En el Renacimiento, las «ideas estéticas», en sentido estricto, resultan escasas y poco fieles en relación con el gran contexto de esa época donde comienza el proceso que lleva, en desarrollo unitario, hasta su crisis final en nuestra propia época. Es preciso, pues, prestar atención, aunque sea muy brevemente, a los caracteres generales de la mentalidad renacentista, más o menos inconsciente; así se entenderá el carácter fragmentario y a veces paradójico que tuvieron sus afirmaciones conceptuales explícitas sobre temas de arte y belleza.
A nuestra época —analítica y desconfiada hasta sobre el valor mismo del lenguaje— se le hace muy difícil entender el lenguaje de aquella época, donde nacen grandes pretensiones a las cuales hoy día hemos ido renunciando: quizá nos parezca un lenguaje superficial, ingenuo, que toma y reúne todo, por lo que tiene de convergencia positiva y esperanzada, cegándose a las diferencias y contradicciones. Lo que se dice —y lo que se pinta, y lo que se construye, y lo que se hace, en general—, para ellos, es básicamente lo mismo; a la vez ciencia, poesía, teología, expresión del carácter personal; y tiende a lo mismo, a la captación de la totalidad —Dios, naturaleza, ideas, números, globo terráqueo, riqueza, poder político, saber histórico, cultura, elegancia—: con la confianza de que, a lo largo de un proceso esforzado de conquista y asimilación, todo puede ser uno —como dirá todavía inocentemente cierto personaje de Lope de Vega—. Nadie olvida que esta mentalidad histórica tiene su forma económica y social en el capitalismo que entonces arranca ya, esbozando las formas en que llegará a su extremo en nuestros días. Algunas de estas formas resultan especialmente significativas para una perspectiva estética: ante todo, la reducción homogeneizadora de toda realidad a algo abstracto, el dinero, el capital como fuerza sin forma concreta, que funciona cada vez más en cuanto futuro, en cuanto «crédito», volviendo del revés la visión del tiempo: cada vez cuenta menos lo que se tiene ya y cuenta más lo que se espera tener, el «presupuesto», hasta que se generalice la situación de vivir sobre deudas superiores al haber efectivo —y, por tanto, el porvenir esté siempre hipotecado: el incremento real de lo poseído será sólo el margen que quede después de descontar el pago de la usura—. Ello implica también el carácter de acumulación y concentración que acompaña al —real o aparente— crecimiento en el capitalismo: la competencia es mortal, y la tendencia general será hacia un decreciente número de entidades poseedoras, no vinculadas a personas, sino sólo a su propio capital, que exige, aunque sea sólo para sobrevivir, el máximo incremento de sus beneficios, recurriendo a cualquier forma de explotación productiva contra la tendencia a la baja en el margen de ganancia si se dejan las cosas sin cambiar.
Esto —que, por supuesto, no pretende ser una definición técnica del capitalismo— corresponde al creciente nuevo sentido en la producción renacentista de obras de arte visuales o lingüísticas: las formas pierden valor propio, y también valor como símbolo o alegoría —al modo medieval—, para verse, cada vez más, como signos o revestimientos de un proceso dinámico de creciente poder abstracto. En una sociedad más estática, como la alto-medieval, las formas correspondían, de modo fijo, a un estamento determinado, a una función —religiosa, comunitaria—: ahora la sociedad se hace más fluida, más ascensional, y las formas asumen un creciente papel de «máscaras» para situarse en un nivel social más elevado del que se está seguro de tener; el rico reciente, quiere pasar por linajudo; el escaso en medios, quiere pasar por acomodado; todo ello con gran cautela para no ser reprobado como suplantador, y con continuas contracorrientes y saltos atrás en el retorno a las formas de las clases ya desplazadas, igual que los herederos de los nuevos ricos enlazan matrimonialmente con los nobles empobrecidos.
