1916
Los desastres bien
planificados
La guerra es el reino de la incertidumbre.
Carl von Clausewitz
Los días 6 a 8 de diciembre de 1915, Joffre convocó una reunión crucial en su cuartel general de Chantilly a la que asistieron los máximos responsables de los Ejércitos y de los Gobiernos de Francia, Rusia, Italia, Gran Bretaña y Serbia. El objetivo de la conferencia era que a mediados de ese año los Aliados estuvieran en condiciones de lanzar ofensivas simultáneas contra los diversos frentes de las Potencias Centrales. Eso impediría que los enemigos trasladaran fuerzas de un frente al otro merced a su eficaz sistema ferroviario. Aquel año, pensaba Joffre, se darían una serie de circunstancias muy favorables para poder desplegar esa estrategia: el ejército francés había recibido por fin suficientes piezas de artillería pesada y el ejército británico era ya capaz de participar en una ofensiva a gran escala. Por otra parte, el abandono de la campaña de Gallipoli podría proporcionar más hombres para las ofensivas previstas.
Verdún, posiciones francesas. |
La conferencia marcó el comienzo de la coordinación militar en la guerra por parte de los Aliados, sin embargo no logró crear una estructura de mando unificado. Rusia aceptaba lanzar una gran ofensiva siempre y cuando los demás aliados presionaran también a Alemania. Por otro lado, la ofensiva alemana sobre Verdún iba a poner la conferencia en entredicho. La desesperada situación que atravesaría Francia haría imposible poner en práctica lo acordado en Chantilly. A partir de ese momento, las ofensivas tendrían que intentar alejar los recursos alemanes de la fatídica ofensiva sobre Verdún. No sería sencillo y los intentos se cobrarían una enorme cantidad de vidas humanas.
Ferdinand Foch y el general John J. Pershing. |
Mientras los Aliados se reunían en Chantilly, el general Falkenhayn pasó las Navidades de 1915 trabajando intensamente en un estudio para el káiser sobre los problemas estratégicos a los que se enfrentaba Alemania en 1916. En su informe llegaba a la conclusión de que Rusia podía ceder grandes extensiones de territorio sin necesidad de rendirse, Gran Bretaña era el gran adversario, pero resultaba casi imposible acabar con ella debido a su enorme poderío naval. ¿Qué se podía hacer? Mientras tuviese tropas suficientes, Alemania debía lanzar una ofensiva que desangrase a Francia y la obligase a capitular, hundiendo así la alianza. Para que se cumplieran esas condiciones, el objetivo tenía que ser vital para la integridad del frente, o emocionalmente sagrado para los franceses. Falkenhayn dudó entre dos objetivos que cumplían esos requisitos: Belfort y Verdún, inclinándose finalmente por este último porque se encontraba a 20 kilómetros de la principal vía de ferrocarril alemana hacia el frente. Verdún, cuyo nombre en gaélico significa ‘poderosa fortaleza’ , se encuentra sobre el río Mosa, estratégicamente situada en el camino entre las localidades de Reims y Metz. Ciudad fortaleza y destacada base militar rodeada por una serie de impresionante bastiones fortificados, era el eje del sistema defensivo francés y la única fortaleza que había resistido durante la guerra franco-prusiana.
Falkenhayn sabía que la captura de la ciudad sería un golpe devastador para la moral francesa y que la defenderían sin tomar en consideración el coste. Estimaba que la caída de la ciudad desencadenaría una crisis política y la dimisión del Gobierno francés. Su objetivo inmediato era asediar la ciudad durante el máximo tiempo posible y acabar con la mayor cantidad posible de soldados franceses, «desangrar a Francia». Sus instrucciones eran cuidadosamente vagas, «una ofensiva en dirección a Verdún». Sin embargo, del estudio del plan de Falkenhayn es posible deducir que este contara al final con una ruptura del frente y comenzara a hablar de desgaste cuando vio que la ruptura resultaba inviable.
El nombre en código elegido por Falkenhayn para la ofensiva era Gericht, ‘juicio’. Para ganarse el apoyo al plan del káiser, propuso astutamente que el ataque principal se pusiera bajo las órdenes del hijo de este, el príncipe heredero Guillermo. Como Falkenhayn no deseaba contarle a Guillermo su siniestro plan de guerra de desgaste, se le indujo a creer que su tarea consistiría en conquistar el objetivo principal: Verdún. El príncipe heredero se hizo una idea totalmente errónea de lo que Falkenhayn estaba tramando.
Verdún se encontraba en el punto en el que la línea de frente cruzaba el río Mosa y las autoridades francesas defendían que una ciudad rodeada de tantas fortalezas era inexpugnable. La realidad era diferente. Los alemanes desconocían que el Estado Mayor francés había llegado a despreciar las defensas fijas y las fortalezas, ya que, tras la experiencia de Lieja en 1914, asumieron que no podían aguantar los cañones pesados alemanes. Muchas de las fortalezas que rodeaban Verdún se encontraban descuidadas, los sistemas de trincheras eran inadecuados y la artillería pesada había sido desplazada a otros lugares. Algunos oficiales franceses sospechaban de la inminente ofensiva, pero el Alto Mando francés tachó esos informes de alarmistas y siguió debilitando el frente en Verdún.
El estricto secreto con el que los alemanes cubrieron sus preparativos reforzó la idea de Joffre, que consideraba imposible una ofensiva alemana de tal envergadura en esa zona. Por vez primera durante la guerra, los alemanes hicieron uso de aviones para proporcionar cobertura aérea sobre un frente entero. El reconocimiento aéreo francés se vio mermado por el mal tiempo y los días más cortos de enero. Los franceses ignoraban las decenas de kilómetros de nuevas vías férreas que los alemanes habían construido para llevar municiones y refuerzos para los 140.000 hombres del Quinto Ejército que se preparaban para el ataque. En total, los alemanes desplegaron 850 cañones, incluyendo 13 de los que habían aplastado Lieja, cañones navales de larga distancia, 17 morteros austriacos de 305 mm, 306 cañones de campaña y una nueva arma que añadir a los horrores de la guerra: el lanzallamas. Todo este poder de fuego se enfrentaba a tan sólo 270 cañones franceses. Los 72 batallones alemanes de la primera oleada del ataque serían confrontados por 34 franceses.
Tras un retraso debido al mal tiempo, la ofensiva alemana comenzó la mañana del 21 de febrero de 1916. Antes del amanecer de ese mismo día, cuando la nieve en polvo iluminaba las líneas de trincheras que se extendía por el horizonte francés, un cañón naval Krupp de 380 mm alemán disparaba el primer proyectil de la batalla de Verdún. El cañón vomitó con gran estruendo un enorme proyectil a 32 kilómetros que cayó en la ciudad fortificada, en el Palacio del Obispo, derribando una esquina de la histórica catedral. Así se iniciaba una de las batallas más sangrientas de la historia, en la que es probable que murieran más soldados por metro cuadrado que en ningún otro conflicto, anterior o posterior.
La máquina trituradora de Falkenhayn se puso en marcha. Antes de que las tropas de Falkenhayn pudiesen avanzar, las posiciones francesas fueron sometidas a un intenso bombardeo de nueve horas. El equivalente a 2.400 proyectiles pesados cayó sobre un área del tamaño de un campo de fútbol, destrozando y haciendo añicos las defensas francesas. El estruendo del bombardeo pudo escucharse a 160 kilómetros de Verdún. A pesar de su intensidad, el primer intento alemán de romper las líneas de fortalezas fracasó y las tropas lograron pocos progresos contra la desesperada resistencia francesa. Durante los días siguientes tan sólo lograron éxitos parciales, hasta que el 25 de febrero cayó el fuerte Douamont, el más importante de las defensas francesas. La historia de su captura fue una mezcla de falta de visión por parte de los franceses y de gran fortuna por parte de los alemanes.
Con 200 metros de largo y 100 metros de ancho, la masa del fuerte Douamont estaba protegida con alambre de púas y una zanja, mientras que las fortificaciones que lo rodeaban contaban con ametralladoras y torretas. Sin embargo, y a pesar de las impresionantes defensas, cayó víctima de la astucia de un sargento alemán y sus nueve hombres. El sargento Kunze y sus soldados se aprovecharon de que la fortaleza estaba pobremente defendida y alcanzaron uno de los muros; formaron posteriormente una pirámide humana para escalar la fortaleza e introducirse por una pequeña apertura. Se adentraron en el fuerte sin encontrar a nadie. Finalmente logró sorprender a un gran grupo de soldados franceses. Otros grupos alemanes los siguieron y, al finalizar el día, el fuerte Douamont se encontraba en manos alemanas. En cuarenta y cinco minutos, el considerado fuerte más poderoso del mundo había caído sin disparar un solo tiro.
La suerte que corrió el fuerte no era sorprendente. Joffre había reducido la guarnición del fuerte a 56 viejos artilleros, y cuando oficiales franceses pensaron que era preciso reforzar el lugar, todos pensaron que otros se estaban ocupando del tema. Falkenhayn se encontró de pronto en una situación paradójica. Si los alemanes tomaban de verdad Verdún, los franceses tal vez renunciarían a retomarlo y, por tanto, no caerían en la trampa de dejarse arrastrar a una guerra de desgaste.
Sin embargo, Joffre mordió el anzuelo, algo que costaría la vida a millares de jóvenes de ambos bandos. Mientras en Alemania las campanas repicaban en signo de victoria, los franceses nombraban a un nuevo comandante para liderar los ejércitos que defendían Verdún, el mariscal Henri Philippe Benoni Omer Pétain. No fue sencillo dar con él; finalmente lo encontrarían en un hotel en París acompañado por una jovencita. Su tarea inmediata era restablecer la moral de sus hombres, pronunciando el famoso «no pasarán» (que reviviría en el Madrid de la Guerra Civil) y ordenando contraataques desesperados. El príncipe heredero ya se había percatado de que no tomaría Verdún y de que la batalla era un desgaste sangriento. Su frustración fue en aumento y, al ver que se alejaba su objetivo de entrar en Verdún, se dedicó a perseguir jovencitas francesas mientras sus hombres morían a millares en un holocausto de sangre y fuego.
