3. Marina

 

 

 

 

Berta había tenido su primer encuentro con Marina mucho tiempo antes, con motivo de la publicación de la primera novela de la chica, que trataba de la princesa de Éboli y que Marina firmaba en la Feria del Libro del Retiro.

La novela estaba teniendo notable éxito de público y Berta, acompañada de Rai, alcanzó por fin el mostrador y consumió un tiempo mayor del debido para la firma de su ejemplar, contándole a la autora que había venido a buscar el libro al saber que transcurría en la España del siglo XVI y que tenía como protagonista a una mujer tan sugestiva.

—Me interesa mucho ese siglo —explicó Berta—. Tengo bastante material sobre él, entre otras cosas un libro antiguo, apasionante, escrito y publicado entonces por una mujer, que ahora ya no se conoce y sobre la que voy a escribir un ensayo biográfico.

Más adelante le diría Marina a Rai que esa fue la primera vez que oyó hablar de Oliva Sabuco, aunque también aseguraba que se olvidó inmediatamente de ella y de sus interlocutores cuando Berta se despidió, a instancias de su hijo, que sin duda había advertido el fastidio de quienes estaban detrás de ellos esperando también la firma de la autora.

 

 

 

Volvieron a encontrarse el año siguiente, otra vez en la Feria del Libro, y al verlos le pareció a Berta que hubo en la mirada de Marina un aire de reconocimiento, sobre todo frente a Rai.

Aquella primera novela de la chica continuaba encontrando notable eco lector, y esta vez Berta quería que le firmase un ejemplar para su hija Yolanda. Y de nuevo le habló de la obra de Doña Oliva.

—La tengo en su cuarta edición, de 1728 —explicaba Berta una vez más.

Añadió que seguía dándole vueltas a su propio libro, el ensayo biográfico, con una convicción formulada desde la idea de que Marina recordaba de qué le estaba hablando.

En aquella ocasión, Berta invitó a Marina a tomar un refresco en alguna de las terrazas del parque cuando terminase la firma, y Marina, como le confesaría cuando hubieron entrado las dos en mayor confianza, accedió sin saber muy bien por qué, ya que procuraba ser cautelosa con los lectores desconocidos, para prevenir su posible fervor empalagoso, proveniente del reclamo mediático. Sin embargo, dijo, había en el ambiente, más allá de las casetas, una armonía primaveral que animaba a disfrutarla. Y en Berta encontraba también un misterioso reclamo, sobre todo por aquella seguridad suya al hablarle de la escritora antigua y desconocida.

—Y como hay que reconocer que Rai es un chico guapo, no me importó dedicar algo de tiempo a tomar una cerveza y charlar contigo, una lectora que parecía tan devota, lo que además serviría para despejarme un poco en la labor de total dedicación a la escritura de mi novela rusa, que durante aquellos días me acaparaba todas las horas. Y te confieso que pensé también que saber más del extraño libro al que te referías podía acaso darme alguna idea, porque quien escribe debe estar siempre atento a lo que pueda servir para ser utilizado en su trabajo. ¿No fuiste tú a por mi novela porque transcurría en el siglo dieciséis y querías localizar tu libro en ese tiempo?

 

 

 

Berta le contó a Doña Oliva que así fue como Marina tuvo noticias tangibles de ella y de su curioso caso, y como conoció de verdad a Rai, que por entonces había perdido su primer trabajo y estaba esperando encontrar otro.

Aquella vez Rai había comprado en la feria un pesado libro amarillo, con un dibujo en la portada abundante en manchas negras, que se titulaba Epiléptico.

—Es un cómic —le explicó Rai a Marina—. Está teniendo mucho éxito, como tu novela.

Marina le preguntó entonces si le interesaban los cómics, y a partir de ahí tuvieron una charla que obligó a doña Berta a esperar, muy complacida sin embargo de que entre ambos jóvenes hubiera surgido aquella espontánea comunicación. Rai dijo que le gustaban los cómics, la novela negra, la música clásica, ciertos deportes y bailar, y Marina, tras echarse a reír, contó que ella tenía que llevar una vida más reposada, pues la escritura le exigía mucho tiempo, y que en aquellos momentos estaba muy metida con una novela de intriga y amor que transcurría en la Rusia de Catalina la Grande.

Ese fue el momento de Berta, que intervino asegurando que su libro sobre Doña Oliva, aunque no fuese una novela, tenía mucho misterio.

Marina se interesó por el libro que había escrito Doña Oliva, y Berta le aclaró que aquel famoso libro tampoco era una novela, sino que trataba de filosofía y medicina.

—Figúrate que, firmada por Doña Oliva Sabuco, y con los privilegios para la edición otorgados a su nombre a través de los años y de las ediciones sucesivas, hay gente empeñada en decir que la obra la escribió su padre, por un testamento raro, muy escueto, que apareció a principios del siglo veinte.