El hombre parece creerse siempre capaz de más, aunque no por eso muestre un ánimo más alegre que el hombre medieval; en cuanto a un posible optimismo histórico, no se expresa sino a principios del siglo XVI —Erasmo, Lefèvre d’Etaples—, para verse en seguida bruscamente roto por la Reforma. Según el cliché del liberalismo decimonónico, el hombre del Renacimiento crecía ante sí mismo porque se emancipaba de las creencias religiosas; sin embargo, lo cierto es que el hombre del Renacimiento, aun siendo menos eclesial, y aun probablemente —pero es muy difícil medirlo— menos cristiano que el medieval, es religioso con una nueva intensidad más personal y más libre, a la que contribuye también el gran proceso místico que, iniciado con el franciscanismo, y pasando por los germánicos y holandeses, tendrá su último episodio en los reformadores carmelitas españoles. Recordemos dos famosos textos sobre el hombre, de finales del siglo XV: para Marsilio Ficino, el neoplatónico traductor de Plotino, el hombre es el «vicario de Dios», situado a la cabeza del mundo, como rector y como destino de éste; en cambio, para Pico della Mirandola, el hombre es un ser aparte, inventado por Dios después de haber agotado los esquemas ideales para el mundo, con destino de espectador, y más aún, de «camaleón» capaz de identificarse con los más variados seres del mundo. La idea bíblica de la creación del hombre va dejando paso a otra idea, más descristianizada, en ambos autores: el pecado original y la redención no entran en esta nueva imagen del hombre.
Pero conviene también recordar a otro autor —casi sería más propio decir, otro personaje— para conocer el nuevo modelo humano: Leon Battista Alberti, «hombre del Renacimiento» por antonomasia, en cuanto que supo hacer de todo, aunque sin quedar en nada como un gran creador, ni mucho menos como un «profesional»: una contracorriente aristocratizante, en el alma de aquella época de comerciantes enriquecidos, despreciaba el trabajo, y aún más las artes «mecánicas», con esfuerzo físico, propias sólo de gente servil y villana, en beneficio de las artes «liberales», en que las manos sólo se manchaban de tinta. Cierto que Alberti construyó algún híbrido templo —«templo», ya más que «iglesia», con elementos de la Antigüedad superpuestos a una planta tradicional, en vísperas de la idea bramantiana del templo circular—, pero en su tratado sobre la arquitectura habla más bien desde la pura teoría —con extraños simbolismos animales para los edificios—, y lo mismo al escribir sobre la pintura. Pero lo que más importa es el retrato en que aparece enumerando sus innumerables virtu: jurisperito, autor de teatro, en latín, y de un tratado sobre la familia, en lengua vulgar, constructor de artilugios ópticos —cosa más importante que ser pintor—, músico y compositor eminente, y, con no menos ufanía, elegante sportsman capaz de hacer resonar una moneda contra la bóveda de una iglesia, de cabalgar con una vara en equilibrio en la mano, de saltar por encima de otro hombre a pies juntillas... Y quedan sin anotar algunas de sus principales cualidades: director de la ordenación urbanística de Roma con Nicolás V, máxima autoridad en topografía y en cifrados en clave para la diplomacia...
La ilusión de unidad del Renacimiento se irá desintegrando poco a poco —de hecho, el proceso sólo llega a su extremo en nuestro propio siglo—. Seguramente su primera ruptura es la política: la consolidación de las nacionalidades absolutas, introduciendo otra forma peculiar de capitalismo, el mal llamado «mercantilismo», alianza entre las Coronas y sus mercaderes y banqueros, con los metales preciosos como armamento en la «guerra de todos contra todos» (pero eso convendrá recordarlo más bien en el siguiente capítulo). Y, a su vez, no cabe duda de que ese nacionalismo contribuyó decisivamente a la ruptura de la Cristiandad en la Reforma. Otras rupturas irán apareciendo —la del público de arte como élite y masa marginada—, pero antes nos conviene considerar los casos de tres artes por separado, también a efectos de anotar algunas de sus respectivas «ideas estéticas», en sentido explícito de «conceptos», pues la idea general de arte (que incluya a la vez un poema, un cuadro y una sonata) es algo que sólo empieza a esbozarse, y muy lejanamente, a partir del siglo XVI.
