Ningún plan de operaciones resiste el primer
contacto con el enemigo.
Helmut von Moltke
El 2 de agosto, horas antes de que se declarase la guerra entre Francia y Alemania, el teniente alemán Albert Mayer, del 5.º Regimiento montado de Baden, lideraba una patrulla de siete hombres al sudeste de Belfort cuando, de pronto, apareció un grupo de soldados franceses del 44 Regimiento de infantería. Sin pensarlo dos veces, Mayer se lanzó al ataque golpeando a un soldado francés en la cabeza con su espada y uno de sus compañeros alcanzó al cabo Jules-André Peugeot, que se convirtió en la primera baja francesa de la guerra. A continuación, el resto de soldados franceses se pusieron rápidamente a cubierto en una zanja y abrieron fuego alcanzando a Mayer. De esa forma inesperada, el soldado Mayer, de veintidós años, se convertía en el primer soldado alemán fallecido en el conflicto.
Toda Europa estaba en movimiento en el verano de 1914. La sección de telegrafía del Estado Mayor alemán movilizó 3.822.450 hombres y 119.754 oficiales, así como 600.000 caballos. Esta gigantesca fuerza fue transportada al frente en 312 horas por 11.000 trenes. Más de 2.150 trenes cruzaron el Rin por el puente de Hohenzollern en Colonia, en intervalos de diez minutos entre el 2 y el 18 de agosto de 1914. El ejército del oeste, formado por 1.600.000 hombres organizados en 23 cuerpos y 11 de reserva, cruzó el Rin en 560 trenes diarios. La princesa Evelyn Blücher, nacida en Inglaterra y que no era admiradora de Alemania, señaló: «Los alemanes se lanzan a la guerra como patos al agua». Sin embargo, existirían fuertes limitaciones a la velocidad alemana, ya que Bélgica era el país mas densamente poblado del mundo.
Casi 600.000 hombres, sus caballos y su equipo tenían que atravesar Lieja justo al sur de la localidad, un área pequeña y populosa. Schlieffen llegó a pensar en invadir Holanda, lo que hubiese abierto la zona de maniobra alemana. Sin embargo, Von Moltke concluyó que si la campaña no terminaba como se había previsto, sería necesario contar con un acceso al Mar del Norte a través de un Estado neutral. Moltke estableció erróneamente su cuartel general en una escuela para niñas de Luxemburgo, que al final resultó encontrarse demasiado alejado de sus ejércitos para establecer un control real, y demasiado lejos de Berlín como para conservar una visión global del conflicto. Las condiciones del cuartel dejaban además mucho que desear, sin luz y con un solo equipo de radio para dirigir uno de los mayores ejércitos de la historia. Uno de los oficiales describió las condiciones como «escandalosas».
De acuerdo con las previsiones del Plan Schlieffen, en los primeros días del conflicto, los alemanes enviaron a un millón y medio de soldados a través de la frontera occidental. En primer lugar, patrullas de caballería y una avanzada llegaron a Luxemburgo el 3 de agosto. Posteriormente, los ejércitos situados más al norte se lanzaron contra Bélgica el 4 de agosto, el Primer Ejército bajo el mando del irascible y agresivo general Alexander von Kluck y el Segundo a las órdenes del más sosegado general Karl von Bülow. Gran parte de la campaña dependía de la estrecha colaboración entre estos dos hombres. El Primer Ejército de Kluck con 320.000 hombres era el mayor de los siete ejércitos que atacaban en el oeste. Con la ventaja de la sorpresa, los alemanes tan sólo se veían retrasados por el tráfico y el abastecimiento.
Uno de los primeros países en sufrir la guerra sería Bélgica. Este país, cuya geografía ha sido calificada como «corazón de Europa», fue el primer estado cuya neutralidad fue violada al comienzo mismo de la guerra. Bélgica sufriría cincuenta meses de ocupación alemana. A diferencia de otros países europeos, no decidió entrar en guerra; fue invadida porque sus carreteras llevaban directamente a París. Según un diplomático alemán, la resistencia belga se limitaría a «alinearse en las carreteras tomadas por el ejército alemán».
Los belgas creyeron en un milagro hasta el último momento, confiando en el tratado que garantizaba su neutralidad y pensando que nada les sucedería, pues no tenían relación alguna con las tensiones europeas. Que un serbio hubiera asesinado a un archiduque austriaco no significaba nada para Bélgica, que no tenía contenciosos con Alemania ni Austria-Hungría, ni sentía tampoco una simpatía especial por los Aliados. Culturalmente, Bélgica estaba unida a Francia, pero sólo en el caso de los valones, que eran minoría en relación con sus compatriotas flamencos, y ambos grupos desconfiaban de los objetivos franceses. Gran Bretaña había actuado en ocasiones como garante de Bélgica, pero no como aliado, y a Bélgica le estaba prohibido unirse a alianzas internacionales.
Schlieffen proyectó que 34 divisiones tomasen las carreteras belgas, encargándose de las seis divisiones belgas en el caso de que estas decidiesen finalmente resistir. A pesar de todo, los alemanes esperaban que no lo hiciesen, ya que eso supondría la voladura de puentes y ferrocarriles, lo que retrasaría peligrosamente el plan. La aceptación belga del paso del ejército alemán evitaría también la necesidad de destacar divisiones para asediar las fortalezas belgas y la condena de la opinión pública mundial. Para persuadir a los belgas, Schlieffen proyectó que, antes de la invasión, se presentase al Gobierno belga un ultimátum que pidiese la cesión de «todas las fortalezas, vías de ferrocarril y las tropas», en caso contrario, tendría que sufrir el bombardeo de sus ciudades fortificadas.
Alemania presentó al Gobierno belga un ultimátum dándole doce horas para contestar. El rey de Bélgica afirmó que el ultimátum era inaceptable y todos los periódicos belgas lo anunciaron en ediciones especiales. La respuesta espontánea belga fue de indignación y patriotismo, las calles se llenaron de enseñas tricolores y la movilización general se realizó entre escenas de gran entusiasmo popular.
La primera resistencia seria se produjo en la fortaleza belga de Lieja. Esta localidad era considerada como la posición fortificada más sólida del mundo. Henri Brialmont, el más brillante ingeniero militar de la época, se había encargado de construir sus fortificaciones a finales del siglo XIX. Bélgica contaba con los recursos suficientes dados su temprana revolución industrial y su brutal imperio colonial en el Congo. Los alemanes, que esperaban capturar Lieja en tres días, tuvieron que esperar hasta el décimo día de batalla para vencer la valerosa resistencia belga. La estrategia alemana consistía en una batalla de envolvimiento. El Décimo Cuerpo a las órdenes de Otto von Emmich capturaría los fuertes al norte, oeste y sur de la ciudad. La resistencia belga se centró en los fuertes bajo el mando del general Gérard Leman. Los belgas cometieron el error de no desplegar sus tropas frente a los fuertes, evitando que los alemanes situasen su artillería cerca de ellos.
El desprecio hacia las vidas humanas por parte de todos los beligerantes comenzó aquel segundo día de la guerra en Lieja. Mientras los soldados alemanes avanzaban contra los fuertes de Lieja, el general Erich Ludendorff escuchó «el peculiar ruido de las balas cuando chocan con los cuerpos humanos». Según un soldado belga, «los alemanes caían unos encima de otros formando una horrible barricada de muertos y heridos que amenazaba con bloquearnos la visión». Lieja sería la primera ciudad europea en ser bombardeada desde el aire. Las bombas arrojadas por el dirigible zepelín L-Z mataron a nueve civiles. Se iniciaba así una terrible práctica que se mantiene hasta la actualidad. Desesperados, los alemanes amenazaron con destruir Lieja completamente.
Ante la insólita resistencia, los alemanes hicieron uso de su armamento más pesado, el mortero austriaco de 305 mm e incluso los cañones Krupp de 420 mm, conocidos como «Gran Bertha» (por la corpulenta hija de Krupp que nunca se mostró muy entusiasmada por ese «honor»), para destruir los fuertes, que al final no resultaron ser lo suficientemente sólidos. Los cañones eran tan enormes que tuvieron que ser arrastrados por 36 caballos por las calles que temblaban bajo el peso. Uno a uno, los fuertes fueron reducidos a escombros y su guarnición o bien se rendía, o era aniquilada. Los soldados de las guarniciones belgas oían descender los obuses que producían un intenso silbido y escuchaban cómo las detonaciones se acercaban más y más a medida que los tiros eran corregidos, hasta que los obuses estallaban sobre ellos y destruían las fortificaciones de acero y cemento. Las galerías quedaban bloqueadas y el fuego, los gases y los ruidos llenaban las cámaras subterráneas, mientras los hombres enloquecían en espera del siguiente disparo. Al día siguiente de la capitulación del fuerte Loncin, el Segundo y Tercer Ejércitos iniciaron su avance. El grueso del ala derecha alemana comenzaba su movimiento a través de Bélgica. Los que los belgas ofrecieron con su valor a los aliados no fueron ni dos semanas ni dos días, sino una causa y un ejemplo.
