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El suicidio de las naciones

La guerra en 1914 era imposible pero probable.

Henri Bergson

ASESINATO EN SARAJEVO

El 28 de junio de 1914 nadie creía en la inminencia de una guerra. Europa entera se preparaba para disfrutar de un verano cálido y luminoso en un ambiente de confianza económica. Los gobernantes europeos y los militares se encontraban planificando cómo escapar del calor estival. Existían motivos que invitaban al optimismo. En 1914, Europa se encontraba en su apogeo material, cultural y político. A lo largo de los quince años precedentes, las grandes potencias habían conseguido preservar la paz a pesar de las numerosas crisis internacionales que habían estallado durante ese período.

Aquel junio de 1914 los campos del norte de Francia prometían una cosecha excelente. En un precioso día de verano se disputaba, en París, el Grand Prix, la prestigiosa carrera de caballos con destacada presencia de políticos y diplomáticos y la flor y nata de la sociedad francesa. En Londres, la mayoría de los miembros del gabinete británico, dirigido por el primer ministro, Herbert Henry Asquith, ultimaba los preparativos para dirigirse a Escocia donde practicarían la pesca y otros deportes. En Viena, el emperador Francisco José esperaba con ilusión el verano para dirigirse con su amada, Katharina Schratt, al balneario de Bad Ischl en el Tirol. Winston Churchill recordaría posteriormente que aquel verano de 1914 «se caracterizó en toda Europa por una tranquilidad excepcional».

El 28 de junio era un día muy especial para el pueblo serbio. En esa fecha se recordaba la trágica batalla de Kosovo de 1389 en la que el reino serbio había sido derrotado por los turcos, iniciando un largo período de sufrimiento bajo dominio otomano. En 1914 esa opresión estaba representada por el Imperio austro-húngaro, sucesor del Imperio otomano en los Balcanes. Ese fatídico día fue el elegido por el heredero de la casa de Habsburgo, el archiduque Francisco Fernando, para realizar una visita a la ciudad de Sarajevo acompañado por su mujer, Sofia Chotek. El archiduque estaba ilusionado con esa visita, ya que en Sarajevo ambos serían recibidos con alta formalidad, algo impensable en el estricto protocolo de Viena, pues su mujer no era de sangre real. Sofia, embarazada de su cuarto hijo, podría acompañar a su marido en el mismo automóvil en un acto oficial, algo que no le estaba permitido en Viena1.

Para siete jóvenes serbo-bosnios, aquella visita era una provocación y ofrecía una oportunidad única para llevar a cabo un atentado contra el heredero del odiado Imperio. En Serbia se habían formado sociedades ultranacionalistas como «La Mano Negra», cuyo objetivo era conseguir con métodos terroristas la anexión de Bosnia a Serbia. Las conexiones de «la Mano Negra» con el Ejército y la Administración serbias eran conocidas por casi todos los miembros del Gobierno, y cuando el primer ministro serbio, Nikola Pasic, tuvo noticias indirectas de lo que se tramaba, se encontró ante un dilema de difícil solución. Si dejaba actuar a «la Mano Negra» y esta atentaba con éxito, saldrían a relucir las numerosas conexiones de los terroristas serbios con el Gobierno serbio, lo que llevaría sin duda a un conflicto con Austria-Hungría. Por el contrario, si avisaba directamente al Gobierno austriaco, sus compatriotas lo considerarían un traidor y se convertiría en el siguiente objetivo de la organización terrorista. Finalmente, decidió avisar al Gobierno de Viena en términos vagos, de forma que no se inculpase directamente a «la Mano Negra». La advertencia a través del representante serbio no fue captada por su interlocutor austriaco.

Llegada del Archiduque y su mujer al ayuntamiento de Sarajevo.

Tal y como se había proyectado, el 28 de junio Francisco Fernando llegó con su mujer a Sarajevo tras participar en unas maniobras militares en la zona. Una multitud esperaba a lo largo de la ruta, aunque no todos los presentes deseaban dar la bienvenida a la pareja. Siete terroristas se encontraban apostados también en el trayecto. Al paso de la comitiva, uno de ellos lanzó contra el vehículo una bomba que rebotó en la parte trasera y fue a parar al suelo. Tras llegar al ayuntamiento, el archiduque y sus colaboradores se plantearon si debían de continuar con la visita. Francisco Fernando decidió proseguir, aunque modificando ligeramente el trayecto para poder visitar a los heridos en el atentado de la mañana y como medida prudente de seguridad, pues nadie los esperaba por la nueva ruta.

Gavrilo Princip (a la derecha de la imagen) antes de realizar los dos primeros disparos de la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, uno de los terroristas, Gavrilo Princip, se encontraba en la antigua ruta decepcionado por el fracaso del primer atentado. El conductor del archiduque giró para adentrarse en la calle que figuraba en la ruta original. El general que acompañaba al archiduque gritó al conductor para que rectificase, y este frenó justo delante de Princip. Pocas veces un error ha tenido unas consecuencias tan trágicas. Princip realizó dos certeros disparos que alcanzaron mortalmente al archiduque y a su mujer, que se convirtieron en las dos primeras víctimas de la guerra mundial.

En la capital francesa, aquel 28 de junio todo se desarrollaba con absoluta normalidad, cuando entre la tercera y la cuarta carrera del Grand Prix, un ayudante de campo se acercó al presidente francés, Raymond Poincaré. Tras pasarle un mensaje escrito, el ayudante observó que el presidente palidecía. Tras meditar durante unos segundos, Poincaré le entregó el mensaje al embajador del Imperio austrohúngaro, susurrando algunas palabras. Pronto la noticia se extendió como reguero de pólvora: «¡El heredero de la casa Habsburgo y su esposa acababan de ser asesinados en Sarajevo!». Sin embargo, tras la fuerte conmoción inicial, el público recobró su interés por la carrera y el presidente Poincaré permaneció allí para ver el final. Al cabo de unas horas, París recuperaba la normalidad.