Empecemos por sumarizar lo ocurrido en el campo literario: por lo que toca a las «ideas», ya desde Petrarca se observa un bienaventurado eclecticismo que agrega conceptos muy heterogéneos como si de hecho no formaran más que una sola concepción. Horacio es la principal fuente —la Poética aristotélica asumirá autoridad canónica ya entrado en siglo XVI, es decir, correspondiendo al siguiente apartado en estas páginas—; de él, y de otros clásicos latinos, procede un principio como el de la imitación en la poesía (ut pictura poesis), para nosotros bien difícil de conciliar con el concepto, también entonces tópico, de la inspiración —recuérdese el Ion platónico—, en cuanto «furor divino», fiebre enajenadora de éxtasis, que da al poeta su autoridad, nada personal, sino delegada de lo celeste. En todo caso, ese concepto de imitación pictórica podría estar menos alejado que el de inspiración de otra idea entonces dominante: la poesía es fermosa cobertura —como dice el marqués de Santillana— de la verdad, que hay que ir desvelando a través de las bellezas poéticas. ¿Para qué tal striptease? Según Platón, la verdad no se podía contemplar cara a cara: había que mirar hacia su luz mitigada por la pantalla de la belleza. Sí, pero también hay aquí otro sentido que responde a la nueva mentalidad burguesa: que algo vale sólo en cuanto requiere un esfuerzo —incluso un trabajo que, si es mecánico, se encarga y paga a otro: lo que lleva a la actual idea del «mérito», de la dificultad por la dificultad, según la cual una pintura tiene más valor si la ha hecho un mutilado moviendo el pincel con la boca—. Y, como complemento, la idea de la fermosa cobertura implica también que la belleza tiene que ser difícil, para quedar sólo como propiedad de una minoría, a modo de nuevo blasón de nobleza. Lo peor que se podrá decir de una poesía en el Siglo de Oro es que sea «llana», a la vez «fácil» y «baja»: Con razón Vega, por lo siempre llana, insulta Góngora a Lope.
Al principio, sin embargo, esto no es tanto cuestión de dificultad jeroglífica cuanto de exquisitez depurada; incluso, antes de la total recaída aristocratizante del Barroco, el ideal, desde Petrarca a Boscán, era un lenguaje de «estado medio» —«clase media», diríamos en nuestra terminología, aunque entonces no existiera propiamente tal hecho sociológico—, con palabras no demasiado insólitas, pero tampoco vulgares, y con fraseo suavemente latinizante, pero sin calcar demasiado el hipérbaton clásico. La gracia está en el acrisolamiento de la expresión, puliendo los matices del mismo tema inevitable —todo el enorme Canzoniere de Petrarca, más de cuatrocientas composiciones, se limita al tema Laura, en dos variantes: Laura viva y Laura después de muerta (aparte de que probablemente Laura no existió nunca)—. El valor está precisamente en el aquilatamiento de la voz, girando sobre el concepto de la madonna ideal, preparado —según anticipamos— por el dolce stil novo.
Ese estilo, que a nosotros más bien nos aburre, por mucho que reconozcamos el valor de semejante ejercicio para el lenguaje poético, tenía pleno sentido entonces porque la poesía también era ciencia y filosofía, con los mismos títulos de dignidad intelectual. El poeta podía ser el tipo más característico de lo que hoy llamaríamos «intelectual»: el humanista —el asesor intelectual, el ennoblecedor cultural, el maestro de cortesía— era poeta en latín —Petrarca murió convencido de que sería famoso por los siglos gracias a su poesía latina, que hoy nadie lee, no por esa concesión a lo volgare que era el Canzoniere—. En efecto, la poesía se centraba en una ascensión platónica hacia un cielo al que le quedaba poco de cristiano; y, aunque no se dijera tan explícitamente, también llevaba en sí, en su propia forma (en sus «números», como dirían luego los barrocos), la armonía pitagórica que también vimos que fue heredando Platón.
No nos dejemos desorientar, pues, por el hecho de que las ideas teóricas sobre literatura sean, en el Renacimiento «ascendente» —digamos, incluyendo las dos o tres primeras décadas del siglo XVI—, tan heterogéneas desde nuestro punto de vista: la poesía era el saber, la filosofía —no hubo en el Renacimiento, en cambio, grandes tratados técnicos de metafísica, con carácter de novedad, ni interés por la pura especulación abstracta—, y, por consiguiente, no tenía por qué justificar su existencia ni su dignidad, sino que, todo lo más, se aplicaba algún viejo tópico de la Antigüedad para evitar escrúpulos. Ahora: al decir «la poesía», no pensemos tanto, al modo actual, en unos poetas originales, en una masa de creación nueva, cuanto en la administración del legado de la poesía clásica, que se supone que los poetas nuevos creen imitar y continuar devotamente —aunque de hecho hagan otra cosa—. Sólo poco a poco lo clásico irá siendo visto como superable: a mediados del siglo XVI, Fray Luis de León dirá que
... [a] lo antigo
supera y pasa el nuevo
estilo...,
como incitación para trabajar. En conjunto, sin distinguir demasiado si a título de albacea testamentario o de creador personal, el personaje que luego se llamará, a la francesa, «hombre de letras» es el protagonista estético del Renacimiento ascendente. Incluso económicamente, nos admiran las escasas informaciones sobre los pingües ingresos de aquellos hombres a los que «se rifaban» entre los magnates de las diversas ciudades en competencia; sólo desde la entrada del siglo XVI les aventajarán algunos grandes artistas.
