En la perspectiva de la «historia de las ideas estéticas», no es nada fácil ordenar lo ocurrido desde el cenit del Renacimiento más clásico hasta que predomina con toda claridad el racionalismo —a medida que avanza el siglo XVII, empezando por Francia, centro de gravedad del nuevo espíritu al mismo tiempo que primera potencia europea hasta el umbral del siglo XVIII—. El instinto intelectual europeo tiende a aferrarse a la razón —que con Descartes, asumirá su forma canónica en la razón matemática—, como línea salvadora de unidad y claridad en medio de la creciente dispersión conflictiva de lo que hasta la entrada del siglo XVI había parecido que podría ser unidad y armonía. Eso explica un fenómeno tan sintomático como la adopción de la Poética aristotélica a modo de código axiomático de la literatura: en ésta, como en las artes plásticas, la historia del barroco será una lucha entre la voluntad de ordenación conceptual y abstracta y la angustiada tendencia a la evasión y la dispersión. En el siglo XVI se habla ya mucho de «reglas del arte», pero no se aplican del todo hasta el XVII francés, entonces ya como dogma de autoridad secular. Si es lícito tomar por adelantado un personaje literario del siglo XVIII para emblematizar el proceso mental que va desde el Renacimiento hasta entonces —esto es, hasta el idealismo— elegiremos al barón de Münchhausen, en la aventura en que, caído en una ciénaga, se sacó él mismo del hundimiento a fuerza de tirarse de la coleta para arriba. Así, a fuerza de asirse a su propia razón, es como se salvará —de hecho, y no en broma— el espíritu moderno, por lo menos en un sentido de civilización material.
Pero, si tenemos la vista puesta en las realidades de artes y letras, hay que empezar por reconocer que las ideas estéticas, en el siglo XVI, aparte de ser pocas y confusas, no nos permitirían por sí solas sospechar los maravillosos logros de esa época, con los que tienen tan poco que ver; en cambio, al avanzar el siglo XVII, en Francia al menos, hay una creciente convergencia entre las cada vez más ordenadas ideas estéticas y las propias realidades artísticas y literarias, aunque no precisamente para bien de éstas, por mucho que se valore el teatro francés del Grand Siècle y la pintura de Poussin: dejamos al margen, eso sí, la historia de la música, a la que parece que el racionalismo le sentó bastante bien.
El período a que vamos a aludir ofrece, ante todo, problemas de terminología en la periodización histórica —que varía de país a país, y de arte a arte—: nosotros, apelando a lo visual, diremos simplemente que, una vez pasado el collado del Renacimiento clásico —pongamos, el primer ventenio del siglo XVI—, cabe llamar «Renacimiento avanzado», o «alto Renacimiento», o, lo que preferimos, época del «manierismo», al período que va hasta el cambio de clima producido más o menos entre 1580 y 1600, dando paso entonces al «Barroco», que en algunos sentidos ocupa el resto del siglo —en música, sin embargo, llegará hasta mediados del siglo XVIII, con la muerte de Bach en 1750—. Hay un problema, también de vocabulario: al «Barroco» le sucede un «Clasicismo» o si se quiere «Racionalismo», pero en Francia éste empieza en seguida, ya con el siglo XVII, sin que se produzca —especialmente en lo literario— eso que en España y en Italia se llama «barroco», lo cual no impide que los historiadores franceses se empeñen en aplicar también la etiqueta de baroque a lo que ocurre entonces, no sólo a Corneille, sino a Racine y a Molière, que a nosotros nos parecerían más bien la anulación del Barroco, y su contrario diametral.