—La historia está llena de cosas sorprendentes y novelescas —respondió Marina—. Yo estudié Historia y por eso se me despertaron las ganas de escribir novelas. Intentar desvelar el secreto de lo que pudo suceder es un acicate para la imaginación. Y lo que me cuentas te puede dar para algo muy interesante.

—¿Y de qué trata eso que tú estás escribiendo ahora?

—Lo que llamo la novela rusa. Una historia de amor que le sucede a un ingeniero español que vivió en San Petersburgo y fue muy conocido en la Rusia del siglo dieciocho, Agustín de Betancourt… —respondió Marina.

 

 

 

Aquel fue un encuentro grato y curioso, pero hubo una tercera vez, como en los cuentos: pues Marina terminó su novela rusa, que apareció en la primavera del año siguiente.

Berta no pudo ir a la feria, porque estaba convaleciente de un tratamiento de radioterapia, pero envió a Rai como emisario para que le comprase la novela y le pidiese la firma a Marina. Rai le contó luego que la novela no parecía tener el éxito de lectores que había encontrado la anterior, acaso por los tiempos que corrían, pues la crisis estaba en su apogeo.

—Había unos cuantos, pero nada de las colas de las otras veces. Lo curioso es que Marina se acordó enseguida de mi nombre y me preguntó por ti.

—¿Te preguntó por mí? —replicó Berta, muy halagada.

—«¿Qué es de tu madre, esa señora tan simpática? ¿Y qué ha hecho con su libro? ¿Lo ha terminado ya?» Todo eso me dijo, de verdad.

Berta lo miraba con embeleso.

—Yo le contesté que estabas enferma, que seguías un tratamiento y que no habías podido ir, pero que querías que te firmase el libro para leerlo enseguida.

Aquella vez fue Marina quien propuso que tomasen algo cuando terminase la firma, según Rai porque aseguró que no le venía mal un poco de compañía para consolarse de la decepción de no haber tenido en esa ocasión aquellas colas del libro anterior, y además porque, añadió, sentía curiosidad por saber más de aquella lectora fiel.

—No sé si lo de las colas era una broma, pero yo le dije que encantado, que pasaría a buscarla cuando terminase la firma.

 

 

 

«De tal modo comenzó lo que luego llevaría al noviazgo de Rai y Marina», le contaría Berta a Doña Oliva cuando tuvo noticia fidedigna de ello. «Tomaron unas cervezas en una de las terrazas del parque, y Marina conoció lo que me pasaba y mi lucha contra ello, en la que tanto me estaba sirviendo de ayuda tu libro. Rai le había dicho que tenía la intención de haber ido yo a por la novela, pero que estaba reposando. Que como teníamos las listas de los días en que firmaba, otro en el que yo estuviese mejor pasaríamos los dos a saludarla.

»Y luego hablaron de otras cosas, por lo visto: de que Rai seguía en el paro, pero que yo era muy amiga de una persona que tenía influencia en una empresa importante que trabajaba mucho en Hispanoamérica y que acaso por ahí pudiese salirle algún trabajo… Y aunque hacía varios meses que Marina había terminado la novela rusa que estaba firmando en la feria, en aquellos momentos se encontraba sin ninguna idea concreta y, según me dijo ella misma después, comprendía lo que había oído decir a otros escritores sobre el sentimiento de vacío que queda tras haber acabado una novela.

»Se interesó por mi libro y Rai le informó de que, a pesar de mi estado, dedicaba muchas horas a escribirlo, aunque no supo darle más noticias sobre cómo había enfocado yo el asunto, porque me daba mucho miedo estar escribiendo una cosa indigna de ser leída y no le había dejado a Rai ver ni una página, y siempre le decía que todavía era muy pronto para que pudiese leer algo, pero que tenía mucha documentación sobre la época de Felipe II. Y en Marina, al parecer, se despertó más su simpatía hacia mí y decidió visitarme. Eso me contó Rai: que ella había preguntado cuándo podría venir a verme. Resultaba que Marina no tenía nada especial que hacer durante aquellos días, pues había terminado las primeras promociones, solamente debía estar en la feria en las horas de firma, y no se había metido a escribir nada nuevo, como te dije antes. El caso es que aseguró que vendría a verme con mucho gusto.»

 

 

 

Unos días después, al atardecer, Marina se presentó en casa de Berta, que sintió una alegría extraordinaria y, además de agradecerle la visita, le dijo que estaba terminando de leer su nueva novela y que le parecía magnífica.

—Yo no conocía a ese personaje —añadió.

—A Agustín de Betancourt apenas se lo recuerda en España, pero en Rusia, y sobre todo en San Petersburgo, es una figura muy valorada.

Luego Marina se interesó por el libro de Berta. Pero esta quiso, ante todo, que Marina tuviese en sus manos el de Doña Oliva, aquella especie de talismán.