La relación renacentista entre «idea» y «arte» resulta aún más clara en la pintura que en la literatura, siendo análoga: la pintura es entonces, en sí misma, «idea», un experimento intelectual, un intento de captación y análisis mental de la realidad, mostrándola atemperada al mundo de ideas —platónico o plotiniano— y al orden de la armonía formal —más o menos pitagórico—. Al lado de eso, resulta trivial lo poco que hay de conceptos explícitos sobre la esencia de la pintura: junto al gran arranque del proceso pictórico, desde —digamos— Giotto a Masaccio, apenas cabe poner sino el manual de taller de Cennino Cennini, cuyas sugerencias, si son a veces interesantes, lo son precisamente gracias a lo que tienen de heterogéneas e inconsecuentes entre sí (como señalamos que ocurre a mayor escala en lo literario). También como en lo literario, la pintura asume funciones de ciencia y de saber teórico —incluso filosófico y matemático—, sólo que, por su propia naturaleza, le corresponde mayor dosis en el orden de la experimentación técnica. El taller cumple también funciones de laboratorio de óptica: el ideal, que va pasando de una generación pictórica en otra, es el de la duplicación de la realidad como modo de tomar posesión de su esencia. El carácter intelectual de esta pretensión se manifiesta en la creciente primacía del estudio de las condiciones generales del espacio, la perspectiva, subordinando a ello la volumetría de cada cuerpo por separado. El ideal es escenográfico: el cuadro querría ser como la apertura de una ventana —o mejor, de una puerta— hacia la prolongación de nuestro espacio en una escena de alto dramatismo, no sorprendida en desorden de realista espontaneidad —como en Las Meninas y en el impresionismo—, sino centrada y ordenada en una disposición armónica y significativa a la vez. La perspectiva no incluye sólo el «cajón» de líneas en fuga hacia el centro del horizonte, formando un teatrillo, sino la organización misma de la istoria. Ya Giotto intenta, y Masaccio logra, organizar a los personajes en círculo, con algunos dándonos la espalda, para ofrecer el momento clave del tema: pronto se llega al extremo de la efectividad en la presentación de la istoria mediante lo que Alberti llama la prospettiva legittima, que implica el enganche del contemplador al asunto gracias a un personaje marginal que nos mira, con los ojos a la altura de su horizonte y de nuestros ojos. Y no cabe olvidar que, por lo que toca a la iconografía misma, ahora surge el cuadro con «programa» dictado por el humanista asesor del cliente, detallando el tema, a menudo conforme a unos determinados versos de un clásico, con pedantesca precisión de mitología, que a veces ha dado lugar a difíciles investigaciones por parte de los actuales detectives de la historia del arte. (Por ejemplo, la identificación de los «programas» de La Primavera y El nacimiento de Venus de Botticelli ha enfrentado en fecundo desacuerdo a varios de los mayores eruditos del arte.) Al lado de esta intelectualización de la pintura, casi es mejor pasar en silencio los más bien tardíos textos teóricos, como el de Leon Battista Alberti o el de Leonardo, que, por otra parte, consumen buena parte de su energía en defender el status social del pintor, humillado al lado del «intelectual», por ser un trabajador de «artes mecánicas». Las pretensiones de sabiduría y ejercicio intelectual por parte de la pintura resultan todavía muy confusas, y en cuanto a su valor de experimentación, la época no podía estimarlo debidamente: todavía no ha llegado la «ciencia nueva», y por entonces el progreso técnico tiene lugar, oscuramente, en pequeños, aunque decisivos, arreglos en los procedimientos agrícolas y artesanales —y aún más inevitablemente, en el arte de la guerra—. Se explica así que Leonardo se extienda tanto en un punto seguro para la dignificación de la pintura: en la comparación con la escultura, donde el sudor se mezcla con el polvo, mientras que cabe decir que el pintor no toca la materia —si no es por interposición del pincel, después que se la preparan los aprendices—. Ya aludiremos a cómo este complejo de inferioridad social de