Con esquemática rapidez, apelemos al paralelo visual: en el manierismo, cuyo mejor ejemplo para nosotros es El Greco, aunque no debamos olvidar a Tintoretto y a los Pontormo, Rosso, Parmigianino (incluso en el mismo Rafael ciertos rostros incurren ya en manierismo), se ha abandonado la unidad del espacio: en una figura que, por lo demás, conectaría con nuestro propio espacio, parece que los ojos, en un sentido, y la nariz y la boca, en otros, estén ordenados desde centros inaccesibles, en alguna cuarta dimensión. Lo cual tiene un evidente sentido de expresión espiritual: es otro mundo, no este bajo mundo cotidiano y común. Además, la organización de la istoria se hace más dramática y patética abandonando la centralidad: hay grupos de personajes agolpados en parte del primer plano, dejando zonas vacías, no bien conectadas con fondos irreales. Y, en especial, se olvidan los cánones armónicos en las formas: un cuerpo puede estirarse hasta medir doce o catorce cabezas, porque así es más expresivo y espiritual. Sin suprimir las bases y falsillas del Renacimiento, esta nueva actitud —interiorizada, minoritaria, oblicua— toma lo clásico, no tanto como «cita» autorizadora, cuanto como algo lejano que se va irrealizando. No tenemos todavía un mínimo consenso sobre la aplicación del término «manierismo» a la literatura, acaso por ser menos llamativo que el «barroco»; pero no sería inútil disponer de él para individuar fenómenos como la falta de decorum —la sutil y deliberada inadecuación del tono al tema, que crea cierta indecisión en el lector sobre cómo tomar aquello— y en otros astutos efectos, sin la agresividad propiamente «barroca», en el modo de presentar una acción narrativa no aclarando su posible modo de realidad.
En todo caso, no se debe considerar —sobre todo en literatura— que el «manierismo» cese cuando se establece el dominio de lo «barroco»: aquél no dejaría de ser un elemento menos llamativo dentro de éste, y podría incluso servir para analizar mejor ciertos hechos que, situados dentro de la época barroca, parecen, a primera vista, aspectos clásicos y realistas, y que, sin embargo, acaban por revelarse engaños a los ojos, deliberadamente desorientadores. Podríamos poner dos insignes ejemplos de esta situación: Las Meninas y el Quijote. En efecto, Las Meninas, que, en una mirada rápida, puede pasar por un cuadro ilusionista, de perspectiva florentina y veneciana, a la larga se revela como una paradoja imposible de unificar desde un solo supuesto óptico, por la peculiar organización de su istoria, con los Reyes en el espejo del fondo, negando la existencia de un espejo en el lado del espectador, que, en otro sentido, sería necesario para justificar la hipótesis de que el cuadro entero se supusiera visto desde el pintor autorretratado. Se impone así interpretar el cuadro como obsequio cortesano: es la escena tal como la vieron los Reyes. Y en el Quijote, la deliberada y humorística contradicción interna de los supuestos no hace sino potenciarse al pasar al segundo volumen: el que empezó imitando los libros de caballerías vive ya como personaje célebre por su libro —primer volumen— y en lucha con otro libro —el Quijote falso de «Avellaneda»—, al que se le va atribuyendo diferentes grados de relación con la realidad.
Complementariamente, también cabría decir que hay tanto de ese sutil manierismo engañador cuanto de genuino barroco evidente en la obra de Bernini: su santa Teresa, agitándose en éxtasis en una suerte de escenario flanqueado por dos palcos a donde se asoman unos cardenales de mármol que contemplan fríamente el espectáculo, sí que sería propiamente «barroca», pero sus trucos de corrección óptica en la plaza de San Pedro del Vaticano —trucos fallidos por no haberse realizado más que a medias—, quedarían quizá mejor etiquetados como «manieristas».
Y lo mismo en el orden literario, tan importante en el caso español: hay, básicamente, dos grandes formas del barroco poético, el culteranismo gongorino, muy visual, con fulgores extremados de los colores elementales transformados en destellos de materias preciosas sobre el fondo nocturno de su oscuridad estilística, y el conceptismo, en que se enfrentan en paradoja las dualidades de conceptos absolutos —«muerte-vida», «fuego-hielo»—. Pero en ambas líneas —aparte de que haya otras líneas secundarias— se conservan ciertos efectos de ambigüedad y de deliberada indecisión en el tono —en el decorum— que serían mejor rotulados como manieristas, así, en el Polifemo gongorino, los frecuentes momentos en que no sabemos bien si hay un chiste o un efecto de belleza.
