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1918 El amargo final

No existe ejemplo alguno de una nación que se
haya beneficiado de un largo conflicto.

Sun Tzu

El 9 de enero de 1918, Lloyd George apostó 100 puros con su ministro de la Guerra, Lord Derby, a que la guerra no finalizaría antes de que acabase el año. Haig, que presenció la apuesta, consideró que Derby ganaría, debido al «estado interno» de Alemania y a que no creía que la derrota rusa supusiese diferencia alguna, pues incluso con las tropas que tenían destinadas en Rusia, los alemanes tan sólo contarían con un pequeño margen de superioridad como para asegurarse una «victoria decisiva». Haig estimó acertadamente que los alemanes serían capaces de trasladar 32 divisiones del frente oriental a un ritmo de 10 por mes. Eso sugería que estarían preparados para atacar en marzo. No creía que fuesen a arriesgarlo todo en una ofensiva, pues si fracasaba, su posición sería crítica. Haig pagaría cara su confianza.

EL TRATADO DE BREST-LITOVSK

El tratado de paz entre Alemania y Rusia fue firmado el 3 de marzo de 1918 en Brest-Litovsk, sede del cuartel general alemán. Rusia aceptó una paz onerosa que la privó de Finlandia, los territorios polacos y bálticos, Ucrania y parte del Cáucaso, además de tener que pagar una enorme suma de dinero y de comprometerse a detener la propaganda bolchevique. Alemania impuso a su derrotado enemigo unos términos mucho más duros de los que tuvo que aceptar posteriormente en Versalles. Junto con el Tratado de Bucarest de mayo de 1918, que otorgó a Alemania el control del trigo y del petróleo rumano, Brest-Litovsk cumplió el sueño alemán de una hegemonía alemana en Europa central y oriental.

La retirada rusa del conflicto fue un golpe duro para los Aliados, que llegaron a ofrecer apoyo al nuevo Gobierno bolchevique a cambio de su continuidad en la guerra. Sin embargo, Alemania también saldría perdedora de aquel conflicto a largo plazo, ya que miles de prisioneros de guerra pudieron regresar a sus hogares llevando consigo las peligrosas y novedosas ideas revolucionarias. Su influencia se dejaría sentir en los últimos compases de la guerra en Alemania.

A corto plazo, el tratado permitió disponer de miles de tropas que habían estado destinadas en el frente oriental para enviarlas a Francia gracias al eficiente sistema ferroviario alemán. No existe un consenso sobre cuántas tropas se enviaron al oeste. Muchos hombres desertaron durante su viaje a través de Alemania, y las estaciones de ferrocarril se convirtieron en el foco de la agitación política y la subversión. Por otro lado, la megalomanía de Ludendorff precisó de un millón de tropas para mantener la paz y explotar los recursos en Rusia. En todo caso, Alemania contaba ahora con las tropas necesarias para propinar un golpe mortal al enemigo antes de que llegaran las tropas norteamericanas. Al fin se podía poner en práctica el sueño de Schlieffen de una guerra con un solo frente, aunque los aliados de Alemania se encontraban contra las cuerdas.

Resulta engañoso concluir que Brest-Litovsk mostró al mundo de qué iba aquella guerra. La Alemania a la que declararon la guerra los Aliados en 1914 no era la misma Alemania que ahora controlaba Ludendorff. Sería más apropiado afirmar que Brest-Litovsk mostró al mundo lo que la guerra había creado. En el caso alemán, había surgido una dictadura militar empeñada en forjarse un imperio en el este, en una escala que serviría a Hitler de precedente.

ESTADOS UNIDOS EN GUERRA

Pocos americanos cuestionaron la decisión del presidente Wilson de entrar en guerra, animados por las horribles historias de los «hunos brutales». El alemán dejó de ser asignatura en muchos colegios y los libros alemanes fueron retirados de las librerías. Aunque EE. UU. había enviado suministros a los Aliados, el país no se encontraba todavía preparado en el momento de su entrada en guerra. En abril de 1917, el poderío norteamericano era todavía un sueño. Su ejército regular era reducido (130.000 hombres), mal equipado y sin experiencia en la guerra moderna. La fuerza aérea consistía en un escuadrón de viejos aviones. Apenas contaba con tanques, disponía de poca artillería moderna y la fuerza aérea tenía pocos aviones operativos. Sin embargo, su marina era considerable y varios de sus acorazados se unieron a la flota británica.

La primera tarea era reclutar, entrenar y equipar un ejército para enviar a Europa y no era algo sencillo. Wilson adoptó inmediatamente el servicio militar obligatorio, argumentando que era la forma de alistamiento más democrática. Asimismo, era necesario reconvertir la capacidad industrial norteamericana a la producción bélica. El Congreso otorgó enormes poderes económicos al presidente. Wilson deseaba mantenerse alejado de las ambiciones imperialistas de Gran Bretaña y Francia, a las que denominaba «asociados» en vez de aliados.

Desembarco de tropas norteamericanas, julio 1918.