la pintura tendrá todavía una larga historia: por ahora, el magno proceso de la duplicación ilusionista de la realidad —aunque convencional, por ser monocular, sólo para tuertos, y por su colorismo de «cromo»— llega a su plenitud y su crisis en Rafael sin que nadie ponga en claro su razón de ser. En Florencia, Marsilio Ficino parecía no mirar a su alrededor para buscar alguna realización de su neoplatonismo en los artistas: éstos tampoco parecen enterados de sus teorías, que sólo aparecerán citadas un siglo más tarde por tratadistas de arte. Y sin embargo, la pintura es el ámbito donde más claramente se ha manifestado la hegemonía —estudiada por Panofsky— de la «Idea» en el Renacimiento: Idea como razón de Dios, como ideas platónicas, como ideas matemáticas —ley pitagórica del mundo—, como idea de lo esencial en cada especie, como ideal de lo mejor elegido entre la variedad..., y todo ello, como posesión de la realidad natural, que —se cree— nunca es pura materia en bruto, sino que está orientada y formalizada hasta su más oscura raíz por la irradiación de la mente divina. Cuando Brunelleschi o Alberti causaban pasmo con artilugios en que, mirando por un agujero, se veía reproducido, por ejemplo, san Giovanni (el Baptisterio) de Florencia, con las nubes moviéndose por el cielo, aquello era un paso hacia la posesión y el dominio de la realidad por la mente, ascendiendo hacia la clave ideal, en una línea en cuya parte superior estaba la Academia Platónica florentina citando el Timeo, el libro que Rafael pone a Platón bajo el brazo en su Escuela de Atenas.
La consideración de la mente renacentista se hace especialmente difícil al atender al territorio de la arquitectura, porque ahí, desde el arranque, se observa una pérdida de la admirable unidad del gótico: la voluntad de unificación que decíamos que hay en el Renacimiento, se reduce ahí a la apelación a ciertas formas geométricas, sacrificándose en cambio el ser mismo de la arquitectura a las conveniencias de propaganda social que ya indicábamos como propias de la incipiente estructura capitalista. El gótico, en efecto, tenía la doble unidad funcional de su transparente adecuación a una finalidad humana —la catedral, o, incluso, la cómoda casa de la más temprana burguesía germánica— y de su uso de un material en formas escuetas —la ojiva, que no sólo ha de entenderse en función de la piedra, sino también del vidrio, por el cual el muro puede reducirse al mínimo en beneficio de una luminosidad que sea, a la vez, pintura y relato—. En el Renacimiento, en cambio, la arquitectura más bien oculta la función práctica del vivir para exaltar la excelencia genial —la virtù— de los nuevos grandes hombres, disimulando las bajezas de la conveniencia cotidiana y creando, en cambio, una legitimación cultural del advenedizo económico, con recurso al mundo de la Antigüedad clásica. Pero de la arquitectura griega se sabía muy poco, y tampoco hubiera servido para nada el modelo de los templos; la romana, en cambio, venía demasiado grande y aparecía en maltratadas carcasas de ladrillo. Entonces, a la vez que en teoría se recuperaba a Vitruvio, lo que se hizo en la práctica fue citar, incrustar elementos sueltos, capiteles fuera de contexto, columnas aplanadas en forma de pilastras o sosteniendo arcos que jamás tuvieron que ver con ellas... Básicamente, el palazzo seguía siendo una fortaleza para las luchas con las demás familias nobles, pero con un toque de ennoblecimiento cultural, consistente no sólo en el pegamento aludido de referencias a la arquitectura clásica, sino en una ordenación geométrica de sentido pitagórico: planta posiblemente cuadrada, y, sobre todo, fachada en tres niveles, de los que sólo correspondía realmente a un piso el central, el piano nobile, el «principal», con los salones, a veces de grandes cortinajes pintados en la pared; en el nivel inferior se obtenía otro vergonzante pisito, el mezzanino, el «entresuelo», que sólo se echaba de ver desde fuera en algún ventanuco irregular; en el nivel superior reinaba la jungla de pasadizos y escaleras del espacio donde realmente se habitaba, sin tanto frío como en el «principal».