Resulta imposible encapsular todo el horror de Verdún. Un relato de un soldado puede servir de muestra:
No podías describir el diluvio de fuego que caía sobre nosotros. Tenía la impresión de que mi cerebro saltaba en mi cráneo debido a los cañones. Estaba k. o. por la severidad del ruido. Tras quince días regresamos del frente. Tuvimos una noche tranquila de sueño, sólo una, hasta que nos comunicaron que el batallón que nos había reemplazado había sido aniquilado […] Fuimos enviados de nuevo para enfrentar otro bombardeo más atroz. Los proyectiles de 210 mm caían de cuatro en cuatro y nos enterraban con cada salva. Hacían falta palas para desenterrarlos. Esto duró todo un día en preparación del ataque alemán. Mi momento llegó a las siete en punto. Me tocó ser enterrado y sufrí enormemente porque no podía mover ninguna parte de mi cuerpo. «Bueno, el momento ha llegado» me dije, y perdí la conciencia. Estaba muerto. Y de pronto fui desenterrado con picos y palas y me sacaron totalmente exhausto. Mi capitán me dijo «Túmbate aquí» y luego me envió a un puesto de socorro dos kilómetros más atrás. En el primer puesto de socorro había un comandante mirando la herida en la pierna de un alemán. El comandante le puso un vendaje y el alemán gritó: «Mátame». El comandante me gritó: «No tengo tiempo de verte ahora, ponte por allí» y me alejé. No habían pasado cinco minutos cuando un proyectil impactó sobre el alemán y el comandante. Ese es el destino. Estás marcado por el destino.
Durante días se sucedieron los ataques y contraataques bajo una lluvia de proyectiles; los alemanes intentaban tomar la cota 304 y la siniestramente llamada «Le Mort Homme» (‘el hombre muerto’), sobre la que podían amenazar la línea de suministros francesa. Eran puntos intrascendentes que costarían miles de vidas. Todo el campo de batalla se convirtió en un gigantesco cementerio. «Comías con los muertos», señaló un soldado francés, «bebías con los muertos. Hacías tus necesidades con los muertos. Dormías junto a los muertos». En Verdún participarían dos hombres llamados a hacerse famosos en la segunda guerra. Uno de ellos era un joven teniente alemán, Friedrich Paulus, cuyo trágico destino le llevaría a rendirse ante el Ejército Rojo en Stalingrado durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo era el futuro dirigente francés, Charles de Gaulle, herido y hecho prisionero en Verdún.
La habilidad de los franceses para defender Verdún dependía de los refuerzos y abastecimientos que llegaban a la ciudad por un estrecho camino, La Voie Sacrée o ‘vía sagrada’ (que podría ser interpretado también como ‘vía del sacrificio’). Bajo el fuego constante alemán, durante una semana crítica de febrero, más de 25.000 toneladas de abastecimiento y 190.000 hombres alcanzaron Verdún por esa carretera. Posteriormente se calcularía que un vehículo pasaba por la carretera cada catorce segundos. Aunque las bajas de ambos bandos eran horribles, la carretera aseguró la supervivencia de la guarnición francesa. Al lado de la carretera circulaba un ferrocarril de vía única y estrecha, Le Meusien, que podía transportar 1.800 toneladas de suministros al día. Llevaba a Verdún la mayor parte de la comida para el ejército y transportaba de regreso a muchos de los heridos en el frente.
Los alemanes se lanzaron entonces contra el fuerte Vaux, pero sus esfuerzos fueron en vano. Durante la encarnizada lucha, el comandante francés perdió contacto con su cuartel general y tuvo que enviar la solicitud de refuerzos con una paloma mensajera que llevó el mensaje, pero que falleció de agotamiento. A la paloma le fue otorgada la Legión de Honor, la más alta condecoración francesa. A pesar de la bravura y la tenacidad mostrada por los defensores franceses, el fuerte Vaux cayó finalmente en manos alemanas. En un intento por acabar con la resistencia francesa, Falkenhayn amplió el frente de batalla, pero los franceses siguieron defendiendo cada pulgada de terreno. Era una lucha a muerte entre ambas naciones.
Verdún se erigió en símbolo de la épica nacional, algo similar a lo que sucedería con la batalla de Inglaterra en 1940 y sirvió para aglutinar a toda la población francesa. Ambos bandos dispararon 24 millones de proyectiles en los primeros cuatro meses del conflicto, lo que supone un promedio de 200.000 proyectiles por día. Un piloto que sobrevoló la zona apuntó que «cualquier signo de humanidad ha sido barrido, los bosques y las carreteras se han desvanecido como tiza borrada sobre una pizarra». Concluyó que la escena parecía una escena del «Infierno» de Dante.
Cuando Falkenhayn se percató de la futilidad de la batalla, intentó poner fin a la ofensiva, pero sus superiores insistieron en que continuara. Sin embargo, otro intento alemán de romper el frente fracasó y el 1 de julio los británicos lanzaban una ofensiva al norte, cerca del río Somme. Durante los seis primeros meses de la batalla de Verdún, Falkenhayn había fracasado en tomar la ciudad fortaleza. Había perdido 280.000 hombres y las cosas no harían más que empeorar. En octubre, un contraataque francés tomó a los alemanes por sorpresa y avanzaron 5 kilómetros, retomando Douamont y Vaux y capturando 9.000 prisioneros. Falkenhayn, que se había fijado martillar y destruir al ejército francés en «el yunque de Verdún», había sido testigo de la masacre de miles de sus hombres.
Al final, el salvajismo de batalla que duró diez meses acabó con 542.000 bajas francesas y 434.000 alemanas. Verdún se convirtió en la batalla más larga y en una de las más inútiles. ¿Para qué? En principio, Falkenhayn no deseaba tomar Verdún, quería que los franceses la defendiesen. Pétain no deseaba conservarlo, pero lo hizo cuando se dio cuenta de su simbolismo. Verdún suponía la grandeza de Francia, su historia y su orgullosa independencia. Miles murieron intentando tomar puntos en torno a Verdún, no porque fueran la clave de la ciudad, sino porque pensaban que cada punto era la clave para otra posición, a su vez vital para otra posición, en un sinsentido sin final.
Falkenhayn fue cesado y reemplazado por Hindenburg y Ludendorff. Un colaborador de Falkenhayn comentó que su pelo se había puesto completamente gris después de la batalla. Tendría todavía su momento de gloria. Rechazando ser embajador en Constantinopla, se le otorgó el mando del Noveno Ejército que brillaría en la conquista de Rumanía. Tras la guerra se dedicó a dar conferencias sobre esa campaña y a escribir sus memorias en tercera persona como Julio César. Nunca dejó entrever sus auténticas emociones. Hasta el final de sus días afirmó que las bajas alemanas en Verdún «no habían sido ni un tercio de las del enemigo». Sin embargo, antes de fallecer en 1922, confesó a un pariente que cinco años después de Verdún aún le resultaba imposible dormir de noche. En el bando francés, el comandante en jefe, el mariscal Joffre, dio paso a Robert Nivelle, elección que demostraría ser fatal.
La guerra en Los Alpes. |
Las consecuencias de la batalla no finalizarían en 1918. Una de las ironías de la historia hizo que Verdún llevase a la derrota francesa en 1940. La victoria defensiva influyó decisivamente en la teoría militar francesa de entreguerras. No fue una coincidencia que el hombre que daría nombre a la supuestamente impermeable línea defensiva francesa durante la Segunda Guerra Mundial fuera un sargento que había combatido y había sido herido en Verdún: André Maginot.
Gran parte del veneno que la guerra inyectó a la historia llegó tras la batalla de Verdún ante la imposibilidad de ganar la guerra: la propaganda insidiosa, la diplomacia de doble filo dedicada en gran parte a fomentar la revolución en las naciones enemigas, armas y tácticas cada vez más brutales, ejércitos de millones de hombres que se dirigían a ninguna parte formados por hombres cada vez más jóvenes y menos preparados. En cierto modo, Verdún marcó el canto de cisne de Francia como gran potencia. La caída del país en 1940 se explica, en parte, por la reticencia de la población a sufrir otro Verdún.
La batalla de Verdún se cobraría su última vida veinte años más tarde. Cuando fracasó el intento de asesinato de Adolf Hitler en julio de 1944, el general Heinrich von Stülpnagel, gobernador militar alemán de París, se convirtió en uno de los principales sospechosos. Fue llamado a Alemania donde se enfrentaría a un juicio sumarísimo y a la muerte segura. En el camino le pidió al guardia que le acompañaba si podían regresar a Alemania pasando por el campo de batalla de Verdún. Al aproximarse al Mort Homme donde había dirigido un batallón en 1916, detuvo el vehículo y se bajó. Unos instantes más tarde, el conductor escuchó un disparo y encontró a Von Stülpnagel flotando en las aguas del canal del Mosa. Sin embargo, el general tan sólo había sido capaz de quitarse la vista con el disparo. Ciego y aterrorizado, sería estrangulado por la Gestapo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la impronta de Verdún fue borrada en el imaginario colectivo alemán, otras tragedias como la de Stalingrado ocuparon su lugar. Si uno se acerca conduciendo a Verdún desde Bar-Le-Duc, si no fuera por los cascos con laureles en los mojones de carretera, sería difícil imaginar que esa carretera secundaria fue un día la Voie Sacrée por la cual pasó la arteria vital de Francia. Las laderas del Mort Homme se encuentran hoy cubiertas por un bosque tupido de abetos plantados en la década de los treinta tras fracasar los intentos de introducir otras especies en aquel suelo tan castigado. El viento silba a través de los árboles y tan sólo los pájaros rompen el silencio. Es lo más parecido a un desierto en Europa. En una de las paredes del fuerte Vaux, existe una placa escrita por una madre francesa cuyas palabras resumen el desgarrador dolor de la batalla:
«A mi hijo. Desde que tus ojos se cerraron, los míos no han cesado de llorar».
