1. Olga

 

 

 

 

En aquella ocasión, las vacaciones no fueron atractivas para Rai. No era que esperase algo especialmente estimulante, pero las actividades repetidas de años anteriores ahora le resultaban cansinas: bucear por los mismos roquedales, recorrer los mismos senderos, acceder una y otra vez a las mismas playas, tantas veces visitadas.

Estuvo primero con los compañeros en las calas apartadas del cabo de Gata, entre los acantilados volcánicos que se ciernen sobre arenas grises, más allá de las largas extensiones montuosas salpicadas de una mezcla de vegetales autóctonos y exóticos, y más adelante fue con ellos a visitar las antípodas de aquellos parajes, los alrededores del cabo Vilán, en la Costa da Morte, las playas de arena dorada entre las innumerables escolleras donde se multiplican los charcos que las algas tiñen de morado, que también había recorrido antes en varias ocasiones.

«¿Por qué ahora se me ocurre “otra vez lo mismo” cuando antes lo veía siempre como si fuese la primera vez?», pensaba.

A Tino y Julio los acompañaron sus respectivas chicas en la primera de las excursiones, pero no en la segunda, hartas seguramente de aquella exagerada fraternidad masculina que los embebía en zambullidas, carreras de natación, partidos de fútbol, largas copas nocturnas hablando una y otra vez de lo mismo, y todos, excepto Tino, Julio y Rai, esperando un trabajo que no llegaba.

 

 

Rai, sumido todavía en la extrañeza vital que había despertado en él la muerte de Berta, se sentía en espera, como de paso a otro espacio de la vida, y por eso todo lo que vivía repitiendo lo ya vivido le parecía caduco, sin sustancia ni interés.

No podía olvidar a su madre y a menudo se la imaginaba como si estuviese viva, con el aspecto de los años anteriores a los estragos del cáncer, sentada al extremo de la playa, o en un rincón del restaurante, o al fondo de las mesas de una terraza.

Al principio se sentía muy turbado ante lo reiterado de su obsesión, pero al fin la asumió como una herencia de Berta: aquellas visiones suyas que le regalaban la imagen de Doña Oliva en forma de sosegado fantasma.

«Hola, mamá», piensa cuando la imagina, y descubre que dentro de él Berta le devuelve el saludo, «Hola, Rai».

 

 

 

Cuando regresó por fin a Madrid le comunicaron que había que ir preparando el nuevo viaje a Panamá, al parecer esta vez con mejores perspectivas negociadoras. Se sintió esperanzado ante la cercanía del viaje, que rompía las rutinas que tanto lo estaban fastidiando y mientras repasaba la documentación para redactar el nuevo informe, con un listado de los puntos sensibles que era preciso ordenar para el debate, tuvo un encuentro inesperado.

Un día lo llamó por teléfono Yolanda para decirle que su padre quería invitarlos a almorzar. Yolanda seguía viendo a Raimundo padre con frecuencia, pero no así Rai, que solía dar largas a la propuesta de las citas paternas con el pretexto de que estaba muy ocupado.

«No quiero ver a mi padre, no estoy dispuesto a perdonarle su traición y ni siquiera a simular una relación pacífica», pensaba Rai. Así que lo primero que hizo fue rechazar la invitación:

—Lo siento, Yolanda, pero no puedo.

—Dice que se ajusta al día que a nosotros nos convenga. Depende de ti, porque yo estoy dispuesta a ir cuando os caiga bien a los dos.

—Es que ando demasiado liado, Yolanda. Salgo dentro de muy poco de viaje y no sabes la cantidad de informes que tengo que preparar…

—Vamos, Rai, no me digas que no tienes una fecha, ni una sola fecha, para comer con tu padre y conmigo, dos horas a mediodía, como mucho.

«Claro que no tengo ningún día libre para comer con nuestro padre, ni siquiera para verlo», estuvo tentado de contestarle Rai. Sin embargo, aquello generaría en Yolanda una interminable salmodia: «Es tu padre, es nuestro padre, cómo puedes hacerle eso, no se debe ser tan rencoroso, al fin y al cabo somos sus hijos», etcétera. Además, durante sus ausencias veraniegas Yolanda se había hecho cargo de Lisi y él esperaba que siguiese haciéndolo en sus viajes futuros, de manera que claudicó y propuso una fecha.

—Estupendo, Rai. Ya se lo digo y te indico el sitio. Un beso.

 

 

 

Lo que Rai no se esperaba, aunque de la actitud de Yolanda dedujo que ella sí lo sabía, era que Raimundo padre se iba a presentar acompañado por la mujer que había sido el motivo concreto de su separación de Berta: una mujer cuarentona de muy buen ver, realmente atractiva.

—Esta es Olga. Y aquí tienes a mis dos hijos —dijo Raimundo padre.