La aparición de las primeras tropas norteamericanas en Francia, aunque al principio fue testimonial, levantó la moral de las alicaídas tropas aliadas. El comandante en jefe norteamericano, John Pershing, se mostró decidido a no malgastar la vida de sus soldados en la inútil guerra de trincheras y defendió que sus tropas no entrarían en combate hasta que contase con un millón de soldados bajo su mando. Al final de la guerra, más de dos millones de soldados norteamericanos habían llegado a Francia que jugaron un papel decisivo en la derrota alemana. Sufrirían 50.000 bajas.

La esperada llegada de tropas norteamericanas a Francia.

En enero de 1918, el presidente Wilson presentó sus ambiciosas ideas para la paz. Sus propuestas, conocidas como los «14 Puntos», deseaban prohibir la diplomacia secreta, las barreras aduaneras y la producción masiva de armamentos que él consideraba, eran las causas de las guerras, garantizar la libertad de los mares y ofrecer a todos los pueblos el derecho a la autodeterminación. Deseaba establecer también una «asociación general de las naciones» para regular las relaciones internacionales y asegurar la paz. Clemenceau, que desconfiaba del idealismo de Wilson, al leer el texto, declaró: «El propio Dios se contentó con diez». Los alemanes, confiados en que la victoria estaba a la vuelta de la esquina, rechazaron las ideas de Wilson.

LA ÚLTIMA CARTA ALEMANA

Con Rusia fuera de la guerra, Italia noqueada y con los mediadores sin lograr éxito alguno, el frente occidental tenía que ser el lugar del enfrentamiento final. Cuando la lucha amainó durante el invierno tras el horror de Passchendaele y Cambrai, 168 divisiones aliadas (98 francesas y 57 británicas) se enfrentaban a 171 divisiones alemanas. Sin embargo, la balanza del material se inclinaba del lado de los Aliados:

         Alemania Aliados
Ametralladoras/división 324 1.084
Artillería 14.000 18.500
Aviones 3.670 4.500
Camiones 23.000 100.000
Tanques 10 800

Avance tropas alemanas, mayo de 1918.

En el sector alemán, Ludendorff tenía ante sí cuatro opciones claras. Podía aceptar el empate en el frente occidental y comenzar a sondear las posibilidades de una paz de compromiso. La segunda opción, la rendición incondicional, estaba fuera de lugar. La tercera posibilidad era la más interesante. Tras liberar a sus tropas del este y enviarlas al oeste, Ludendorff podía haberlas desplegado en defensa y lanzado una propuesta de paz que tan sólo una de las potencias enemigas considerara atractiva. Para atraer a Gran Bretaña, podía realizar concesiones sobre Bélgica, o sobre Alsacia y Lorena para atraer a Francia. Enfrentados a una impenetrable defensa alemana y con una opinión pública interesada en las concesiones alemanas, la coalición enemiga se hubiese derrumbado o la lucha se hubiese convertido en una especie de guerra fría. Ludendorff finalmente la desechó, debido al factor norteamericano y al bloqueo británico.

A largo plazo, cualquier intento de una estrategia defensiva chocaría con el convencimiento aliado de que el tiempo estaba de su parte. La superioridad alemana en defensa no impresionaría al enemigo mientras este creyese que la misma sería eliminada por el ejército norteamericano y el bloqueo naval. La sola amenaza de un ataque en el oeste no sería suficiente para llevar al enemigo a la mesa de negociaciones. No se trataba de amagar con el ataque, era imperativo alcanzar el éxito a pesar de las dificultades. Así, Ludendorff se inclinó por la cuarta opción: utilizar las fuerzas liberadas por el colapso de Rusia para lograr la decisión en el oeste.

Lo que inclinó la decisión de Ludendorff fue la sensación de que por fin tenía los medios de la victoria al alcance de la mano. Como antiguo comandante en jefe del este, se fijó en las innovaciones que habían funcionado con un efecto tan brillante contra Rusia y Rumanía. Una vez que había decidido atacar, se llevó a los innovadores que habían logrado la victoria en el este. Se recurrió a un nuevo sistema ofensivo, el denominado «método Hutier», pues había sido utilizado por vez primera por el general Oskar von Hutier. Se seleccionaron las tropas más agresivas de cada regimiento. Esos grupos de batalla, o «tropas de asalto», fueron entrenados en campos especiales y equipados para moverse de forma independiente, sin preocuparse del apoyo de los flancos o de la cobertura artillera. Si encontraban resistencia, tenían que seguir adelante hacia la retaguardia enemiga; eliminar los focos de resistencia sería tarea de las tropas regulares.

Tropas alemanas en Kiev.

El otro as sería la artillería. Se había trabajado para utilizar de forma certera el gas fosgeno y el gas mostaza, bombardeos pesados y breves para paralizar y confundir al enemigo en el mismo momento del ataque. No era un sistema novedoso pues ya había sido utilizado por los británicos, pero sí lo era para los alemanes en el frente occidental y, por lo tanto, sería una experiencia nueva para las víctimas. Con esas innovaciones resultaba posible concluir que un ataque con éxito no era imposible si se utilizaban de forma inteligente los medios existentes. Para ser coronado con éxito, un ataque necesitaba una estrecha coordinación entre la artillería y la infantería, y la aplicación selectiva de la fuerza en el lugar apropiado.