UNA GLORIA TEMPORAL. LA OFENSIVA BRUSILOV
El baño de sangre de Verdún tuvo importantes repercusiones en el este. Los aliados de Rusia le exigieron que lanzase una ofensiva para disminuir la presión sobre los franceses. Los rusos se mostraron de acuerdo y fijaron su vista en un área al este de Vilna, donde contaban con superioridad numérica. La resultante batalla del lago Narocz acabó de forma desastrosa con 100.000 bajas rusas y sin quitar presión al frente occidental. Para los oficiales rusos resultaba muy complejo motivar a suboficiales y a soldados para combatir contra un enemigo que parecía invencible. La única excepción era el general Brusilov, de sesenta y tres años, que demostraba una capacidad y un entusiasmo muy superiores a los de sus colegas. De inteligencia aguda, hizo cuanto pudo por mejorar la situación de las tropas. Era un innovador en un ejército inmovilista. Se mostraba confiado en que Austria-Hungría era vulnerable y que un ataque bien coordinado lograría tener éxito.
Brusilov decidió atacar en dos frentes principales. Cerca de 660.000 tropas se concentrarían en un frente de 300 kilómetros. Tras estudiar con detenimiento la situación, concluyó que la clave del éxito era camuflar las intenciones y la velocidad. Un breve bombardeo evitaría que el enemigo previese el esfuerzo principal del ataque. Se construyeron trincheras a menos de 200 metros de las líneas austriacas para evitar la exposición al fuego enemigo. Las unidades debían buscar los puntos débiles y lanzarse luego al ataque con todas las fuerzas disponibles. Se concentraron reservas, pero se escondieron del enemigo en trincheras profundas. Todo esto requería una meticulosa preparación, algo que había faltado hasta ese momento en las líneas rusas.
El ataque que se inició el 4 de junio justificó la confianza de Brusilov y demostró que las tropas rusas bien dirigidas podían ser excelentes. Debido a que Brusilov no había realizado sondeos tácticos y a la poca intensidad del bombardeo, los austriacos desconocían sus intenciones. Las tropas austriacas creían que sus líneas eran impenetrables, lo que los llevó a relajarse y a llevar una existencia cómoda. En sus líneas había panaderías, fábricas de salchichas y hasta se empleaba a grandes cantidades de hombres que cultivaban verduras y cereales para el ejército tras las trincheras. Esos campos caerían pronto en poder de los rusos.
Las tropas austriacas se desintegraron y, a finales del día, los rusos habían logrado una brecha de 30 kilómetros de ancho y 8 de profundidad. A fin de mes, habían avanzado de forma considerable, tomando 200.000 prisioneros. Aunque no se debe menospreciar la ejecución de la ofensiva rusa, resulta evidente el mal papel jugado por las fuerzas austrohúngaras. El mando era ineficiente y los infortunados soldados tenían que sufrir los efectos de un desorganizado sistema logístico.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, Conrad se vio obligado a lo que menos deseaba en el mundo: solicitar ayuda a los alemanes. El 8 de junio viajaba a Berlín y con una enorme falta de tacto solicitó que algunas de las fuerzas que estaban siendo utilizadas en Verdún, y que estaban fracasando, fueran puestas bajo mando austriaco para la contraofensiva en el frente oriental. Falkenhayn le dio tal reprimenda que Conrad les diría a sus oficiales que prefería «diez bofetadas» antes que volver a solicitar ayuda los alemanes. A pesar de todo, Falkenhayn se dio cuenta de la gravedad de la situación y trasladó cuatro divisiones desde Francia. La ofensiva puso de manifiesto lo que ya era aparente antes del conflicto: los alemanes dependían de su aliado porque necesitaban un aliado. Sin embargo, en términos militares, la dependencia fue al revés. Austria-Hungría no podía sobrevivir sin la protección alemana. Así, el aliado más débil supuso una gran carga para la estrategia alemana.
A pesar de todo, Brusilov pronto fue víctima de su propio éxito. Para lograr el mayor impacto posible, todas sus fuerzas fueron lanzadas en el ataque inicial, lo que supuso que no existiesen suficientes reservas para mantener el ataque. Esta ofensiva bien pudo haber sido el punto culminante de la guerra, de no haber mediado la estupidez del Alto Mando ruso que no envió refuerzos suficientes. En algunos sectores, sus tropas avanzaron más rápido de lo que se había anticipado, y crearon enormes problemas logísticos. Como sucedió en otras ocasiones, el mando ruso proponía y el sistema ferroviario decidía. Las fuerzas habían sobrepasado ampliamente sus líneas de abastecimiento y habían generado un saliente que no estaba protegido. Por su parte, bajo supervisión alemana, los austriacos habían conseguido establecer unas líneas defensivas sólidas.
En octubre, la ofensiva comenzaba a perder fuelle. Se habían capturado cerca de 400.000 tropas austrohúngaras y más de 500 cañones. Las bajas alcanzaron los 750.000 hombres. Este enorme éxito disminuyó sin duda la presión sobre el frente occidental y destruyó la credibilidad de Conrad. El desastre de la ofensiva supuso el fin de su mando. El emperador sentía gran aprecio por Conrad, pero Francisco José falleció en diciembre de 1916 a los ochenta y seis años y una de las primeras decisiones de su sucesor, el emperador Carlos, fue destituir a Conrad, al que envió a dirigir a los ejércitos del Tirol meridional, donde jugó un papel secundario.
Tropas británicas toman la segunda línea alemana en Cambrai, 1917. |
Sin embargo, se trató de un éxito poco decisivo para Rusia. Debido en parte a las enormes bajas sufridas en años anteriores, los rusos fueron incapaces de acumular la fuerza suficiente para explotar sus victorias. Descubrieron que tenían la capacidad de infligir enormes daños al ejército austrohúngaro, pero que no podían lanzar el golpe mortal que lo eliminase del conflicto. Aunque eran los claros vencedores, las pérdidas rusas eran también cuantiosas. Esta situación estratégica no auguraba futuros éxitos y tampoco se contaba con muchas más tropas. Con ese panorama, la moral rusa se vino abajo. A principios del invierno, un millón de tropas había desertado. Para Rusia se trató de una victoria pírrica.
A pesar de todo, la ofensiva tuvo efectos profundos. Ayudó a salvar Verdún y obligó a los alemanes a reforzar el frente del este, contribuyó a la decisión rumana de entrar en la guerra en el lado aliado y llevó al ejército austrohúngaro al borde del colapso. Brusilov se convirtió en un héroe en Europa, aunque su reputación en Rusia no era tan firme. Confesó que recibía cartas anónimas de sus propios soldados advirtiéndole de que «no deseaban más lucha y que si no se alcanzaba pronto la paz, sería asesinado». El sacrificio de la ofensiva resultó un golpe mortal para Rusia. Unas pérdidas humanas enormes sin un premio significativo duradero, estaba más allá de los soportable y sentó las bases para el colapso que hundiría a Rusia en la confusión, la anarquía y, casi inmediatamente, en la revolución.
¿UN ENCUENTRO DECISIVO? JUTLANDIA
Para Alemania, la marina tenía un carácter simbólico y emocional; representaba su posibilidad de expansión y de demostrar su gran avance tecnológico; asimismo era un símbolo de unidad nacional y, por añadidura, era el pasatiempo favorito del káiser. Su actitud con relación a la flota formaba parte de su relación de amor-odio con el país de su madre. Quería una armada porque los ingleses tenían una, porque tenerla era característico de las potencias mundiales, porque era una forma de obligar a los ingleses a que le prestaran atención. Para Gran Bretaña, la Marina no era un capricho, ya que significaba el símbolo de su poder mundial y la garantía de evitar una invasión de su suelo, así como mantener la primacía mundial en el comercio.
El despliegue naval alemán comenzó a preocupar al Almirantazgo inglés; ello iba unido a la situación europea en 1906. Gran Bretaña no debía preocuparse de la Marina rusa, puesto que esta había sido destruida en la guerra ruso-japonesa, ni de la francesa, ya que había firmado la entente con Francia. Por el contrario, Alemania debía contar en caso de guerra, no sólo con dos frentes terrestres, sino con la posibilidad de una guerra naval con Gran Bretaña, lo que aumentó en Alemania el deseo por construir una flota de guerra importante.
Las batallas navales de la guerra ruso-japonesa habían generado reflexiones entre los navalistas sobre la necesidad de construir un buque con cañones de gran calibre, debido a que los combates ya no se realizarían a corta distancia. Estas teorías fueron expuestas fundamentalmente por el capitán de navío italiano, Cunileto, quien señalaba la necesidad de construir un buque con 12 cañones de 305 mm de calibre y con una velocidad superior, para poder concentrar sobre un buque todo el fuego de sus cañones y ponerse fuera del alcance del enemigo gracias a su velocidad.