De muchas maneras, 1914 fue el drama de lo inesperado. Las potencias extranjeras no esperaban la furia con la que Bélgica se defendería contra la invasión alemana. Bélgica no contaba con la ira con la que la opinión pública inglesa recibiría la noticia de la agresión alemana. Y el ejército alemán no esperaba la fuerte resistencia belga. Esta desilusión alemana fue uno de los motivos de la crueldad con la que reaccionó el ejército alemán, prendiendo fuego a edificios y asesinando a civiles como represalia por los supuestos ataques de los civiles. El káiser no esperaba tal resistencia de los belgas y su cólera personal adoptó la forma de demanda. En agosto y septiembre de 1914 exigió que partes del territorio belga fueran incorporadas a Alemania y que la población belga allí residente fuese expulsada para dejar su lugar a los alemanes.
La resistencia belga desesperaba a los mandos alemanes que comenzaron a ver enemigos por doquier. El recuerdo de francotiradores de la guerra francoprusiana generaba temores entre los nerviosos soldados alemanes mentalizados para marchar sobre Bélgica sin contratiempos. El Primer Ejército alemán, que cubría el avance derecho, estaba obligado a avanzar 23 kilómetros por día. Los ferrocarriles estaban fuera de servicio por el sabotaje belga y, posteriormente, por el francés, y las carreteras estaban colapsadas de refugiados. El transporte en camiones estaba comenzando, así que el abastecimiento del ejército, una vez que se alejaba de las líneas de ferrocarril, tenía que ser realizado con caballos. El ejército de Kluck utilizaba 84.000 caballos y gran parte del abastecimiento estaba dedicado a los mismos caballos de transporte.
Civiles belgas huyen de las tropas alemanas. |
De esta forma, los hombres exhaustos, tras marchar todo el día, y en muchos casos tras haber combatido, tenían que iniciar la búsqueda de comida antes de poder dormir. La población civil local, preocupada por su propio abastecimiento, no estaba dispuesta a cooperar. La disciplina comenzó a pender de un hilo. Sin embargo, el asesinato de civiles no fue simplemente el producto de reservistas nerviosos. Fue admitido y promovido por los superiores. Conscientes de la necesidad de velocidad y con el temor a una insurrección en la retaguardia, los comandantes comenzaron a admitir y promover la represión de la imaginaria resistencia civil.
La campaña alemana de represalias no fue, excepto en casos individuales, una respuesta espontánea a las provocaciones belgas. Había sido prevista para intimidar a los ciudadanos y salvar de esa forma tiempo y hombres. La velocidad era un factor vital. La guerra franco-prusiana dejó una profunda impresión en el pensamiento alemán sobre cómo debían afrontar la próxima guerra. Un reglamento de 1899 autorizaba a los oficiales del ejército a ejecutar a cualquier persona sin uniforme que «asistiera al enemigo o causara daños a las fuerzas alemanas o aliadas». Los alemanes estaban obsesionados con las violaciones de las leyes internacionales y culpaban al Gobierno belga de aquellas traidoras luchas callejeras contrarias a las leyes internacionales. Sin embargo, no tenían en cuenta que ellos habían violado las leyes internacionales por su presencia en territorio belga.
La noche del 4 de agosto, soldados alemanes aterrorizados dispararon a unidades amigas. Creyendo que habían sido civiles belgas, los alemanes fusilaron a 10 personas incluyendo a una familia con cinco hijos escondidos en un sótano. En Dinant, 612 hombres, mujeres y niños fueron fusilados en la plaza principal.
El 20 de agosto, el Primer Ejército de Kluck pasó a través de Bruselas, que había sido declarada «ciudad abierta» para evitar su destrucción, y se dirigió en dirección sudoeste hacia Francia. El representante español en Bruselas, el marqués de Villalobar, escribía: «Estos soldados dicen que “van a París” y me parecen un torrente imposible de detener. ¡Si no tuvieran a Europa entera contra ellos, serían invencibles!». Aunque el único obstáculo de envergadura había sido Lieja, la vanguardia del ataque se ralentizó por la sencilla razón de que los hombres no podían marchar 40 kilómetros cada día. Al mismo tiempo, los belgas hacían estallar los túneles ferroviarios restringiendo el flujo del abastecimiento y los refuerzos. La respuesta no se hizo esperar. Al menos cinco mil civiles fueron ejecutados y más de dieciocho mil viviendas fueron destruidas.
Soldados belgas con ametralladoras tiradas por perros. |
El 25 de agosto una «columna incendiaria» alemana llegó a la localidad de Lovaina. Usando fósforo, iniciaron un fuego en la estación y en la biblioteca de la universidad, con su invaluable colección de libros antiguos. La incomparable biblioteca había sido fundada en 1426, e incluía entre sus 230.000 volúmenes una colección de 750 manuscritos medievales. La comunidad universitaria alemana, asaltada por las acusaciones enfurecidas de profesores de todos los países, intentó sin éxito justificar la atrocidad cometida. Lovaina era uno de los santuarios del saber de Occidente y su destrucción fue descrita como un ataque contra la civilización. Por motivos propagandísticos, los británicos exagerarían posteriormente las «atrocidades sobre Bélgica» de 1914, lo que llevó posteriormente a pensar que dichos abusos habían sido un «engaño». No lo fueron. Sucedieron y sentaron un precedente nefasto para el resto del siglo.
Uno de los fusilamientos que causó más impresión fue el de la enfermera británica Edith Cavell. Había colaborado en organizar una red de escape para soldados franceses y británicos atrapados tras las líneas alemanas. Tras ser descubierta, fue juzgada por espionaje y condenada a muerte, a pesar de los enormes esfuerzos que realizó nuestro representante en Bélgica. Su fusilamiento hizo un daño devastador a la imagen de Alemania en el mundo. El káiser comenzó a ser apodado «el Rey de los Vándalos» y «El nuevo Atila».
Mientras tanto, Moltke dudaba si debía cambiar el esfuerzo principal a Lorena. Desplazó algunas divisiones de reserva a esa zona y dio al Sexto Ejército, al mando del príncipe Rupprecht de Baviera, órdenes de defender a toda costa. Sin embargo, Rupprecht era un hombre de acción, contaba con habilidades de mando y decidió que las órdenes de defender no excluían el ataque. Hacia el 20 de agosto, sus tropas habían hecho retroceder a los franceses de Lorena. Por mero accidente, el grueso de las tropas francesas se estaba retirando a posiciones entre París y la mayor de las fortalezas francesas, Verdún.
El comandante en jefe francés, Joseph Joffre, ya sabía que los alemanes avanzaban con fuerza en Bélgica y que el eje de las fuerzas alemanas era robusto. La carrera militar de Joffre se había desarrollado en la ingeniería más que en el mando sobre el campo. Había sido el principal impulsor del Plan 17 y a él se comprometió durante aquellos días cruciales de 1914. Desdeñando las reservas alemanas, concluyó que la única forma de que los alemanes fueran tan fuertes en el norte y en el sur era siendo débiles en otros sectores. Cuando fracasó su avance en Lorena, decidió que el centro alemán tenía que ser más débil de lo que parecía. Allí envió a su Tercer y Cuarto Ejércitos. Cuando los resplandecientes soldados franceses con sus pantalones rojos y casacas azules, y sus oficiales en uniforme completo de campaña avanzaron, el resultado fue una masacre. Los franceses se vieron obligados a retroceder hacia el río Mosa, sufriendo 300.000 bajas. Los alemanes avanzaban imparables. Winston Churchill escribiría posteriormente: «La obsesión por la imbatibilidad alemana se había extendido y, en los instruidos círculos de los Aliados, nadie dudaba sobre cuál sería el desenlace».
El 5 de agosto, el primer ministro británico Asquith decidió con sus colaboradores que la BEF debía acudir al noroeste del frente francés. Los oficiales admitirían posteriormente que el único plan con el que contaban era con situarse en el flanco izquierdo francés y seguir el liderazgo francés, añadiendo las cuatro (posteriormente seis) divisiones británicas a las 70 francesas. El comandante británico era Sir John French, llamado «el pequeño mariscal de campo», hombre de caballería y con un gran historial, aunque su figura ha sido siempre controvertida. Ha sido descrito como un hombre vanidoso, ignorante y vengativo. Winston Churchill consideraba que era un «soldado natural» y es cierto que no le faltaba valor, aunque no le ayudó el hecho de ser un gran mujeriego, ya que se vio envuelto en varios escándalos. La mayoría de sus colegas creía que era un inepto para el puesto.
Antes de que las fuerzas británicas pudiesen atacar en apoyo de los franceses, el 23 de agosto colisionaron con la apisonadora de Von Kluck, en la localidad de Mons, 200.000 alemanes contra 75.000 británicos. Los alemanes despreciaban al Ejército británico y no hicieron ningún esfuerzo por hundir los transportes que trasladaban a las tropas británicas al continente. Consideraron que era mejor vencerlos una vez que llegaran al frente. En realidad, el primer enfrentamiento entre británicos y alemanes se había producido en Sydney, Australia, cuando un barco mercante alemán había intentado zarpar y le advirtieron de que no lo hiciera.
