1917
El año del «sufrimiento
indescriptible»
Si la guerra fue antaño un duelo caballeroso,
ahora es una vil carnicería.
General Arthur von Bolfras
En 1914, al comenzar la guerra mundial, el célebre explorador Ernest Shackleton inició una intrépida exploración de la Antártida. Sin embargo, esta llegó a su fin cuando su barco quedo atrapado por el hielo y Shackleton perdió el contacto con el mundo. Tras un viaje épico, logró alcanzar la civilización año y medio después. Shackleton preguntó al primer hombre que encontró en una estación ballenera: «¿Cuándo finalizó la guerra?». «La guerra no ha acabado», contestó el hombre sorprendido, «millones han muerto. Europa se ha vuelto loca, el mundo se ha vuelto loco».
El 7 de noviembre de 1916, el presidente norteamericano Woodrow Wilson fue reelegido presidente de EE. UU. Doce días después, el 19 de noviembre, enviaba una nota a todos los beligerantes proponiendo encontrar una forma de poner fin al conflicto. Un día antes, el emperador Francisco José había expresado su satisfacción porque por fin se hablaba de paz. El 20 de noviembre, a pesar de un episodio de bronquitis, se puso a trabajar intensamente en contra de la opinión de los doctores que le habían aconsejado que guardara reposo. Seis horas más tarde había fallecido. Era el fin de una era.
Soldados alemanes en el Tirol. |
NIVELLE Y LOS MOTINES FRANCESES
La imagen de la guerra a principios de 1917 no era muy diferente de la de 1915, cuando las líneas de trincheras habían dividido Europa en dos campos. En el este, la línea de trincheras se había movido 480 kilómetros y se apoyaba en el sur, en el mar Negro, en vez de en los Cárpatos, pero en el norte seguía sobre el Báltico. Existía un nuevo frente de trincheras en la frontera italiana con Austria y en la frontera griega con Bulgaria, mientras que los frentes de Gallipoli y Kut habían surgido y desaparecido.
En 1917 continuó la lucha en el frente occidental. Como resultado de sus bajas en el Somme, los alemanes acortaron sus líneas de trincheras, retirándose unos 40 kilómetros en la parte central del frente hasta la línea defensiva «Sigfrido», que los Aliados denominaban «Hindenburg». En el bando aliado se produjeron destacados cambios en el Alto Mando. En Gran Bretaña, David Lloyd George había tomado las riendas del Gobierno. En Francia, el general Robert Nivelle ocupó el lugar de Joffre como comandante en jefe. Haig permaneció al mando del Ejército británico a pesar de que Lloyd George le despreciaba. Debido a los lazos de Haig con la familia real y con los conservadores, no tenía el apoyo suficiente como para cesarlo. Creía que Haig era un «burro» cuyas insensatas estrategias estaban ocasionando pérdidas inútiles de vidas humanas. Los primeros meses del año eran cruciales para los aliados, pues Rusia se encontraba al borde de la revolución y EE. UU. no se había sumado todavía al conflicto. Incluso tras la entrada de EE. UU. en la guerra, pasarían meses antes de su entrada en acción.
Antes de la guerra, Nivelle había tenido una carrera aceptable sin llegar a ser brillante. Había ascendido a coronel en 1914 y se habría retirado de no haberse iniciado el conflicto. A lo largo de sus años de servicio, se había ganado más de una enemistad por sus supuestos prejuicios anticatólicos (él era protestante). Destacó por sus habilidades ecuestres, aunque pronto se percató de que aquellas ya no eran necesarias en los modernos campos de batalla. Sin embargo, demostró buenas dotes de mando en los primeros meses del conflicto y eso impulsó su carrera. Su momento llegaría en Verdún, donde, con unas bajas aceptables, logró recuperar posiciones destacadas. Muchos creyeron erróneamente que Nivelle había logrado captar la esencia de la guerra moderna y que era el hombre apropiado para aplicar técnicas novedosas en el campo de batalla. Nivelle era un hombre de una arrogante seguridad que se jactaba de poder ganar la guerra con rapidez y a un bajo coste. Era todo lo que el Alto Mando quería oír.
Además, Nivelle parecía ser el hombre indicado para mejorar las complejas relaciones con los aliados británicos. Su madre era británica y presumía de poder comprender mejor a los británicos que sus colegas. Poco después de tomar posesión de su cargo, Nivelle aseguró a Lloyd George que los Aliados entrarían «pronto en Berlín». Este le consideraba el mejor general francés: «¡He aquí por fin un general cuyos planteamientos puedo comprender!». No tardaría mucho en desengañarse.
Nivelle enseguida tomó medidas que parecían encaminadas en la buena dirección. Abandonó el castillo de Chantilly donde trabajaba Joffre por un cuartel más sobrio y más próximo al frente. Asimismo, se percató de la importancia de los signos y cambió el nombre del GAR (en francés, Grupo de Ejércitos de Reserva) por el de Grupo de Ejércitos de Ruptura.