En Gran Bretaña estas teorías tuvieron amplia aceptación, en particular en la figura del almirante John Fisher, que desde 1904 era el primer Lord del Almirantazgo y propuso la construcción del Dreadnought (‘sin miedo’); buque con 10 cañones de 305 mm e impulsado por turbinas. Alemania reaccionó a la introducción de los Dreadnoughts con una nueva ley naval en 1906. Después de la guerra, Fisher afirmó que fue un error de Inglaterra introducir ese acorazado, pues liquidó de golpe la primacía inglesa y brindó a sus competidores la oportunidad de comenzar de nuevo. Sin embargo, la introducción del Dreadnought fue un duro golpe para los planes de Tirpitz, pues Fisher había añadido un elemento cuantitativo muy costoso a la carrera armamentista cuantitativa. Con la construcción de los Dreadnoughts por parte de Alemania, quedaba claro que el objetivo primordial de la flota alemana era la inglesa. Esto se ajustaba a los planes de Tirpitz compartidos por el káiser, según los cuales la construcción de una importante flota haría que Gran Bretaña se sintiese inclinada a apoyar las demandas coloniales alemanas.
Los cambios en la situación europea hicieron ver a Gran Bretaña que la única potencia que intentaba amenazar su supremacía mundial era Alemania; lo que le hizo estrechar aún más sus lazos con Francia, y como esta estaba deseosa de que Gran Bretaña y Rusia mejorasen sus relaciones, desplegó un gran esfuerzo diplomático para conseguirlo. Por el privilegio de formar una Marina que en toda la guerra mundial sólo tuvo un encuentro no decisivo con la flota británica, Alemania añadió a Gran Bretaña a su creciente lista de adversarios. El Gobierno británico no podía permitir que un país continental que ya poseía el ejército más fuerte de Europa empezara a rivalizar con Gran Bretaña en los mares.
Resulta irónico que el tipo de acorazado Dreadnought, foco de una encarnizada rivalidad antes de 1914, resultara poco relevante en el resultado de la guerra. Por el contrario, un desarrollo naval mucho menos espectacular tuvo un efecto profundo sobre la naturaleza de la guerra: la amenaza submarina que a punto estuvo de infligir la derrota al Imperio británico.
Fuerzas navales, 1914
Gran Bretaña | Alemania | |
Acorazados Dreadnought | 20 | 13 |
Cruceros de batalla | 8 | 5 |
Cruceros | 102 | 41 |
Destructores | 301 | 144 |
Submarinos | 78 | 30 |
Los expertos navales esperaban que la Flota de Alta Mar alemana y la Gran Flota británica se enfrentaran en una batalla dramática, tal vez la más grande de la historia. Sin embargo, el cauteloso e hipocondriaco almirante británico, Sir John Jellicoe, comandante de la Gran Flota, se mostró muy prudente. Consideraba que la flota británica era un arma disuasoria (algo similar al arsenal nuclear durante la Guerra Fría) que no tenía que ser utilizada para ser efectiva. En otras palabras, asumía que Gran Bretaña vencería si no perdía. Evitaría encuentros dramáticos y no presentaría batalla a no ser que la victoria estuviera asegurada, por «más que esto repugne a los sentimientos de todos los hombres y oficiales de la marina británica», confinando a la armada alemana en el Mar del Norte. El sentido común le enseñaba que Alemania tenía que pasar a la ofensiva si deseaba romper el bloqueo.
Cuando se produjo una escaramuza naval en el Dogger Bank en enero de 1915, la situación era similar a la del frente occidental, la proximidad de dos bandos fuertemente armados en un espacio limitado llevó al empate. Los británicos hundieron el crucero Blücher y a 950 hombres de su tripulación, un buque cuyo nombre recordaba irónicamente al mariscal prusiano que había combatido en Waterloo al lado de los británicos. Su pérdida convenció a los alemanes de que la calidad era esencial en las batallas navales. Los Dreadnoughts británicos resultaron tan devastadores que los alemanes apodaron a sus acorazados de clases anteriores como «buques de cinco minutos» en referencia a su previsible período de supervivencia en combate. Después de esa batalla, los alemanes no volvieron a hacerse a la mar en más de un año.
La cauta estrategia de Jellicoe ponía a los alemanes en un dilema. Sólo podían romper el bloqueo naval si se enfrentaban a él en una batalla decisiva al estilo Trafalgar. Sin embargo, esa batalla en aguas alejadas de los puertos alemanes y contra un enemigo superior acarreaba enormes riesgos. El almirante Tirpitz era partidario de jugárselo todo a una carta aunque no contaba con muchos apoyos. En realidad, Tirpitz había creado una flota para que actuase de elemento disuasorio, para respaldar las pretensiones de Alemania y para persuadir a los británicos de que se tomaran en serio a Alemania.
El káiser consideraba que el objetivo último de la armada era lograr influencia en la mesa de negociaciones. Favorecía una Kleinkrieg, una larga guerra de guerrillas con ataques con torpedos y minas que fueran socavando la fuerza de la Royal Navy. Se trataba de una estrategia poco realista, pues el bloqueo británico a gran distancia la hacía invulnerable a ese tipo de estrategia. Los alemanes pensaban atacar la costa británica para incitar a los británicos a responder, permitiendo erosionar paulatinamente la armada británica. El 6 de diciembre de 1914, una escuadra bombardeaba las localidades de Hartlepool y Scarborough matando a más de 100 civiles. Los alemanes esperaban que los británicos los persiguieran por los campos de minas que habían dispuesto.
La inactividad de la flota alemana comenzó a disgustar a la población alemana. En las bases navales de Wilhelmshaven y Kiel aparecían pintadas que acusaban a la armada de no hacer nada mientras el ejército se batía valerosamente. Resultaba muy difícil justificar los grandes gastos que había ocasionado la construcción de la flota.
La guerra naval comenzó bien para Alemania con la brillante huída de dos cruceros alemanes, el Goeben y el Breslau, por el Mediterráneo seguido por la flota británica que demostró una preocupante falta de iniciativa. Los dos cruceros alcanzaron Constantinopla, donde su presencia contribuyó a la entrada de Turquía en el conflicto. Una de las epopeyas navales de la guerra la protagonizó el crucero corsario alemán Emden a las órdenes de un brillante y caballeroso capitán, Karl von Muller. Basado en Tsingtao, China se dirigió primero al océano Índico, donde hundió seis mercantes, y bombardeó Rangún. Posteriormente hundió otros cinco barcos y en Malasia hundió dos buques de guerra que le perseguían. Las incursiones del Emden ponían en peligro los envíos de tropas australianas a Europa por lo que el Almirantazgo británico tomó cartas en el asunto. Tres cruceros británicos y tres japoneses fueron enviados para darle caza.
El 9 de noviembre, la estación de radio de la isla de Direction consiguió transmitir un mensaje antes de ser destruida por el Emden. El crucero australiano Sydney logró finalmente destruir al intrépido corsario alemán. Von Muller sería hecho prisionero, pero parte de la tripulación logró escapar y llegar a Alemania donde se los recibió con honores. Von Müller no sólo había librado una acción espectacular, sino que había observado escrupulosamente las reglas humanitarias con las tripulaciones de los buques hundidos.
Otro desastre para los británicos sucedió también en aguas distantes. El 1 de noviembre de 1914, el Escuadrón de las Indias Occidentales bajo el mando del contraalmirante sir Christopher Craddock, se enfrentó al escuadrón asiático de Maximilian Graf von Spee frente a la costa chilena. Spee había sido enviado para causar la mayor destrucción posible y el Gobierno británico temía que cortara el vital vínculo comercial con Argentina. Los buques alemanes contaban con cañones de mayor alcance y los dos buques británicos fueron hundidos junto con sus comandantes en la denominada batalla de Coronel. Se trató de una humillación para los británicos que creían que su flota era invencible, la mayor derrota sufrida por la marina en doscientos cincuenta años.
Enfurecido, el Gobierno británico envió una flota para acabar con Spee, que llegó a las islas Malvinas el 7 de diciembre. Los barcos británicos estaban mejor armados y eran más rápidos que los dos buques principales alemanes, el Scharnhorst y el Gneisenau que fueron hundidos con 2.000 de sus hombres incluidos Spee y sus dos hijos. Los británicos habían recuperado el control de los mares y la mayor parte de los mercantes alemanes en puertos extranjeros tuvieron que permanecer allí durante el resto del conflicto. Para la Royal Navy no había sido una victoria espectacular, pero si fue significativa y restableció el orgullo de la armada.
Por otra parte, los británicos se habían hecho con los códigos navales alemanes. A lo largo de la costa se instalaron estaciones de radioescucha para fijar la posición de los buques emisores. Las señales eran analizadas en un departamento nuevo, la denominada «Habitación 40», al mando del director de la inteligencia naval, Reginald Blinker, un profesional del espionaje del que el embajador norteamericano diría que «a su lado, el resto de hombres del servicio secreto son unos aficionados». Su trabajo se vio simplificado porque los alemanes creían que la radio podía compensar su inferioridad numérica, pues posibilitaba la comunicación en tiempo real, facilitando la concentración de fuerzas. El efecto fue que tanta comunicación confirió al enemigo importantes ventajas.
A principios de 1916, el nuevo comandante de la Flota de Alta Mar alemana, el almirante Reinhard Scheer, hombre decidido e impetuoso, convenció finalmente al Alto Mando de que había llegado la hora de enfrentarse a los británicos en una batalla decisiva. Urdió un ambicioso plan para derrotar a la Royal Navy mediante la disgregación de los elementos que la constituían. Su esquema pasaba por enfrentarse a la flota de cruceros del almirante David Beatty fondeada en Rosyth, antes de que la Gran Flota en Scapa Flow pudiese intervenir. Se trataba de que Beatty cayera en una trampa haciéndole creer que perseguía a una fuerza alemana menor. Von Hipper, el comandante del escuadrón alemán, se retiraría atrayendo a Beatty hacia la flota principal alemana comandada por Scheer y que esperaría a 80 kilómetros en el horizonte y hacia una fuerza de U-Booten. Estos últimos se situarían por delante de la escuadra de superficie e impedirían cualquier intento de los buques principales de la flota británica de acudir al rescate de los cruceros de combate. Los británicos serían entonces aplastados por la superioridad alemana.