Pero hemos de contentarnos con estas rápidas alusiones: aquí no podemos resumir la historia de la literatura y las artes. En el terreno de las ideas estéticas propiamente dichas, el siglo XVI entra con la mezcla de conceptos a que ya aludíamos: el sentido del arte como «velo» de la verdad, su carácter educativo y utilitario, el papel de la inspiración venida desde lo alto, la imitación, tanto en lo literario como en lo pictórico —uf pictura poesis, sacando de su contexto el dicho horaciano—... Pero hay dos líneas de novedad, muy en contraposición: por un lado, el papel de la Poética aristotélica; por otro, el crecimiento de una variedad de términos expresivos de una sensibilidad más moderna y compleja, más afín a nuestra propia sensibilidad, aunque a veces invoque ideas neoplatónicas del siglo anterior. En efecto, hay un creciente interés por la expresión y la percepción individuales que presagia los análisis de los empiristas ingleses en el XVIII. Esa profética precocidad no pasa de ser un esbozo, una vaga manifestación de oscuras tendencias del espíritu histórico, que no logra dar dignamente razón de los gloriosos hechos artísticos y literarios de los siglos XVI y XVII, y, más grave aún, que en la medida en que llega a formar un cuerpo de doctrina —sobre todo en el Grand Siècle francés—, lo hace adoptando una función más bien negativa de imponer límites y prevenciones, el «academicismo» como precepto de la autoridad política a la vez que como consecuencia de una mentalidad abstracta y geometrizadora. Los escritores y artistas, entonces, si pueden se desinteresan de la teoría, y si no pueden, han de aceptar un dogmatismo mitad cortesano, mitad policíaco. Por otra parte, los grandes filósofos racionalistas que surgen siguiendo a Descartes —Spinoza, Leibniz, en cierto modo Hobbes...—, desdeñan la estética racionalizadora que había sido su precursora, porque desdeñan lo estético como asunto demasiado subjetivo y oscuro. A lo largo de estos dos siglos, el foco de nuestra consideración se desplaza de Italia a Francia —y no sólo por lo que toca a la historia de las ideas estéticas, sino también en cuanto a la historia tout court—: no se olvide que al final del siglo XVII se hace evidente que el gran Imperio español cede la hegemonía a la Francia del Roi Soleil, el cual ahora saca pleno partido a su vieja primacía demográfica en una expansión material basada en el pacto «mercantilista» entre la Corona y la nueva clase ascendente. Cierto que la estancia de ese sol en el cenit histórico será breve, porque a lo largo del siglo XVII Inglaterra se va adelantando ya a los nuevos tiempos, al reducir el poder de la Corona con la intervención parlamentaria y, en hábil administración de una economía siempre defendida en su insularidad, al prepararse para ser «reina de los mares» desplazando a Holanda. Pero, en nuestro panorama, podemos dejar todavía a Inglaterra al margen hasta el tránsito al siglo XVIII. Volviendo a una línea ya iniciada, podemos seguir ateniéndonos a Italia hasta bien entrado el siglo XVII, para observar allí esa dualidad que sugeríamos entre el afán de racionalización estética y el crecimiento de los elementos y perspectivas de orden personal, más o menos subjetivo. Por un lado, aquella tendencia se puede resumir en el papel de la Poética aristotélica como código de las letras —en las artes visuales, en cambio, todo el sentido geométrico del ascenso del Renacimiento, que cupo ver llegado a su expresión abstracta en La divina proporción de Luca Pacioli (1509), queda desbordado por el manierismo y el barroco, imposibles de reducir a códigos racionales—. Por el otro lado, hay un nuevo vocabulario, creciente y pululante, de matices cada vez más delicados, hasta llegar al «no sé qué», que será tan socorrido en el siglo XVIII. En todo caso, ambas tendencias, por contradictorias que puedan parecer, coinciden en hacer de las letras y el arte algo más complejo y profundo, aunque en la pintura se siga aceptando teóricamente el deber de la «reproducción» y en las letras se siga repitiendo el ut pictura poesis: lo estético se va viendo más como expresión y menos como imitación, si bien la expresión pueda serlo del anhelo de seguridad racional y matemática, característico de la gran crisis del siglo XVII y que subyace a las contorsiones del Barroco.