De hecho, aquel verano toda Francia estaba mucho más interesada por el truculento caso Caillaux. El escándalo tenía todos los elementos para mantener la atención de los franceses: sexo, violencia, intrigas internacionales y amor. En marzo de ese año, Henriette Caillaux, la mujer del ministro de Finanzas, Joseph Caillaux, que había abandonado el Gobierno en 1911 por sus supuestas tendencias pro alemanas, había ingresado en las oficinas de Gaston Calmette, editor del diario de derechas Le Figaro, y le había disparado con un revolver. La señora Caillaux había cometido el atentado para evitar que Calmette publicase sus cartas de amor con Caillaux, escritas cuando el ministro de Finanzas todavía estaba casado con su primera mujer. París entero era un caldo de cultivo de rumores que apuntaban a que el juicio revelaría que Caillaux había mantenido contactos secretos con Alemania. El resultado era esperado con enorme interés, en particular por los políticos de la derecha, siempre atentos a cualquier posible atisbo de traición a la patria. En las calles, izquierdistas y derechistas se peleaban a favor y en contra del ministro. No había tiempo que dedicar a la muerte de un aburrido archiduque austriaco en una lejana ciudad de los Balcanes.

Asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

En Viena, el escritor Stefan Zweig describió el histórico momento del atentado:

Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. De repente la música paró en mitad de un compás […] Algo debía haber causado aquella brusca interrupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político […] Al cabo de de dos horas ya no se observaba señal alguna de aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en todos los locales.

En el Mar del Norte, el káiser alemán, Guillermo II, se encontraba disputando una regata a bordo de su yate Meteor. En tierra, el jefe de su gabinete naval, el almirante Von Müller, había recibido un mensaje codificado del cónsul general alemán en Sarajevo que describía el asesinato. Se dirigió a toda velocidad en una lancha y abordó el Meteor, donde dio la sorprendente noticia. A bordo del yate del káiser – comenzaron unas deliberaciones angustiosas. Finalmente, Guillermo II decidió regresar a Berlín para, con sus palabras: «Controlar la situación y preservar la paz en Europa».

En todas las capitales de Europa, la reacción al asesinato del heredero de la Corona austriaca fue sosegada, hasta el punto de la indiferencia. La mayoría de los europeos nunca había oído hablar del archiduque y ni siquiera podía situar la ciudad de Sarajevo en un mapa. Ninguno de los principales mandos militares ni de las figuras políticas europeas consideraron que el asesinato fuera un acontecimiento lo bastante relevante como para asistir al funeral o cancelar sus ansiadas vacaciones estivales. El antihéroe creado por el escritor checo Jaroslav Hasek en su obra El buen soldado Schweik, reaccionaba ante la noticia del asesinato del archiduque señalando que él sólo conocía a dos Fernandos: uno que se había bebido por equivocación una botella de tinte para el pelo y otro que recogía estiércol, «ninguno de los dos supondría una gran pérdida», añadía.

Si el asesinato en Sarajevo se hubiera producido un siglo antes, habrían pasado semanas, o incluso meses, antes de que la noticia llegara a todos los rincones del planeta, lo que probablemente hubiera calmado los ánimos. Sin embargo, la tecnología había transformado el tiempo y el espacio. En la era del buque a vapor y, sobre todo, del telégrafo, las noticias viajaban a gran velocidad. Las agencias de noticias del mundo entero supieron casi inmediatamente del asesinato, y en cuestión de horas las condolencias comenzaron a llegar desde lugares tan lejanos como la Casa Blanca, en Washington. En las calles de Viena, una descripción de lo que había sucedido fue distribuida inmediatamente por la Agencia Oficial de Telegrafía austriaca.

Un mes más tarde, y de forma inesperada para los analistas políticos, el doble disparo de Sarajevo precipitaba a Europa a la más terrible de las guerras, ocasionando 13 millones de muertes, sufrimientos y convulsiones inimaginables. El conflicto provocaría en cadena la Revolución rusa, la desaparición del Imperio austrohúngaro, la Alemania imperial y el desmembramiento completo de Europa central. Sus consecuencias directas fueron el auge del nazismo en 1933, la Segunda Guerra Mundial, en definitiva, la desaparición de una forma de ser de la civilización europea y una ruptura general del mundo conocido hasta entonces. La guerra destruiría el sistema europeo que se basaba en monarquías europeas que habían adoptado medidas de representación democráticas, pero cuya legitimidad dinástica era un factor evidente de estabilidad.

Procesión funeral del archiduque y su mujer.

CAUSAS DE UNA GUERRA ANUNCIADA

El asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo provocó una reacción diplomática en las Cancillerías europeas. Esa intensa actividad diplomática que terminó en el estallido de la guerra mundial es conocida como «Crisis de julio». El primer país en reaccionar fue Austria-Hungría. El Imperio austrohúngaro se encontraba en declive a imagen y semejanza de su emperador, que tenía ya ochenta y cuatro años. Había ocupado el trono desde los dieciocho, y durante su vida había sufrido varias tragedias. En 1898, su mujer, Elisabeth de Baviera, había sido apuñalada mortalmente en Ginebra por un anarquista. Más crucial para el destino de la monarquía fue el suicidio de su único hijo en 1889, un escándalo que había sacudido al Imperio, pues el archiduque Rodolfo se había suicidado con su amante en Mayerling. No había más varones en la línea hereditaria inmediata2. El legado del Imperio tenía que recaer en el primo de Rodolfo, Francisco Fernando, que pensaba renovar todo el sistema imperial atrayendo a los eslavos y reconciliando a las nacionalidades hostiles en una federación moderna. Temiendo que esas concesiones apaciguasen a los eslavos partidarios de la creación de una Gran Serbia, el archiduque se había convertido irónicamente en un enemigo para los partidarios de crear un gran Estado para los eslavos del sur.