Rai tardó unos instantes en comprender de quién se trataba, y cuando se dio cuenta sintió tanta rabia que el propio estallido interior anuló su capacidad para reaccionar.

«Así que esta es la zorra que se lo birló a mi madre», pensó.

Se dejó besar y se sentó frente a ella con mansedumbre, mientras una voz muy honda, surgida al fin de su cólera, le reprochaba tanta docilidad. Sin embargo, era precisamente su fuerte desconcierto lo que había producido aquella paralización.

Raimundo padre dio por hecho que Olga era recibida sin rechazo por sus dos hijos y no hizo ninguna alusión a la relación que los unía, y Rai, por la forma en que ambas se hablaban, comprendió que Yolanda y Olga ya se conocían.

 

 

 

Al principio Rai participó en la conversación distraído, sintiendo que su ira iba dando más fuerza al rencor que sentía hacia su padre.

Ante las preguntas de Yolanda, habló con desgana de su próximo viaje a Panamá, aunque dio una información falsa sobre las fechas, adelantándolas mucho, para prevenir una nueva cita como aquella que lo obligaba a estar sentado a la mesa cerca de su padre, hacia quien sentía un odio certero, y de su aborrecible compañera.

Raimundo padre, que al parecer también debía hacer próximamente un viaje a Bolonia por compromisos académicos, presumió de los países que conocía y la conversación viajera se alargó durante un rato.

Más adelante surgió el asunto de aquel robo que Raimundo padre había sufrido de manos de un colega, con motivo de su estudio sobre algunos filósofos del Siglo de Oro.

—Qué sinvergüenza, un compañero de toda mi vida universitaria —dijo don Raimundo, mirando a Rai sin pestañear—. Cuando terminamos el trabajo, aunque lo referente a Oliva Sabuco de Nantes era solamente de mi cosecha, lo presentó todo como exclusivamente suyo.

Seguía mirándolo con intensidad y, tras un breve silencio, remató su parlamento:

—Este mundo está lleno de gente sin escrúpulos. No le he vuelto a mirar a la cara y espero que nuestros caminos no se crucen otra vez…

Quedó silencioso, como reflexionando sobre aquella deslealtad, y luego habló animadamente, cambiando de motivo:

—Por cierto, Rai, ¿quieres creerme que a Olga le atrae muchísimo ese personaje que tanto fascinaba a la pobre Berta?

 

 

 

Todo aquello, las alusiones a Doña Oliva, la aparente falta de memoria de su padre sobre el origen de su interés hacia ella, la inclusión de su amante en un tema para Rai sagrado por la dedicación de su madre, le pareció tan escandaloso que estuvo a punto de obligarlo a levantarse por fin e irse, pero el impulso no llegó a cuajar, porque se había despertado en él una curiosidad exigente. Así que, en lugar de marcharse, se quedó mirando a su padre con perplejidad, porque empezaba a intuir que tras aquella última referencia a Doña Oliva había un propósito determinado.

«¿Qué será lo que quiere de mí este cabronazo?»

 

 

—Oliva Sabuco de Nantes —dijo Olga—. Creo que es un personaje interesantísimo e injustamente olvidado. Yo lo descubrí a través de tu padre.

Raimundo padre siguió dirigiéndose a Rai con mucho aplomo:

—Como vuestra madre, mi querida Berta, trabajó tanto con el personaje, he pensado que tal vez no tuvieses inconveniente en que Olga echase un vistazo a esos papeles y a los libros que ella reunió sobre Oliva Sabuco, y a esa edición de la obra tan antigua que tenía y que conservas, me imagino.

Sobre la ira secreta de Rai se acumulaba la estupefacción.

«¿Es un cínico o un completo estúpido?»

Miró el rostro sonriente de Olga, su torso, en el que destacaban poderosos los pechos, y recordó un dicho sarcástico y sexista del abuelo sobre determinadas servidumbres: «Más tiran dos tetas que dos carretas».

Sin embargo, el nuevo golpe al recuerdo de su madre tampoco lo hizo reaccionar con violencia, sino todo lo contrario: descubrió que el odio puede ser creativo y fertilizar ideas capaces de contrarrestar su agresiva invasión, y aquella mirada algo autoritaria de su padre, junto con el indudable aspecto atractivo de la mujer que era su amante despertaron en él un propósito tortuoso mientras confirmaba la súbita sospecha acerca del verdadero motivo de aquella invitación.

—El libro de Doña Oliva no lo conservo —mintió Rai, sorprendido él mismo de su capacidad de reacción—. Claro que tengo todo lo demás y estaré encantado de ayudarte.

Miraba a Olga con hipócrita cordialidad.

—¿Cómo que no lo conservas? ¿Qué pasó entonces con el libro de Doña Oliva? —preguntó Yolanda, alarmada.