Pero, como decíamos, para ilustrar ese lado no-racional, mejor que un análisis sistemático, nos serviría una observación, incluso superficial, de la terminología en uso entonces. Así, el término bellezza crece en importancia, pero no precisamente en sentido de equilibrio formal: se le asocian términos como grazia, e incluso los intraducibles vaghezza y lleggiadria —aquél con más carga de fantasía y libertad; éste, con un matiz de vivacidad y atractivo personal sin demasiada regularidad ni perfección—. El término venustà, ciertamente alusivo a Venus, resuena entonces no con asociación estatuaria y marmórea, sino casi como «encanto». Por lo que toca al quehacer del artista, importa mucho el término maniera —de donde derivará manierismo, con un matiz peyorativo que no tenía cuando lo usaba, por ejemplo, Vasari—: maniera era casi la «garra» personal, el estilo propio, la originalidad personal. Y llega un momento en que la maniera puede ser lo que más se estime en un cuadro, dejando en segundo término su tema: incluso como término de clasificación mercantil, se puede anotar en un documento que un cuadro está dipinto di maniera para indicar que su precio deriva de su novedad estilística más que de lo que tradicionalmente determinaba el valor de una obra. Pero éste es un término solamente pictórico; en cambio, asoma otro que vale también para las letras, y es sprezzatura, que no hay que entender literalmente como «desprecio», sino que es más bien la indolencia altanera de quien se considera por encima de su misma obra, y alardea de una desdeñosa facilidad y de liberalidad de espíritu, sin querer hacer caso a las materialidades «mecánicas» del arte. A medida que los tiempos evolucionen hacia el Barroco, ese desdén dejará la primacía al desiderio di stupire, al deseo de dejar estupefacto al contemplador —è del poeta il fin la meraviglia, dice el poeta Marino, como lema de su estilo: «la finalidad del poeta es el asombro»—. Ese asombro puede producirse por el cappriccio, por lo bizzarro (que no es nuestro «bizarro», sino «sorprendente, extravagante»), por lo grottesco (que, claro está, viene de «gruta», y entonces se decía «grutesco», aludiendo a las fantasías de grutas en parques, con fuentecillas sorprendentes y estatuas arbitrarias). Pero también puede ser resultado de una gran espectacularidad —a menudo producida en parte por trucos que no se advierten, en especial si es en arquitectura, como en el caso extremo de Bernini—. Sin embargo, quizá lo más interesante sería seguir de cerca la evolución en el uso de términos más emparentados con la razón: por ejemplo el de concetto, que, sin perder del todo su referencia a la «idea» más o menos platónica, se convierte más bien en «proyecto» o en la imagen intuida (en literatura deriva hacia un sentido de ingeniosidad, a la vez sorprendente y profunda, más claro en el español «concepto»). Un ejemplo privilegiado lo tenemos en aquellos versos de Miguel Ángel:
Non ha l’ottimo artista alcun concetto
che un marmo solo in sé non circoscriva
col suo soverchio, e solo a quello arriva
la mano che ubbidisce all’intelletto...
(No tiene el óptimo artista ningún concepto
que un mármol solo en sí no circunscriba
en su rebose, y sólo a él llega
la mano que obedece al intelecto...)
