2. De academias

 

 

 

 

Cuando regresó a Madrid, Olga terminó de leer la antología de Torner sobre el libro de Oliva Sabuco, y junto a partes que estaban claras y redactadas con naturalidad, le pareció encontrar otras más confusas y alambicadas, como si la autora —o el autor— hubiese tenido en ocasiones problemas para expresar con claridad sus ideas. Y también creyó advertir diferencias en la voz discursiva. Claro que, tantos siglos después, muchas de las razones que en su tiempo serían inteligibles, por las convenciones culturales de la época, ahora resultaban abstrusas, pensó, y esa opacidad era la causante de suscitar la sensación de cambios formales. En cualquier caso, no alcanzaba a comprender que el libro, tan elemental en los campos del pensamiento y de la ciencia, hubiese logrado cautivar de tal modo a Berta.

Sin embargo, lo que más desconcertó a Olga fueron los papeles manuscritos de la esposa de Raimundo. Todos ellos parecían notas apresuradas, estaban llenos de tachaduras, de borrones, de anotaciones extrañas. En un papel decía «¿DO lo escribe a los sesenta años? ¿DO se va a Indias con su hijo mayor?», y no supo cómo interpretar esos extraños interrogantes. DO parecía referirse a Doña Oliva, como en aquellas notas figuraba aludida muchas veces, aunque el «doña» reflejaba un tratamiento que, si la interesada carecía de título académico especial y no parecía pertenecer a familia linajuda, era un añadido gratuito, que estaba al parecer en el original y se mantenía en el título de la antología de Florentino Torner, por cierto.

En un folio descubrió algo que llamó mucho su atención. Con el encabezamiento general de ACADEMIAS, escrito con mayúsculas, había un listado en el que se recogía la alusión a diversas instituciones de tal carácter que comenzaron a existir en España a finales del siglo XVI y principios del XVII, y de las que Olga tenía solamente vagas noticias, porque nunca se había interesado en el asunto.

Las anotaciones de Berta eran escuetas: «Academia de los Anhelantes, Aragón, finales del siglo XVI, Juan Francisco Andrés de Ustarroz el Solitario», decía la primera, y la seguía un listado peculiar: «Academia Pítima contra la Ociosidad, Zaragoza, 1608, condesas de Heril y Guimerá»; «Academia de los Nocturnos, Valencia, 1591, Bernardo Catalá de Valeriola»; «Academia de Huesca, 1610, Juan Agustín de Lastanosa»; «Academia de Hernán Cortés, Sevilla, 1544-1547»; «Academia de Mal Lara, Sevilla, 1566»; «Academia Selvaje, Madrid, 1612, Francisco de Silva y Mendoza»; «Academia Mantuana (¿?) Madrid»; «Academia de los Ociosos, Nápoles, 1611, VII conde de Lemos». Los nombres que acompañaban a las denominaciones de las academias acaso fuesen los de las personas que las habían fundado o dirigido.

En la parte inferior del folio, con letras grandes y especialmente subrayado, decía: ACADEMIA ALCARACEÑA y debajo se apuntaban una serie de nombres: Miguel Sabuco, Alonso de Heredia, fray Arnaldo de Cabrera, Juan de Sotomayor, Francisco Garrido, Pedro Simón Abril, Andrés de Vandelvira. Y, también subrayado: «Doña Oliva, desde niña».

Olga intuyó que aquellas anotaciones eran significativas e intentó conocer lo más posible sobre las academias que existieron alrededor de la época en que se escribió la Nueva Filosofía… Localizó en Internet un libro que parecía importante en el asunto: Academias literarias del Siglo de Oro español, de José Sánchez, editado por Gredos en 1961, pero en sus primeras gestiones le resultó difícil hacerse con un ejemplar. Por otra parte, sus pesquisas por diversos medios en busca de la academia de Alcaraz no consiguieron revelarle nada.