—Me pareció que debía acompañarla a ella para siempre y lo metí en el ataúd. Ahora sus cenizas están juntas.

«Eso se llama rapidez de reflejos.» Sin duda la asesoría jurídica le estaba enseñando muchas cosas, aunque lo cierto era que había pensado llevar a cabo aquella cremación conjunta, y que solo su aturdimiento en las jornadas de la muerte materna se lo había impedido. Pero todavía estaba a tiempo.

En Raimundo padre y en Yolanda hubo un silencio de sorpresa o de extrañeza.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Rai —repuso Olga al fin, cogiéndole una mano—. ¿Cuándo me puedes dejar todo eso?

La mente de Rai seguía urdiendo.

—Tengo que buscar los papeles, porque los libros los tengo a mano. No es que me vaya a llevar mucho tiempo, pero ahora ando muy enredado con los preparativos de mi viaje a Panamá, redactando unos informes. Si no es urgente, a mi regreso me meteré con ello y te avisaré.

—Claro que no es urgente. Eres un cielo.

—Dame tu teléfono y tu correo electrónico.

 

 

 

Después de que Raimundo padre y Olga se hubiesen marchado, Yolanda se quedó un rato con Rai. Estaba encantada con su comportamiento y se lo dijo:

—Rai, no sabes cuánto te agradezco lo bien que has estado con papá. Y lo del libro de Doña Oliva me ha emocionado. Qué gesto tan bonito. A mamá le hubiera encantado. Creo que hiciste muy bien.

—No creas que me hacen gracia estas comidas, Yolanda. Y que encima venga con esa mujer.

—Vamos, Rai, la vida es así. Mamá ya no está con nosotros. Si estuviese todavía viva yo sería la primera en no querer saber nada de Olga, ¿qué te crees? Pero muerta mamá… Al fin y al cabo, él ha encontrado en ella a alguien que le hace compañía…

Rai no quiso confesar el asco que sentía hacia su padre. «Vamos a hablar de otra cosa, o le diré lo que pienso de nuestro puto padre», de modo que llevó la charla por otros derroteros:

—¿Tenemos alguna noticia sobre la venta del piso?

—Ninguna. A veces me proponen algo, pero son cantidades inaceptables, por eso ni te consulto. Debemos esperar un poco más, hay que ir capeando el temporal.

—¿Y qué tal te va con lo tuyo?

—Pues mira, lo cierto es que, pese a la crisis, la gente no ha dejado de tener gatos y perros. Yo creo que, para muchos, son la mejor compañía.

—Tienes razón. Tal como están las cosas…

Imaginaba a Lisi y comparaba su cercanía con la de Raimundo padre. Mientras fue niño, su padre era el severo juez de todo cuanto hacía. Fiscalizaba sus lecturas, sus trabajos escolares. Lleno de petulancia, parecía el único depositario de sabiduría en aquella casa. Quería estar siempre al tanto de su intimidad, hasta el punto de que los primeros cómics tuvo que leerlos a escondidas.

«Cómo comparar a Lisi con esa sabandija. Ojalá reviente pronto», pensó. Y la figura repulsiva de su padre le devolvía la imagen añorada de Berta, su dulzura, su cariño, y eso que ella valoraba tanto y de lo que era tan capaz: su magnanimidad.

 

 

 

Dejó a Yolanda en la estación, porque había venido en tren, y se dirigió a su casa.

Al llegar, el recuerdo de lo que había sucedido durante el almuerzo le pareció una broma insultante. Ese traidor que había mortificado tanto a su madre con motivo de Doña Oliva no solo le había robado el personaje para escribir un ensayo, con seguridad pretencioso y opuesto a todo lo que su madre pensaba sobre la antigua filósofa, un ensayo que muy justamente le habían escamoteado, sino que, encima, tenía la desvergüenza de pedirle a él los papeles de Berta para que los utilizase la mujer con quien la había engañado, por quien la había dejado.

Miró la urna con las cenizas de Berta y pensó en la venganza, otro de los «afectos» que Doña Oliva trataba en su libro. Berta hacía notar que, en la edición que ella tenía, la Inquisición había suprimido un consejo en el cual, al parecer, la filósofa recomendaba que, si las circunstancias lo aconsejaban, la ejecución de la venganza se podía posponer para el tiempo que se considerase más oportuno.

Lisi había llegado hasta él y se frotaba el cuerpo contra sus pantorrillas. La cogió en brazos.

«Manejaré la venganza con prudencia, pero intentaré llevarla a cabo cuanto antes. Te vengaré, mamá, te lo juro, me vengaré. Hay que ser magnánimo hasta el punto en que, de seguir siéndolo, te convertirías en un gilipollas, como te dije una vez…»