Nivelle ideó un plan para lanzar una fuerte ofensiva en la región de Champagne en abril de 1917. Su plan consistía en lanzar 44 divisiones francesas contra nueve alemanas, algo que, en un principio, parecía sensato. Se trataba de destruir todo el saliente de 100 kilómetros de longitud que se introducía en las líneas aliadas desde la localidad de Arras a Craonne. Cuando finalmente se distribuyeron los planes entre los suboficiales franceses, algunos de ellos cayeron en posesión de los alemanes. En dos incursiones contra las trincheras francesas, los alemanes habían conseguido apoderarse de varias copias íntegras del plan que de forma inexplicable habían sido entregadas a los oficiales de los refugios de primera línea. La seguridad del plan fue lamentable y en París muchos oficiales conocían la fecha y elementos del plan a los que normalmente no hubiesen tenido acceso.
A finales de febrero, las tropas británicas próximas a la localidad de Arras presenciaron algo sorprendente. Las líneas alemanas estaban siendo bombardeadas por los propios alemanes. Tras enviar patrullas de reconocimiento, descubrieron que los soldados alemanes habían abandonado aquellas trincheras. En marzo, tras el análisis del plan francés, los alemanes se retiraron ordenadamente de la posición vulnerable que mantenían y se atrincheraron detrás de la «Línea Hindenburg». El objetivo del bombardeo era destruir lo que los soldados alemanes habían dejado atrás. Conforme se retiraban, los alemanes destruyeron todo a su paso, arrasando campos y pueblos, colocando bombas trampas y envenenando los pozos de agua.
A pesar de los consejos y las súplicas de que desistiera de una ofensiva que ya no tenía sentido, Nivelle insistió en lanzarla contra la nueva posición alemana sin alterar apenas el plan inicial. «¡Tengo un secreto!», presumía en alusión a la barrera artillera que acompañaría a las tropas en su avance. El nuevo ministro de la Guerra, Huber Lyautey, pensaba que el plan era un auténtico disparate, pero se topó con el firme apoyo a Nivelle por parte del Parlamento francés.
El ministro dimitió y el plan siguió adelante. Nivelle era un entusiasta de la estrategia ofensiva y pensaba que con un gran apoyo artillero podía alcanzar la victoria en el frente del oeste en cuarenta y ocho horas. La clave, estimaba, era una sierra entre los ríos Aisne y Ailette por donde discurría un camino rural conocido como Chemin des Dames (el ‘camino de las damas’, llamado así en honor de las hijas de Luis XV que disfrutaban paseando por la zona). Debido a que el frente había estado tranquilo durante mucho tiempo, Nivelle estaba seguro de que los alemanes no estaban tan preparados como en otros sectores. Sin embargo, la sierra de 600 metros de altitud proporcionaba un excelente campo de observación sobre las líneas aliadas.
Cuando finalmente se lanzó el ataque, el 16 de abril de 1917, el resultado fue catastrófico con 120.000 bajas francesas entre muertos y heridos. Nivelle no se arredró y modificó el célebre grito de Verdún: «On les aura» (‘serán nuestros’) por «On les a» (‘Ya los tenemos’). En realidad no tenía nada. A pesar de las tácticas mejoradas, del enorme heroísmo y de unas terribles bajas, tan sólo se pudieron tomar las primeras líneas de trincheras. Como Nivelle había situado a los mejores soldados en primera línea, las pérdidas afectaron a las vitales unidades de élite. Sabiendo que su carrera estaba en juego, Nivelle mantuvo el ataque y culpó a sus oficiales de todo. Las enormes ambiciones de Nivelle, unidas a las condiciones miserables de vida en las trincheras, colmaron el vaso de la paciencia de los soldados franceses. La consecuencia directa de esta desgraciada ofensiva fueron los motines que se extendieron por el ejército francés durante 1917 contra unos oficiales que no tenían en cuenta las pérdidas innecesarias de vidas humanas.
Una canción popular entre los amotinados decía:
Adiós a la vida, adiós al amor.
Adiós, oh mujeres, adiós.
En esta guerra infame
ya todo se acabó.
En la meseta de Craonne
quedará nuestra piel.
Como estamos todos condenados
somos los sacrificados.
Hasta hoy se sabe menos de los motines franceses de 1917 que de cualquier otro episodio de la historia francesa moderna. El Ejército ocultó un tema que consideraba humillante. Sin embargo, de los informes fragmentarios que quedaron se puede concluir que los motines fueron un acto espontáneo de sentido común, una huelga masiva contra la insensible forma de dirigir el conflicto. Miles de soldados simplemente abandonaron las trincheras o se negaron a acatar las órdenes de regresar a sus puestos. Ninguna unidad del frente se amotinó, fueron las unidades de primera línea de la retaguardia las que se rebelaron. Los hombres comprendían que en la guerra mueren muchos hombres, pero no entendían tantas muertes en operaciones insensatas. Los amotinados se cuidaron de no revelar lo que sucedía a los alemanes ni darles la oportunidad de explotar aquella situación. Uno de los soldados lo expresó de forma clara: «Los soldados están molestos, pero los alemanes siguen ahí y no podemos dejarlos pasar».