Mons fue una de las primeras batallas de la historia que se libró en una ciudad industrial y la primera con una aportación significativa de la fuerza aérea, utilizada para calibrar el alcance de los cañones. Los soldados británicos cavaron rápidamente posiciones defensivas mientras los alemanes, impacientes por deshacerse de esa inesperada molestia, cayeron en el error de los ataques frontales. Los fusileros británicos, entrenados para disparar a un blanco cada cuatro segundos (se les proporcionaba toda la munición para prácticas que desearan), detuvieron a los alemanes durante todo un día.
El 23 de agosto, French supo que el Quinto Ejército francés, a las órdenes del general Charles Lanzerac, no sólo no había podido frenar el avance alemán, sino que se retiraba apresuradamente sin alertar a los británicos. Estos no tuvieron otra opción que acompañar a los franceses en su larga retirada hacia el sur ante el sunami germano que avanzaba inexorablemente. Cubrieron 321 kilómetros en dos semanas, una hazaña para la infantería que marchaba bajo un calor aplastante con uniformes de lana durante veinte horas al día. Uno de los batallones británicos retrocedió 88 kilómetros en treinta y seis horas.
Cientos de hombres de todos los ejércitos comenzaron a caer agotados, debido a golpes de calor, a las ampollas, al tifus, al hambre o a la sed. Otros colapsaban de gastroenteritis tras devorar las frutas aún sin madurar de los huertos por los que pasaban. Los alemanes podían al menos disfrutar de comidas calientes gracias a sus eficientes cocinas móviles. Los franceses tenían que cocinar en improvisadas fogatas. La última semana de agosto y la primera de septiembre fueron para ambos ejércitos una maratón ininterrumpida de marchas agotadoras que comenzaban al alba y se prolongaban hasta bien entrada la noche. Un oficial de Von Kluck describió lo duro que era ver los pies de sus hombres en carne viva. Los hombres se caían de sus caballos y los soldados se desplomaban en plena marcha. Un periodista norteamericano que observó el paso de «la maquinaria de muerte gris» alemana, informó de algo sobre lo que no había leído nunca nada: «El olor de medio millón de hombres sin asear. Era una pestilencia que permanecía durante días en cada ciudad por la que pasaban».
Conforme agosto dejaba paso a septiembre, el norte de Francia resonaba con los sonidos de la batalla. Largas columnas de infantería vestida de azul se dirigía al norte, hacia la guerra, o hacia el sur, alejándose de ella. El campo estaba repleto de restos de equipo militar que los hombres habían abandonado para marchar más rápido, caballos agonizando y camiones abandonados. Excepto en los lugares donde los ejércitos habían colisionado y donde yacían los muertos, no existía todavía demasiada destrucción. El tiempo seguía siendo caluroso y tan sólo en las proximidades de algunas ciudades había indicios de bombardeo.
En París los diarios se mostraban pesimistas conforme los nombres de las localidades tomadas por los alemanes indicaban a los parisinos que los «boches», como denominaban despectivamente los franceses a los alemanes, se aproximaban a la capital. Los ancianos recordaban que la situación comenzaba a parecerse a la guerra franco-prusiana de 1870. En algunos edificios públicos había comenzado la quema de documentos y una nube de humo negra flotaba sobre la capital. Los grandes hoteles eran convertidos en hospitales y cientos de personas comenzaron a abandonar la capital. En las carreteras, los civiles competían por el espacio con heridos franceses y prisioneros alemanes.
Sin embargo, no era 1870. El Estado Mayor alemán se alejaba paulatinamente del Plan Schlieffen por cuya integridad se había arriesgado a una guerra. Kluck no sólo estaba perdiendo hombres para poder asediar las bolsas de soldados belgas que se resistían a rendirse, sino que, al mismo tiempo, Moltke estaba fortaleciendo su ala izquierda en Lorena. El 25 de agosto, Moltke enviaba dos cuerpos del ejército a Prusia Oriental para hacer frente a la amenaza rusa. Fue un error grave, dado que ambos cuerpos invirtieron todo el final de agosto en trasladarse del oeste al este y, en consecuencia, no se pudo contar con ellos ni para la batalla del Marne, ni para la batalla que se estaba fraguando contra los rusos.
Esos desplazamientos y la necesidad de asediar Amberes supusieron una reducción de 270.000 hombres del ala derecha alemana. El «martillo» sobre el que Schlieffen había apostado todo se había reducido en un tercio. Cuantos menos hombres tenían el Primer y el Segundo Ejércitos alemanes, más tendían a alejarse el uno del otro cuando atravesaban territorio francés. El 27 de agosto, Moltke permitió libertad de movimientos a Kluck, que se movió con independencia del Segundo Ejército que le acompañaba. Convencido de que los británicos se retiraban hacia el oeste, hacia el Canal de la Mancha, Kluck deseaba moverse en dirección norte para cortarles la retirada.
Sin embargo, la BEF se retiraba hacia el sur, no hacia el oeste, y se encontraba mucho más próxima a Kluck de lo que este se imaginaba. El Segundo Cuerpo británico estaba demasiado exhausto para seguir marchando y decidió establecer posiciones defensivas en Le Cateau el 26 de agosto. Allí tendría lugar la batalla de mayor envergadura en la que había participado el Ejército británico desde Waterloo. Se trató de una acción de retirada contra 140.000 alemanes. Los británicos perdieron 8.000 hombres, una cifra reducida para la primera guerra mundial, pero enorme para un ejército de 100.000 hombres. La artillería y los disparos británicos demostraron de nuevo ser letales y los alemanes repitieron el error de lanzar cargas frontales. El Segundo Cuerpo resistió y finalmente se retiró en orden. El 31 de agosto un piloto alemán lanzó sobre París una bandera con la inscripción: «Los alemanes estarán en París dentro de tres días».
Obsesionado por dar caza a la BEF y al Quinto Ejército francés, Von Kluck perdió el contacto con el Segundo Ejército de Von Bülow. Creyendo que había aplastado a los británicos, decidió cambiar de estrategia y optó por no dirigirse hacia el norte y el este de París como había planeado originalmente Von Schlieffen, sino hacia el sur y el este de la capital. Se introducía así peligrosamente en las líneas enemigas, pues, a su izquierda, Von Bülow estaba muy retrasado. Cuanto más se aproximaban los ejércitos alemanes a París, más necesaria se hacía su coordinación. Sin embargo, nada de eso sucedió. Un desconcertante silenció descendió sobre el Alto Mando alemán. El cuartel general en Luxemburgo no recibió ni una sola comunicación del Primer o Segundo Ejércitos el 1 de septiembre. «¿Cuál es su situación?», preguntaba nervioso Moltke en un mensaje a ambos comandantes, «Responda urgentemente». No obtuvo ninguna respuesta. Todo lo que sabía es que los dos ejércitos habían cambiado de ruta, no hacia el sudoeste, sino hacia el sur. En ese momento de la campaña, con ejércitos de millones de hombres en retirada o en persecución, el papel de las unidades de inteligencia era crucial. ¿Dónde estaba el enemigo? ¿Cuáles eran sus fuerzas? El mando alemán se encontraba a ciegas.
Los británicos penetraron por la brecha que se abrió entre los dos ejércitos alemanes. Podían haber aprovechado aquella ocasión para asestar un golpe devastador a los alemanes. Sin embargo, French perdió los nervios. Atemorizado, emitió órdenes para preparar la partida hacia Gran Bretaña con el fin de restablecerse. Hizo falta que el gabinete británico enviase precipitadamente al nuevo secretario de Guerra, el mariscal de campo Lord Kitchener, para impartir instrucciones de que la BEF debía adaptarse a los movimientos del ejército francés. Aunque Kitchener formaba parte del Gobierno civil, se presentó ataviado con su uniforme de mariscal de campo, a fin de dejar bien claro cuál era la cadena de mando. Aunque muy molesto por la presencia de Kitchener, French cambió finalmente de parecer y la BEF asumió posiciones defensivas al este de París.
El Primer Cuerpo francés a las órdenes de Franchet d’Esperey hizo retroceder a los alemanes en el río Oise en la última carga napoleónica de infantería de la historia. El plan de Kluck era arrinconar a los franceses hacia el sudeste. Para asegurarse de que la gran guarnición de París o la BEF no atacaran a Bülow desde la retaguardia, Moltke ordenó a Kluck permanecer entre Bülow y París. Kluck consideró que ese era un movimiento muy débil y el 2 de septiembre ordenaba a su ejército que siguiese hacia el sur cruzando el río Marne. De todas maneras, Kluck era un comandante veterano y no iba a ofrecer todo el flanco a los Aliados, por lo que desplazó un cuerpo para que adoptase posiciones defensivas frente a París.
El 2 de septiembre, en el 40 aniversario de la batalla de Sedán de 1870, con Kluck a tan sólo cincuenta kilómetros de París, el Gobierno francés se retiró a Burdeos. En su ausencia, los parisinos depositaron sus esperanzas en el gobernador miliar de París, el general de sesenta y cinco años Joseph-Simon Gallieni. No decepcionó. En su primer comunicado juró defender París «hasta el último extremo». Las defensas se habían descuidado debido a la obsesión por la estrategia ofensiva «a ultranza» del Alto Mando francés. Gallieni puso en alerta los departamentos de bomberos, se acumuló grano y carne para resistir un posible asedio. Las palomas fueron requisadas por si se venían abajo las comunicaciones y los hospitales y las penitenciarías fueron acondicionados para recibir heridos.