Serbia había obtenido la independencia en 1878, y en 1912 se había enfrentado a los búlgaros por Macedonia. Los serbios habían resultado vencedores y, animados por los rusos, sus ambiciones aumentaron en consonancia. Los nacionalistas serbios comenzaron a soñar con reconstituir la Gran Serbia del siglo XIV, una ambición peligrosa, dado que los territorios que ansiaban pertenecían casi todos al Imperio austrohúngaro. El logro de tal objetivo estaba ligado así a una conflagración general en la región. Las guerras balcánicas de 1912 y 1913 tan sólo habían exacerbado la tensión. Por otra parte, Rusia, derrotada por los japoneses en 1904, había perdido la posibilidad de expandirse en el Pacífico, por lo que se volvió hacia los Balcanes. Contaba con el apoyo de los «eslavos del sur» para destruir el Imperio otomano, apoderarse de los estrechos y obtener una salida al Mediterráneo para su flota del mar Negro. Sin embargo, Rusia se enfrentaba en la zona a dos rivales considerables: políticamente, al Imperio austrohúngaro, y económicamente, al Imperio alemán. En 1878, y posteriormente en 1908, Rusia se vio obligada a reconocer la soberanía de Austria sobre los antiguos territorios turcos de Bosnia-Herzegovina.

Para Austria-Hungría, el hecho de que el asesino del heredero se identificase con el más subversivo de sus enemigos, Serbia, era una afrenta imperdonable. Eliminar a ese país se había convertido en una necesidad vital, e incluso el emperador, que en muchas ocasiones había apoyado al sector moderado, se encontraba en esos momentos entre los partidarios de una acción de fuerza. No obstante, antes de iniciar una guerra contra Serbia, era preciso conocer la postura del Gobierno húngaro y la actitud de Alemania. El 2 de julio se conocía que los autores del atentado habían estado en contacto con los servicios secretos serbios. Los militares austriacos solicitaron que se declarase la guerra de inmediato, pero era necesario contar con la eventualidad de que Rusia no abandonase a Serbia, y por ello era fundamental conocer la posición de Alemania. Austria envió al conde Alexander Graf von Hoyos a Alemania para entrevistarse con los dirigentes alemanes y para recabar su apoyo.

El conde Hoyos mantuvo una reunión el 4 de julio con el káiser Guillermo II y el subsecretario de Exteriores alemán, Arthur Zimmermann. El káiser afirmó que Alemania apoyaría cualquier acción que iniciase Austria, pero debía conocer primero la opinión del canciller. Al día siguiente, Hoyos se reunió con el canciller Bethmann Hollweg y este reafirmó las palabras del káiser, indicándole que cualquier acción que iniciase Austria, debía ocurrir cuanto antes, puesto que lo que pretendía Bethmann era colocar a las otras potencias frente a un hecho consumado y lograr así la localización del conflicto. Esa actitud alemana ha sido considerada como un «cheque en blanco» para Austria.

Si Austria se hubiese lanzado a la acción sin retraso y sin buscar la ayuda alemana, es muy posible que los serbios se hubiesen encontrado aislados. Fue la tardanza en la actuación austriaca la que transformó una crisis local en una europea. Durante aquellos días cruciales de julio el presidente francés Poincaré y su primer ministro, René Viviani, se encontraban de visita en Rusia. Se ha especulado mucho sobre esas conversaciones; es posible que el Gobierno francés concediese allí también un «cheque en blanco» a Rusia. El Gobierno alemán no deseaba que los dos líderes estuvieran reunidos en plena crisis, pues sus planes dependían de una reacción lenta y no coordinada por parte de sus enemigos. La guerra tenía que esperar. En cualquier caso, muchos soldados austrohúngaros se encontraban de permiso debido a la cosecha y no regresarían a sus cuarteles hasta el día 15 de julio.

Al dejar pasar el tiempo, Rusia afirmó sin ambages que acudiría en defensa de Serbia. La solidaridad monárquica que había suscitado el asesinato del heredero a la Corona de Austria-Hungría fue desvaneciéndose, y empezó a cobrar fuerza la percepción de una gran potencia que amenazaba a un Estado pequeño. El 23 de julio, Austria enviaba a Serbia una lista de demandas inaceptables pues, entre otras cosas, solicitaba que oficiales austriacos investigasen la conexión de los servicios secretos serbios con el atentado. Se daba a Serbia cuarenta y ocho horas para responder. Los colaboradores del káiser concluyeron que un rechazo «supondría prácticamente la guerra».

En un primer momento, los serbios se mostraron dispuestos a aceptar todos los puntos del ultimátum. Sin embargo, el apoyo ruso hizo cambiar de parecer al Gobierno serbio. La respuesta final serbia fue una obra maestra diplomática. Al aceptar gran parte de las demandas, los serbios mostraban a sus adversarios como poco razonables, en particular si Austria-Hungría decidía recurrir a la fuerza para obtenerlas. El Gobierno serbio aceptó con matices casi todos los puntos del ultimátum, salvo el referente a la intervención de fuerzas austriacas en la investigación, lo que habría supuesto renunciar de hecho a su soberanía. Según las autoridades serbias, «aceptar tal demanda sería una violación de la Constitución y del procedimiento penal»3.

La respuesta serbia dejó a los políticos en Viena con la sensación de haber sido arrinconados. Se apoderó de ellos la sensación de que ya no quedaba más alternativa que la guerra. «Si debemos caer», dijo el emperador Francisco José, «hagámoslo con decencia». Serbia solicitó ayuda a Rusia, colaboración que esta le prestó comunicando a Austria que si iniciaba un ataque sobre Serbia, se vería obligada a responder a la agresión. Austria ordenó la movilización parcial contra Serbia el 28 de julio, convencida de que la postura alemana detendría la respuesta rusa. Alemania, por su parte, no quería precipitaciones que pudiesen hacerla aparecer como agresora, pues confiaba en conservar la neutralidad inglesa. Sin embargo, para los militares alemanes era necesario decretar la movilización, cuando menos parcial, para que su plan militar tuviera posibilidades de éxito.

A partir de ese momento, los acontecimientos militares se sucedieron incidiendo en la diplomacia. La maquinaria bélica se puso en marcha. Serbia movilizó a su ejército, Rusia llamó a los reservistas y el entusiasmo popular se desató en Viena ante el anuncio del Gobierno austriaco de que se había rechazado el documento serbio. Lo mismo sucedió en Berlín.