Para leer bien estos versos, hay que tener en cuenta que Miguel Ángel pone en el centro de su consideración el «ojo», que no es simple visión, sino órgano de hallazgo de una forma latente en la materia, a desvelar por el escultor per via di levare, «quitando», que es la manera noble, en lucha con el mármol, en contraste con la via di porte, «poniendo», tal como se hace con el barro —por más que luego deje paso al bronce—. Se cuenta que Miguel Ángel dirigía la extracción de los bloques de mármol en las canteras, y en cada uno de ellos ya «veía» la figura contenida. Se trataba, pues, de un intelecto visual, con la ambigüedad típica de la época manierista: por un lado, no razón geométrica; por otro lado, no «oficio». La mano, el trabajo «mecánico», tiene en Miguel Ángel menos importancia que en el Renacimiento ascendente: el genio artístico es intuición, visión de la obra que hay en la entraña de la realidad en bruto. Quizá hay por eso en su obra cierto desfase entre la grandeza de la concepción total y el «acabado» de la piedra y la pintura, y, para el gusto actual, sus esculturas, vistas de cerca, pueden resultar de calidad un poco «lamida». Así, es una posición —insistimos— no racionalista ni programática, pero sí espiritualista, lo cual, aparte de relacionarse con la participación de Miguel Ángel en el grupo religioso-intelectual de Vittoria Colonna, se manifiesta en su actitud ante la sociedad, y, en especial, ante el Papa que le hace los gigantescos encargos vaticanos, y del que, altivamente, no querrá recibir dinero, porque no se considera ya scultore ni pittore, sino hombre libre que crea arte libremente; y que acaso tiene su más directa expresión en su poderosa y originalísima poesía.
Ese espiritualismo de tendencia mística, contraponible al racionalismo, estará también en la evolución del sentido del término disegno, palabra ésta que había servido profesionalmente para reunir las artes que llamaríamos visuales, pero que en los teóricos afines al manierismo —Zuccari y Lomazzo—, llega a tener un sentido también de «proyecto» mental iluminado por la luz suprema. Incluso, Lomazzo llega a darle una falsa etimología como di-segno, «signo de Dios».
Es entonces, significativamente, cuando se aplica a la teoría artística el neoplatonismo de un siglo antes, de Marsilio Ficino. Lomazzo, el pintor que se hizo teórico porque se quedó ciego, cita largamente la teoría ficiniana sobre la belleza divina como espejada en los ángeles y en las almas, hasta descender a aposentarse en cuerpos y cosas que estén formalmente bien armonizados —la teoría que, un siglo antes, no escucharon los pintores florentinos, demasiado ocupados en su trabajo—. Pero hacia 1600, los artistas parecen desinteresarse por las teorías, mientras en literatura, en cambio, prosigue el avance del preceptismo pseudoclasicista. En general, conviene insistir en que, por mucho que se enriquezca y flexibilice la terminología estética de la época, no llega a sugerir ni de lejos el maravilloso proceso del arte de entonces: el tránsito desde la pintura florentina a la veneciana —con su perspectiva aérea y su nueva credibilidad de color—, la aventura manierista, patética y rebuscada en su expresividad, confluyendo con ciertas laderas de la experiencia veneciana, y luego, el dramatismo caravaggiesco —para no hablar del caso de Velázquez, a quien todavía no se le han encontrado categorías adecuadas en el lenguaje del análisis artístico—, y, en la arquitectura, toda una jungla de paradojas y engaños. Considerar, por ejemplo, a un Bellori como documentador teórico del barroco es completamente inadecuado. Sin embargo, no estamos haciendo aquí historia del arte ni de la literatura: bástenos haber sugerido que hubo algo en los escritos de entonces donde se entrevió que las grandes conquistas del arte y la literatura no podían dejar de arrastrar una nueva época en la conciencia teórica.