Si los alemanes tomaban París, no encontrarían nada de valor. Los puentes serían volados y hasta la torre Eiffel se convertiría en chatarra. Se cortó la maleza y los árboles que bloqueaban el campo de tiro de los artilleros, se cerraron carreteras y se volaron edificios que obstruían la visión de la artillería. Los alemanes habían asediado París durante la guerra franco-prusiana, pero no habían llegado a penetrar. Para los soldados alemanes la capital ejercía una enorme fascinación, algo similar a lo que sucedería con Moscú durante la Segunda Guerra Mundial. Un oficial escribió: «La palabra París los vuelve locos. Cuando vieron un cartel en el que ponía “París 37 kilómetros”y que no había sido borrado, se pusieron a bailar y a abrazar aquel poste». Su alegría habría sido menor si hubieran sabido que iban a dejar París a su derecha.
El 3 de septiembre un monoplano francés pilotado por el teniente Watteau se adentró en las líneas alemanas, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de París. En tan sólo dos pasadas se percató de lo que sucedía: el ejército alemán del general Kluck tenía su flanco derecho indefenso. Gracias al reconocimiento aéreo, Gallieni concluyó que los alemanes se dirigían hacia el río Marne al este de París. Ordenó al recién formado Sexto Ejército a las órdenes del general Michel-Joseph Maunory, que se preparase para atacar el flanco derecho alemán y convenció a Joffre de que confirmase el ataque para el día siguiente. A su vez, los británicos fueron persuadidos de hacer todo lo posible en la próxima ofensiva.
Taxis parisinos esperando para transportar tropas a la batalla del Marne. |
En el lado alemán reinaba el nerviosismo, la victoria parecía estar al alcance de la mano (patrullas de caballería habían llegado a tan sólo diez kilómetros de París) sin embargo demasiadas cosas no estaban saliendo de acuerdo con las previsiones. Las malas comunicaciones estaban derribando el Plan Schlieffen. Tan sólo una semana antes, el ambiente en el cuartel general de Moltke había sido exultante, pero hacia el 5 de septiembre la victoria parecía escurrirse de las manos. El enemigo se movía libremente, un pésimo presagio que Moltke atribuía a la ausencia de cañones y hombres capturados. Para agravar aún más las cosas, el movimiento exagerado de Von Kluck había expuesto todo el flanco alemán a un ataque francés y había abierto una brecha con el Segundo Ejército a su izquierda.
El plan se desintegraba por su eslabón más débil: la logística. Los hombres del ala derecha alemana descubrieron que no podían mantener el ritmo para avanzar 480 kilómetros hacia el oeste de París en cuarenta días. En tan sólo cuarenta días, la artillería había consumido los mil proyectiles por cañón que se habían planificado. Cada grupo de ejército consumía cerca de 130 toneladas de comida y forraje por día, requiriendo 1.168 trenes para abastecerlo. Los 84.000 caballos del Primer Ejército de Kluck consumían 900 kg de forraje al día, lo que requería 400 vagones. Los caballos se convertían así en pieza fundamental para la rapidez de ejecución del plan. A mayor distancia, eran necesarios más medios de transporte para llevar únicamente más alimentos para los caballos, no para los hombres que luchaban en el frente. El transporte por carretera estaba descartado: el 60 % de los 4.000 camiones alemanes se habían averiado antes de que el ejército alcanzara el Marne. En cualquier caso, hubiesen hecho falta 18.000 camiones para mover el ala derecha alemana, una cifra impensable en aquel momento. Los Aliados, por el contrario, se movían hacia sus líneas de abastecimiento y podían hacer uso del eficaz sistema ferroviario centralizado en la capital.
El 4 de septiembre, Moltke limitó el movimiento del Primer y Segundo Ejércitos alemán y los advirtió de que se defendiesen de un posible ataque francés desde París. Cuando la orden llegó a oídos de Kluck, este ya había movido la mayor parte de su ejército hacia el sur a través del río Marne. La batalla llegaba a su punto culminante. Para los alemanes, el tiempo se había agotado. Presintiendo el grave peligro que se cernía sobre sus ejércitos, Moltke, que no se encontraba en condiciones físicas de hacer el viaje, envió de forma sorprendente a Richard Hentsch, un teniente coronel, para dirigir a dos veteranos comandantes, además del inconveniente de ser sajón en un ejército dominado por los prusianos. A pesar de que su rango y origen no eran los más apropiados, era un hombre muy capaz y contaba al parecer con poderes absolutos para valorar la situación sobre el terreno. Hentsch fallecería en Bucarest en 1918, por lo que sus auténticas instrucciones, en gran parte verbales, no fueron nunca publicadas ni conocidas.
Al recorrer el frente, Hentsch se encontró a Bülow y a Kluck empeñados en culparse mutuamente por la brecha que se había abierto entre ellos. Llegó al cuartel general de Bülow a las 8 p. m. del 8 de septiembre y este confesó que no sabía nada de la situación del Primer Ejército de Kluck. Un día más tarde, Hentsch llegó al cuartel general de Kluck. De camino se había encontrado con grandes cantidades de equipo abandonado por los Aliados en retirada, o por los alemanes para agilizar la marcha. Supo que las fuerzas de la BEF se habían lanzado hacia la brecha que se abría amenazadora entre los dos ejércitos alemanes (que Moltke hubiera podido cubrir con los dos cuerpos que había enviado a Prusia Oriental).
El Sexto Ejército de Maunory se abalanzó sobre el cuerpo de reserva que Kluck había situado al norte del Marne, ataque que tuvo un efecto dominó sobre todo el frente alemán, llevando a ajustes desproporcionados con el ataque francés. Hentsch utilizó sus poderes para ordenar la retirada alemana mientras todo el ejército francés y las fuerzas británicas se lanzaban al ataque. No lograron romper el frente alemán y el empuje fue contrarrestado. Cuando Kluck hizo retroceder a sus dos cuerpos a través del Marne y los envió a contraatacar a Maunory, abrió otra brecha entre los dos ejércitos alemanes. A pesar de todo, los alemanes lograron rechazar al Quinto Ejército francés, ahora a las órdenes del enérgico Franchet d’Esperey (Desperate Franky le apodaron los ingleses) en vez del cauto Lanzerac, e hicieron retroceder al Noveno Ejército a las órdenes de Ferdinand Foch. Sin embargo, el pánico se apoderó de los comandantes alemanes.
El 9 de septiembre, Bülow ordenaba a su ejército la retirada. Kluck no tenía más opciones que seguir el mismo camino y ordenó la retirada en dirección a Soissons. Hacia el 11 de septiembre, todos los ejércitos alemanes se dirigían hacia el norte por órdenes locales, o por órdenes directas de Moltke. Toda la campaña alemana se encontraba al borde del desastre y un fracaso añadido a la hora de retroceder permitiría a los Aliados aislar y destruir los ejércitos alemanes de forma independiente. En el peor de los casos podrían cercar a los sobreextendidos ejércitos desde la retaguardia. El príncipe heredero Guillermo, el mujeriego hijo del káiser al frente del Quinto Ejército alemán, tuvo que abandonar sus sueños de una marcha triunfal por los Campos Elíseos de París. Durante cinco días, a partir del 9 de septiembre, los alemanes retrocedieron tras los ríos Marne y Aisne a la línea Noyon-Verdún. El único motivo que impidió que la retirada alemana se convirtiera en una desbandada fue que los Aliados se encontraban demasiado agotados para darles alcance.
Los alemanes prepararon posiciones defensivas sólidas con la ventaja de poder elegir el terreno ocupando las regiones más elevadas. De esa forma, además de contar con mayor perspectiva para disparar sobre las posiciones enemigas, podían también cavar más antes de alcanzar el nivel freático, que en la zona de Flandes se encuentra muy cerca de la superficie, pues se trata de una región ganada al mar gracias a un drenaje medieval. Los Aliados se tenían que conformar con ocupar las zonas más bajas y, por tanto, más embarradas y húmedas del frente.
Así concluyó el famoso «milagro del Marne». No supuso, como se ha señalado en numerosas ocasiones, el fin del Plan Schlieffen, pues la indecisión de Moltke y la improvisación de Kluck ya habían destruido el plan antes del contraataque francés. Si algo desequilibró la frágil balanza fue la indecisión estratégica alemana. Si el Primer Ejército alemán hubiese destruido al Sexto Ejército al oste de París, si el Quinto Ejército francés se hubiese lanzado a la brecha entre los dos ejércitos alemanes y si los franceses se hubiesen lanzado con mayor decisión tras el río Marne, los resultados hubiesen sido ciertamente distintos. El Plan Schlieffen era suficiente para alterar los nervios de cualquier comandante. Moltke no pudo soportar la idea de que su enorme ejército se encontrase a tanta profundidad en territorio enemigo, dependiendo de una línea de comunicaciones larga y vulnerable, y esto pudo hacer que alterase el plan inicial. Nunca se contó la verdad del fracaso del Marne a los alemanes, fue entonces cuando germinó la idea de que en realidad Alemania nunca había sido vencida en un campo de batalla.