Entre los días 28 y 31 de julio, se produjeron movimientos diplomáticos decisivos. Por una parte, Rusia comunicó a Austria su deseo de entablar conversaciones que esta rechazó dado que Rusia no paralizaba antes su movilización. Gran Bretaña comunicó a Alemania que aceptaría la ocupación austriaca de Belgrado y solicitó que se celebrase un congreso europeo para zanjar el tema, cuestión a la que Alemania se negó. El 28 de julio, Rusia, que había decretado la movilización parcial en cuatro distritos, decretó la movilización general el 31 de julio. A Alemania no le quedaba más remedio que hacer lo mismo si quería tener posibilidades de lograr la victoria derrotando a Francia en primer lugar, para enfrentarse luego a Rusia. El 1 de agosto Alemania decretaba su movilización general; ese mismo día lo hacía Francia. A la vista del cariz que adoptaban los acontecimientos, el canciller Bethmann Hollweg le propuso al káiser su renuncia. «No», le contestó, «tú has cocinado esta bazofia, ahora te la vas a comer».

Si bien es cierto que cada una de las grandes potencias actuó en la crisis de julio de 1914 de acuerdo con sus intereses nacionales, su decisión de entrar en guerra estuvo también condicionada por los planes de operaciones existentes. La alianza franco-rusa obligaba a los alemanes a enfrentarse a las fuerzas francesas y rusas si se tenían que enfrentar con cualquiera de las dos naciones. En consecuencia, los alemanes creían poder derrotar a Francia antes de que Rusia se movilizase. El Estado Mayor alemán estimaba que tanto Francia como Alemania necesitarían dos semanas para llevar a cabo una movilización completa, pero consideraba que Rusia tardaría seis semanas en movilizarse debido a sus deficientes comunicaciones.

Lectura pública de la declaración de guerra en Alemania.

Resulta difícil encontrar una guerra en la historia que pueda ser calificada como accidental o involuntaria, la Primera Guerra Mundial no fue ni lo uno ni lo otro. Los planes secretos de las principales potencias determinaron que cualquier crisis no resuelta llevaría a una guerra generalizada. Los planes alemanes para la guerra concluían que Alemania no sería capaz de mantener una guerra en dos frentes por mucho tiempo, de ahí la necesidad de derrotar a uno de los oponentes de forma rápida, para concentrar sus fuerzas en el otro sector.

Una cadena fatal de acontecimientos y de malas decisiones, cada una de las cuales no pretendía en sí la guerra, o al menos su generalización, dio lugar a la mayor tragedia vivida por el mundo hasta entonces. Aunque hoy nos resulte irónico después de lo sucedido en la ex Yugoslavia, la primera causa directa de la guerra radicó en el hecho de que los bosnios querían pertenecer al proyecto de la Gran Serbia.

Se conformaron dos bloques iniciales de la confrontación; de un lado las denominadas «Potencias Centrales», Alemania y Austria-Hungría, y del otro, la Triple Entente, «los Aliados», Francia, Gran Bretaña y Rusia, junto con Serbia y Montenegro, más la agredida Bélgica4.

Para Alemania era indispensable atacar cuanto antes a Francia, antes de que finalizase la movilización rusa. Por ello, Alemania, pretextando un ataque aéreo francés sobre Nuremberg, declaró la guerra a Francia el 3 de agosto. El 4 de agosto, Alemania invadía Bélgica, lo que provocó la declaración de guerra inglesa a Alemania el 4 de agosto. El grado de fervor popular hizo que todos los beligerantes intentasen eliminar los nombres vinculados con el enemigo. Las familias británicas con nombres germanos adoptaron unos más anglosajones: los Battenberg pasaron a llamarse Mountbatten; la familia real, conocida como casa de Hanover, pasó a ser la casa de Windsor; los perros pastores alemanes se transformaron en «alsacianos», y hasta se prohibió la música del compositor Richard Wagner. En Francia se intentó sin éxito cambiar el nombre del «Agua de Colonia» por «Eau de Provence», y en Alemania se modificó el nombre de hoteles y restaurantes de procedencia francesa o británica, lo que generó una gran confusión.

Entusiasmo en Londres ante la declaración de guerra.

Es posible que una posición más firme por parte de Gran Bretaña hubiese tenido un efecto disuasivo en vistas de las dudas del káiser y de Bethmann Hollweg. La guerra fue un fracaso general de la disuasión, ya que Alemania fracasó en disuadir a Austria-Hungría y Gran Bretaña a Alemania. Al final, tal como había pronosticado el canciller Otto von Bismarck, la guerra había comenzado «por una estupidez en los Balcanes».

Desencadenado para vengar a un archiduque austriaco poco popular entre sus conciudadanos, el conflicto se amplió hasta abarcar gran parte del planeta. Todos los participantes pensaban que el conflicto sería breve. Finalmente, duraría cincuenta y un meses y ocasionaría cerca de trece millones de muertos. Nadie había previsto una guerra tan destructiva ni tan larga. Fue un error que los Estados europeos pagarían caro al descubrir horrorizados los gigantescos medios que las sociedades modernas e industrializadas podían poner a disposición de la guerra debido a la revolución industrial.

La Primera Guerra Mundial fue un conflicto novedoso, no sólo por su magnitud, sino también desde un punto de vista militar: fue la primera guerra general entre Estados altamente organizados y con masivos recursos industriales y demográficos; la primera en que se aplicaron medios avanzados de destrucción. La población civil sufrió con los bombardeos y con el bloqueo naval; por ello, la moral de la población jugó un papel destacado en el conflicto; fue una guerra «psicológica» además de política y militar.