Volvamos, dicho esto, a la acera de enfrente, a la del afán de racionalismo. En las crecientes tensiones y rupturas de la época, y sobre todo en la gran crujía del siglo XVII —que ensombrece incluso a las naciones ascendentes—, la razón, especialmente nítida en su forma matemática, es la referencia a que apelar para no perder la confianza en la capacidad del hombre para dominar y comprender el mundo —cosa más compleja de lo que creyó el primer Renacimiento—. Sólo que hay que reconocer —ya lo anticipábamos— que, en la teoría estética, este racionalismo es sobre todo negativo, prohibitivo. El centro del desarrollo está en la Poética de Aristóteles, que, como ya se dijo, entra en circulación cultural desde los últimos años del siglo XV, y que no tarda en ser usada como texto legal, sacándose de ella, no sin cierta arbitrariedad, la doctrina de las tres unidades —de acción, de lugar y de tiempo; ésta es un giro del sol, o incluso en doce horas para algunos—. A su vez, estas tres unidades suponían una lectura restrictiva del concepto de mimesis, como imitación verosímil y realista, pero tenían también su sentido propio de voluntad de restringir la acción teatral a una suerte de pizarra donde demostrar teoremas morales. En cambio, el concepto de katharsis no adquirió especial interés en esa época. Surgen entonces los grandes comentadores de la Poética: señalemos dos de carácter muy diverso. Ante todo, Scaligero, el gran ordenador de cronologías, aplica también su ánimo clasificatorio y limitador a su glosa, de sentido restrictivo; pero más adelante, en cambio, Castelvetro hace una lectura liberal, e incluso popular —la poesía se debe dirigir a todos, y no sólo a los selectos, según suponía el filoaristocratismo barroco, y su misión es dar placer—. Esta mentalidad, también manifiesta en otros aspectos de su persona, llevaría a Castelvetro a terminar en destierro y desgracia.
La Poética, como texto sagrado, encontró sus templos en las Academias, que van evolucionando desde la Academia platónica de Ficino hasta hacerse instituciones de vigilancia y reprobación —incluso en lo lingüístico, en Italia, la de la Crusca, defiende la pureza de la apenas consagrada lengua italiana, antes toscana; en España también existen la Matritense, la de los Nocturnos...—. Con todo, en España y en Italia las consecuencias de este dogmatismo son escasas y se limitan casi al teatro, Aristóteles no había hablado, por fortuna, de la épica ni de la novela y vemos cómo en el Quijote, esa maravilla de libertad literaria, Cervantes lamenta la poca suerte de ciertas tragedias neoclásicas, en cuyo valor no sabemos si realmente creía. Y es conocido de sobra cómo Lope de Vega, en su Arte nuevo de hacer comedias, escrito a petición de la Academia matritense, presume de saber muy bien qué es lo preceptuado por la mente neoclásica, pero reconoce que, a la hora de escribir, tiene que pensar en dar gusto al vulgo, «pues que paga», y por eso encierra en un armario los modelos clásicos, para que no le dé gritos «la verdad en libros mudos» (¿la verdad, pensaría de veras, o era sólo una coartada ante los «barbados licenciados», ante los pedantes que podían llamarle ignorante?).