Los alemanes desconocían que los británicos, que tenían acceso a sus códigos secretos, conocían su plan de antemano y estaban preparando también una trampa utilizando un plan idéntico. Von Hipper ignoraba que la Gran Flota británica se había hecho a la mar al mismo tiempo que Beatty y no se encontraba alejada de su escuadrón. Los criptógrafos británicos habían localizado a los submarinos alemanes fijando sus localizaciones aproximadas. Los cruceros británicos simularon caer en la trampa, pero eludieron la red de submarinos y los acorazados que los seguían. El elemento vital de la estrategia de Scheer había fallado. El esperado encuentro entre las dos orgullosas flotas enemigas tuvo lugar en Jutlandia el 31 de mayo de 19169. Era la culminación de una carísima carrera naval entre ambas naciones. Sin embargo, el encuentro de esas dos poderosas armadas no resultó la batalla decisiva que ansiaban ambas partes.
A grandes líneas, la batalla de Jutlandia es relativamente sencilla y se puede dividir en cinco fases: en la primera, la flota de cruceros de Beatty se lanzó hacia el sur al encontrarse con la más débil fuerza de cruceros de batalla alemanes. Posteriormente, viró hacia el norte al toparse con los Dreadnoughts alemanes, intentando atraerlos hacia la Gran Flota de Jellicoe. Se produjeron entonces dos encuentros entre los Dreadnoughts, que fueron interrumpidos al huir los alemanes ante la superior capacidad de fuego británica. Finalmente, una vez que los Dreadnoughts alemanes buscaron escapar de la destrucción, se produjo una acción nocturna en la que las fuerzas ligeras de ambos bandos intentaron infligir el mayor daño posible por medio de ataques de torpedos.
Las pérdidas británicas totalizaron 112.000 toneladas o tres cruceros de batalla, tres cruceros acorazados y ocho destructores. Los alemanes perdieron 63.000 toneladas, un acorazado pre Dreadnought, un crucero de batalla, cuatro cruceros ligeros y cinco destructores hundidos. Los británicos perdieron 6.097 hombres, los alemanes, 2.551. En la batalla destacó un muchacho de dieciséis años, John Cornwell, a bordo del HMS Chester. Su buque recibió varios disparos que acabaron con gran parte de la tripulación, pero Cornwell permaneció en su puesto, herido de muerte y rodeado por las llamas, disparando un cañón. Se le concedió la Cruz Victoria a título póstumo.
Los historiadores navales han discutido desde entonces quién resultó vencedor en la batalla, algo ilustrativo de lo poco concluyente que fue. Las pérdidas alemanas fueron menos severas, pero abandonaron el campo de batalla cuando se iba a dejar sentir la supremacía británica. Los escasos resultados fueron en parte la consecuencia de la precaución exagerada de los británicos. El miedo al desastre era superior al atractivo de una victoria dramática. Así, Jellicoe no fue en busca de los alemanes cuando estos huyeron del campo de batalla, pues temía que los alemanes estuvieran preparando una trampa. Aunque su exceso de prudencia desilusionó a los británicos que esperaban un nuevo Trafalgar, la estrategia de Jellicoe tenía sentido. Como reconoció Churchill, Jellicoe era el único hombre en Gran Bretaña que podía perder la guerra en una tarde. Sin embargo, una derrota decisiva de los alemanes podía haber acortado la guerra. Resulta sencillo culpar a Jellicoe, sin embargo era el producto de un sistema que valoraba la estabilidad y la precaución por encima de la creatividad y la iniciativa.
El káiser afirmó que «el hechizo de Trafalgar se ha roto» y concedió a Scheer la más alta condecoración alemana, la Orden del Mérito, de inspiración francesa. Con todo, como señaló gráficamente un periodista británico, «la flota alemana había atacado a su carcelero y se encontraba de nuevo en la cárcel». Allí permanecería durante el resto del conflicto. Así, la supremacía británica naval quedaría demostrada por defecto. En todo caso, los alemanes se podían mostrar satisfechos con el desempeño de sus buques. Habían absorbido una gran cantidad de daño sin hundirse y sus proyectiles demostraron ser más fiables que los británicos. «Algo marcha mal en nuestros buques», sentenció el almirante Beatty. Tres de sus buques fueron destruidos cuando estallaron las santabárbaras que presentaban defectos de diseño. El fallo más doloroso fue que los proyectiles británicos fueron incapaces en muchas ocasiones de atravesar el blindaje alemán.
Reflexionando sobre la batalla, Winston Churchill valoraba los efectos de una posible derrota contundente de uno de los dos bandos:
El efecto psicológico para la nación alemana habría sido profundo. Asimismo, una victoria británica hubiese permitido a los buques británicos ingresar en el mar Báltico con impunidad y abastecer a los rusos. […] De todas maneras, la destrucción de la Flota de Alta Mar no habría sido letal de forma inmediata, Alemania era en esencia una potencia terrestre. Para Gran Bretaña, sin embargo, la derrota habría cambiado el curso de la guerra más pronto que tarde. El comercio y el abastecimiento de alimentos se habrían paralizado. Nuestros ejércitos en el continente se habrían encontrado aislados de sus bases. Todo el transporte de los Aliados habría sido afectado. EE. UU. no habría podido intervenir en la guerra. El hambre y la invasión habrían sido la consecuencia para los británicos.
Tras invertir en ella el equivalente al armamento para equipar a varios cuerpos de ejércitos, la flota alemana se convirtió en una bomba de tiempo con marineros desocupados y resentidos que esperaban su oportunidad para amotinarse. A pesar de que la flota alemana no volvió a desear enfrentarse a la británica, bajo las aguas sería diferente, pues los alemanes no tenían más alternativa que intensificar su campaña submarina contra los Aliados. Sería un arma de doble filo que empujaría a EE. UU. a entrar en el conflicto del lado aliado. «Es absolutamente necesario», señalaba el capitán británico Herbert Richmond, «mirar la guerra en conjunto, evitar dirigir nuestras miradas sólo hacia la flota alemana. Lo que tenemos que hacer es mutilar y matar de inanición a Alemania».
Para los Aliados resultaba relativamente sencillo realizar un bloqueo de Alemania y Austria-Hungría. Con potencias hostiles que rodeaban a ambas, los Aliados tan sólo tenían que completar el bloqueo cerrando el Mar del Norte y el Mediterráneo. Para eso, se dispusieron campos de minas en la entrada del paso de Calais, frente a la costa belga ocupada por los alemanes, y en el Mar del Norte, entre las costas escocesa y Noruega. La decisión de interceptar y abordar buques neutrales llevó a dificultades con EE. UU. A pesar de todo, el bloqueo aliado fue un éxito y, conforme avanzaba la guerra, el pueblo alemán comenzó a sentir sus efectos que desencadenaron disturbios por alimentos. Los alemanes, por su parte, reconocieron enseguida la vulnerabilidad de Gran Bretaña a un bloqueo submarino.
Los primeros submarinos en servicio activo fueron los K-boats británicos, pero presentaban numerosos problemas mecánicos y sufrieron muchas pérdidas. Sin embargo, los U-Booten alemanes impulsados por motores diésel estaban mucho mejor diseñados. Aunque tanto los K-boats como los U-Booten portaban torpedos, su principal armamento era un cañón en la cubierta. Eso significaba que los submarinos tenían que salir a la superficie para poder atacar al enemigo. El problema de los torpedos era su tendencia a salirse de su trayectoria o a no estallar una vez que alcanzaban el blanco. Los K-boats británicos pronto fueron reemplazados por submarinos de la clase E, más modernos y mejor equipados.
Aunque al comenzar la guerra, la marina alemana contaba con tan sólo 30 U-Booten, tenían una gran abundancia de blancos. La primera acción submarina tuvo lugar en agosto de 1914, cuando el HMS Birmingham hundió el U15, acción vengada poco después por el U-21 que hundió el buque británico HMS Pathfinder. En octubre se inició una nueva fase de la campaña submarina cuando el U-17 hundió un mercante británico. En ese estadio de la guerra, los submarinos alemanes salían a la superficie y se permitía que las tripulaciones abordasen los botes salvavidas.
Los alemanes iniciaron después una guerra submarina indiscriminada, pues declaraban que las aguas en torno a Gran Bretaña eran «zona de guerra» y advertían que cualquier buque que ingresara en ellas era susceptible de ser hundido. Debido a la situación de las islas británicas y a su poder naval, el bloqueo británico podía ejecutarse sin actos de violencia contra los neutrales; el bloqueo alemán, no. Los británicos y los franceses podían continuar su lucrativo comercio con EE. UU., Alemania no podía. De esa forma, la geografía alemana determinó en qué bando lucharía EE. UU.; los sentimientos pro Aliados no hubiesen sido suficientes como para que participase en el conflicto. El 7 de mayo, el U-20 hundía el Lusitania, el más lujoso de los trasatlánticos de la línea Cunard, causando la muerte a 1.098 pasajeros de los cuales 128 eran norteamericanos. La embajada alemana en EE. UU. había advertido que podía ser hundido. Irónicamente, los diarios norteamericanos dieron la noticia al lado de anuncios y detalles del crucero.
En EE. UU. el impacto fue enorme, mientras que en Alemania la prensa hablaba de éxito y con enorme falta de sensibilidad se acuñó una medalla en su honor. Su hundimiento originó también una larga polémica: ¿por qué se había hundido tan rápido? ¿Por qué fallecieron tantas personas si no se hallaba lejos de la costa? El capitán afirmaría que fue alcanzado por dos torpedos, algo que negó el comandante del U-Boot señalando que la segunda explosión se produjo en el cargamento del buque. ¿Portaba el Lusitania armas y explosivos? Sea cual fuere la verdad, su hundimiento aumentó el sentimiento aliadófilo en EE. UU.