La importancia del conflicto no debe ser nunca desdeñada. Sin embargo, es preciso refutar algunas generalizaciones frecuentes. La guerra fue más breve y menos sangrienta que la Segunda Guerra Mundial, cobrándose una quinta parte de vidas humanas. Las áreas totalmente destruidas se limitaron a una franja relativamente estrecha entre Bélgica y Francia, y los territorios disputados de Rusia y Austria-Hungría sufrieron menos daños. Existía un curioso sentimiento de irrealidad en la guerra, los hombres podían partir hacia París o Londres, que la guerra había dejado prácticamente intactas, y luego regresar a morir en las trincheras (en la Segunda Guerra Mundial no habría escapatoria posible del conflicto). Debido a que el empate en el frente occidental se prolongó tanto tiempo, los ejércitos no tuvieron ocasión de saquear el territorio enemigo, y quemar y destruir ciudades. Las guerras de maniobra siempre dejan una estela de destrucción a su paso.

Soldados judíos en el ejército alemán.

La guerra pronto trascendió sus resultados militares y políticos. En el plano social e ideológico produjo el derrumbe de unas estructuras de poder clientelistas, jerárquicas y elitistas obrando una transformación en la fisonomía de muchos Estados europeos, donde irrumpieron violentamente las tendencias modernizadoras: el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo, fuerzas soterradas en la Europa de las monarquías. La Europa de las monarquías convivía con las llamadas fuerzas de la modernidad: el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo. La desaparición de estas estructuras arcaicas hizo que el resultado de la Primera Guerra Mundial fuese más allá de sus resultados militares y políticos.

La guerra supuso el fin de un mundo caracterizado, entre otras cosas, por el predominio de la aristocracia. Las aristocracias feudales habían pasado la época de las revoluciones conservando intactos sus instrumentos de poder durante toda la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Así, aunque las fuerzas del antiguo orden iban perdiendo poder frente a las del capitalismo industrial, todavía eran bastante rígidas y tenían el empuje suficiente como para resistirse a los cambios y frenarlo con el uso de la fuerza si era necesario. Por ello, la primera guerra fue la expresión de la decadencia y caída de un antiguo orden.

En 1961, aparecía la controvertida obra Los objetivos de guerra de Alemania en la Primera Guerra Mundial, de Fritz Fischer. En esencia, revelaba que las élites dirigentes alemanas habían optado por la guerra en 1914 porque la expansión en Europa oriental parecía el único medio de preservar el orden social frente a las presiones reformistas y democratizadoras procedentes de las clases populares. Esto suponía un cambio historiográfico fundamental al disminuir la tesis del «primado de la política exterior» en beneficio del «primado de la política interior». De hecho, la situación política alemana se encontraba en un callejón sin salida, por lo que, entre 1912 y 1914, muchos alemanes comenzaron a ver la guerra como un posible catalizador para obtener estabilidad en el interior.

Desde 1914 decenas de estudios han intentado ofrecer una explicación de los orígenes del conflicto. Sin embargo, cuanto más avanzan las investigaciones históricas, menos claras aparecen las causas de la guerra. Tras una vida entera dedicada al estudio del conflicto, el historiador Jean-Baptiste Duroselle concluía que el estallido del conflicto era «incomprensible» y François Furet lo definió como «enigmático». A principios del verano de 1914, Europa se encontraba en su apogeo. A lo largo de los quince años precedentes, las grandes potencias habían conseguido preservar la paz a pesar de haber tenido que enfrentarse a numerosas crisis.

El grado de desarrollo y progreso alcanzado por la civilización occidental parecía haber superado, entre otras cosas, las guerras, algo propio de los países incultos, incapaces de respetar un ordenamiento internacional. Muchos europeos consideraban que estaban viviendo una edad de oro. El crimen estaba bajo control, se producían avances médicos y con ellos un aumento de la esperanza de vida y la reducción de la mortalidad infantil. A principios del siglo XIX la población europea sumaba 50 millones, en 1914 había alcanzado ya 300 millones. Para la mayor parte de los ciudadanos de clase media y alta de Europa, se trataba de una «era dorada» de ley y orden, respeto y decencia. Los salarios habían aumentado un 50 % entre 1890 y 1913.

Alemania estaba mostrando al mundo el futuro del Estado del bienestar con seguros de salud y pensiones para la tercera edad. El emperador Guillermo II podía haber hablado en nombre de la mayoría de jefes de Estado europeos cuando prometió que llevaba a Alemania «hacia tiempos gloriosos». A pesar de su tendencia a las salidas de tono, parecía que la paz era el futuro: «Alemania se hace cada vez más fuerte con los años de paz. Tan sólo podemos ganar con el tiempo». Hugh Stinnes, uno de los empresarios alemanes más dinámicos del momento, opinaba que «tras tres o cuatro años de desarrollo pacífico, Alemania se convertirá en la potencia económica dominante en Europa».

Sin embargo, bajo esa superficie tranquila, en Europa existían fuertes tensiones. El feminismo militante, el socialismo radical, el sectarismo religioso y el antagonismo entre clases sociales distorsionaban la armonía social en todos los Estados europeos. Existía al mismo tiempo un sentimiento de regocijo y de malestar. Este regocijo surgía de las emociones de la época: el relajamiento de las convenciones sociales, el sentimiento de cambio y la irresistible fuerza del progreso y la tecnología. El malestar provenía de la incertidumbre de hacia dónde llevaba ese cambio y qué modelo adoptaría la moderna nación industrial. «El modernismo», término muy debatido, provocaba a la vez, entusiasmo y aprensión.

Ataque británico con tanques en Cambrai, 1917.

En 1899, el banquero judío-polaco Ivan Stanislovitch Bloch diagnosticaba en ¿Es imposible la guerra hoy? la superioridad de la defensa sobre el ataque, la paralización de los frentes y la guerra de trincheras tras un estudio de la destructiva Guerra de Secesión norteamericana. En Inglaterra, Norman Angeli escribía en 1910 La gran ilusión, en la que sugería que Europa debía adoptar el modelo del Imperio británico, con Estados independientes unidos por el libre comercio, y solucionar de ese modo «el problema internacional». En Alemania fue Kurt Riezler, consejero del canciller Bethmann Hollweg, quien en 1912 llegó mediante un escrito a la conclusión de que las guerras modernas eran ya demasiado temidas para ser combatidas y que, por tanto, se decidirían como una medición de fuerzas no militares según la potencia industrial.

