarle y diese con él. No tuvo que esperar ni un instante y a lo lejos vio acercarse una luz brillante, una luminosidad resplandeciente como de mil cirios luciendo a la vez. Sintió miedo al contemplar aquel prodigio y el miedo se convirtió en terror cuando sus ojos descubrieron lo que tenía ante él. Finalmente sonrió.
Explicit liber tertius.