Durante dos semanas, se produjo un gran desconcierto en el sector francés. Surgieron banderas rojas y cánticos revolucionarios. Hacia finales de mayo, ocho divisiones de las que habían participado en la ofensiva se habían rebelado. A principios de junio, la mitad del ejército francés se encontraba afectado. A pesar de algunos eslóganes revolucionarios y ciertos símbolos, la ideología radical no estaba en el origen de los motines, en contra de lo que pensaban los generales franceses. De forma increíble, los alemanes no se percataron de lo que estaba sucediendo en las líneas francesas, un fallo inaudito de inteligencia. Ludendorff diría posteriormente que le habían llegado algunos ecos de lo que sucedía. No existen pruebas de que así fuera.
Nivelle tuvo que ser reemplazado. El nuevo comandante en jefe, Pétain, controló el motín respondiendo a algunas de las peticiones de sus hombres, al mismo tiempo que imponía una estricta disciplina: 629 hombres fueron sentenciados a muerte (aunque sólo se fusiló a 43) y se mejoró la paga, los permisos y la dieta de las tropas francesas. Ordenó la instalación de retretes, duchas y lugares para dormir. Se aseguró de que los cocineros conocieran su oficio y aumentó la ración de vino al tiempo que combatía las borracheras que habían seguido al motín.
Haig se mostró en desacuerdo con esas concesiones y afirmó que «Pétain tenía que haber fusilado a dos mil». En cualquier caso, el motín había llegado a su fin, aunque quedó claro que el ejército francés no estaba en condiciones de llevar a cabo nuevas ofensivas. Pétain declaró que esperaría la llegada de refuerzos norteamericanos y tanques. Hasta el final de sus días, Pétain recordaría que la forma en la que había manejado el motín era el mayor logro de su vida. Llegó incluso a tranquilizar personalmente a los soldados aduciendo que no habría más ofensivas costosas. Era una política razonable y humana, pero no era conveniente para librar una guerra.
Sentencias de muerte, 1914-1918
Fuerzas armadas | Condenados | Ejecutados |
Belgas | 220 | 18 |
Británicas | 3.080 | 346 |
Francesas | 2.000 | 700 |
Alemanas | 150 | 48 |
Italianas | 4.028 | 750 |
Tras el fracaso de la ofensiva Nivelle, el peso de ganar la guerra pasó a los británicos. Haig recurrió a un plan que había estado desarrollando desde el final de la ofensiva del Somme. Su atención se giró hacia el saliente de Ypres, el más cercano a los puertos por donde recibían los suministros los británicos. Debido a la inactividad de los alemanes en la zona, Haig concluyó que serían vulnerables a una ofensiva. Uno de los motivos de la ofensiva fue la intensificación de la campaña submarina. Se pretendía tomar los vitales puertos de Zeebruge y Ostende. En una primera fase, las fuerzas británicas abrirían una brecha en Ypres; en la segunda, la marina británica desembarcaría al Sexto Ejército tras las líneas alemanas y posteriormente ambas fuerzas se dirigirían a Gante, lo que permitiría a los británicos el control de las vitales bases navales en Bélgica.
Batería australiana en Ypres. |
El 1 de mayo, Haig escribió al Gabinete de Guerra proponiendo una ruptura masiva del frente en Ypres. Un mes más tarde, Pétain le comunicó a Haig que la disciplina se había venido abajo y le describió los motines. Haig consideró que se trataba de una información confidencial y no se lo comunicó a Lloyd George. Sin embargo, el primer ministro sentía que algo sucedía y comenzó a rechazar la idea de un ataque conjunto franco-británico. Aparte de sus dudas sobre la fiabilidad del ejército francés, estaba alarmado por las noticias que llegaban de Italia, donde deseaba enviar a 12 divisiones desde el frente occidental. En Londres también preocupaba la idea de Haig de ganar la guerra de un solo golpe y el jefe del Estado Mayor Imperial, William Robertson, prefería proseguir con ataques limitados.
Haig lanzó la batalla de Passchendaele (o tercera batalla de Ypres) porque estaba seguro de que Alemania sufría una escasez de reservas y estaba a punto del colapso. Esta no sería otra batalla de desgaste, sino la primera que se beneficiaría del desgaste. La batalla no estaba perdida de antemano. Lo que la convirtió en un episodio tan trágico, aparte de las espantosas condiciones sobre el terreno, fue la destrucción de la esperanza.
La tragedia de Passchendaele se desarrolló en tres actos con uno preliminar. El preliminar y el segundo acabarían en éxito; el primero y el tercero fueron desastres sin paliativos. El acto preliminar fue la captura de la cresta de Messines por el Segundo Ejército de Herbert Plumer. Este había concebido la idea de hacer volar la cresta por los aires. Se horadaron túneles bajo la misma, y hacia la primavera de 1917 se habían colocado 19 enormes minas bajo el terreno. Se las hizo estallar el 7 de junio. Estallaron todas menos dos y la explosión no sólo redujo la cresta a escombros y mató o dejó desconcertados a los alemanes que la defendían, sino que hizo que el terreno del saliente se moviera como un océano. El sonido de la explosión fue escuchado en Londres. Por una vez los soldados obtenían la ventaja decisiva que deseaban. El Segundo Ejército tan sólo perdió un tercio de los hombres que había calculado Plumer. Sin embargo, los hombres se atuvieron al plan y se detuvieron al conquistar la cresta. El papel principal pasó a uno de los mariscales de campo británicos más jóvenes, Hubert Gough y su Quinto Ejército. Fue el primer error.