Sería imposible describir en una obra de síntesis la enorme cantidad de teorías sobre los orígenes de la Primera Guerra Mundial. Se ha llegado incluso a sugerir que los orígenes del conflicto se remontan hasta el siglo IV de nuestra era. La decisión de dividir el Imperio romano entre un occidente que hablaba latín y un oriente que hablaba griego, tuvo consecuencias a largo plazo. La división cultural que desembocó en la existencia de dos ramas de la cristiandad, dos calendarios y dos alfabetos, persistió a lo largo de los siglos. Los austriacos católico-romanos y los serbios grecoortodoxos, cuya disputa proporcionó el desencadenante de la guerra de 1914, parecían estar así destinados a ser enemigos. Se ha apuntado también al siglo VII, cuando pueblos eslavos se desplazaron a los Balcanes donde ya se habían establecido los teutones. El conflicto entre eslavos y pueblos germanos se convirtió en un tema recurrente de la historia de Europa, y en el siglo XX enfrentaba a alemanes y austriacos contra rusos y serbios, eslavos.

Sin embargo, es preciso conocer las coordenadas internacionales inmediatas que hicieron posible la guerra en 1914. Se ha calificado al período anterior previo al conflicto como de «anarquía internacional». Europa se encontraba en una fase de incertidumbre al no existir un concierto europeo propiamente dicho, sino una red confusa de precarias e imperfectas alianzas militares; un equilibrio inestable basado no en una auténtica comunidad internacional, sino en una sociedad embrionaria dominada por el secretismo de las decisiones políticas y militares de los Estados.

Diversos factores hicieron posible la guerra en 1914. En primer lugar, los contenciosos entre Estados europeos y las alianzas continentales. Francia, aislada por la política de Bismarck, trataba de romper el cerco a través de sus alianzas con Rusia y Gran Bretaña. Alemania y Austria-Hungría estrechaban sus lazos, mientras Italia se separaba progresivamente de la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia). En cualquier caso, sería un error exagerar la rigidez del sistema de alianzas o considerar la guerra europea como inevitable. Ninguna guerra es inevitable hasta que estalla. Las alianzas existentes eran precarias. Italia, por ejemplo, ignoraría sus compromisos con Alemania formando parte de la coalición enemiga.

La cuestión colonial, como las crisis marroquíes, enconaba el enfrentamiento, pues dejaba un fuerte sentimiento de «envidia» imperialista en Alemania, mientras Rusia y Francia saldaban sus conflictos coloniales con Gran Bretaña: Afganistán, Persia y África respectivamente. Existían también las históricas reivindicaciones francesas sobre Alsacia y Lorena y el conflicto de Austria con sus vecinos del sur, principalmente con Serbia y Rusia por la expansión en los Balcanes, mientras alemanes y austriacos apoyaban al vacilante Imperio otomano en su intento de mantenerse íntegro. Por otro lado, se encontraba la competencia naval germano-británica que envenenaba las relaciones anglo-alemanas.

Como el crecimiento económico alemán no fue acompañado por el progreso social ni político, generó fuertes tensiones internas. Muchos historiadores han acusado a los dirigentes alemanes, especialmente a la aristocracia prusiana, los «Junker», y al propio káiser de conducir premeditadamente a su país a la guerra, para establecer la hegemonía alemana en Europa. La política exterior de Alemania, calificada como «diplomacia brutal», era otro elemento de desestabilización. La década de 1890 comenzó con la destitución de Bismarck como canciller de Alemania y, como consecuencia, con la desaparición de los llamados sistemas bismarckianos y la adopción de la llamada Weltpolitik (política global)5. Con ella, Alemania quería participar en la política mundial y alcanzar el «lugar en el sol» que según sus líderes le correspondía por su potencial económico y comercial, y que no poseía por satisfacción al deseo de prestigio del pueblo alemán. Pero el hecho de abandonar las bases sólidas en Europa por unas ilusorias fuera de ella, generaba tensiones con Gran Bretaña.

El mariscal de campo, Alfred Graf von Schlieffen.

La Weltpolitik supuso un cambio, tanto en la política exterior alemana como en las relaciones internacionales, e hizo que Alemania comenzase a participar de una forma mucho más activa en los problemas coloniales. Uno de los puntales de la Weltpolitik debía ser la flota de guerra. La flota había sido concebida por el agresivo y obsesivo almirante Alfred von Tirpitz (del que se decía que su bebida favorita era la «espuma del Mar del Norte») para conseguir que Alemania lograra un imperio colonial. Nunca había participado en un combate naval y sus batallas se libraron en los despachos de Berlín para lograr fondos para la Armada. En una discusión con el ministro de Asuntos Exteriores, afirmó: «La política es cosa vuestra. Yo construyo barcos». Tirpitz había elaborado una «Teoría del Riesgo», según la cual Alemania debía construir una flota de guerra poderosa para concentrarla en el Mar del Norte, lo que supondría que, en caso de guerra, Gran Bretaña se vería obligada a concentrar todos sus escuadrones en esa zona y, aunque venciese, sería vulnerable a las otras potencias, por lo que en lugar de combatir a Alemania le ayudaría en sus aspiraciones coloniales.

En 1898 Alemania inició la construcción de una poderosa flota. Debido a las nuevas construcciones, la Marina hubo de solicitar dinero y hombres, los suficientes como para organizar dos cuerpos del ejército de tierra. Pese a todo, la década de los noventa empezó con un acuerdo anglo-alemán, el Tratado de Heligoland-Zanzíbar por el cual Alemania renunciaba a este territorio africano y a cambio recibía de Gran Bretaña la isla de Heligoland en el Mar del Norte.