El verdadero problema del Plan Schlieffen era de carácter logístico. La solución que se dio al peligroso alejamiento de las líneas de aprovisionamiento y de los ferrocarriles alemanes fue pensar en la invasión de Bélgica. En el ala derecha, Schlieffen proyectaba desplegar 30 cuerpos de ejército, aproximadamente un millón de hombres más su equipo y sus caballos. Cada cuerpo de ejército alemán contaba con dos divisiones, cada una con 17.500 hombres aproximadamente. En circunstancias óptimas, un cuerpo de ejército no avanzaba en una sola columna, sino en múltiples columnas en paralelo. Si un cuerpo disponía de suficientes caminos paralelos, podía avanzar entre 29 y 32 kilómetros por día. Si el cuerpo iniciaba la marcha al amanecer, la parte final de la columna tendría tiempo suficiente para alcanzar la cabeza hacia el atardecer.
En Bélgica y Francia existían carreteras paralelas a uno o dos kilómetros de la siguiente, pero el frente tan sólo se extendía por 300 kilómetros. Esto dejaba tan sólo diez kilómetros a cada cuerpo de ejército. Suponiendo que existieran sólo entre cinco y diez carreteras paralelas, un cuerpo no podía avanzar 30 kilómetros al día y esperar que la cola alcanzase la cabeza. Por tanto, el plan hacía necesario en muchos casos que dos cuerpos de ejércitos usaran una única línea de comunicación, lo que tenía como consecuencia la congestión y el caos. Es cierto que Schlieffen nunca contó con los hombres que pedía en su plan original. Sin embargo, es posible también que más hombres tan sólo hubiesen colapsado aún más las carreteras, creando una especie de bola de nieve en movimiento que se autodestruye mientras se mueve y se hace más grande. En realidad, el plan era una imposibilidad geográfica.
Además, el Plan Schlieffen surgió en el aislamiento. Ni el Ministerio de la Guerra alemán que tenía que suministrar las fuerzas necesarias, ni la Cancillería que tenía que llevar a cabo las preparaciones diplomáticas y políticas para el avance alemán a través de las neutrales Bélgica y Holanda, fueron informados de los detalles del plan hasta 1912. A la Marina alemana tampoco se la tuvo en cuenta en el proceso de planificación para que bloquease el cruce de tropas británicas. Ni siquiera se consultó a Austria-Hungría. Schlieffen despreciaba a los aliados de Alemania y nunca quiso saber nada de un mando unificado en la que sería una guerra de coalición. Schlieffen, que falleció en 1913, no vivió para ver la derrota de su plan ni las graves consecuencias que tendría para Alemania.
La batalla del Marne fue una derrota sin paliativos para los alemanes y un momento crucial de la historia europea. Guillermo II dijo sentirse «muy deprimido» y consideró aquella batalla como el «momento decisivo» de su vida. Lo más grave era que el Plan Schlieffen constituía la única receta alemana para la victoria; no existía un «plan B». La campaña de 1914 se basaba en una victoria contundente y decisiva en el oeste el día 40 desde la movilización, cuando esta no se materializó; la gran apuesta había fallado. En el bando alemán se culpó a Hentsch por ordenar la retirada y a Moltke por su falta de temple. Moltke había perdido la batalla, la guerra y también perdería su puesto. Como comandante, Moltke fue el principal responsable de la derrota. La batalla había demostrado que carecía de lo que Schlieffen describió como «ese fuego de voluntad de victoria, el salvaje impulso de avanzar y el infalible deseo de aniquilar al enemigo». Él mismo reconoció que era absolutamente incapaz de «jugárselo todo a una carta».
Resulta imposible concluir si Moltke perdió los nervios en aquellas jornadas cruciales. Sus memorias fueron «pulidas» por los censores patriotas de la década de los veinte y por la destrucción de los archivos del Estado Mayor durante el bombardeo de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. En mayo de 1915, Moltke rompió brevemente su silencio y admitió al general Hans von Plessen, Jefe del Cuartel General del Káiser: «Me puse nervioso durante aquellos críticos días de septiembre». Asimismo, reconoció que se había mostrado «pesimista» sobre la situación al este de París. No diría nada más.
La virtud del general Joffre fue su temple; dormía a pierna suelta incluso en los momentos álgidos de la batalla (sus oficiales tenían órdenes de no despertarle bajo ningún concepto). Sus colaboradores quisieron atribuirle el ataque sobre el flanco francés, sin embargo gran parte del mérito fue de Gallieni. Los alemanes se detuvieron y los franceses enviaron apresuradamente a tres mil soldados de la Séptima División de infantería en 600 taxis Renault parisinos, uno de los hitos patrióticos de la guerra. Lo realmente relevante no fue lo que sucedió en el campo de batalla, sino lo que Moltke pensó que sucedía. Sus temores no eran del todo infundados. Un firme ataque británico entre los dos ejércitos alemanes y uno francés contra el flanco alemán hubiesen podido acabar con los ejércitos alemanes a muchos kilómetros de sus bases en Alemania.
Moltke se percató del significado de la retirada alemana tal como escribió a su esposa: «La guerra que había empezado con tan buenas expectativas, al final se volverá contra nosotros. Seremos aplastados en nuestra lucha contra Oriente y Occidente. Nuestra campaña es una desilusión cruel. Y tendremos que pagar por toda la destrucción que hemos causado». Moltke fallecería en 1916 sin ver la derrota final de Alemania, en la que había jugado un papel tan decisivo en el cálido verano de 1914.
Con ser tan sólo un empate, la batalla del Marne supuso una victoria estratégica para Francia y Gran Bretaña. Los sueños alemanes de una victoria rápida se desvanecieron. Se había evitado la hegemonía alemana y Gran Bretaña había mantenido su cabeza de puente en el continente. Las consecuencias a largo plazo del Marne serían trágicas, pues facilitó cuatro años más de la monótona matanza mutua de las trincheras.
Mientras ambos bandos se recuperaban, los líderes pensaban en el siguiente asalto. Concluyeron que era mejor evitar los asaltos frontales. Lo mejor parecía ser flanquear al enemigo en el norte. Retrocediendo hacia el río Aisne, donde el Primer Ejército alemán había cavado las primeras trincheras de la guerra y recha-zado un ataque francés, Kluck emprendió la que sería denominada como «carrera hacia el mar». La frase era equívoca, pues lo que se pretendía en realidad era flanquear al enemigo antes de que este alcanzara la costa.
Trincheras en Zillebeke (Ypres). |
Tras el Marne, Joffre aceptó la petición británica de que la BEF se situara más cerca de su base en el Canal de la Mancha. Fue retirado del Aisne y enviado a Flandes. Hacia finales de octubre, los alemanes habían tomado finalmente Amberes. Eliminada esa amenaza en su retaguardia, decidieron utilizar cinco de sus cuerpos de reserva, que habían estado inmovilizados en Amberes, para romper la línea enemiga en Ypres. La ciudad formaba un saliente aliado que se introducía en las líneas alemanas.
Moltke fue sustituido por Erich von Falkenhayn, ministro de la Guerra. Para muchos era más político que soldado y su apariencia reflejaba el epítome del soldado prusiano. De apariencia dura, corte de pelo marcial y rasgos vigorosos, era un hombre frío e introvertido, una de las figuras militares más enigmáticas de la guerra. Era un auténtico «Junker» que sentía un enorme desprecio hacia la prensa, el liberalismo y las «masas», y no se mostraba conmovido por las cifras de bajas. Despreciaba también a la mayoría de sus colegas y no confiaba en ninguno. Forzaba a sus colaboradores y a sí mismo a trabajar sin fin y su visión estratégica era a menudo brillante. El plan para Ypres consistía en atacar frontalmente el saliente y penetrar hasta los puertos del Canal de la Mancha, Dunkerque, Calais y Bulogne. Este último era el principal puerto de abastecimiento de la BEF. El káiser se presentó en el frente esperando poder conducir a sus hombres dentro de Ypres.
Para reforzar el ataque, Falkenhayn utilizó divisiones de reserva formadas por estudiantes voluntarios. Hacia el fin de la batalla, cerca de cuarenta mil hombres y jóvenes habían muerto o sufrido terribles heridas. Uno de los supervivientes de aquella matanza fue el joven Adolf Hitler que, aunque era austriaco, había sido asignado al Regimiento de Bavaria número 16 y presenció la terrible Kindermord, «la matanza de inocentes», en la que cientos de miles de reclutas alemanes que habían recibido tan sólo dos meses de instrucción, la mayoría universitarios adolescentes, fueron aniquilados por los ya veteranos soldados ingleses. Hitler nunca olvidaría aquel momento. En el cementerio alemán de Langemarck, donde yacen los restos de sus compañeros, hay hoy 25.000 tumbas. Entre los británicos, un tercio de la BEF había fallecido, lo que obligó al Gobierno británico a recurrir a tropas indias.