Una vez que pasó el efecto del estallido inicial, se dejaron pasar cincuenta y tres días antes de volver a atacar. El Gabinete de Guerra mostraba dudas sobre la campaña de Flandes y deseaba enviar tropas a Italia. Haig no consiguió que su plan fuera aprobado hasta el 25 de julio. El plan consistía en que el Quinto Ejército, a las órdenes de Rawlinson, tomara en ocho días un enlace ferroviario situado a 8 kilómetros tras las líneas alemanas. El Cuarto Ejército unido a los franceses atacaría por la costa, y el Segundo Ejército se movería hacia el nordeste desde el saliente para tomar la cresta que se extendía desde Passchendaele hasta Staden.
El primer objetivo del Primer Ejército era la cresta de Pilcken, situada a poca distancia de las líneas británicas. Cuando se inició el ataque el 31 de julio, llovía a cántaros y el bombardeo de dos semanas había destruido el sistema de drenaje. El campo de batalla era ya un inmenso pantano y los alemanes habían aprendido la lección. El coronel Fritz von Lossberg, uno de los especialistas alemanes en defensa, estableció un nuevo sistema defensivo en profundidad. Incluía búnkeres de concreto y unidades especiales de contraataque que golpearon cuando los atacantes británicos se encontraban más débiles. El Quinto Ejército finalmente tomó la cresta de Pilcken tras tres días de lucha encarnizada y tras sufrir 31.000 bajas. El resultado fue lo bastante positivo como para que Haig deseara proseguir, a pesar de los consejos en contra. El Quinto Ejército finalmente se detuvo en la elevación de Gheluvelt y Langemarck. Al finalizar el primer acto, los británicos habían perdido 64.000 hombres y 3.000 oficiales en el barro sin alcanzar los objetivos del primer día.
El segundo acto lo protagonizó el Segundo Ejército con los Anzacs en vanguardia. El principal objetivo era una serie de crestas a lo largo del nordeste del saliente. Haig y los oficiales británicos habían preparado meticulosamente el ataque con una devastadora barrera artillera de 1.300 cañones y obuses. El tiempo era seco y cálido y fue posible trasladar los cañones al frente. Los ataques debían limitarse a un corto frente y a una penetración poco profunda. Cuando alcanzasen sus objetivos, debían detenerse y construir trincheras para evitar contraataques y esperar que los cañones alcanzasen la zona. La cresta Passchendaele-Staden fue tomada en el asalto. Los pilotos británicos señalaban los objetivos a las baterías artilleras. Ludendorff se vio obligado a reconocer: «La ofensiva enemiga ha tenido éxito, lo que prueba la superioridad del ataque sobre la defensa».
El segundo golpe británico se produjo en la parte sur del saliente el 26 de septiembre. Haig creyó que había llegado el momento, y dos días más tarde escribió que el enemigo estaba a punto de venirse abajo. El tercer ataque se produjo el 4 de octubre en Broodseinde, una gran victoria para los británicos y una derrota para los alemanes. Pero no se había producido un colapso alemán y las tropas del Segundo Ejército tan sólo tenían un pie a tierra en la cresta de Passchendaele. Haig mantuvo una conferencia con sus oficiales. El consenso era detener la ofensiva. El plan para llevar a cabo un desembarco se había descartado. Sin embargo, Haig decidió seguir. Las condiciones atmosféricas eran favorables y tenía la posibilidad de que se produjera un colapso alemán. Además, deseaba el terreno elevado para el invierno.
Así comenzó el acto tercero, uno de los más terribles de la historia militar. Ludendorff supo captar su esencia: «Ya no era vida. Era un sufrimiento indescriptible». Toda la ofensiva se centró en la localidad de Passchendaele. La lluvia regresó con fuerza al campo de batalla y convirtió el terreno en un cenagal intransitable. Los británicos y los alemanes, hundiéndose en el lodo, luchaban sin saber muy bien por qué. Un soldado británico afirmó que se había convertido en «un zombi». Un veterano describió el campo de batalla: «Era como un inmenso cenagal de desaliento, en el que un sinfín de batallones, brigadas y divisiones de infantería luchaban por no hundirse, para terminar saltando por los aires hechos pedazos o morir ahogados, hasta que al final, después de una matanza inconmensurable, habíamos ganado unos pocos kilómetros de barro líquido». Algunos hombres comentaban con sarcasmo que habían visto submarinos alemanes en las trincheras.