 

 

 

Quince días después volvió a visitar a Raimundo, a quien le faltaba poco más de un mes para concluir su curso en Bolonia. Olga había conseguido al fin el libro de José Sánchez sobre las academias españolas del Siglo de Oro y lo llevaba consigo en el avión. En un primer vistazo, pudo comprobar que en él estaban recogidas todas aquellas academias anotadas por Berta y muchas más, pero no encontró ni un solo rastro de la llamada academia alcaraceña.

Como Olga estaba seducida por su hallazgo a propósito de las academias españolas del siglo XVI, fue el primer tema que sacó en cuanto Raimundo y ella comenzaron a charlar.

—Nacen del espíritu renacentista —dijo Raimundo—. Era un modo de homenajear a la academia platónica.

Olga le planteó sus problemas con la dichosa academia alcaraceña, cuya referencia había encontrado entre las notas de Berta. Raimundo no tenía ni idea del asunto.

—Como la pobre Berta estaba tan encaprichada con ese dichoso libro, se ve que empezó a intentar conocer lo mejor posible el contexto cultural. ¿No hay ningún otro apunte sobre ello entre sus papeles?

—No lo hay, y mira que les he dado vueltas. He encontrado anotaciones raras, como esas que te conté sobre la edad a la que escribe el libro o lo del viaje a Indias con su hijo mayor, y otras notas ininteligibles, como una que dice solamente: «Los temores de Miguel Sabuco», ni más ni menos. Pero ¿a qué temores se refiere? ¿De qué está hablando?

Raimundo resopló antes de contestar.

—Eso es lo malo de las notas volanderas. A mí también me sucede. Apunto algo rápidamente, muy escueto, y muchas veces, al encontrarlo más adelante, no recuerdo de qué se trataba ni soy capaz de descifrarlo.

—Sí, debe de tratarse de notas tomadas apresuradamente…

—También puede suceder que mi hijo no te haya dado todos los papeles. Conviene que le preguntes si ha revisado bien los cajones de Berta. No me extrañaría que hubiese un montón por allí perdidos. Ten en cuenta que, según parece, estuvo dándole vueltas a ese libro unos cuantos años, como si fuese una tabla de salvación en su enfermedad. Era una verdadera obsesión para ella. Se lo sabía de memoria.

Olga quiso replicar que estaba segura de que Rai le había entregado todo lo que su madre guardaba sobre el asunto, pero el recuerdo del joven galanteador fugitivo brilló en su memoria y la hizo callar unos momentos.

—No creo que hubiese más papeles, pero se lo recordaré cuando vuelva —dijo al fin.

 

 

 

Estaban recorriendo zonas de la ciudad que Olga no conocía, una interminable sucesión de monumentos de diversas épocas, y cuando llegó la hora de comer, Raimundo buscó otro de aquellos restaurantes recoletos y acogedores que parecía conocer tan bien, y brindaron de nuevo por el reencuentro, antes de empezar a comer con el apetito que había estimulado en ellos la larga caminata.

En un momento de la comida, Olga sacó de nuevo el tema que la tenía tan interesada.

—Sin embargo, lo de la academia alcaraceña y la relación de ciertas personas, empezando por el padre de Oliva, me han hecho pensar algo sobre la autoría del libro.

—¿En qué quedamos? ¿Crees que lo escribió Oliva, o que fue su padre el autor?

—Pienso que lo escribieron los dos y alguien más. Pienso que es un libro colectivo.

—Explícate —pidió Raimundo, interesado.

—Esa academia alcaraceña pudo haber sido una institución auténtica o figurada, quiero decir, la manera que tuvo Berta de denominar al grupo de humanistas de Alcaraz que, sin duda, tendrían reuniones para hablar de las cosas que les interesaban, como los asistentes a las innumerables academias que hubo en muchas ciudades españolas, cuya existencia no se puede poner en duda.

—¿Y qué?