Tanto británicos como alemanes lograron romper el frente, pero en ambos casos consiguieron reunir reservas suficientes para apuntalar las líneas antes de que el enemigo pudiese explotar sus ganancias. El momento culminante de la batalla, presenciado por el mismo káiser, llegó cuando los alemanes consiguieron romper el frente en Gheluvelt y los británicos, liderados por un puñado de hombres del segundo de Worcestershire, consiguieron hacer retroceder a los alemanes. Tras un ataque final por parte de la unidad de élite de los Guardias Prusianos, la batalla perdió intensidad. Al retener Ypres, los británicos lograron un saliente en el frente que se extendía desde el Canal de la Mancha hasta los Alpes.
Para Francia, el año finalizaba con la ocupación alemana de la mayor parte de la zona industrial del noroeste del país. La región incluía la décima parte de la población de Francia, el 70 % de sus yacimientos petrolíferos y el 90 % de sus minas de hierro; era un panorama desolador. Además, para poner fin a la ocupación, era preciso lanzarse a la ofensiva, algo que en los últimos meses se había demostrado muy sangriento.
Los combatientes
Una anécdota muy extendida entre las tropas rusas (y muy probablemente falsa) señalaba que en 1905, durante la guerra con Japón, los soldados rusos que esperaban en la estación de Mukden habían sido testigos de un espectáculo sorprendente. Dos de sus comandantes, Pavel Rennenkampf y Alexander Samsonov, discutían amargamente y parecían estar a punto de llegar a las manos. Nueve años después, a los dos rivales se les asignó el mando del Primer y Segundo Ejército ruso con el objetivo de invadir de Prusia Oriental. Los sucesos de la estación de Mukden no auguraban nada bueno para el esfuerzo de guerra ruso. A pesar de que no existían pruebas de tal incidente, la aversión mutua que se profesaban era lo bastante intensa como para que las personas que los conocían se lo creyeran.
Alemania, como ya se ha dicho, movilizó una fuerza formidable en 1914. Las tropas estaban motivadas, poseían armamento moderno y estaban dirigidas por oficiales altamente entrenados. Sin embargo, aunque el ejército alemán era enorme, también estaba sobreextendido. Siete de sus ocho ejércitos se encontraban en el oeste para derrotar a Francia antes de que Rusia pudiese reaccionar. Eso suponía que Austria-Hungría debía contener a los rusos durante seis semanas. Cualquier retraso en Francia dejaría expuesta la frontera oriental.
Austria-Hungría no estaba bien equipada para el papel de detener la marea rusa. Aunque contaba con una población de 50 millones, económicamente no podía mantener a un ejército de más de 480.000 hombres. El Imperio se había mostrado especialmente incompetente en reclutar un ejército: tres de cada cuatro reclutas potenciales lograron escapar de los planes del Estado. De los hombres reclutados, menos de un tercio recibieron lo que se podría denominar entrenamiento completo. El suministro de municiones y uniformes era muy deficiente.
Los problemas étnicos que aquejaban al Imperio también se dejaban sentir en su ejército. Una muestra aleatoria de 100 soldados en 1914 hubiese dado 44 descendientes de eslavos, 28 alemanes, 18 húngaros, ocho rumanos y dos italianos. Resultaba imposible construir una fuerza cohesionada entre tantas nacionalidades, muchas de los cuales se mostraban recelosas de las demás. En algunas unidades, la falta de un lenguaje común convirtió el hecho de impartir órdenes en algo muy complejo. La moral y la cohesión de las unidades eran bajas, pues los ascensos se decidían a menudo por consideraciones étnicas más que militares. En términos étnicos, los soldados a menudo tenían más en común con el enemigo que con el oficial que les ordenaba avanzar.
Entrada de las tropas alemanas en Bruselas. |
Existía también un clima de sospecha entre Alemania y Austria-Hungría. Los alemanes despreciaban el imperio multiétnico y a los austrohúngaros todavía les dolía la derrota que habían sufrido en 1866 contra Prusia. En términos operativos eso supuso que se dedicara muy poco tiempo a establecer una estructura de operaciones coordinada. Al Gobierno austro-húngaro tampoco le entusiasmaba la idea de ponerse en el camino del gigante ruso mientras Alemania llevaba a cabo sus designios en el oeste. El belicoso jefe de Estado Mayor, Franz Conrad von Hötzendorf, bombardeaba a Moltke con informes advirtiéndole de los riesgos de retrasar demasiado el refuerzo del frente del este.
En todo caso, Conrad no favorecía una guerra defensiva. La política oficial descrita en un informe de 1911 señalaba que la infantería podía, «sin el apoyo de las otras armas e incluso siendo inferior en número, lograr la victoria siempre y cuando sean fuertes y duros». La estrategia de Austria-Hungría giraba en torno al principio de que la supervivencia imperial requería una política de agresión continua contra todos los enemigos. Frente a tantas contingencias, Conrad fue a la guerra con la vana esperanza de destruir el saliente de la Polonia rusa con un ataque combinado de los austriacos y los alemanes.
Rusia contaba con una gran población y sobre el papel era capaz de mantener un ejército de un millón y medio de hombres. El ejército era un microcosmos de la sociedad; sufría las mismas tensiones sociales, pobreza, autocracia y un desarrollo tecnológico atrasado. Como el campesino, el recluta era visto como un subhumano, convirtiéndole en un blanco fácil para la agitación revolucionaria. Un gran porcentaje no sabía leer, un problema acuciante en una guerra progresivamente tecnológica. Sin embargo, el soldado ruso compensaba con valor y determinación lo que adolecía en entrenamiento. Debido a que el 80 % era campesinos, eran hombres habituados a la dureza y a la adversidad. Creían de forma apasionada en la «Madre Rusia», aunque despreciaban al zar y a su Gobierno. Sentían también un profundo odio hacia Austria y estaban decididos a vengar la crueldad que había mostrado con los eslavos.
Eran soldados que merecían mejores oficiales. Sin embargo, al más alto nivel, los comandantes más veteranos competían entre sí por ganarse el favor del zar. El estatus y el ascenso no se ganaban con eficacia, sino con lealtad al zar. Un comandante veterano capaz era tan sólo una coincidencia afortunada. Los jóvenes adinerados eran enviados al Estado Mayor y no pasaban por los regimientos. En un nivel inferior, los oficiales más jóvenes se caracterizaban por su corrupción y crueldad y había una preocupante falta de suboficiales. Tampoco existía un auténtico comando supremo o un Estado Mayor, lo que se traducía en que a menudo a las unidades en los diversos frentes se les daba libertad para perseguir sus fines. Los suministros se encontraban en un nivel paupérrimo y el transporte era rudimentario. Sin embargo, el fallo más grave de la maquinaria de guerra rusa era su industria, incapaz de responder a las enormes exigencias de un gran ejército y de una guerra larga y costosa.
A pesar de todo, los rusos habían realizado progresos desde su humillante derrota ante Japón en 1905. El sistema ferroviario había mejorado de tal manera que, entre 1909 y 1914, el número de trenes que podía enviar al frente por día había aumentado notablemente. Era un dato muy significativo, ya que los planes de Schlieffen dependían de un sistema ferroviario ruso mucho más lento. En vísperas del conflicto, el gasto militar excedía el de Alemania, aunque era frecuente que el dinero se invirtiera en los proyectos equivocados. Las fortificaciones permanentes contaban, por ejemplo, con artillería pesada, mientras que las unidades móviles carecían de cañones. La diferencia entre la caballería y la infantería era excesiva. Las tropas podían llegar pronto al frente, pero una vez allí dependían de un sistema de transporte muy precario. Aunque ningún país podía predecir la naturaleza exacta de la guerra, Rusia se encontraba mal equipada para hacer frente a improvisaciones. En todo caso, como señala un proverbio ruso, Rusia nunca es tan fuerte como parece ni tan débil como deja entrever.
Los estrategas rusos se debatían entre el deber y el instinto. El flexible plan bélico ruso, el llamado «Plan 19», contenía dos variantes: la «A» contra Austria y la «G» contra Prusia Oriental. En teoría, ayudar a los franceses significaba atacar en Prusia Oriental. Sin embargo, Rusia no deseaba ese territorio y tampoco la enfrentaba con su odiado enemigo, Austria-Hungría. Se llegó a un precario equilibrio con cuatro ejércitos dedicados al frente sur y dos para la campaña de Prusia Oriental. Ninguna de las dos fuerzas era lo suficientemente grande como para lograr sus objetivos estratégicos.
El frente de batalla, 1914
La guerra en el frente del este fue una guerra racial, librada entre eslavos por un lado y pueblos germanos por el otro. El frente era enorme, combatido en un terreno brutal por ejércitos que se desplazaban a gran velocidad y que sobrevivían de la tierra. Muchos de los horrores de la guerra del siglo XX se iniciaron ahí: la utilización por vez primera del gas, expulsiones masivas de civiles y ataques contra los judíos. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedería en la Segunda Guerra Mundial, la política alemana de ocupación en el este no sería antisemita. Los judíos se verían favorecidos por su uso del yidis, una forma medieval de alemán que les permitió servir de intérpretes con las poblaciones locales6.