Tropas alemanas avanzan en San Quintín, marzo de 1918.

El lugar elegido por Ludendorff era la localidad de San Quintín, donde el agotado Quinto Ejército se encontraba en serias dificultades para mantener la línea defensiva. Su plan era introducir una cuña entre las fuerzas británicas y francesas y empujar a los británicos al canal de la Mancha. Debido a que Pétain y Haig tenían prioridades diferentes, la estrategia defensiva aliada no estaba coordinada. Pétain deseaba evitar a toda costa un avance alemán hacia París, mientras que Haig consideraba que lo esencial era evitar que los puertos del canal cayesen en poder de los alemanes.

La primera ofensiva alemana, «Operación Miguel» (en honor al patrón de Alemania), también conocida como Kaiserschlacht (‘la batalla del káiser’) se inició en marzo de 1918. Librada en los antiguos campos de batalla del Somme, el primer día de la batalla, las tropas de asalto alemanas avanzaron tras una terrible cortina artillera y de humo, utilizando ametralladoras ligeras y lanzallamas para abrir brechas en las líneas británicas. Al norte, los británicos lograron resistir en sus posiciones, pero en el sur tuvieron que replegarse hacia Amiens.

En diez días los alemanes habían avanzado 80 kilómetros y se encontraban a punto de romper el enlace entre las tropas británicas y francesas. Aunque se enviaron rápidamente refuerzos para taponar la brecha, los alemanes avanzaron a 100 kilómetros de París y su formidable Pariskanonen de 210 mm (frecuentemente confundido con los «Gran Bertha») pudo bombardear la capital 44 veces, matando a 256 ciudadanos y causando 620 heridos. Al principio, los parisinos creyeron que habían sido bombardeados desde el aire ya que esa distancia se creía imposible para los cañones. El káiser decretó que se cerraran los colegios e impuso a Hindenburg la Cruz de Hierro con rayos de oro, que curiosamente había sido impuesta por última vez un siglo antes al mariscal de campo Blücher por ayudar a los británicos en su lucha contra Napoleón.

Conforme se agravaba la crisis, el Consejo Supremo Aliado se reunió de emergencia en Doullens y se decidió nombrar al mariscal Ferdinand Foch como nuevo comandante en jefe de las fuerzas aliadas, con Haig y Pétain como subordinados. Con el nuevo comandante, las tropas aliadas detuvieron y revertieron el ataque alemán. De todas maneras, el agotamiento y las extensas líneas de abastecimiento habían hecho perder fuelle a la ofensiva alemana (los alemanes avanzaban por las zonas que ellos mismos habían arrasado para retroceder meses antes). A los soldados alemanes se les había comunicado que la situación del abastecimiento aliado era tan mala como la alemana. Cuando tomaron las posiciones aliadas descubrieron que les habían mentido, algo que afectó de forma muy negativa a la moral alemana.

Tropas británicas posan para la posteridad tras tomar el canal de San Quintín, octubre 1918.

Cuando Ludendorff canceló finalmente la operación, los alemanes habían sufrido 250.000 bajas, y los Aliados, unas 10 mil menos. Mientras finalizaba una operación ofensiva, comenzaba otra en el norte. La segunda ofensiva alemana, «Operación Georgette», comenzó en abril al sur de Ypres (conocida como «batalla de Lys» por los británicos). El objetivo alemán era barrer a través de Flandes y cortar los puertos del canal. Uno de los países más afectados por la nueva ofensiva alemana fue Portugal, que había declarado la guerra a Alemania en 1916. El Cuerpo Expedicionario portugués, destinado en Flandes, había llegado a Francia entre enero y septiembre de 1917.

La deficiente preparación, la escasa moral de una guerra incomprendida por los soldados y criticada por muchos oficiales y la falta de transportes marítimos para el relevo periódico de los miembros del Cuerpo portugués, llevaron a un reajuste de su dispositivo militar. La operación debía iniciarse el 9 de abril. Ese mismo día, el rodillo de fuego alemán descargó todo su enorme potencial sobre el sector portugués del frente. Desmoralizado, agotado y en plenos preparativos de traslado a retaguardia, la resistencia del Cuerpo portugués se vino abajo en uno de los mayores desastres militares que había conocido el país.

Los británicos se vieron obligados a ceder parte del terreno tan trabajosamente ganado durante la batalla de Passchendaele. La lucha fue particularmente dura en torno al monte Kemmel, de gran importancia estratégica, y la de Messines, que cambió de manos varias veces. Los alemanes se encontraban a tan sólo 35 kilómetros del Dunquerque, el principal puerto del canal de la Mancha. Era una amenaza muy seria para el suministro británico. Con los británicos bajo enorme presión, Haig emitió la orden del día: «No existe más opción que luchar para salir de esta situación. Cada posición debe ser defendida hasta el último hombre. No debe haber retiradas. Con el agua al cuello como estamos y con el convencimiento de la justicia de nuestra causa, debemos luchar hasta el fin». La línea pudo ser mantenida con el envío de 10 divisiones francesas al frente de Flandes y con un enorme esfuerzo por parte de los soldados británicos. El mando británico archivó los planes de demoler Calais e inundar la región situada al este de Dunquerque.