Durante 1915, los submarinos alemanes hundieron un total de 1.328.985 toneladas aliadas y el total mensual nunca disminuyó de 300.000 toneladas. Aunque el káiser albergaba dudas sobre ese tipo de guerra y el canciller Bethmann-Hollweg era contrario, en 1917, los alemanes intensificaron la guerra submarina. Para Ludendorff resultaba chocante que mientras los soldados alemanes sufrían en el frente, miles de toneladas de mercancías estuviesen llegando a puertos británicos. Con 111 submarinos a su disposición, los alemanes lograron mayores éxitos contra los buques británicos. Durante febrero de 1917 se hundieron 584.671 toneladas, cifra que alcanzó su máximo en abril, con 894.147 toneladas. La situación llegó a tal extremo que puso en serios aprietos a los Aliados.
La entrada de EE. UU. en el conflicto alteró de forma significativa la situación. Se introdujo el sistema de convoyes protegidos por buques de guerra. Otras tácticas incluyeron la utilización del hidrófono que detectaba sonidos bajo el agua, y la introducción de los buques «Q». En apariencia eran mercantes desarmados, pero cuando se aproximaba un submarino alemán, desplegaban sus cañones ocultos. La respuesta alemana fue permanecer bajo el agua y lanzar torpedos sin prevenir. El sistema de convoyes fue un éxito inmediato. Desprovistos de blancos fáciles, los hundimientos se redujeron de forma dramática.
Al principio, ante la amenaza inesperada de los submarinos, se idearon esquemas que rozaban el absurdo, como entrenar a cormoranes con explosivos para lanzarse contra los submarinos alemanes. Posteriormente, se elaboró un sistema para mejorar la precisión de las cargas que sería conocido como Asdic por los británicos (Anti-Submarine Detection Investigation Committee) y como sónar por los norteamericanos. El sistema comenzó a funcionar demasiado tarde como para influir en la Primera Guerra Mundial, pero jugaría un papel destacadísimo en la segunda. También se introdujeron novedades técnicas muy valiosas como las cargas de profundidad. Los destructores podían lanzar varias a la vez preparadas para estallar a diversas profundidades. Estas cargas lograron destruir 28 submarinos alemanes, más que los hundidos por otras causas entre 1916 y 1918. La presencia de destructores hacía huir a menudo a los submarinos alemanes.
El Alto Mando británico planificó una medida aún más audaz. En abril de 1918 se produjo uno de los ataques más intrépidos de la guerra. Una fuerza naval británica se dirigió al puerto belga de Zeebruge con la intención de bloquear el canal de Brujas y reducir así la presencia de U-Booten en el Mar del Norte. Una vez en Zeebruge, los infantes de marina desembarcaron para enfrentarse a las defensas alemanas y buques británicos fueron varados para impedir la salida de submarinos alemanes. La incursión no supuso una disminución significativa de submarinos alemanes en la zona, pero en Gran Bretaña la acción subió la moral. Churchill habló de «un episodio no superado en la historia de la Royal Navy».
En la primavera de 1918, por vez primera desde 1915, la construcción naval superaba ampliamente las pérdidas. Desde que se pusieron en marcha el primer convoy y el final de la guerra, los buques aliados escoltaron a 88.000 buques a través del Atlántico. Tan sólo perdieron 436 navíos y lo que resultaba más importante, de 1.100.000 soldados norteamericanos enviados a Europa, tan sólo fallecieron 400 a causa de los submarinos.
Rumanía se encontraba vinculada a las Potencias Centrales por un tratado firmado con Austria-Hungría en 1883. El mismo era tan secreto, que tan sólo unos pocos altos cargos rumanos conocían todas sus cláusulas. El Gobierno, temeroso de turcos y rusos, había decidido renovar el tratado en 1913 y, al estallar el conflicto, se habían intensificado los lazos con Alemania. Además, su familia reinante estaba emparentada con la dinastía alemana. Sin embargo, el Gobierno sabía que las ambiciones territoriales de Rumanía (Transilvania, Bucovina, el Banato) pasaban por la destrucción de Austria-Hungría. Alemania prometió la Besarabia rusa, pero la clave era la región de Transilvania.
Cuando falleció el rey Carol, su sucesor, el rey Fernando, mostró mayor simpatía hacia los Aliados influido por las tendencias de su esposa, nieta de la reina Victoria y de Alejando II de Rusia. A principios de 1915 los británicos lograron un compromiso rumano para entrar en guerra a cambio de Transilvania. Cuando la ofensiva Brusilov parecía imparable, Rumanía entró en la guerra. Había esperado dos años para decidir a qué bando unirse. El ejército rumano estaba formado por 700.000 hombres y, debido a la inexistencia de una amenaza directa y a la falta de presupuesto, apenas se había modernizado . Además, la red de comunicaciones rumana era pésima, lo que dificultaba enormemente los movimientos.
En un acto incomprensible, Rumanía se lanzó al ataque en Transilvania. Fue un error monumental. El Alto Mando alemán había previsto la jugada rumana y había reunido dos ejércitos para contrarrestar esa acción. El Primer Ejército austriaco, bajo el mando de Falkenhayn, atacó el ala izquierda rumana mientras un segundo cuerpo de ejército, a las órdenes de August von Mackensen, invadió desde Bulgaria la provincia de Dobrudja. Falkenhayn aplicó a Rumanía las terribles lecciones aprendidas con sangre en Verdún y lanzó a sus aguerridas tropas contra los inexpertos rumanos que tan sólo habían combatido de forma irregular en las guerras balcánicas.
Atrapados por el movimiento de tenaza, los rumanos fueron expulsados de Transilvania. Rumanía no tardó en desmoronase. Durante noviembre, el desastre rumano se había consumado. Las Potencias Centrales ocuparon Rumanía y el 6 de diciembre cayó su capital, Bucarest. En tan sólo tres meses se habían frustrado los designios expansionistas rumanos y su territorio había sido ocupado. Por el Tratado de Bucarest de abril de 1918, Rumanía se convirtió en poco más que una colonia para las Potencias Centrales. El káiser se mostró vengativo por la traición de sus parientes y no tuvo compasión. Lo más relevante para el esfuerzo de guerra alemán fueron las enormes reservas de trigo y de petróleo rumanas y el acceso directo a sus aliados búlgaros y turcos. Con los recursos rumanos, las Potencias Centrales pudieron continuar la guerra. En dieciocho meses los alemanes se apoderaron de un millón de toneladas de petróleo y dos millones de toneladas de grano.
EL SOMME, MUERTE DE UN EJÉRCITO
Mientras contenían a duras penas las ofensivas de Brusilov, los alemanes tuvieron que enfrentarse a una nueva crisis. Desde marzo de 1916, los Aliados habían planificado un ataque conjunto en el área del Somme. El llamado «Nuevo Ejército» británico había llegado al frente occidental y Haig estaba deseoso de hacer sentir la nueva fuerza británica. Todavía soñaba con la ruptura del frente y, debido a la presión de los alemanes sobre Verdún, adelantó la fecha del ataque. En realidad, un ataque en el frente del Somme no revestía una especial importancia estratégica.
La orografía del Somme era muy poco apropiada para ofensivas. Los alemanes ocupaban el terreno elevado desde 1914 y habían logrado convertir los pueblos de la región en reductos defensivos formidables, además de colocar una gran cantidad de ametralladoras en las zonas boscosas. El tipo de terreno calcáreo permitía también la construcción de refugios profundos y el emplazamiento de nidos de ametralladoras. Los alemanes llevaban dos años en esas posiciones y no tenían ninguna intención de rendirlas sin luchar. Un periodista británico que las visitó observó que los alemanes se habían acomodado como si fueran a vivir allí para siempre: había muros revestidos de madera, electricidad, muebles y hasta un piano.
Hacía tiempo que el comandante del Segundo Ejército alemán, Fritz von Below, esperaba un ataque en su sector y suponía que los británicos y los franceses intentarían aliviar allí la presión sobre Verdún. Su instinto le decía que los británicos intentarían romper el frente por su sector y las misiones aéreas de reconocimiento confirmaban sus sospechas. Sin embargo, el Alto Mando alemán no compartía sus temores y no se enviaron los refuerzos ni los suministros que Below solicitaba con urgencia.
A pesar de todo, no se desanimó y reforzó sus posiciones creando siete líneas defensivas superpuestas con refugios subterráneos e independientes, comunicados por líneas telefónicas enterradas. Se desplegaron miles de metros de alambre de espino que, en algunos lugares, alcanzaban casi un metro de espesor. Eran unas defensas imponentes que se extendían desde el frente, hasta 8 kilómetros en la retaguardia. Below situó a seis divisiones en vanguardia y cinco en reserva para tapar posibles brechas o contraatacar si la situación lo permitía. No era, desde luego, un lugar ideal para realizar una ofensiva. Winston Churchill comentaría que el Somme era la «posición más sólida y mejor defendida del mundo».
La principal localidad tras las líneas británicas era Albert. Siempre rebosante de militares, fue duramente bombardeada y numerosos proyectiles alcanzaron la basílica que estaba coronada por una estatua de la Virgen María y el Niño. La estatua no cayó, sino que se mantuvo tambaleándose hasta que ingenieros británicos la sujetaron. Se decía que la guerra no finalizaría hasta que la estatua cayese. La mayor parte del frente estaba cubierta por el Cuarto Ejército británico a las órdenes del general Sir Henry Rawlinson. El Sexto Ejército francés cubría el resto.
Aunque Haig era el comandante en jefe, este dejó en manos de Rawlinson el detalle de la planificación de la operación. A pesar de todo, existían fuertes desacuerdos entre ambos: Haig deseaba una ofensiva total que desembocase en una ruptura decisiva; Rawlinson, por el contrario, favorecía un planteamiento gradual, una serie de pequeñas ofensivas con objetivos limitados. El plan consistía en un brutal bombardeo artillero. Posteriormente, las tropas debían avanzar en líneas sucesivas a lo largo de un frente de 28 kilómetros, caminar al ritmo más conveniente para las inexpertas tropas y en línea para evitar confusiones, ocupar las trincheras enemigas y romper el frente hacia sus líneas de reservas. La caballería les seguiría.