Las tres batallas del acto tercero, Poelcapelle el 9 de octubre, la primera de Passchendaele del 12 al 26 de octubre y la toma final de esta localidad por los canadienses el 6 de noviembre, apenas pueden ser distinguidas unas de las otras. Todo se hundió en el barro. Cuando la ofensiva finalmente se detuvo, el saliente de Ypres se había agrandado en beneficio de los alemanes y su punta en Passchendaele se encontraba a tan sólo a 9 kilómetros de Ypres. En Londres, un desesperado Lloyd George exclamaba: «Barro y sangre, barro y sangre. No pueden pensar en nada mejor».
La historia oficial británica cifra el número de muertos y heridos en 245.000. Las pérdidas alemanas se estiman entre 175.000 y 200.000 hombres. Incluso valorándola únicamente como batalla de desgaste, Passchendaele fue un fracaso, pues Haig perdió tres hombres por cada dos alemanes. El acto final costó a los británicos algo más que vidas humanas. Cuando el pueblo asumió que los generales eran demasiado estúpidos para analizar los pronósticos del tiempo o cuando las mujeres comprendieron que sus maridos e hijos fallecían en la degradación y el anonimato, se estaban refiriendo a menudo a Passchendaele.
En enero de 1917, en una comunicación secreta enviada por el ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Zimmermann, al embajador alemán en México, Heinrich von Eckart, se instruía a este para que se acercara al Gobierno mexicano con una propuesta para formar una alianza contra EE. UU. y apoyo para recuperar los estados perdidos de Nuevo México y Arizona. El Gobierno británico, que quería exponer el contenido del telegrama, se encontraba ante un dilema: si publicaba el telegrama, los alemanes supondrían que su código había sido roto; si no publicaban el telegrama, perderían una oportunidad de oro para que los estadounidenses se unieran a la guerra e inclinaran la balanza del lado aliado. El mensaje fue enviado durante un período en que los sentimientos antialemanes se vivían con particular intensidad: los alemanes habían torpedeado el buque Lusitania, con la pérdida de los estadounidenses que viajaban a bordo.
El embajador alemán en EE. UU., el conde Johan von Bernstoff, proclamó que el telegrama era falso, un burdo complot británico para que EE. UU. ingresase en la guerra. Sin embargo, su reputación se había visto empañada por su estilo de vida libertino. Las fotos en las que aparecía rodeado de mujeres se filtraron a la prensa y eso socavó su influencia tanto en EE. UU. como en Alemania. En un giro imprevisto, Zimmermann confirmó la autenticidad de su telegrama el 3 de marzo, y lo repitió en un discurso el 29 de marzo. El 6 de abril de 1917, EE. UU. declaraba la guerra a Alemania. El káiser se mostró muy molesto con la labor de Bernstoff, quien fue llamado de inmediato a Berlín. Para el presidente Wilson, una cosa era que los alemanes hundieran buques civiles y otra muy distinta que incitaran a México a invadir EE. UU. El Gobierno mexicano, sumido en una revolución, no deseaba añadir más problemas a un país aquejado de graves deficiencias sociales y económicas. Alemania había perdido la guerra diplomática.
CAPORETTO, EL DESASTRE POR ANTONOMASIA
En febrero de 1917 el joven Benito Mussolini, que se convertiría en el líder del movimiento fascista italiano, operaba en el frente un mortero que hizo explosión matando a cinco soldados y dejándole herido, momento al que luego se referiría como el más feliz de su vida. Posteriormente se diría que la metralla no le había alcanzado el corazón gracias a un libro que llevaba.
La entrada en la guerra de EE. UU. en abril de 1917 elevó la moral de los aliados en general, aunque la salida de Rusia de la guerra permitió que un gran número de tropas alemanas y austriacas pudiesen ser desplegadas en otros lugares. Por otro lado, la entrada en la guerra de EE. UU. creó una situación delicada para el Gobierno italiano, pues la política italiana de «sacro egoísmo» casaba mal con la «nueva diplomacia» del presidente estadounidense Wilson. En octubre de ese año, se produjo una ofensiva austriaco-alemana que acabaría en una humillación completa para las tropas italianas: la batalla de Caporetto.
En la primavera de 1917, los italianos se lanzaron de nuevo al ataque en el Isonzo. Semanas de lucha encarnizada dejaron a los austrohúngaros en una buena posición en junio. En respuesta a este peligro, el comandante italiano Luigi Cadorna cambió sus ofensivas en el Isonzo por las montañas de Trentino, un lugar totalmente inapropiado para librar una batalla. Las tropas tenían que enfrentarse a un terreno escarpado y a la falta de oxígeno. A mediados de agosto, tras un enorme sufrimiento con muy pocos resultados, Cadorna se centró de nuevo en el río Isonzo. La ofensiva, mayor que las anteriores, cosechó cierto éxito logrando que los austriacos se retiraran 8 kilómetros. Sin embargo, un mes de lucha y 165.000 bajas acabaron con la moral de los italianos.
Caporetto, soldados italianos marchan hacia el cautiverio. |
Conrad insistió en que se llevase a cabo una ofensiva conjunta con los alemanes, algo que estos no deseaban. Sin embargo, la situación de Austria-Hungría hacía muy necesaria una victoria para apuntalar su alicaída moral. Se aportó artillería pesada y apoyo aéreo con la condición de que la siguiente ofensiva estuviera dirigida por un oficial alemán, el general Otto von Below, que decidió atacar el 24 de octubre.