—Imagínate que decidieron escribir en un libro todo su debate sobre temas médicos, un libro dirigido precisamente por el médico que formaba parte del grupo, sus ideas, sus aportaciones filosóficas, un libro común, y que Oliva, que debía de tener una relación muy estrecha con ellos, se ocupó de transcribirlo y ordenarlo, y que por encargo de ellos fue quien preparó la dedicatoria al rey y la carta al conde de Barajas, dos textos distintos del resto, más espontáneos, firmándolos como suyos.

—¡Pero Oliva tendría alrededor de veinte años!

—De acuerdo, sin embargo debía de ser una persona bien formada y su posición bastante notoria, pues de lo contrario la aparición del libro a su nombre, de ser cierta su falta de saber, hubiera levantado un escándalo entre la gente sabia de la ciudad, un escándalo que habría acabado trascendiendo, no te quepa duda.

Raimundo resopló otra vez.

—Curiosa teoría. El libro es fruto de la participación de todos, Oliva lo unifica y aparece como suyo. Su nombre simboliza al grupo.

—Como el padre ha debido de colaborar especialmente en el trabajo, cuando se encuentra con el libro ya impreso se arrepiente de su generosa disposición, se siente despojado y organiza lo del testamento, que sin embargo no debería conocerse sino hasta después de su muerte.

—Debo reconocer que es plausible, aunque todo eso es pura especulación, casi una invención novelesca.

—Es cuestión de analizar las distintas partes del libro y comparar las modificaciones en el estilo, cómo aparecen las diferentes referencias a autores.

—¿Te vas a meter con ello?

—¿Por qué no? La idea más aceptada fue que el libro lo escribió Miguel Sabuco, aunque ya desde hace unos años hay fuertes valedores de Oliva. Yo propondré la tercera vía, que mantiene como autores tanto a Oliva como a Miguel. Pero tengo que estudiarlo con mucho cuidado, naturalmente.

—Tienes razón. ¿Por qué no? Los debates, si son serios, sirven para ayudarnos a entender mejor lo confuso.

 

 

 

En el avión que la devolvía a Madrid, Olga fue repasando con mayor detenimiento la historia de las academias españolas del siglo XVI. Le sorprendía la profusión de ellas y que todos los grandes literatos las hubiesen frecuentado.

Sevilla era la ciudad con academias más antiguas. La primera la había fundado Hernán Cortés en 1544, pero a lo largo de los siglos XVI y XVII habían existido allí, por lo menos, dieciséis. Encontró una referencia curiosa acerca de una de las academias sevillanas, la de Juan de Ochoa, que empezó a funcionar en 1598 y a la que asistía Miguel de Cervantes. Parece que también la visitaba Lope de Vega cuando viajaba a la ciudad, aunque al parecer no era muy apreciado por el resto de los asistentes. De hecho, en el libro se transcribía un soneto mordaz, a propósito de su persona, que había circulado por la academia:

 

—Lope dicen que vino. —No es posible.

—¡Voto a Dios que pasó por donde asisto!

—No lo puedo creer. —Por Jesucristo

que pasa lo que os digo. —Es imposible.

 

—¡Por el Hijo de Dios que estáis terrible!

Digo que es chanza, Andrada. —¡Voto a Cristo

que entró por Macarena! —Y ¿quién lo ha visto?

—Yo lo vi. —¿Vos? Mentís, que es invisible.

 

—¿Invisible? Por Dios que es eso engaño,

porque Lope de Vega es hombre, y hombre

como yo, como vos y Juan García.

 

—¿Es muy alto? —Será de mi tamaño.

—Si no es tan grande, pues, como su nombre,

cágome en vos, en él y en su poesía.

 

El libro atribuía la autoría del soneto a Cervantes, y apuntaba que fue el motivo del distanciamiento entre ambos escritores, que habría de prolongarse durante muchos años.