Durante una semana, los alemanes fueron bombardeados con una fuerte cortina artillera, la mayor utilizada hasta la fecha: cerca de millón y medio de proyectiles. El estruendo hizo temblar las ventanas en Londres, a 250 kilómetros de allí. Se suponía que destruirían alambradas, trincheras, cañones y comunicaciones y harían imposible que los soldados alemanes salieran de sus refugios. Algunas unidades alemanas, aturdidas y medio enloquecidas, tuvieron que vivir durante una semana bajo tierra sin recibir suministros ni agua.
En realidad, el bombardeo no destruyó todas las alambradas alemanas y mucho menos sus trincheras y emplazamientos. Una cuarta parte de los proyectiles británicos no habían estallado por defectos de fabricación. Lo que sí logró fue crear enormes cráteres en la tierra de nadie y cortar todas las líneas de comunicación británicas. El general Rawlinson supo que la artillería no había logrado su objetivo, pero no se lo comunicó a su jefe porque odiaba las críticas a sus planes. La confianza de Haig era exultante: el 30 de junio escribió en su diario que los hombres «están en un estado de ánimo espléndido».
Los zapadores habían construido túneles bajo las posiciones alemanas para explotar varias minas. La artillería se detuvo justo antes del ataque de la infantería, lo que dio tiempo suficiente a los alemanes para salir de sus refugios y tomar posiciones. A las 7:30 de la mañana del 1 de julio de 1916, 14 divisiones de infantería británicas escalaron sus trincheras y marcharon despacio hacia delante. Cada hombre portaba 30 kilos de equipo, en oleada tras oleada. Esperaban encontrar el alambre de púas enemigo, los sistemas de trincheras, la artillería y los defensores pulverizados por el bombardeo preliminar. Por el contrario, fueron masacrados por la artillería alemana y por las ametralladoras, primero mientras atravesaban la tierra de nadie, y posteriormente mientras intentaban franquear la alambrada alemana.
Los sobrecargados soldados británicos tuvieron que avanzar sobre una tierra de nadie perforada por proyectiles que en muchos sitios ascendía en pendiente doscientos o cuatrocientos metros. Algunos batallones fueron aniquilados en minutos, aunque otros alcanzaron sus objetivos. Al finalizar la jornada, no menos de 57.000 hombres habían caído, 19.000 de ellos muertos sin lograr un punto firme en las defensas alemanas, excepto en el sector derecho del frente donde los franceses tomaban parte en la ofensiva.
Catástrofe sin paralelo en la historia británica, el primer día en el Somme provocó críticas feroces hacia Sir Douglas Haig y sus subordinados. Haig escribió el 2 de julio que las cifras de bajas (que le dijeron que sumaban 40.000 hombres) no podían ser consideradas «severas en comparación con los hombres que participaron y el tamaño del frente». Haig permitió que la batalla siguiese durante cuatro meses y medio. En sus últimas etapas se utilizaron por vez primera tanques que aterrorizaron a los alemanes, pero que eran demasiado escasos como para tener un impacto decisivo. Un superviviente describió que el sentimiento de pérdida personal era «casi insoportable».
¿Se había logrado algo con esa catástrofe humana? Cerca de once kilómetros de territorio, aunque obviamente no se había producido la ruptura del frente. Las bajas totalizaban 614.105, de las cuales 419.654 eran británicas y del Imperio. El costo para los alemanes fue de cerca de 650.000 bajas y un oficial de Estado Mayor describió la batalla como «la tumba embarrada del ejército de campaña alemán». ¿Se trató de una victoria aliada? Lo fue, aunque una pírrica, y Haig se tuvo que preguntar cuántas victorias más de ese tipo podía permitirse. La ganancia más visible fue eliminar presión sobre Verdún, pues los alemanes se vieron obligados a enviar varios batallones al Somme. Los soldados alemanes y británicos fueron llevados hasta el límite de sus fuerzas. Se ha defendido en ocasiones que las pérdidas combinadas de Verdún y el Somme contribuyeron de forma significativa a la derrota final de Alemania, aunque resulta muy difícil cuantificar sus efectos a largo plazo.
Un resultado de la batalla fue la tendencia progresiva por parte de los soldados a cuestionarse la guerra y la forma en la que estaba siendo dirigida, aunque esto sólo se hacía en privado y no se admitió hasta más tarde. Unos días antes de su muerte, un soldado alemán expresaba «el deseo de que de alguna forma exista la posibilidad de salir de esta miserable situación». Un soldado británico confesó tras la guerra que le parecía «criminal lanzar a los hombres, a plena luz del día, hacia las ametralladoras, sin cobertura alguna». Otro comentó que las ametralladoras parecían guadañas sobre los soldados británicos. Un prisionero alemán afirmó: «Europa está siendo desangrada hasta la muerte y quedará empobrecida durante años. Esta es una guerra contra la religión y contra la civilización y no le veo fin». El poeta y soldado Edmund Blunden resumió bien lo que había sucedido: «Ningún bando había ganado ni podía ganar la Guerra. La Guerra había ganado».
Tanque británico Mark I en El Somme. |
Uno de los supervivientes del Somme fue el escritor J. R. R. Tolkien, que tras el conflicto quiso crear un mundo mitológico que reflejara el mundo que había vivido en las trincheras «en chozas repletas de obscenidades y en refugios castigados por el fuego de artillería». Su obra El señor de los anillos, con su descripción de la «tierra media» inspirada en la «tierra de nadie», se convertiría en un enorme éxito de ventas.
¿UNA SOLUCIÓN TECNOLÓGICA? AVIONES Y TANQUES
La legendaria guerra aérea
Un arma en la que no se habían puesto en principio muchas esperanzas fue el avión. La guerra aérea tenía el potencial de llevar directamente la guerra a la población civil; el bloqueo naval o la guerra submarina tan sólo lo podían hacer de forma indirecta. Antes de la guerra muchos mandos despreciaban su potencial ofensivo. El general Foch afirmó que «volar es un buen deporte, pero para el ejército es inútil». Ya se habían utilizado aviones en la guerra italo-turca (1911-12) y de forma limitada en las guerras balcánicas (1912-1913).
Al estallar la Primera Guerra Mundial ambos bandos consideraban que el avión era tan sólo adecuado para el reconocimiento. La fascinación colectiva con las batallas aéreas de la primera guerra oscurece la misión más prosaica pero importante de los aviadores. Durante los primeros compases de la guerra se los utilizó únicamente como exploradores y observadores de artillería. Su utilidad en ese sentido fue inmediata. Aviones de reconocimiento británicos avisaron del movimiento de tropas alemán antes de la batalla de Mons y más tarde del cambio de dirección de Von Kluck cuando giró al norte de París.
Los aviones de caza evolucionaron como forma de denegar al otro bando la perspectiva aérea. Inicialmente los pilotos portaban armas para disparar a sus enemigos. Las ametralladoras eran mejores, pero resultaba complejo encontrar una apropiada para unos aviones tan ligeros y no existía un lugar donde montarlas sin perder el campo de tiro.
Los aviadores se enfrentaron al problema reformando los aviones. El 1 de abril de 1915, el aviador francés Roland Garros utilizó una ametralladora que disparaba hacia delante para destruir un avión de reconocimiento alemán. Para evitar el problema de que las balas pudiesen destruir las hélices, Garros las blindó y pudo así dominar el aire durante dos semanas, hasta que la lógica de la guerra industrial se impuso. Ambos bandos estaban igualados tecnológicamente. Cuando Garros se estrelló tras las líneas alemanas, Anthony Fokker descubrió el secreto de su éxito. Fokker era un holandés cuyos diseños habían interesado a los alemanes incluso antes del conflicto. Le enviaron el aparato de Garros y le pidieron que lo mejorara. No se mostró impresionado por el rudimentario aparato de Garros, que podía hacer que las balas rebotaran sobre el piloto. Desarrolló un interruptor para su aparato, el Eindecker, que permitía disparar hacia delante de forma sincronizada con las hélices.
El piloto alemán más destacado de 1915, Oswald Boelcke, fue el primero en derribar un avión con el nuevo sistema. Hacia 1916, los aliados habían copiado el sistema de interruptor y acabaron con la superioridad de los Fokker. Aunque los alemanes lograron la superioridad aérea sobre Verdún, los Aliados lo hicieron sobre el Somme. Sin embargo, a diferencia de los alemanes, el denominado Royal Flying Corps deseaba lograr la superioridad aérea permanente sobre las líneas alemanas para elevar la moral.
La estrategia alemana reflejaba la postura defensiva en tierra. Concentraron su poder aéreo en unidades móviles conocidas como «circos volantes» que podían ser desplazados rápidamente a sectores atacados y asistir en los contraataques. A principios de 1917, esa ventaja se inclinó del lado alemán con la serie Albatros, culminando en el «abril sangriento» cuando las pérdidas británicas llegaron a los 30 % mensuales. Con la introducción del SE5, el Bristol, los Camels y los Snipes, los Aliados reconquistaron los cielos. Se mejoraron los sistemas de entrenamiento, aunque según los datos oficiales británicos, de los 14.166 pilotos que fallecieron, 8.000 lo hicieron en el entrenamiento. La aviación era un cuerpo apto sólo para los más audaces.
La mayoría de los combates aéreos eran duelos desiguales entre veteranos y noveles, o entre ágiles cazas y aviones de reconocimiento. Los pilotos reconocían a los más brillantes que también incluía los del enemigo. La noción de «as» comenzó en junio de 1915 cuando un diario parisino apodó a Adolph Pegoud como «el as de nuestra aviación», en referencia a la primera carta de la baraja, término que se consolidaría y pasaría a denominar al mejor combatiente aéreo.