Más al sur, los alemanes realizaron un enorme esfuerzo por tomar Amiens, ciudad que se levantaba a orillas del río Somme y era un destacado centro ferroviario. Los alemanes concentraron todos sus medios acorazados (la mayoría capturados a los británicos) y tomaron la localidad de Viller-Bretonneux a tan sólo 16 kilómetros de Amiens. La orden de Hindenburg era defenderla a muerte, pues desde sus cerros se controlaba Amiens. Sin embargo, tropas australianas retomaron la ciudad al día siguiente merced a un sorpresivo ataque sin apoyo artillero. La pérdida de Viller-Bretonneux acabó con gran parte del ímpetu de la ofensiva alemana. Ludendorff se vio obligado a anular la ofensiva. De nuevo había fracasado en sus principales objetivos y los puertos del canal seguían bajo control británico. Las pérdidas fueron enormes en ambos bandos: 76.000 británicos, 35.000 franceses, 6.000 portugueses y 109.000 alemanes. Ludendorff no se resignó y planificó una nueva ofensiva a lo largo del río Aisne.

La «Operación Blucher», tercera y última ofensiva alemana, se dirigió contra los franceses y comenzó en mayo a lo largo de 40 kilómetros de frente desde Soissons hasta Reims. Los franceses eran superados en número y esto permitió a los alemanes romper el frente, cruzar el río Aisne y avanzar hacia el Marne. En los días siguientes, los alemanes avanzaron hasta 64 kilómetros, cortando las líneas ferroviarias francesas y llegando a menos de cien kilómetros de París. Sin embargo, esas fuerzas se encontraban ya a 144 kilómetros de sus cabezas de línea ferroviarias y, por lo tanto, operaban sin suministro regular de comida, agua y municiones. La capital francesa se situaba a todas luces fuera de la capacidad del Ejército alemán para atacarla o amenazarla seriamente. Todo lo que habían logrado los enormes esfuerzos alemanes eran dos salientes muy expuestos y unas tropas agotadas.

Avance de tanques británicos.

El verdadero problema de la ofensiva alemana era la falta de una estrategia global y coherente. Ludendorff había anunciado que su única intención era «abrir un agujero en el frente aliado. En cuanto al resto, ya veremos». Era un viaje sangriento a ninguna parte. El objetivo se balanceaba entre tomar París o arrojar a los británicos al mar. El avance alemán fue finalmente detenido por los franceses y los norteamericanos en Château Thierry, y a mediados de julio, Foch ordenó de forma sorpresiva un contraataque masivo que marcó el inicio de la retirada alemana. La última jugada alemana había fracasado y medio millón de hombres estaban muertos o heridos. Con apenas reservas y con los suministros en niveles muy bajos, la moral alemana finalmente se vino abajo. En el bando aliado, con la llegada mensual de 300.000 norteamericanos, la moral aumentó y creció el sentimiento de que el fin de la guerra estaba próximo.

Hacia agosto de 1918, la iniciativa había pasado claramente al bando aliado. Con movimientos nocturnos de tropas y bajo estricto secreto, los alemanes fueron tomados totalmente por sorpresa por la ofensiva. Sin barrera artillera previa, las tropas aliadas avanzaron ocultas por la niebla y bajo la cobertura de tanques. Lograron romper el frente alemán y fueron capaces de capturar objetivos a 10 kilómetros de distancia. Ludendorff escribiría: «El 8 de agosto fue el día negro del ejército alemán. Todo lo que había temido y sobre lo que había alertado, se había hecho realidad». Los británicos alcanzaron de nuevo el campo de batalla del Somme donde el impulso ofensivo comenzó a debilitarse por la resistencia alemana. Foch decidió dirigir el ataque hacia el norte. Usando una serie de ofensivas conectadas, pudo evitar que se produjesen demasiadas bajas y obligó a los alemanes a retirarse. Los alemanes se encontraron de nuevo defendiendo la Línea Hindenburg, el punto de inicio de su ofensiva.

Contraofensiva aliada, 1918.

El 12 de septiembre, los norteamericanos atacaron el saliente de Saint Mihiel al sur de Verdún y tomaron 15.000 prisioneros, pero perdieron 7.000 hombres. Foch dio entonces la orden de «todo el mundo a la batalla» y dio comienzo la ofensiva final. Al sur, los franceses y norteamericanos atacaron a lo largo del río Mosa y a través del bosque de Argonne, mientras al norte, los británicos y canadienses renovaron el ataque en el saliente de Ypres. La batalla por el sector Argonne se convirtió en una enorme campaña de desgaste que los norteamericanos se podían permitir, no así los alemanes. En la batalla llegaron a intervenir 22 divisiones norteamericanas, 324 tanques y 840 aviones.

Dado que un movimiento en pinza amenazaba con cercar a las tropas alemanas, estas se vieron obligadas a retirarse. La moral se desplomó y los Aliados tomaron la Línea Hindenburg. Ludendorff, desesperado, comenzó a culpar a los políticos y los líderes políticos se percataron de que era preciso un armisticio.