También Madrid había acogido numerosas academias, la de los Humildes de Villamanta, la Selvaje, la Peregrina, la del conde de Saldaña, la Naturae Curiosorum, la de los Solitarios…, y los signos de interrogación que figuraban junto a la denominada «Mantuana» en los papeles de Berta estaban justificados, porque tal apelativo era dudoso que la llamada Academia de Madrid lo hubiese recibido alguna vez. Sin embargo, Olga se admiró al conocer los nombres de los concurrentes a tal academia, fundada en 1607: Lope de Vega, Vélez de Guevara, Juan Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Salas Barbadillo, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca, Bartolomé Leonardo de Argensola…

Y como en Sevilla y en Madrid, se habían multiplicado las academias en otras ciudades andaluzas —Cádiz, Córdoba, Granada, Sanlúcar—, en Aragón, en Badajoz, en Murcia, en Salamanca, en Toledo, en Valencia…

Todo aquel mundo, nacido por influencia italiana a partir de la Crusca florentina —precisamente con intención de homenajear a las academias italianas, la primera que se había creado en Madrid se denominó «Academia Imitatoria»—, los nombres que se atribuían los contertulios, sus materias de trabajo e invención, las diatribas que se producían entre ellos, sobre todo en Madrid, resultaba para Olga especialmente sugestivo, al margen de su interés por Oliva Sabuco y su Nueva Filosofía. También atrajo su atención la referencia a las «academias ficticias», puras invenciones literarias, y pensó que el asunto serviría sin duda como base para un trabajo interesante, pues el libro de Sánchez incluía mucha bibliografía.

Pero por más vueltas que le daba, no encontró ninguna pista que la encaminase a aquella academia alcaraceña, y no era capaz de imaginar de dónde habría sacado Berta tal oscura referencia. Sin duda era preciso comprobar si, como aventuraba Raimundo, habían quedado en su casa más papeles con anotaciones de Berta a propósito del libro y del mundo de Oliva Sabuco que pudieran orientarla.

Decidió entonces que, cuando llegase a Madrid, telefonearía a Rai para conseguir más información. Y al pensar en el joven comprendió aquellas referencias a la venganza que él había cumplido la noche de su frustrado encuentro carnal, y quiso sentir a su vez deseos de venganza, pero lo único que hubo en ella fue un poco de resquemor por el chasco de aquella noche.

 

 

 

Dejó pues el libro y se quedó pensando otra vez en la desazón que le había ocasionado la fuga de su joven galán.

En realidad, Olga era propensa al desasosiego desde su infancia, cuando asistía impotente a las frecuentes discusiones entre sus padres. Su padre trabajaba en algo relacionado con la industria hidroeléctrica, solía estar ausente de casa largas temporadas, y su soledad en la cercanía de lejanos embalses lo había aficionado demasiado a la bebida. Su madre trabajaba como administrativa en un ministerio y un día, cuando se enfrentaron una vez más en una de sus habituales discusiones, le dijo a su padre que quería separarse de él, porque ya no lo aguantaba más.

Luego, Olga y su hermano sabrían que había otro hombre, un compañero de trabajo de su madre, pero toda aquella etapa de sus vidas estuvo marcada por una disensión tal entre los padres, que fueron los abuelos maternos quienes al cabo se hicieron cargo de Olga y de su hermano, porque el padre dejó Madrid por una ciudad del norte, y Olga, muy decepcionada al conocer que en aquel enfrentamiento familiar su madre no había sido la víctima, sino el elemento sustantivo del conflicto, no quiso volver a saber nada de ella.

A veces, considerando su relación con Raimundo, Olga pensaba que en él, aparte de un amante, había encontrado cierta figura del padre que nunca había llegado a tener, y cuando Raimundo había calificado de edípica la relación de su hijo Rai con Berta, relacionó ambas figuras y se sintió muy incómoda. ¿Es que ella, que tanto se burlaba de sus compañeros «lacanianos», iba a resultar una especie de Clitemnestra reciclada?