Los ases de la primera guerra siguen siendo objeto de fascinación. Seguimos observando con admiración las guerras románticas en las que las proezas heroicas se podían lograr con un coste humano relativamente bajo. Resulta imposible idealizar la matanza deshumanizada de las trincheras, las confusas guerras coloniales del siglo XX o incluso la Segunda Guerra Mundial que muchos siguen considerando «la guerra buena». Por el contrario, podemos borrar los aspectos menos agradables de la primera guerra aérea e imaginarnos las hazañas de los ases que volaban en aquellos frágiles aeroplanos, que disparaban con sus ametralladoras dobles a un rival caballeroso, imaginándonos a nosotros mismos con el viento en nuestras caras, nuestras bufandas blancas meciéndose en el aire y el penetrante olor a gasolina. La guerra en el aire dejaría una enorme fascinación que sería aprovechada por Hollywood, en particular durante los años veinte y treinta.
El célebre Barón Rojo y su escuadrón. |
Hacia 1917, los primeros ases, Oswald Boelke (40 derribos), Max Immelmann (15), Albert Ball de Gran Bretaña (44 victorias) y Georges Guynemer de Francia (54 victorias), estaban muertos. Tras ellos llegaron figuras legendarias como el alemán Manfred von Richtofen, el Barón Rojo debido al color de su Fokker triplano (84 victorias), el británico Edgard Mannock (73 victorias), el canadiense Billy Bishop (72 victorias) y el norteamericano Eddy Rickenbacker (27 victorias).
Von Richtofen sigue siendo una de las figuras más recordadas de la Primera Guerra Mundial. En el Barón Rojo se concentran varios elementos del mito: la contraposición entre la modernidad (el avión) y el pasado (la aristocracia), el inconfundible perfil de su triplano rojo (para subrayar su bravura y arrojo) y el hecho de ser un «héroe enemigo» con un acusado sentido del honor. El Barón Rojo mantuvo viva la ilusión de que la guerra era un gran juego en el que se moría joven y querido por los dioses y, una vez muerto, se convertía en leyenda. Cuando falleció, un caza inglés dejó caer un mensaje sobre las líneas alemanas: «El caballero barón Manfred von Richtofen ha muerto en combate el 21 de abril de 1918 y ha sido enterrado con todos los honores militares». Quizá por un disparo desde las trincheras o por ráfagas del piloto canadiense Arthur R. Brown, el Barón Rojo salió de la historia para entrar en la leyenda. Al morir Von Richtofen, el liderazgo de su escuadrón pasó a Hermann Goering que, con el tiempo, se convertiría en el excéntrico comandante de la fuerza aérea durante la segunda guerra mundial, la temida Luftwaffe.
Enseñar nuevas técnicas no era tarea sencilla cuando el error se pagaba con la muerte. A pesar de todo, los pilotos aprendieron nuevas tácticas de combate aéreo. Contraria a la visión popular sobre los combates aéreos, la clave del éxito no era girar y evadirse, sino la rapidez. La mejor técnica era lanzarse a gran velocidad desde arriba, derribar al enemigo y desaparecer. Los franceses fueron los primeros en alejarse del individualismo y organizar cazas en formaciones aéreas de seis aviones, los Cigognes. Los alemanes replicaron con los Jagdstaffeln o Jastas y los británicos con grandes formaciones llamadas Flights. Hacia 1918, cada bando podía enviar formaciones de hasta cien aparatos, organizados según tipo y función.
Aplicar el poder aéreo directamente al campo de batalla, surgió de manera natural. Ningún bando se sintió obligado por la Convención de la Haya de 1899 que prohibía bombardear a civiles. Los alemanes utilizaron sus famosos dirigibles de los que, a comienzos de la guerra, disponían de 30. Entre 150 y 250 metros de largo y portando hasta 56.000 metros cúbicos de hidrógeno inflamable, parecían muy vulnerables, pero eran relativamente seguros debido a la altura que alcanzaban. Para sus tripulaciones, el mayor enemigo al principio de la guerra era el clima adverso. En 1917, 11 zepelines fueron atrapados por una violenta tormenta y desaparecieron.
Una de las grandes hazañas de la aviación en la guerra fue la del zepelín L. 59. En la primavera de 1917 se aumentó su tamaño y se cargó con suministros médicos y militares. En mayo fue enviado a través del Egeo y el Mediterráneo con la misión de volar sobre Egipto y Sudán para continuar hacia el sur y abastecer a las tropas alemanas en África oriental. El zepelín voló hasta el centro de Sudán, pero antes de que alcanzara Jartum se le ordenó regresar hasta Bulgaria, adonde llegó en noviembre de ese año.
La primera incursión con dirigibles contra Londres se produjo el 31 de mayo de 1915, causando la muerte a siete civiles. El daño fue leve, pero la incursión causó gran consternación entre el pueblo británico. Sin embargo, era poco lo que se podía hacer ya que los británicos todavía no contaban con cazas nocturnos. La mayor incursión se produjo la noche del 2 al 3 de septiembre de 1916, cuando 14 dirigibles consiguieron cruzar el canal de la Mancha. Cuando se constató su debilidad y su poca efectividad, se recurrió a bombarderos pesados. La campaña de los denominados bombarderos «Gotha» comenzó en mayo de 1917 causando 3.000 muertos, lo que llevó al Gobierno británico a comisionar al mariscal Jan Smuts para que investigase el futuro del poder aéreo. De ese informe surgió la Royal Air Force (RAF) bajo Hugh Trenchard, que organizó el bombardeo de Alemania. Un nuevo bombardero británico, el Handley Page, con un alcance de 2.000 kilómetros, consiguió tener a Berlín en su radio de acción, aunque la guerra finalizó antes de que estuviese plenamente operativo. Los resultados de la campaña de bombardeo fueron mediocres, sin embargo, había comenzado un camino sombrío que conduciría hasta Hiroshima.
Aunque el poder aéreo estratégico siguió siendo una idea sin demasiada aplicación práctica hasta la siguiente guerra mundial, el poder aéreo táctico se convirtió en una realidad en 1918. A pesar de su escaso resultado, el arma aérea estratégica captó el interés de Gran Bretaña y de EE. UU. tras la guerra. Aunque el arma aérea táctica había funcionado a los británicos, fueron los alemanes lo que la desarrollarían. Lo mismo sucedió con los tanques.
Los tanques
El 15 de septiembre de 1916, en el frente del Somme, las divisiones británicas atacaron las líneas alemanas. En ese momento hizo su primera aparición el tanque: 50 unidades del modelo Mark I. Si la aviación era un ejemplo de una competición que aceleró los cambios, el tanque demostró que la competencia forzó el cambio por diferentes caminos. Sin embargo, los alemanes concentraron sus escasos recursos en otras armas, en particular los proyectiles con gas, debido a la superioridad de la industria química alemana sobre el resto. La necesidad de un vehículo que pudiese atravesar la tierra de nadie y que combinase movimiento y potencia de fuego era evidente desde el inicio del conflicto. Su máximo defensor fue el coronel Ernest Swinton. Hacia febrero de 1915 Churchill se había interesado lo suficiente sobre el tema como para formar un comité que concluyó que las orugas eran superiores a las ruedas.
La idea cristalizó en máquinas equipadas con orugas y blindaje para la tripulación. El nuevo ingenio fue bautizado «tanque», un camuflaje verbal, ya que parecían tanques de agua cuando fueron transportados al frente. La desconfianza entre británicos y franceses llevó a la creación de modelos diferentes, de forma independiente y sin compartir los avances tecnológicos. El «Mark I», británico utilizado por vez primera en el Somme, pesaba 28 toneladas y contaba con una tripulación de ocho hombres. Tenía una velocidad máxima de 6 kilómetros por hora sobre terreno plano y duro que no abundaba en el frente occidental. En el bando francés, el coronel Jean Estienne persuadió al Alto Mando de comenzar un programa de tanques. Por su parte, los alemanes, que se convertirían en los líderes de la guerra acorazada dos décadas después, construyeron tan sólo 20 tanques durante la primera guerra.
Aunque los ingenieros desarrollaron vehículos similares, los oficiales mantenían diferencias sobre cómo debían ser utilizados. Swinton deseaba tanques que apoyasen a la infantería, proponía concentrarlos todos y utilizarlos por sorpresa para romper el frente tras el cual se infiltraría la infantería y la artillería. Por su parte, el coronel Hugh Elles, que se convertiría en comandante del Cuerpo de Tanques, defendía que los tanques debían tener un papel independiente del de la infantería. De hecho, consideraba que todo el ejército debía estar mecanizado.
El primer ataque concentrado de tanques llegó en Cambrai el 20 de noviembre de 1917. Tras una cortina artillera sorpresiva y otra de 3.000 aviones, los británicos enviaron 378 tanques con ocho divisiones de infantería. El resultado fue un avance de 8 kilómetros a lo largo de un frente de 11, con tan sólo 1.500 bajas. La mitad de los tanques cayeron bajo la artillería alemana, se averiaron o quedaron atrapados en el fango. Utilizando tropas especiales y poder aéreo táctico, los alemanes recuperaron el terreno perdido.
A pesar de un inicio tan poco prometedor, los tanques jugaron un papel destacado en el avance final de los Aliados. Los australianos perfeccionaron la coordinación con la infantería. Sin embargo, los tanques de la primera guerra eran demasiado lentos y frágiles como para ser más que un mero apoyo para la infantería. Era una idea que precisaba aún de mayor desarrollo. No fueron la solución para el empate de las trincheras. Su momento llegaría durante la Segunda Guerra Mundial.
9En Alemania es conocida como la batalla de Skagerrak.