El libro estaba depositado sobre la mesita, junto al sillón orejero donde se sentaba Berta, que tras tomarlo con cuidado devoto se lo alargó:

—Mira qué encuadernación, qué tipo de letra. Ahí está la dedicatoria al rey Felipe II. Doña Oliva estaba tan segura de lo que decía, que al propio rey le propone que se pruebe su sistema durante un año, pues la medicina de Hipócrates y Galeno se había probado durante dos mil, con poco éxito, como era patente, dice con algo de ironía. Eso indica lo convencida que estaba de sus conocimientos, a pesar de ser tan joven… Eso, no te lo pierdas, es la carta de Doña Oliva al presidente del Consejo de Estado pidiéndole protección frente a los posibles plagiarios del libro y proponiéndole también una reunión de hombres sabios para que ella pudiese demostrar en su presencia lo errado de la medicina tradicional. ¿Crees que otra persona que no fuese la propia autora tendría la osadía de plantear algo así? Y ese texto que está ahí es el parecer del reverendísimo fray Francisco Montiel de Fuentenobilla, déjame, déjame el libro.

Berta recuperó el venerable volumen:

—Indica ese fraile que el libro se ha editado tres veces pero que son tantos los discretos y aficionados, y que lo desean con ansia, que por común utilidad nuevamente se le da a la estampa… y asegura que es él quien lo ha expurgado, como calificador de la Santa Inquisición. Y luego vienen los sonetos que le dedicó a Doña Oliva el licenciado Juan de Sotomayor, escucha, escucha el primero:

 

Oliva de virtud y de belleza,

con ingenio y saber hermoseada,

Oliva do la ciencia está cifrada

con gracia de la suma eterna alteza.

 

Oliva de los pies a la cabeza

de mil divinos dones adornada,

Oliva para siempre eternizada

has dejado tu fama y tu grandeza.

 

La oliva en la ceniza convertida,

y puesta en la cabeza, nos predica

que de ceniza somos y seremos.

 

Mas otra Oliva bella, esclarecida,

en su libro nos muestra y significa

secretos que los hombres no sabemos.

 

 

Berta tenía muchos libros, y no precisamente los best-sellers que llamaban la atención del gran público, como ella misma sabía: en la biblioteca había numerosas obras del Siglo de Oro, del siglo XVIII, del XIX, del XX… Enseguida se dio cuenta de que Marina no tenía demasiado interés en hablar de aquello, tal vez porque, tras las lecturas juveniles, su carrera de historiadora la había separado bastante de la ficción, como dijo. Del Siglo de Oro había leído el Quijote, La vida es sueño y varias comedias de Lope; del siglo XVIII conocía novelas de Jane Austen, sobre todo; del XIX, a las hermanas Brontë, a Alejandro Dumas y algo de Dickens; y del XX, sobre todo novelas históricas de autores como Mika Waltari, Lion Feuchtwanger, Antonio Gala, Ken Follett o Juan Eslava.

Por cierto, ninguna novela de estos figuraba en la biblioteca de Berta, y Marina lo hizo notar:

—Había creído que te interesaba la novela histórica.

—Hay algunas, como Los idus de marzo, o Narciso y Goldmundo, o Memorias de Adriano, que me gustaron mucho —repuso Berta—. Pero tu primera novela despertó mi interés en el género al tratar, precisamente, de esa España del siglo dieciséis, la de Doña Oliva, sobre la que sigo intentando escribir mi libro.

La velada se alargó y Rai preparó una merienda-cena sabrosa. Marina parecía encontrarse a gusto con ellos y Rai la llevó un rato a su habitación para enseñarle su particular colección de cómics y vinilos. Después de lo que llamaba el tentempié, Berta debía acostarse y pidió a Rai que acercase a Marina a su casa. Ni Rai ni Marina pusieron objeciones, y como Rai consiguió aparcar bastante bien, al parecer la chica lo invitó a que subiese a tomar una copa. El caso fue que, cuando Rai regresó a su casa, Berta ya se había dormido hacía bastante tiempo.

 

 

 

Al día siguiente hablaron de la velada y a Berta le pareció apreciar en la actitud de su hijo hacia Marina una notable cercanía, y no había pasado una semana cuando Rai le dijo que la joven escritora y él habían iniciado una relación. El viernes Marina se quedó a dormir en casa con Rai, y Berta se sintió muy satisfecha. Marina le caía muy bien y además pensaba que acaso a Rai le favoreciese psicológicamente su relación con ella, en aquella época de ocio forzado que estaba pasando. Luego la presencia de Marina en casa, cada vez más habitual, hizo que Berta y ella estableciesen también lazos afectuosos y que Marina se pusiese al corriente de todo lo relativo a Doña Oliva, su libro y la biografía que Berta estaba escribiendo.