A principios de agosto, el frente alemán en Prusia Oriental estaba defendido por una división de caballería y once de infantería, que juntas formaban el Octavo Ejército de 135.000 hombres a las órdenes del anciano y obeso general Maximilian von Prittwitz. Frente a ellos avanzaba un grupo de ejércitos ruso de 650.000 hombres al mando del general Yakov Zhilinsky y formado por dos ejércitos dirigidos por Rennenkampf (los apellidos alemanes eran comunes entre la aristocracia y los oficiales de alto rango rusos) y Samsonov.
Mientras los civiles belgas huían despavoridos de las localidades quemadas por las fuerzas alemanas en agosto de 1914, muchos alemanes se encontraban sin hogares por la invasión rusa de la zona de Prusia oriental. La imagen de refugiados con sus familias y posesiones que acudían a Berlín, puso al Gobierno alemán ante un complejo dilema: ¿debía concentrar todos sus esfuerzos en derrotar a Francia o debía poner en peligro el Plan Schlieffen enviando tropas para detener el avance ruso?
Esas dudas asaltaron a todos los principales beligerantes durante los tres años siguientes. Austria-Hungría dudaba entre acabar con Serbia e Italia en el sur o detener a Rusia en el nordeste. Rusia tenía que enviar ejércitos contra Alemania, Austria y Turquía. Gran Bretaña y Francia vacilaban entre las necesidades del frente occidental y las peticiones de ayuda por parte de sus aliados. Cuando diversos países balcánicos entraron en guerra, se abrieron más frentes y los presionados líderes lucharon por mantener las diferentes áreas de guerra.
El 19 de agosto de 1914, el general Prittwitz, comandante alemán en Prusia Oriental, realizó una llamada telefónica desesperada a Berlín. Alertaba de que sería incapaz de resistir el embate del Primer Ejercito ruso que avanzaba hacia el oeste y el del Segundo Ejército que avanzaba desde el sur, y que se veía obligado a retroceder, de lo contrario el Segundo Ejército ruso le cortaría la retirada. Los franceses, que tenían que soportar el peso de la agresión alemana en el oeste, dependían del ataque ruso en el este para el fracaso del Plan Schlieffen. Para este fin, los militares alemanes y rusos habían concluido en 1910 que los rusos «lanzarían algún tipo de ofensiva el día 16 después de la movilización para fijar al menos cinco o seis cuerpos alemanes».
Franz Conrad von Hötzendorf, Jefe del Estado Mayor del Ejército austrohúngaro. |
El plan ruso pasaba por atacar Prusia Oriental con dos ejércitos, uno hacia el norte desde el saliente que poseían en Polonia y otro directamente hacia el oeste, hacia el corazón de Prusia. La movilización rusa se llevó a cabo con celeridad pero, como consecuencia, la organización y la logística sufrieron. Para aumentar la velocidad de marcha, las tropas portaban lo imprescindible, lo que suponía que se encontraban escasas de abastecimiento cuando alcanzaban sus puntos de destino. Las unidades eran enviadas de inmediato al combate, sin apenas tiempo para organizarse. La coordinación sufría también por el mal ambiente reinante entre ambos mandos.
El Primer Ejército se adentró en Prusia Oriental el 17 de agosto, seguido dos días más tarde por el Segundo. Cada uno era mayor que el Octavo Ejército alemán. El primer combate tuvo lugar en Gumbinnen el 20 de agosto y se inclinó a favor de los rusos. El asalto frontal del general August von Mackensen sobre las tropas de Rennenkampf fue fácilmente rechazado y los alemanes sufrieron 14.000 bajas. Prittwitz, alarmado por la aproximación de Samsonov por el sur, entró en pánico y propuso una retirada general tras el río Vístula. Esto enfureció a Moltke, que decidió deshacerse de su timorato comandante. Enseguida pensó en un recambio apropiado.
El general Paul von Beneckendorff und von Hindenburg de sesenta y siete años, que contaba con pasar la guerra en un plácido retiro, fue enviado de inmediato al frente oriental. Se había pasado gran parte de su jubilación en una finca que poseía en Prusia Oriental entretenido con los detalles de cómo frenar una posible invasión rusa. Llegó al frente en el mismo tren que el general Erich Ludendorff, el héroe de Lieja, que se convirtió en su jefe de Estado Mayor7. El resultado fue una unión formidable, una de las asociaciones militares más sólidas de la historia; los «gemelos terribles», como los apodaron los Aliados. Hindenburg proporcionó estabilidad, autoridad y nervios templados. Ludendorff aportó energía, ambición e imaginación. Era un hombre valiente e indiferente a lo que pensaran de él. Ambos compartían un descomunal ego y una gran ambición. Hindenburg admitió que «era un matrimonio feliz».
Antes de su llegada, el teniente coronel Max Hoffmann había esbozado un plan para hacer frente a los dos amenazadores ejércitos rusos. Hoffmann era uno de los expertos alemanes en el ejército ruso y había sido enviado como observador a la guerra ruso-japonesa donde supo de la enemistad manifiesta entre los dos comandantes rusos. Hindenburg y Ludendorff adoptaron el plan de Hoffmann y posteriormente se arrogaron el mérito de su éxito. Hindenburg, Ludendorff y Hoffmann eran conscientes de que eran superados en número: 485.000 rusos frente a 173.000 alemanes, por lo que su única esperanza era jugárselo todo a una carta que tenía que salir bien. Los alemanes conocían aquella zona como la palma de su mano ya que las maniobras anuales se celebraban allí. Una pequeña fuerza de caballería permaneció para guardar el avance de Rennenkampf, mientras que el grueso del Octavo Ejército se desplazó hacia el sur para enfrentarse a Samsonov. El riesgo era mortal.
Sin embargo, Rennenkampf se movía a paso de tortuga y tras la precipitada movilización, el Segundo ejército se encontraba en un estado deplorable. Extendido en un frente de 100 kilómetros avanzaba a ciegas, sin el reconocimiento apropiado. Debido a que los rusos carecían de personal entrenado en codificación, enviaban mensajes por cable en claro. Como resultado, Hindenburg probablemente tenía una mejor idea de la disposición de las fuerzas del Segundo Ejército que Samsonov. Continuando su avance en solitario, Samsonov estaba invitando a los alemanes a tenderles una trampa. Al moverse tan despacio, Rennenkampf garantizaba que no podría acudir en defensa de Samsonov. Para los alemanes resultaba inaudito que los rusos violaran una de las reglas fundamentales de la doctrina militar, nunca dividir las tropas en presencia de un enemigo inferior pues, de lo contrario, este puede concentrar sus fuerzas para derrotar por separado a los ejércitos enemigos. Para los rusos se trataba de la receta para una catástrofe que no tardaría en llegar.
Los alemanes atrajeron a las fuerzas rusas hacia el norte; dejaron un frente en forma de «U» invertida, con un centro débil que animó a los rusos a seguir hacia el norte pensando que estaban ganando la batalla y dos flancos muy fuertes que se abalanzaron sobre las tropas rusas, cerrando así la retaguardia de Samsonov entre los lagos y los tupidos bosques de Prusia Oriental. Los hombres del Octavo Ejército habían sido reclutados en su mayoría en Prusia Oriental y estaban deseando aniquilar a los rusos (un oficial alemán se encontró disparando contra su propia casa, que los rusos la habían tomado unos días antes). Finalmente, se produjo un cerco clásico cerca de Grünfliess. Hacia el día 30, el descalabro ruso era total. Los soldados rusos, agotados tras marchar durante doce horas en una semana, rompieron filas y comenzaron a huir. Dos cuerpos enteros, un total de cerca de cien mil hombres fueron forzados a rendirse. Otros 50.000 fueron muertos o heridos y se perdieron 500 cañones. El balance para los alemanes no superó los 15.000 hombres. Tras conocer el destino de sus hombres, un humillado Samsonov se adentró en un bosque y se disparó un tiro no sin antes decirle a su Estado Mayor: «El zar confió en mí. ¿Cómo puedo mirarle a la cara después de semejante desastre?».
El plan demostró cierta genialidad y riesgo por parte de los alemanes, pero se debió en gran parte a la ineptitud rusa. De haber continuado Rennenkampf su victoria en Gumbinnen con una marcha firme hacia Samsonov, el plan alemán habría descarrilado. La derrota también supuso el fin de la carrera de Rennenkampf, que utilizó sus influencias para evitar la cárcel y llegó a ser gobernador de Petrogrado. Los bolcheviques le ofrecerían el mando de la Armada Roja, puesto que rechazó, lo que le costaría ser ejecutado por traidor.
Debido a que el nombre de Grünfliess carecía de resonancia heroica, a la batalla se le dio el nombre de Tannenberg, lugar donde los caballeros teutónicos habían sufrido una derrota a manos de polacos y lituanos en 1419. La batalla pasaba así a sugerir un sentimiento de venganza sobre los eslavos. No fue el único eco medieval durante la primera guerra. Como se ha apuntado, el asesinato de Francisco Fernando se produjo el día de la derrota serbia ante los turcos en 1389. Los británicos, por su parte, afirmaban que en Mons habían sido asistidos por los arqueros ingleses de Agincourt (1415); en otras versiones los arqueros eran, en realidad, ángeles.