EL HUNDIMIENTO DE LOS ALIADOS DE ALEMANIA

La nueva ofensiva alemana en la primavera de 1918 significó que los refuerzos británicos enviados a Palestina tuvieran que regresar a Francia. Con su ejército debilitado, Allenby se vio obligado a esperar antes de pasar de nuevo a la ofensiva contra los turcos. En septiembre de 1918, renovó su ofensiva y, en la antigua ciudad fortaleza de Meggido, conocida como Armagedón en el Viejo Testamento, los Aliados lograron una espectacular victoria y los turcos huyeron en desbandada. Meggido fue la última ocasión en la historia militar occidental en la que las tropas montadas jugarían un papel destacado. La batalla de Meggido precipitó el colapso turco e hizo posible un rápido avance hacia Damasco y, poco después, la toma de Aleppo por tropas de montaña aliadas y tribus árabes.

En 1917, los turcos aprovecharían el descalabro interno ruso para lanzar una nueva ofensiva en el Cáucaso. La desaparición de la marina rusa permitió fortalecer la región con transportes navales por el mar Negro. Tan sólo encontraron una pequeña resistencia por parte de un ejército de armenios rusos. Los turcos se movieron con rapidez y en marzo retomaron la estratégica localidad de Erzurum y en abril penetraron en Persia. Los alemanes, sin embargo, contemplaron el éxito de sus aliados con cierta preocupación, pues temían que ese avance pusiera en peligro el Tratado de Brest-Litovsk y que Rusia volviese a las armas. Para evitarlo, se prestaron como mediadores para crear un Estado independiente de Georgia bajo la tutela y protección alemanas. Los turcos protestaron, pero no desafiaron tal acuerdo y se dirigieron hacia el centro petrolífero de Bakú, en el mar Caspio. Curiosamente, Turquía, que estaba siendo derrotada por doquier, acabó con un dominio absoluto (y provisional) sobre el Cáucaso.

Estados Unidos rechazó un plan británico para que asumiera el control del mandato con el fin de crear un Estado armenio. Sin patrocinador internacional, ese Estado tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. El nuevo estado turco, con Mustafá Kemal a la cabeza, firmó un acuerdo con la Unión Soviética en 1922 por el que reconocía la incorporación a esta última de la mayor parte de Transcaucasia y la división de Armenia entre ambas partes.

Al mismo tiempo, la resistencia búlgara se venía abajo en los Balcanes. Tras meses de inactividad, las tropas en Salónica se pusieron por fin en marcha. En la batalla de Karvar los serbios, con ansias de venganza, rompieron las líneas búlgaras y su Gobierno se vio obligado a solicitar la paz, lo que permitió que las tropas británicas asentadas en Salónica pudiesen dirigirse hacia Constantinopla. Los turcos habían luchado con arrojo, pero ya no podían igualar a las tropas aliadas que avanzaban imparables en todos los frentes. El Gobierno turco se vio obligado a solicitar la paz.

La guerra civil en la que se sumió Rusia tras la guerra.

El 30 de octubre de 1918, se firmaba el armisticio en el puerto de Mudros en la isla de Lemnos, en el Adriático, desde donde había zarpado la escuadra que desembarcó en Gallipoli. De acuerdo con los términos del armisticio, los turcos aceptaron rendir las plazas fuertes y permitir el control de las principales vías marítimas a los Aliados, los Dardanelos y el Bósforo. La guerra entre los Aliados y los turcos había llegado a su fin. Sin embargo, continuaron las escaramuzas locales, y la animosidad étnica, que había devastado la región durante siglos, continuaría haciéndolo durante años.

El Gobierno italiano precisaba de una victoria para hacer olvidar Caporetto si quería jugar algún papel en la mesa de negociaciones. En octubre de 1918, los ejércitos italianos, a las órdenes de Armando Diaz y con el apoyo de unidades británicas y francesas, emprendieron operaciones ofensivas. Aunque ya no contaban con el respaldo alemán, los austriacos resistieron con firmeza, pero finalmente tuvieron que retirarse del río Piave al río Tagliomento, donde todo el frente se vino abajo y fueron obligados a batirse en retirada hasta que hicieron frente a los austriacos en Vittorio Veneto. Allí los italianos lograron por fin una victoria decisiva, tomando 30.000 prisioneros austriacos y vengando Caporetto. El Gobierno austrohúngaro solicitó la paz que fue firmada el 4 de noviembre.

EL COLAPSO FINAL DE ALEMANIA

Mientras los ejércitos alemanes sufrían derrota tras derrota, el país se sumía en el caos económico y las turbulencias políticas. Para agravar los males, una epidemia de influenza se abatió sobre Europa. Esta pandemia pronto se cobraría más vidas que el campo de batalla, en un solo día, 1.700 berlineses fallecían por el virus. El 28 de septiembre de 1918 Ludendorff reconoció ante el Gobierno alemán que la guerra estaba perdida y que era necesario un armisticio (no sin antes culpar de traición a la marina y a sus subordinados). Los Aliados se negaron a negociar con los líderes militares alemanes, por lo que se tuvo que nombrar canciller al príncipe Max von Baden, un liberal de buena reputación que intentó negociar con EE. UU. en base a los 14 Puntos de Wilson. La respuesta del presidente norteamericano fue exigir la retirada alemana de los territorios ocupados e insistir en que no se negociaría con el káiser.