El ataque no sorprendió a los italianos, pero sí lo hizo su intensidad. Cadorna conocía los preparativos enemigos, pero se mostró confiado en poder resistir. Tranquilizó a los británicos indicando que podría resistir una ofensiva de cinco semanas. Sin embargo, no tuvo en cuenta la diferencia que marcarían las nuevas tropas alemanas y un comandante capaz. Los alemanes desplegaron en secreto un enorme arsenal y las tropas se situaron en sus puestos por la noche. Un bombardeo masivo tras un ataque con gas precedió el feroz ataque. Entre las tropas del Cuerpo Alpino alemán estaba el Batallón Württemberg, bajo el mando del joven capitán Erwin Rommel, que se haría famoso en la Segunda Guerra Mundial por sus campañas en el desierto y que le valdrían el apodo de «el zorro del desierto».
Caporetto, epicentro del ataque, fue añadido a la lista de lugares de infausta memoria en la iconografía bélica. La asombrosa rapidez con que se desmoronó el ejército italiano ha empañado para siempre el honor de sus fuerzas armadas. En algunos lugares, el avance penetró más de veinte kilómetros el primer día. La resistencia italiana se derritió como la nieve. Cadorna tardó en reaccionar fijando nuevas líneas defensivas poco realistas. En poco tiempo la retirada se convirtió en un caos. Las tropas huían despavoridas uniéndose a los civiles en retirada, dificultando el reestablecimiento del orden.
Dos tercios de la infantería italiana eran campesinos que sufrieron el 90 % de sus bajas en la que denominaban la «guerra de los signori», la cual libraron, en el mejor de los casos, con resignación. La resignación fue todo lo que el Alto Mando italiano podía pedir dada su desconfianza hacia la iniciativa. El pánico en las filas italianas se extendió y pronto se convirtió en una bacanal de embriaguez, amotinamientos y saqueos. Las tropas alabaron al papa, quien había descrito la guerra como «una matanza sin sentido», y en algunos casos aplaudían incluso el avance de las tropas alemanas ya que ello los libraría de la guerra.
El desmoronamiento del ejército italiano ha permanecido siempre en el imaginario colectivo como muestra de la falta de espíritu guerrero de las fuerzas del país. Las estadísticas de la derrota eran demoledoras. Los italianos perdieron cerca de 12.000 hombres, 30.000 heridos y 294.000 prisioneros. Además, 350.000 desertaron y vagaron por el norte de Italia o regresaron a sus hogares. Tan sólo la mitad de las 65 divisiones del ejército sobrevivieron intactas, la mitad de la artillería se había perdido, más de tres mil cañones, así como 300.000 rifles, 3.000 ametralladoras y 1.600 vehículos de motor. Territorialmente, los italianos perdieron 14.000 kilómetros cuadrados con un millón de habitantes.
El episodio fue descrito con maestría por un conductor de ambulancias voluntario, Ernest Hemingway, en su obra Adiós a las armas. Aunque no estuvo personalmente en el lugar de los hechos, eso no resta veracidad a su narración, sin duda una de las grandes evocaciones literarias de un desastre militar10. Caporetto es más que un telón de fondo para una historia de amor, es una alegoría de la desilusión que en el mundo de Hemingway todos deben afrontar antes o después. La deserción del protagonista se convierte en un desencanto tan absoluto, que lo siente como romántico, como un ideal negativo que parece más real que el patriotismo.
Caporetto hizo un daño enorme a la imagen de los italianos como combatientes, algo injusto ya que hasta ese momento se habían batido con gran valor en condiciones atroces. En Italia, la batalla se convirtió desde entonces en una metáfora. Los escándalos de corrupción son denominados «Caporetto moral», los políticos amenazan a sus contrincantes con un «Caporetto electoral», las derrotas contundentes en el fútbol han sido en ocasiones denominadas «Caporetto». Cuando los pequeños negocios se ven atrapados por la burocracia del Estado, se habla de un «Caporetto administrativo». Se trata de algo más que de una simple derrota, involucra un sentimiento profundo de podredumbre11.
Cadorna culpó a los soldados de cobardía aunque el verdadero culpable era él, al negarse a reconocer el lamentable estado del ejército italiano. Cadorna culpó también al derrotismo en la retaguardia (se habían producido numerosas huelgas en Italia) y se refería a Caporetto como «huelga militar». Ofensivas sin sentido, oficiales crueles, mandos absurdos y suministros erráticos habían socavado la moral italiana. Miles de soldados decidieron que la guerra había llegado a su fin y se marcharon a sus hogares. A pesar de todo, los alemanes y austrohúngaros no habían logrado una victoria definitiva. Aunque existía el temor generalizado de que el ejército italiano se hubiese desintegrado, finalmente se logró restablecer el orden en el río Piave.