Existieron también causas psicológicas para la guerra. El progreso económico contrastaba con una política centrada en objetivos nacionalistas: internacionalismo económico contra nacionalismo político. El nacionalismo era el más peligroso de los «ismos» del siglo XX. Inherente al ascenso de la burguesía europea durante el siglo XIX, había terminado por convertirse en una forma de chauvinismo xenófobo. Cada país encontraba en su historia motivos de resentimiento hacia los vecinos. A su vez, surgían corrientes de pensamiento que pretendían la unión de todos los habitantes de origen germánico o eslavo. Todos parecían dispuestos a valerse de la guerra para el logro de sus espurios objetivos.

También cobraba importancia el militarismo, doctrina vinculada a las formas extremas del nacionalismo para incrementar la carrera de armamentos, favorecer la intromisión de los militares en la vida civil y apoyar la política de agresividad hacia los adversarios. La propia psicosis de guerra suponía además un fuerte estímulo para la activación de los conflictos latentes. Finalmente, los movimientos nacionalistas afectaban a los Estados del este y centro de Europa, con epicentro en Serbia. Esta nación concentraba tres de los conflictos claves de la Primera Guerra Mundial: imperialismo dinástico contra nacionalismo insurgente, paneslavismo contra pangermanismo y tensión este-oeste.

La guerra debió su extensión y su carácter de guerra generalizada al hecho de que en ella convergieron tres conflictos muy definidos: un conflicto francoalemán latente desde 1871; un conflicto anglo-alemán basado en la competencia económica, colonial y sobre todo naval, y un conflicto austro-ruso debido a la competencia hegemónica en el área balcánica.

¿Qué país fue el culpable? Aunque no existe consenso sobre el tema, hoy resulta posible concluir que todos tuvieron parte de culpa. Alemania por el «cheque en blanco» a Austria-Hungría, los rusos por su movilización en ayuda del Gobierno serbio, cuya complicidad en el asesinato de Sarajevo resultaba bastante evidente. Los británicos porque perdieron una oportunidad única de enviar a Alemania un mensaje que aclarara que no permanecerían cruzados de brazos mientras Alemania atacaba a Francia. Francia, que fue tal vez la menos culpable, por su insistencia en que los rusos se movilizaran cuanto antes.

La Flota de Alta Mar alemana fondeada en Kiel.

Ignorando lo que les deparaba el destino, los soldados en las principales capitales europeas se alegraban de poder participar en aquella guerra ansiada y liberadora. El escritor Thomas Mann escribió que se sentía «cansado y enfermo» de la paz. Sigmund Freud comentó: «Toda mi libido está con Austria-Hungría». Las multitudes cantaban canciones patrióticas y los reservistas acudían en masa a sus cuarteles, las bandas tocaban y las mujeres arrojaban flores al paso de los soldados. Los soldados partían esperanzados escribiendo en los vagones de los trenes: «A París», «A Berlín».

La juventud recibió con entusiasmo aquella «guerra liberadora». Los jóvenes vivían preocupados porque la guerra pudiera finalizar antes de que ellos participaran, ya que existía la creencia generalizada de que sería breve. Los primeros en expresar esos sentimientos fueron los jóvenes cultos, los universitarios. El poeta Rupert Brooke escribió: «Venid a morir, será tan entretenido». Nadie podía imaginar cómo finalizaría aquella alegre tragedia. Los mayores eran mucho menos entusiastas, pues recordaban la guerra francoprusiana de 1870, la guerra de los bóeres de 1889 y la guerra ruso-japonesa de 1904. La reacción en las ciudades fue más entusiasta que en el campo, donde se temía por la cosecha y por la destrucción que causarían las tropas. Incluso en las ciudades, el entusiasmo inicial no fue universal y no sobreviviría al primer otoño.

Los motivos de esa beligerancia se remontaban a algunas cuestiones anteriores a 1914. Era el deseo de emociones, de aventuras, relacionado con la protesta contra una civilización monótona y materialista; el júbilo ante la cicatrización de la sociedad dividida, que superaba la brecha entre las clases con la unidad nacional y una especie de ánimo apocalíptico que vio en la catástrofe el preludio de un renacimiento. En algunos sectores de la sociedad europea, surgió la creencia, relacionada con el filósofo Friedrich Nietzsche, de que tan sólo un cataclismo (como la guerra) podría transformar la complacencia de la vida capitalista en un estado espiritual superior. Era la sensación de que la guerra ofrecía una renovación espiritual gracias a su ruptura con el pasado y al surgimiento de un idealismo desinteresado.

Existe otro aspecto del entusiasmo de la juventud hacia aquella guerra «que pondría fin a todas las guerras». El conflicto era percibido como una liberación. Para los combatientes, la guerra tenía por objetivo la salvaguardia de los intereses reales de la nación. Pero tenía también otro significado: al marchar a la guerra, los soldados de 1914 hallaban un ideal de recambio que, en cierta manera, sustituía las aspiraciones revolucionarias. Así ocurría con los menos favorecidos que, recluidos en el gueto de la sociedad, se reintegraban a ella gracias a la guerra, pero por ello mismo se desmovilizaban en el plano revolucionario.

Para el historiador Modris Ekstein, el conflicto fue una consecuencia del modernismo, en contra de la visión general de que el modernismo es hijo de la primera guerra. El modernismo había sido una reacción en contra del racionalismo y el materialismo del mundo moderno e industrializado, que llevó a un culto de lo irracional anterior a 1914, aunque la guerra no hizo sino reforzar esa tendencia, erosionando el orden y la moral de las sociedades industrializadas. La guerra era así un «choque cultural» entre Inglaterra, considerada tradicional en términos culturales, y Alemania, que se había convertido en el centro de la cultura de vanguardia. En general, el deseo de regresar a un primitivismo llevó a la comunidad artística a recibir la guerra como una liberación y una ruptura con las convenciones artísticas. Sin embargo, también es posible afirmar que la guerra afianzó la utilización de formas tradicionales en la literatura, el arte y la música, y confirmó la persistencia de formas de movimientos previos, como el romanticismo y el clasicismo.