A pesar de que había declarado «No podemos luchar contra todo el mundo», Ludendorff se resistió a firmar, y propugnó la reanudación de las hostilidades para salvar el honor. Mintió afirmando que el Ministerio de la Guerra había encontrado más reclutas. Von Baden propuso al káiser que abdicara, pero este se negó, señalando: «No renunciaré al trono por unos centenares de judíos y unos miles de trabajadores».

En realidad Ludendorff había encontrado unos chivos expiatorios a los que culpar de su fracaso. La célebre leyenda de la «puñalada en la espalda», la mentira de que los socialistas, liberales y judíos habían tomado el poder y abierto las puertas al enemigo, no comenzó tras la guerra, sino que fue una parte vital de la forma en la que finalizó el conflicto. Si la leyenda arraigó entre los alemanes abriendo el camino para el ascenso al poder de los nazis, no fue por ser una auténtica invención, sino porque tenía parte de razón. El Ejército alemán fue apuñalado en la espalda en septiembre de 1918, no por el Gobierno civil, si no por su desequilibrado líder, Erich Ludendorff.

Tras registrarse fuertes disturbios en Múnich, un grupo de bolcheviques proclamó en Baviera una república socialista independiente. El frente alemán se vino abajo en unos días. A las diez y media del 28 de septiembre, Ludendorff llamaba al canciller para informarle de que la situación requería una petición de paz. Ese mismo día, Ludendorff se dirigió a la localidad de Spa donde se encontraba Hindenburg. Allí, Ludendorff confesaba que «el armisticio no puede retrasarse más».

El káiser Guillermo II se encontraba en su residencia de otoño cerca de la localidad de Kassel. Al día siguiente, y a petición de su Estado Mayor, se dirigió hacia Spa, con la ilusión de que sus ejércitos hubiesen triunfado. Su sorpresa sería mayúscula. El káiser se encontró con Ludendorff, Von Hindenburg, y con el almirante Von Hintze. Este último comenzó con una descripción de la situación diplomática, pero Ludendorff le interrumpió exigiendo un «armisticio inmediato». Según Ludendorff y Hindenburg, la guerra estaba ya perdida. Al día siguiente, se decidió informar a turcos y austriacos, que proponían al presidente Wilson un «cese inmediato de hostilidades» basado en los 14 Puntos de Wilson.

Hacía más de un siglo que los Estados alemanes no perdían una guerra, y sus dirigentes no sabían cómo actuar. A una nueva oferta alemana, Wilson y sus aliados respondieron con un llamamiento directo al derrocamiento del káiser. Mientras tanto, el Imperio austrohúngaro se hacía pedazos. En Praga, el día 29 de octubre, un movimiento popular proclamaba la república checoslovaca; al mismo tiempo, el conde Karoly anunciaba el nacimiento de un Estado húngaro y el Consejo Nacional esloveno, la formación de Yugoslavia.

A su vez, la Asamblea Nacional austriaca proclamaba la república. Si bien Carlos I renunciaba fácilmente a «toda participación en los asuntos del Estado», Guillermo II se negaba a reconocer que él era el único obstáculo para la conclusión del armisticio. Creía que si transformaba la naturaleza del régimen y emprendía algunas reformas, los alemanes y Wilson se mostrarían satisfechos.

Los alemanes querían concluir el acuerdo de paz antes de que el territorio nacional fuera invadido. Lejos de sospechar la amplitud de su victoria, los Aliados vacilaban en firmar. Aunque Foch y Clemenceau presentían las trampas de un armisticio apresurado, temían un posible cambio de la situación y, en vista del agotamiento de sus tropas, deseaban condiciones de armisticio aceptables. No deseaban sacrificar más vidas humanas de forma inútil. Pershing, por el contrario, deseoso de asociar de una manera más amplia las tropas norteamericanas a la victoria, era hostil a un armisticio prematuro, mientras que Poincaré tenía miedo de que las negociaciones debilitaran al ejército francés.

A finales de octubre, el Alto Mando alemán ordenó a la Flota de Alta Mar que se dirigiese al Mar del Norte para un enfrentamiento final con la Royal Navy. Los soldados, ya desmoralizados por su inactividad e influenciados por la propaganda bolchevique, se amotinaron. Un marinero escribió: «Años de injusticia acumulada se han transformado en una fuerza explosiva». El 3 de noviembre estallaron motines en Kiel; los marinos se negaron a salir del puerto y a entablar una batalla «por el honor». Los sediciosos organizaron manifestaciones en las que cantaban La Internacional y afirmaban su decisión de derribar el régimen. Se constituyó un soviet y en pocos días la revolución se extendió por toda Alemania.

A diferencia de los soviets rusos, los alemanes emanaban más de la voluntad de los soldados que de la de los trabajadores. Una parte de ellos, sin embargo, se sumó al movimiento guiada por los jefes espartaquistas e independientes. Los líderes de la socialdemocracia y de los sindicatos intentaban neutralizar el movimiento, pero sólo la abdicación inmediata del káiser podía restablecer su autoridad. La revolución estaba en el aire. Miembros de la nobleza alemana huían del país al temer el estallido de un bolchevismo de corte soviético que el ejército no estaba en posición de sofocar.