Tannenberg fue rápidamente incorporada a la mitología bélica alemana. Los arquitectos Johannes y Walter Krüger construyeron un gigantesco monumento en la zona, ocho grandes torres unidas por una muralla en cuyo interior cabían 10.000 «adoradores». El monumento se encontraba cerca de donde se emplazaría el cuartel general de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Ambos serían destruidos ante el avance del Ejército Rojo.
Hindenburg se convertía en el primer héroe de la guerra, un estatus que conservaría hasta el final de sus días. Las paredes de las ciudades alemanas se cubrieron con carteles y láminas con su imagen, y su retrato ocupaba las portadas de todos los diarios. Hasta los barberos copiaban su inconfundible bigote. La marina le dio su nombre a un crucero y Silesia cambió el nombre de la ciudad industrial de Zabrze en su honor. Hindenburg, y no el káiser, se convirtió en el centro de la voluntad de resistencia alemana. A medida que avanzaba la guerra y la población civil se desilusionaba con el conflicto, era vital fomentar la creencia en su invencibilidad. El culto adoptaría las formas más estrafalarias. Se erigieron estatuas de madera en las que la gente clavaba clavos para convertir a Hindenburg en «el hombre de hierro» y pagaba por ese privilegio a favor de los fondos de guerra.
Hindenburg se dirigió posteriormente contra Rennenkampf. Reforzado por dos cuerpos adicionales enviados desde Francia, intentó repetir una maniobra de envolvimiento con mucho menos éxito. Los dos ejércitos chocaron cerca de los lagos Masurianos el 7 de septiembre. Tres días más tarde, otra catástrofe parecía inevitable en el campo ruso. Sin embargo, mostrando un gran temple y determinación, Rennenkampf contraatacó y posteriormente lideró una rápida retirada tras el río Nieven. Los alemanes los persiguieron, pero no pudieron acabar con el enemigo que preparó una defensa coordinada. De todas maneras, la batalla supuso una impresionante victoria alemana que costó a los rusos 70.000 bajas y 30.000 prisioneros. El día 13, Rennenkampf cruzaba la frontera rusa. Alemania se había salvado y su frontera oriental quedaba protegida temporalmente. Siguieron unas tablas que favorecían a los alemanes, pues sus bajas habían sido menores y no esperaban grandes triunfos en ese frente durante aquel año.
Uno de los principales culpables del pobre desempeño ruso fue Vladimir Sukhomilov, ministro de la Guerra, del que se decía que «había engordado de ineficiencia». Amigo del zar Nicolás y uno de los favoritos de la corte, mantuvo su posición mostrándose servil, halagando y divirtiendo en vez de concentrarse en sus tareas. Fue en parte responsable de la prematura entrada de su país en la guerra en 1914 y había asegurado al Gobierno ruso que el ejército se encontraba en perfectas condiciones. Desde el inicio, Sukhomilov se enfrentó al gran duque Nicolás que le culparía de las derrotas de 1914 llegando a sugerir que Sukhomilov estaba al servicio secreto de Alemania, algo que no era cierto. En el verano de 1915, una comisión de investigación le encontró culpable de incompetencia y fue cesado. Sería juzgado, condenado por corrupción y enviado a prisión.
Más al sur, las fuerzas austrohúngaras se enfrentaban a enemigos por doquier. En teoría, la guerra debía fortalecer al Imperio, permitiéndole dominar las naciones balcánicas, en particular, Serbia. Existía la tentación de atacar de forma agresiva en varios frentes. Sin embargo, desplazar grandes ejércitos en un área con comunicaciones primitivas era un impedimento para tal estrategia. Conrad propuso una ofensiva conjunta con los alemanes para destruir en unas semanas las fuerzas rusas en el saliente polaco. Conrad era un hombre de refinada educación, políglota y con una amplia visión política, pero no podía ignorar la necesidad de castigar a Serbia. La mitad de las fuerzas austrohúngaras (460.000 hombres) se concentraron en ese frente esperando una victoria completa en cuestión de días. A pesar de todo, el frente serbio bajo las órdenes del mariscal de campo, Radomir Putnik, aunque peor equipado y menor que el austriaco, tenía la ventaja de luchar en terreno conocido. Las tropas serbias contaban también con la experiencia de haber participado en las dos guerras balcánicas.
En este frente, el resultado fue pendular. Los serbios lograron hacer retroceder a los austrohúngaros a su propio territorio para, posteriormente, encontrarse a punto de perder Belgrado. Hacia finales de año, a pesar de la dura lucha, no se habían realizado progresos apreciables. Debido a las grandes esperanzas austrohúngaras, el resultado fue muy frustrante. Habían sufrido 200.000 bajas y habían perdido gran cantidad de material en el campo de batalla, algo que los serbios supieron aprovechar.
Más al norte, las ambiciones austriacas tampoco se pudieron materializar. El 3 de agosto, Moltke informó a Conrad de que no podía apoyar con tropas alemanas la ofensiva contra el saliente polaco. Herido en su orgullo, Conrad decidió seguir adelante. Los rusos contaban con cuatro ejércitos en Galicia a las órdenes del general Nicolas Ivanov. Incluso tras desplazar hombres del frente serbio, Conrad no logró superioridad numérica, además de no contar con apoyo artillero suficiente. El resultado pudo haber sido catastrófico de no haber estado el ejército ruso en una situación tan lamentable. Las mismas malas comunicaciones y la falta de unidades de reconocimiento que habían socavado el avance en el norte, se repitieron con Ivanov. Todo lo que pudo hacer Conrad fue vencer a los rusos en la batalla de Krasnik y avanzar hacia Lublin.
Hacia la primera semana de septiembre, las fuerzas rusas comenzaron a aumentar su presión. Con dos ejércitos acercándose desde el este, otros dos desde el norte y liderados por uno de los mejores generales rusos del conflicto, Aleksei Brusilov, los rusos avanzaron hacia Lvov, forzando la retirada de Conrad. Hacia principios de octubre, las fuerzas austrohúngaras se habían retirado hasta el río Dunajec. Sus pérdidas habían sido devastadoras, con cerca de 400.000 bajas en tan sólo seis semanas de lucha. Los soldados que habían sobrevivido a la batalla tuvieron que enfrentarse además a un brote de cólera.
Los rusos demostraron ser incapaces de explotar su éxito y se concentraron en asediar la fortaleza de Przemsyl, que contaba con 100.000 defensores austriacos. Emplazada sobre colinas que se alzaban hasta los 420 metros, constituía un gran campamento cerrado, con muros de tierra reforzados con cúpulas blindadas. Przemsyl fue sitiada la tercera semana de septiembre de 1914, pero no cayó hasta el 22 de marzo de 1915, para ser reconquistada poco después.
El avance había sufrido a causa de la debilidad logística. Tal como quedó patente en el frente occidental, en cuanto un ejército perdía el impulso inicial, se alcanzaba un empate en el campo de batalla condicionado por los factores tecnológicos que impedían el avance. Aunque la movilidad de las fuerzas en el frente del este durante la guerra contrastaba con la situación en el oeste, la incapacidad de ambos bandos para lograr una superioridad permanente llevó a una situación de tablas con trincheras y fortificaciones fijas.
El enorme coste y la falta de éxito de la campaña tuvieron un efecto corrosivo sobre la moral del ejército austrohúngaro. Su inestabilidad inherente lo hacía muy susceptible al fracaso. Los soldados se sentían tentados de cambiar de bando debido a los vínculos étnicos con el enemigo. Debido a las enormes pérdidas entre oficiales y suboficiales, la labor de restablecer la moral no fue sencilla. Gran parte de la culpa fue de Conrad, de su ego desmesurado y de su falta de realismo. El frente en Galicia acabó finalmente por estabilizarse con ayuda alemana. Conrad no mostró reparos en recibir esa ayuda, pues los aliados alemanes debían ser culpados por poner a su ejército en una situación tan delicada: «¿Por qué –se preguntaba– debía Austria-Hungría desangrarse innecesariamente?».
El profundo resentimiento y la desconfianza hacia los alemanes que surgió en esos dos primeros meses de guerra envenenarían las futuras relaciones. Era previsible que la situación se agravase debido a que las pérdidas austrohúngaras hacían cada vez más necesaria la ayuda alemana. Al mismo tiempo, la dependencia de los Habsburgo atizaba el desprecio alemán hacia su incompetente aliado. Alemania comenzó a pensar que se hallaba «esposada a un cadáver», mientras que Austria-Hungría comenzó a considerar a Alemania «su enemigo secreto».
6Cuando Alemania invadió la URSS en junio de 1941, muchos judíos optaron por no huir del avance alemán, como consecuencia del recuerdo de la Primera Guerra Mundial. Los resultados serían catastróficos.
7Su nombre ha pasado a menudo a la historia con un «von» aristocrático que no poseía.