Algunos historiadores han apuntado a motivos económicos como causa del estallido de la guerra. Defienden que la civilización del siglo XIX se asentaba sobre cuatro instituciones: la primera era el sistema de equilibrio entre las grandes potencias. La segunda fue el patrón oro internacional como símbolo de una organización única de la economía mundial. La tercera, el mercado autorregulador que produjo un bienestar material, y la cuarta, el Estado liberal. El hundimiento del patrón oro habría provocado la catástrofe.

El Káiser Guillermo II y Winston Churchill en septiembre de 1909

En los últimos años se ha analizado el papel del káiser Guillermo II y su influencia en las decisiones en política exterior, centrándose no sólo en sus actuaciones, sino también en su personalidad. Uno de sus rasgos más marcados era que simultáneamente odiaba y envidaba a Gran Bretaña. Su madre era la hija de la reina Victoria que había contraído matrimonio con un príncipe alemán. Su animosidad era personal. Su brazo izquierdo estaba deformado debido a una complicación en el parto de la que culpaba al médico inglés de su madre, algo que le provocaba un enorme complejo de inferioridad en un ambiente familiar tan marcial. Su madre era una liberal pro británica y Guillermo la rechazó y se convirtió en un conservador antibritánico. A pesar de todo, se consideraba miembro de la familia real británica y a menudo se refería a ella como «la maldita familia». Guillermo se volcó en el romanticismo nacional alemán, cuyos defensores consideraban que los alemanes cultivaban las artes y la filosofía y que los británicos eran un pueblo materialista y de mercaderes.

Una de sus pasiones llevaría al enfriamiento definitivo de las relaciones con Gran Bretaña. Entre 1890 y 1914, la política naval alemana desafió el liderazgo marítimo de Gran Bretaña en gran parte por culpa de Guillermo II. Este había pasado los veranos de su infancia con parientes británicos en la isla de Wight, cerca del Royal Yacht Club, en Cowes, donde se convirtió en un entusiasta regatista. Aquel club se encontraba a tiro de piedra de la base naval británica de Portsmouth y las frecuentes visitas de Guillermo II a la zona le animaron a construir una gran Armada. En 1904, con ocasión de la visita del rey Eduardo VII a Alemania, el káiser confesó: «Cuando era sólo un muchacho y visité aquella base, se despertó en mí el deseo de poseer buques como aquellos y me dije que cuando fuese mayor debía contar con una Marina tan potente como la británica». El canciller alemán, Bernhard von Büllow, tuvo que alterar aquel discurso para la prensa, pues temía que si se daban a conocer esas anécdotas infantiles, se pondría en peligro el presupuesto de construcción naval.

La participación del káiser en la política alemana ha sido objeto de una larga controversia. Winston Churchill diría de él que «tan sólo se pavoneaba y hacia sonar la espada no desenvainada, pero detrás de tantas poses y atavíos había un hombre ordinario, vanidoso, aunque en general bien intencionado, que tenía la esperanza de que lo consideraran un Federico el Grande». Superaba su incapacidad física demostrando su destreza con armas y caballos, actividades muy difíciles con un solo brazo. Realizaba apariciones públicas en múltiples uniformes navales y militares. Cuando al embajador francés le enseñaron un retrato del káiser con su actitud agresiva, sus medallas, su enorme espada y su porte belicoso, exclamó: «Esto no es un retrato… ¡Esto es una declaración de guerra!». Otros historiadores estiman que su personalidad no difería demasiado de las pautas consideradas «normales» y que su papel estaba determinado por la constitución monárquica que elaboró Bismarck, que concedía un poder prácticamente absoluto al monarca.

La guerra, en realidad, fue hija de una larga evolución. Su origen se encuentra ligado a la Revolución francesa. Entonces se creó la «nación en armas», el servicio militar universal y las guerras nacionales. Simultáneamente se generó el nacionalismo agresivo, propagando el odio destructor derivado de esas pasiones por toda Europa. El estallido de la Primera Guerra Mundial mostró la violencia que se había ido generando en el viejo mundo.

El mundo que saldría de la guerra no tendría nada que ver con el anterior. Cayeron imperios y monarquías, el movimiento obrero alcanzó cimas de poder por medios revolucionarios y marcó el comienzo de la decadencia europea. La devastadora pérdida demográfica, la interrupción del comercio internacional, la destrucción del tejido industrial europeo, la quiebra del sistema monetario basado en el patrón oro y la inflación resultante de la financiación del esfuerzo de guerra, fueron algunos de los factores más destacados de la ruina económica que se cernió sobre Europa. En el orden moral, la guerra afectó a toda una generación que en adelante se definió como ex combatiente.

En su discurso en Bruselas el 29 de julio de 1914, cuarenta y ocho horas antes de su asesinato, el líder socialista francés, Jean Jaurès, había previsto de forma certera lo que sucedería si Europa iba a la guerra: «Cuando el tifus termine el trabajo que comenzaron las balas, los hombres desilusionados se volverán contra sus líderes y exigirán una explicación por todos esos cadáveres».

1El emperador Francisco José había declarado su matrimonio morganático, lo que excluía a sus hijos de la sucesión.

2La sucesión debía pasar al hermano menor de Francisco José, Carlos Luis de Austria. Sin embargo, en un viaje de peregrinación a Tierra Santa, este quiso beber agua del río Jordán y falleció de disentería. Su hijo mayor, Francisco Fernando, se convirtió en heredero de la Corona.

3Desde una perspectiva actual resulta llamativo que las partes del ultimátum que rechazó Serbia eran bastante similares al ultimátum que EE. UU. envió a Afganistán tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

4En el curso de la contienda, las dos coaliciones crecieron al involucrarse nuevos Estados en el conflicto; por el lado de las Potencias Centrales entraron el Imperio otomano (1914), y Bulgaria (1916); por parte de los Aliados: Japón (1914), Italia (1915), Rumanía (1916), EE. UU. (1917), Grecia y Brasil (1917) y Portugal (1918).

5Tuvo especial relevancia la no renovación del llamado «Tratado de reaseguro» entre Alemania y Rusia de 1887 que proponía la neutralidad en un posible enfrentamiento entre Rusia y Austria, a cambio de que Rusia fuera neutral en un enfrentamiento entre Francia y Alemania.