Con revolucionarios que tomaban las calles de Berlín y proclamaban la república desde las escaleras del Reichstag, Hindenburg advirtió al káiser de que no podía garantizar su seguridad. Reticente, el káiser finalmente abdicó y buscó asilo en Holanda, y fue el Gobierno socialista el que cargó con las costas de la derrota. El káiser, demostrando su relación de amor y odio hacia los ingleses, al llegar a su casa solariega en Doorn, Holanda (que había adquirido con la venta de dos yates), solicitó «una buena taza de té inglés». Durante su exilio enviudó y volvió a contraer matrimonio viviendo una vida apacible hasta los ochenta y un años. Abandonó su pasión por los uniformes y se dedicó a talar árboles de forma compulsiva.

El ex káiser coquetearía con los nazis cuando estos irrumpieron con fuerza en Alemania, pero nunca existió mucho respeto entre ambas partes, en particular cuando Guillermo II se percató de que Hitler no tenía intención alguna de restaurar la monarquía. Goering consideraba que el káiser era un «loco incorregible» y Hitler que «era medio judío». Cuando en 1940 Hitler finalmente ocupó París, Guillermo II le envió un telegrama de felicitación, gesto que tras la guerra le costaría la confiscación de la casa de Doorn. Falleció el 4 de junio de 1941 en vísperas de otra invasión alemana de Rusia, orgulloso de que «sus» generales hubieran ocupado media Europa. Para privar a Hitler de un golpe propagandístico, ordenó que su cuerpo no fuera repatriado a Berlín. Fue enterrado sin esvásticas en Doorn.

El anuncio de la abdicación fue recibido con entusiasmo por los revolucionarios y con horror por nacionalistas y conservadores. El káiser encarnaba todo aquello en lo que creían, era el símbolo de todos sus sueños y de las ambiciones que habían mantenido desde la unificación de Alemania, proporcionando además a la sociedad alemana un sentido de seguridad.

El 7 de noviembre, los delegados alemanes fueron convocados a un vagón de ferrocarril cerca de Compiègne para concretar los detalles del armisticio. Los representantes aliados eran el mariscal Foch y el general Weygand, los británicos, los almirantes Hope y Wemyss. La delegación alemana estaba encabezada por Mathias Erzberger, que sería posteriormente asesinado. Ni el káiser ni Ludendorff estuvieron presentes para asumir la responsabilidad de poner fin a la guerra que con tanta ferocidad habían librado. Foch dejó claro que no había acudido a negociar, sino a entregarles las condiciones mediante las cuales podrían conseguir un armisticio. Se dieron setenta y dos horas a los alemanes para que aceptaran los términos con la amenaza de retomar la ofensiva si eran rechazados.

Tras frenéticas negociaciones, los alemanes aceptaron finalmente el armisticio a las cinco de la mañana del 11 de noviembre de 1918. Las cláusulas incluían la evacuación de los territorios ocupados (incluidos aquellos que los alemanes conservaban desde el Tratado de Brest-Litovsk), repatriación de prisioneros, entrega de 5.000 cañones, evacuación de la orilla izquierda del Rin por los ejércitos alemanes, prohibición de destruir en esos territorios ferrocarriles y carreteras, rehabilitación de las regiones devastadas, restitución de 5.000 locomotoras y 15.000 vagones, derecho de requisición en territorio ocupado, restitución de objetos robados durante la guerra, rendición de la flota de guerra, etcétera.

Los ingleses y los norteamericanos estimaban estas cláusulas demasiado severas; lo eran si se comparan con las primeras propuestas de Wilson. Sin embargo, era preciso tener en cuenta las devastaciones causadas en el territorio francés y las pérdidas humanas. Los anglosajones no querían una paz de castigo que resucitara el espíritu de revancha. Los norteamericanos eran ya hostiles a la entrada de las tropas francesas en Alsacia y Lorena y se mostraban de acuerdo con los ingleses al juzgar «inútil y excesiva» la ocupación de los puentes del Rin. Estos signos, precursores de la desunión de los vencedores, anunciaban los sinsabores que el Gobierno francés iba a padecer después de la guerra.

Se comunicó al mundo que el armisticio entraría en vigor a las once del mismo día (a las 11 horas, del día 11, del mes 11). Habían transcurrido 1.597 días desde que el archiduque Francisco Fernando llegó a Sarajevo en visita oficial. El soldado George Price del 28.º Batallón de infantería canadiense fue el último soldado fallecido en acción al ser alcanzado por un francotirador dos minutos antes de la hora programada para el cese del fuego. Se encuentra enterrado en el cementerio militar de St Symphorien, cerca de Mons.

El piloto norteamericano Eddie Rickenbacker despegó el día del armisticio y describió lo que sucedió: «A ambos lados de la tierra de nadie, las trincheras entraron en erupción. Hombres de uniformes caqui salieron de las trincheras norteamericanas, y los de uniforme gris surgieron de las alemanas. Desde mi posición vi cómo lanzaban sus cascos al aire, arrojaban sus armas y movían sus brazos. Entonces, a lo largo de todo el frente, los dos grupos comenzaron a aproximarse en la tierra de nadie. De repente, los uniformes grises se mezclaron con los marrones. Pude ver cómo se abrazaban, bailando y saltando».