Decapitando la estatua del Zar Alejando III en Moscú, 1918. |
El 9 de noviembre, Cadorna comunicó a sus tropas que había llegado la hora de morir y no de retroceder. No cederían más terreno. Al defender su propio país, la moral aumentó, así como el espíritu combativo de las tropas. Los alemanes podían haber ampliado aún más la victoria de no haber sufrido problemas de abastecimiento, pues al no imaginarse un éxito de tales proporciones, no habían previsto los camiones necesarios para el avance.
El Gobierno italiano finalmente se hartó de Cadorna que fue reemplazado por el general Armando Diaz, mucho más sensible hacia sus soldados. Diaz mejoró las condiciones de la tropa, elevando su moral. Ofreció una amnistía a los soldados que «se hubieran separado de sus unidades», una forma brillante de que los hombres regresaran a ellas con honor en lugar de tener que enfrentarse al castigo por deserción. Se aumentaron las raciones de cantina con comida más variada, se incrementó la paga y los permisos anuales pasaron de quince a veinticinco días, y los más veteranos podían tener más tiempo para trabajar sus campos. Se otorgaron seguros gratuitos de salud y por fallecimiento. Diaz aplicó también una estricta disciplina, aunque se prohibió la práctica de diezmar las unidades.
El Káiser visita el frente de batalla. |
Al mismo tiempo, llegaron 10 divisiones francobritánicas que ayudaron a restablecer el orden. Se formaron grupos especiales de comandos —los Arditi— para llevar a cabo operaciones especiales. Con el tiempo se convertirían en los héroes militares del país y lograrían un destacado papel en la Italia de la posguerra.
Para los Aliados, la derrota de Caporetto tuvo efectos positivos, pues dio paso a cierta cooperación formal. En noviembre, Lloyd George convocó una reunión en la ciudad italiana de Rapallo para discutir la formación de un organismo conjunto. El Consejo Supremo de la Guerra fue compuesto por representantes militares y políticos que se reunían de forma regular para tratar cuestiones de interés común y formular estrategia. Estaba integrado por diversos comités encargados de los recursos económicos, los alimentos, el transporte, las municiones y la guerra naval. Los líderes aliados, que hasta entonces habían mostrado tanta desconfianza hacia los otros como hacia el enemigo, se vieron al menos obligados a reunirse. El Consejo sirvió como alternativa a los Estados Mayores británico y francés, en los que ni Clemenceau ni Lloyd George confiaban lo más mínimo.
El 28 de octubre de 1918, un reforzado ejército italiano atravesó el río Piave y avanzó hacia Vittorio Veneto, dividiendo en dos el desmoralizado ejército austriaco. La retirada austriaca pronto degeneró en una huida generalizada.
Los motines franceses no se propagaron a la retaguardia. Algo diferente sucedió en Rusia. La amenaza de revolución no era nueva para Rusia y desde finales del siglo XIX y principios del XX habían aparecido numerosos grupos radicales entre los cuales destacaban los populistas, los octubristas, los social revolucionarios y los socialdemócratas, partido dedicado a las tesis comunistas de Karl Marx. En 1903, diferencias en el seno del partido habían provocado la escisión entre bolcheviques y mencheviques. Los bolcheviques estaban dirigidos por Vladimir Ulyanov, Lenin. En 1905, tras la victoria rusa sobre Japón, Rusia se encontró al borde la revolución que fue evitada por las concesiones del zar Nicolás para constituir una Duma, un órgano democrático. Sin embargo, el zar siguió gobernando como un autócrata. Cuando Rusia entró en guerra en 1914, el país entero fue tomado por una oleada de fervor patriótico y parecía que el zar había logrado el apoyo de su pueblo. Sin embargo, hacia 1917 el entusiasmo popular se había desvanecido.
Durante el tercer invierno de guerra, la situación empeoró y la inflación y la escasez de alimentos y combustible llevaron a un descontento generalizado. Se produjeron disturbios masivos y las huelgas paralizaron el transporte. Con el colapso de la ley y el orden, el gobierno efectivo se hizo imposible. Las grandes pérdidas en el frente habían drenado el ejército ruso de los soldados regulares y estos habían sido reemplazados por campesinos cuya lealtad era cuestionable. Para añadir mayor sufrimiento, el invierno de 1916-1917 fue particularmente frío. Los hombres comenzaron a abandonar sus armas, a desobedecer a sus oficiales y a desertar dirigiéndose hacia sus hogares. El país se encontraba al borde de la revolución.
Rodzianko, presidente de la Duma, suplicó al zar que regresara a Petrogrado, pero este no quiso escucharle. Poco después, todo el país se encontraba paralizado por una huelga general, los edificios públicos eran pasto de las llamas, los prisioneros salían de las prisiones y los soldados comenzaron a unirse a los huelguistas. En un intento desesperado por retomar el control, el zar abandonó el frente y regresó a Rusia. En su camino a Petrogrado, su tren fue detenido y se le comunicó que la situación estaba fuera de control y que debía abdicar. El zar ofreció hacerlo en su hermano Miguel, pero este declinó la oferta y Rusia pasó a ser una república. La memoria del zar sería siempre odiosa para los revolucionarios. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, y por órdenes de Stalin, se rescató la memoria de algunos zares para fortalecer el patriotismo ruso, restaurándose los uniformes y las condecoraciones zaristas.