Pero quizá la falta de unidad era aún mayor en lo que había sido el arquetipo de unidad del gótico: la catedral, donde cada elemento (pensamos en el caso central del Florencia), campanario, nave, cúpula, baptisterio, podía estar encargado por un gremio diferente —lo que explica la separación incluso física, y aun antilitúrgica en el caso del baptisterio, que lógicamente debería ser parte de la entrada, del atrio—. Aparece entonces un nuevo tipo de arquitecto, que ya no es el tradicional maestro de obras: primero, se nombra arquitecto a un pintor o escultor acreditado, como tácitamente convencidos de la unidad ideal de toda actividad productiva —y es famoso el caso de Giotto, erigiendo el campanario de la catedral florentina, aunque sin duda gracias a la sabiduría artesanal de sus constructores—. Pero luego se pasa al arquitecto propiamente dicho, el gran inventor intuitivo de una fórmula genial —pensamos en Brunelleschi y la cúpula de la misma catedral—. Brunelleschi había sido un excelente escultor, pero su proyecto de cúpula no tiene nada que ver con una experiencia de las manos, sino que es una sublime ocurrencia teórica para cuya realización hicieron falta nuevas técnicas de construcción, que, a diferencia de las góticas, no se echan de ver en el resultado final —así, el gran cinturón que ciñe ocultamente todo el tambor, y que requería un nuevo estado de la tecnología, o el procedimiento de andamiaje móvil para ir elevando la cúpula en espiral, sin el antiguo encofrado total—. La novedad técnica produce incluso un «conflicto laboral», que cuenta confusamente Vasari: los operarios se le declaran en huelga, pero Vasari les obliga a capitular empleando un pequeño grupo de «esquiroles» lombardos altamente especializados. Y, detalle decisivo, el acabado interior de la cúpula, en vez de poder ostentar la belleza gótica de la piedra al desnudo, tapa con un feo revoque su material, menos noble, ya mero relleno dentro de un proyecto donde lo que cuenta es el acierto técnico de la idea de conjunto y de su método ingenieril, no el despliegue del material ennoblecido por la talla del cantero.
Así, en la teoría arquitectónica, donde destaca Alberti, se elude toda base utilitaria para introducir, en cambio, cuestiones tan peregrinas como la de la «imitación» —así, las aberturas o los costillares del edificio corresponderían a los de los animales—, y se justifica la aplicación de formas ajenas a la razón del edificio, no sólo como homenajes a la arquitectura antigua, sino por motivos cabalístico-pitagóricos. Es la tendencia que, como anticipábamos, llevará al intento de sustituir la planta en cruz latina, en las iglesias, por el círculo, alguna vez presentado como tal, otras veces combinado con la cruz griega de brazos iguales.
Análoga dispersión y mezcla de criterios se observa en el urbanismo, abandonando la forma gótica con la catedral como centro y las calles apretadas: primero, por la polaridad «Iglesiamunicipalidad», pero luego también por otros factores de la nueva sociedad, tales como la conveniencia de ensanchar las calles para más rápido paso de tropas en caso de batallas, o de descentralizar la ciudad en barrios análogos, para dispersar los posibles motines populares —enfrentando, de paso, a esos barrios entre sí—, junto con la larga indecisión de los ricos sobre si vivir todos en la misma área, o dispersarse por la ciudad, o retirarse a las afueras; y, tratando de imponerse sobre todos estos factores, los esquemas ideales de la ciudad circular o de la cuadrícula hipodámica... De todo eso, el espíritu renacentista dará un salto a la «idea» pura de ciudad —y de sociedad— en la Utopía («ningún sitio», en griego), de Tomás Moro (1516). Si la ciudad no puede articular orgánicamente los edificios, los edificios ahora ya no pueden articular las artes plásticas como parte de su cuerpo: en pintura, aparecen los cuadros «de colgar», no necesariamente relacionados con la pared en que queden, e incluso se sobrepreciarán los cuadros de poco tamaño y los bibelots de arte, tipo Cellini, porque, en cuanto portátiles, serán una suerte de «valores al portador» a negociar ventajosamente en otro lugar.
Pero la dispersión del empuje de unificación renacentista, aunque en arquitectura sea muy temprana, paro la conciencia general más bien llegará a ser evidente cuando pase ese efímero y discutible cenit de «clasicismo» que, para las artes visuales, podríamos situar en la prematura muerte de Rafael (1520) —Leonardo muere un poco antes, pero espiritualmente entra en la época siguiente—. Se acaban de publicar El Príncipe, de Maquiavelo; El Cortesano, de Castiglione; el Orlando furioso, de Ariosto; pero, en 1517, Lutero fija sus tesis en la catedral de Wittenberg, iniciando la Reforma, que alguien ha llamado «el Renacimiento nórdico», pero que más bien es antirrenacentista. Se entra en otra época, aunque, en el caso español, todavía hay que esperar hasta alrededor de 1530 para que la poesía se haga renacentista —eso sí, con el más fiel petrarquismo—. A esa época reservamos otro capítulo.