El 23 de junio de 1919, la Flota de Alta Mar alemana, internada en la base naval de Scapa Flow, fue hundida por sus tripulaciones como protesta por la severidad de los términos del acuerdo de paz. Era un momento trágico. Si el káiser no se hubiera embarcado en un intento estratégicamente innecesario de igualar la fortaleza marítima británica, se podía haber evitado la hostilidad entre ambas naciones y el ambiente de sospecha e inseguridad que llevó al desencadenamiento del conflicto. La tumba de esos barcos en la base naval británica permanece como recordatorio final de una ambición militar sin sentido.

Finalmente acallaron las armas. En las capitales de los vencedores se produjeron escenas de enorme alegría, mientras en Alemania se instaló una extraña tranquilidad debida a la amenaza de nuevos disturbios. En Inglaterra, Lloyd George afirmaba: «Espero que podamos decir que esta histórica mañana marcó el final de todas la guerras». Stefan Zweig narraba en sus memorias las esperanzas que se depositaban en el nuevo mundo que iba a surgir de las cenizas de la guerra:

Creíamos en el grandioso programa de Wilson, que suscribíamos por entero; en aquellos días en que la Revolución rusa todavía celebraba sus esponsales con la idea de la humanidad y el pensamiento idealista, veíamos nacer en Oriente un incierto resplandor. Éramos unos necios, lo sé. Pero no sólo nosotros. Quien vivió aquella época recuerda que las calles de todas las ciudades retronaban de júbilo al recibir a Wilson como salvador del mundo, y que los soldados enemigos se abrazaban y besaban; nunca en Europa había existido tanta fe como en aquellos primeros días de paz, pues por fin había lugar en la Tierra para el reino de la justicia y la fraternidad, prometido durante tanto tiempo; era ahora o nunca la hora de la Europa común que habíamos soñado. El infierno había quedado atrás, ¿qué nos podía asustar después de él? Empezaba otro mundo. Y, como éramos jóvenes, nos decíamos: será el nuestro, el mundo que soñábamos, un mundo mejor y más humano.

Los pueblos victoriosos miraban al futuro con esperanza, de forma irracional pero comprensible, creyendo que las pérdidas y la destrucción de la mayor guerra de la historia debían sentar las bases para construir un mundo mejor. El día del armisticio, cantaron y bebieron por un mundo mejor. Sin embargo, en un hospital militar en Pasewalk, el cabo Adolf Hitler, que se recuperaba de un ataque británico con gas, maldecía la humillación de Alemania y soñaba con el papel que podía jugar en el resurgir de Alemania. La «suprema experiencia» de Hitler en las trincheras, atormentado por el destino de sus compañeros muertos y por el brutal sacrificio que sólo llevó a la derrota, le hizo jurar que vengaría sus muertes, humillaría a los enemigos de Alemania y convertiría a los alemanes en un pueblo orgulloso, superior y despiadado. Su deseo de venganza llegó al alma de muchos corazones alemanes.

Antes del conflicto, los inquietos modernistas maldecían la estabilidad y la complacencia europea. Aquellos que habían ansiado la inestabilidad disfrutaron brevemente. Sin embargo, con la carnicería no llegó la redención. Tras la guerra, los acuerdos de paz y la quiebra económica aseguraron que el caos se convirtiese en el orden natural. El mapa de Europa se había convertido en una representación más certera de las identidades nacionales que el de 1914, pero el precio por respetar las identidades nacionales fue una mayor inestabilidad. Antes de la guerra, un mundo estable era motivo de inquietud, después de 1918, el caos y la incertidumbre del mundo hicieron que la estabilidad y el orden pareciesen muy atractivos, algo que no desaprovecharían los movimientos radicales de extrema derecha.

Al final, la primera guerra resulta misteriosa. Sus orígenes son enigmáticos, y también su desarrollo. ¿Por qué un continente próspero en la cima de su desarrollo intelectual y cultural decidió arriesgarlo todo en la lotería de una lucha mortal? ¿Por qué cuando se desvanecieron las esperanzas de una rápida victoria, los combatientes decidieron continuar sacrificando su juventud en una guerra sin sentido? La obra Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, constituye una crítica acerba de los nacionalismos y el sinsentido de la guerra recurriendo a metáforas. En una escena, los soldados se encuentran discutiendo los orígenes del conflicto. Uno de los soldados se pregunta por qué comenzó todo:«“En gran parte porque un país insultó gravemente a otro”, respondió Albert con un ligero aire de superioridad. Entonces Tjaden pretendió ser obtuso: “¿Un país? No te entiendo. Una montaña en Alemania no puede ofender a una montaña en Francia. O a un río, o a un bosque, o a un campo de trigo”».

El día que se inició el conflicto, Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores británico, afirmó: «Las lámparas se apagan por toda Europa… No volveremos a verlas encendidas antes de morir». Cuando Grey falleció en 1933, faltaba todavía mucho tiempo para que se volviesen a encender.