El academicismo, Poética aristotélica en mano, tendrá su más férrea aplicación en Francia, donde Richelieu funda en 1635 la Académie (es decir, la de la lengua y las letras; la de Pintura y Escultura se funda en 1641, con su prolongación en Roma en 1666; la de Arquitectura surge en 1761). Al año siguiente, Corneille estrena Le Cid, que no contenta a la mentalidad oficial: Richelieu pone el asunto en manos de la Académie, la cual designa una comisión de tres que, un año después, emite un voluminoso dictamen con les sentiments de l’Académie, como veredicto negativo por mayoría. Como en tardía retractación, Corneille publica en 1660 un discurso sobre las tres unidades: se nota que en el fondo no está convencido de su carácter a priori matemático, y las justifica por conveniencias de comodidad para el público. Él mismo, al final, se excusa por sus «herejías» en el esfuerzo por poner de acuerdo «las antiguas reglas con los modernos placeres». Esa rigidez de las reglas —por ser la literatura como es— pudo dejar lugar a un gran dramaturgo como Racine, gracias al cual se convierten en estricto tablero de juego para la creación escénica. En cambio, en la pura exposición preceptiva, y en referencia no sólo al teatro, sino a la poesía en general, era inevitable llegar a una cierta apertura, y eso es lo que ocurrió en la famosa Art poétique de Boileau (1674). Allí se mezclan las reglas pseudoaristotélicas con las máximas de tradición horaciana, estableciéndose una componenda entre la razón (que, «a menudo, no tiene más que una vía») y la prudencia empírica, que reconoce diversidad de temperamentos literarios y de conveniencias en cuanto al «placer» —peligroso término éste—. En cualquier caso, Boileau tiene la orgullosa conciencia de vivir en una época de claridad y civilización, también literariamente, desde que, casi un siglo antes, enfin Malherbe vint, y enseñó «el poder de una palabra puesta en su sitio», fórmula ésta con la que estarían de acuerdo todos los poetas de todas las épocas, discrepando, en cambio, sobre cuál es «su sitio».
También para las bellas artes regía la autoridad absoluta del Rey y su Academia —y hay que reconocer que no faltaba un Racine de la pintura, como Poussin, que ya tempranamente (1624) había abierto los ojos en Roma («tengo razones para todo», decía, y en otro lugar: «mi naturaleza es buscar las cosas ordenadas», dibujando «la esencia por la que la cosa se conserva en su ser»)—. Sin embargo, también la pintura dejaría esa esencialidad, digna de Descartes y Spinoza, admitiendo cada vez más lo que, según Francisco de Holanda, Miguel Ángel había llamado despreciativamente «paisajes». Así lo testimonia De Piles, miembro, en la Academia de Pintura y Escultura, del estamento de los que se llamaron amateurs —ni artistas profesionales ni aristócratas, sino aficionados distinguidos—, con un comienzo de eclecticismo también manifiesto en su famosa clasificación de pintores otorgándoles una calificación numérica en cada uno de los diversos aspectos de su arte.
La literatura y el arte, así, respondían al criterio ordenador de la razón, de la cual se consideraba ejecutora la autoridad del soberano absoluto —claro que sabemos muy bien que por detrás de L’État c’est moi estaba el pacto mercantilista, en que los reyes se aliaban con los grandes mercaderes colonizadores; teóricamente, las naciones eran las verdaderas entidades económicas, acumulando oro y plata en una suerte de hobbesiana «guerra de todos contra todos», en que la «balanza de pagos» era el campo de batalla, porque si uno aumentaba algo, tenía que ser a costa de otros; en la realidad, aquella corona absoluta no hacía sino endeudarse con la clase ascendente, a la cual prestaba, además, el apoyo de las armas pagadas por los contribuyentes—. Quiere decir esto que ni la sociedad, ni las artes y las letras llegaron a absolutizarse en su racionalismo, sino que fueron derivando hacia el orden burgués —antes en Holanda, y luego en Inglaterra—. El proceso de racionalización tenía su mejor curso en la filosofía, y es significativo que, por más que los doctrinarios estéticos quisieran racionalizar, los filósofos desdeñaron lo estético: desde Descartes hasta Leibnitz, la filosofía opina simplemente que las cuestiones de gusto son meramente subjetivas y dependientes de las costumbres nacionales y personales. Todo lo más, Bacon repite la idea de la inspiración como algo divino, rechazando la reducción de la belleza a armonía matemática, y Hobbes admite que, mientras la filosofía siga a medio camino y no se puedan dar explicaciones «mecánicas» (esto es, científicas) de todo, la poesía puede valer como un mal menor (un pis aller, dice, usando el término francés). Y para Leibnitz lo estético no pasaría de estar en la parte oscura del conocimiento, en el bajo arranque de esa rampa en que se van ordenando las mónadas de menor a mayor luz.
El siglo XVIII, sin embargo, permitirá que se hable de «estética» como disciplina filosófica.