Tras la revolución de marzo se estableció un Gobierno provisional bajo el liderazgo del príncipe Lvov que prometió elecciones generales y establecer un sistema democrático de gobierno. Durante estos cruciales acontecimientos, los alemanes no llevaron a cabo ninguna ofensiva en el este, pues estaban seguros de que el nuevo Gobierno pediría la paz. Sin embargo, el Gobierno provisional, presionado por Gran Bretaña y Francia, decidió que Rusia debía seguir en la guerra. El Gobierno provisional nombró a Brusilov comandante en jefe. En un principio, Brusilov apoyó la decisión tomada por Alexander Kerensky, el nuevo ministro de la Guerra, de lanzar una nueva ofensiva de verano. Pero cuando «Mr. General», como era conocido Brusilov, visitó a las fuerzas en el frente, se encontró a las tropas hostiles a cualquier nuevo ataque. «Si tomamos una montaña, siempre existe otra más frente a nosotros, y nunca logramos nada», le comunicaron los desmoralizados soldados.
A pesar de las dudas de Brusilov, la ofensiva se inició el 1 de julio y se vino abajo en dos semanas. Un observador inglés recordaría que «muchos hombres se escondían en los bosques y tan sólo regresaban cuando estaban seguros de que la lucha había cesado». Pocos batallones eran tan leales como el llamado «batallón de la muerte», formado por mujeres y liderado por Maria Botchkareva. Las tropas rusas en retirada aplicaron la política de tierra quemada, arrasando todo aquello que podía ser útil a los alemanes y austrohúngaros. Rusia había dejado de ser un rival. El escritor bolchevique Maxim Gorky atribuyó la crueldad de sus compañeros revolucionarios a los efectos embrutecedores de «esa pesadilla sangrienta».
En realidad, el Gobierno provisional no controlaba del todo los acontecimientos, pues compartía el poder con el influyente consejo de los trabajadores, el Soviet de Petrogrado. Bajo su propia iniciativa, el Soviet dictó una orden por la que los soldados tenían que acatar sus órdenes, algo que llevó a la desintegración del ejército ruso. Las noticias de estos acontecimientos llegaron a Lenin, que se encontraba refugiado en Suiza, y el Alto Mando alemán hizo lo posible para que el líder bolchevique regresara a Rusia. Trasladado a través de Alemania en el famoso «vagón sellado» (aunque se trataba de una ficción, ya que Lenin hizo el recorrido en un tren normal), llegó a Petrogrado entre multitudes12. Bajo el eslogan «Paz, pan y tierra», el líder bolchevique exigió el fin de la guerra y todo el poder para los soviets. El «vagón sellado» de Lenin demostraría ser un contenedor poco seguro para el «bacilo de la revolución». Uno de los momentos más sorprendentes del siglo XX fue la entrada del Ejército Rojo en Berlín en 1945. Aquella fuerza transportada en el «vagón sellado» regresaría victoriosa a Alemania.
Durante las semanas siguientes, Rusia se sumió en el caos y las noticias de nuevos desastres militares agravaron la situación. El Gobierno provisional culpó a Lenin y lo acusó de ser un espía alemán, por lo que tuvo que refugiarse en Finlandia. Mientras tanto, el liderazgo del Gobierno provisional pasó a Kerensky, un socialista moderado. El nuevo líder se tuvo que enfrentar de inmediato a un desafío por parte del general Lavr Kornilov. Kerensky tuvo que recurrir a los bolcheviques. Lenin regresó a Petrogrado y se planeó la toma del poder.
La revolución de octubre encontró poca resistencia. Durante el mes siguiente Lenin ordenó a los ejércitos rusos que detuvieran la lucha y declaró su voluntad de negociar con los alemanes. Cuando los delegados de ambas naciones se reunieron en Brest-Litovsk, el líder de la delegación bolchevique, Leon Trotsky, intentó retrasar el acuerdo negándose a aceptar los términos. Los alemanes se mostraron furiosos y continuaron su avance hacia el interior de Rusia hasta que Lenin instigó a su representante a que aceptara los términos, por muy duros que fueran. Los alemanes se encargarían de que fueran lo más duros posible.
Huelgas en Rusia
Año | Huelgas | Huelguistas |
1905 | 13.995 | 2.863.000 |
1913 | 2.404 | 887.000 |
1914 (total) | 3.535 | 1.337.000 |
1914 (agosto-diciembre) | 68 | 35.000 |
1915 | 928 | 540.000 |
1916 | 1.234 | 952.000 |
1917 (enero-febrero) | 1.330 | 676.000 |
10Hemingway llegó a la zona en 1918. La obra fue escrita en EE. UU. en 1928 con la ayuda de numerosos mapas y libros de historia.
11Caporetto es el nombre que se le dio a la localidad tras la guerra. En 1917 era territorio austriaco y se llamaba Karfreit. Hoy en día pertenece a Eslovenia y se llama Kobarid.
12La ciudad de San Petersburgo fue llamada Petrogrado (1914-1924) y Leningrado (1924-1991).