4. Vicisitudes

 

 

 

 

Tras su visita a Alcaraz, que había pensado que apenas le serviría para matizar algunos puntos circunstanciales y poco significativos de la novela —acaso el «color local»—, Marina buscó en Internet dónde podía existir aquella «calle de Maritornes» que intentaba encontrar su misteriosa interlocutora, la mujer que había venido de América con la gran maleta y los textos de Marco Tulio Cicerón. Entre otros lugares, se encontró con Alcázar de San Juan, e imaginó entonces que el medio siglo que aquella mujer decía haber estado lejos de su ciudad natal, y las trampas de su memoria infantil, en una evidente confusión o falta de coordinación mental, la habían llevado a un lugar que no era el que buscaba. De tales equivocaciones estaba llena la vida, pensó, para que la ficción las ejemplarizase.

Marina echó un vistazo a las prolijas Cuestiones académicas de Cicerón, que logró encontrar también a través de Internet en la primera traducción al castellano, y luego llamó a Chisma para advertirle de que iba a introducir cambios en la novela. La agente mostró un evidente disgusto:

—Caramba, Marina, pero si el libro ya está entregado, no me fastidies.

—Van a ser unos retoques. La novela se puede leer tal como está, pero al final le voy a dar una vuelta de tuerca que se me ha ocurrido durante el viaje.

—¿Entonces me puedo quedar tranquila? ¿No les digo nada?

—Pues no, porque no va a haber ningún cambio sustancial, repito… Solamente al final voy a matizar el texto, al concluir la carta de Oliva a Cervantes. Eso irá en el manuscrito que entregue cuando llegue el momento de editarlo.

 

* * *

 

Y así fueron las cosas, mi señor Miguel de Cervantes. Acaso, como dice Cicerón que pensó Demócrito, en otro de los muchos mundos que pueden existir hay otra Oliva Sabuco que, a partir de su primer libro, continuó escribiendo e imprimiendo los frutos de su imaginación. A esta Oliva que yo soy no le fue posible, por todas las razones que os he relatado y que escribo casi a escondidas, pues mi buen Acacio, que como os he dicho era ferviente admirador y solícito protector de mis desvelos mientras yo componía mi Nueva Filosofía, con los años ha hecho todo lo posible por apartarme de mi afición, acaso para protegerme también, pero esta vez de quienes, como mi propio padre, han querido quitarme mi condición de escritora, todavía no sé muy bien por qué razones.

Fijaos en que mis apellidos, además de Sabuco, son De Nantes Barrera, y que ninguno de estos últimos corresponde a mi familia, sino a mis padrinos de bautismo. Ello siempre me ha hecho ver mi nombre con inevitable sorpresa, como si yo fuese otra Oliva distinta de la Oliva que vive en el mundo ese que os digo, donde acaso ha escrito ya por lo menos tres libros, hablando de la salud y de la enfermedad desde el fondo de lo que sentimos y de nuestra relación con los bienes naturales.

Como vuestro don Quijote, que siendo Alonso Quijano imagina ser otro que vive las aventuras de un caballero andante, también yo viví tal vez la vida de una Oliva escritora, detractora osada de los usos de la vieja medicina, pero los molinos de las adversas miradas, y los gigantes de la sospecha, y un mago cuyo nombre ni siquiera imagino me han reducido a otra Oliva que, para escribir, tiene que retirarse a un lugar apartado, donde ya ni siquiera goza de la protección de Lazaria, la criada morisca que la cuidó desde niña, expulsada de nuestra patria por orden de Su Majestad, que Dios guarde, en compañía de vuestros Ricotes.

Excusad lo largo de esta misiva, que me ha servido para transmitiros mi admiración, pero sobre todo para descargar de pesadumbre mi ánimo.

 

Queda de vuestra merced afectuosísima servidora,

 

Oliva Sabuco

 

* * *

 

Por aquellos días la llamó de nuevo Chisma, muy alterada ante la oportunidad de que el libro recibiese un premio sustancioso. Habían leído el manuscrito, habían hablado del asunto a fondo, creía que había muchas posibilidades. «Tú olvídate, déjame a mí», le decía, renuente a dar demasiadas explicaciones. «Sea como sea, el libro saldrá muy bien, ya lo verás.»

Mientras tanto, Marina intentaba ir olvidando la novela, abandonar el mundo de Oliva. Sin embargo, la novela continuaba dentro de ella, el esfuerzo de su realización mantenía todavía en su mente aquella tensión tan larga, primero ayudando a Berta, luego enfrentándose ella misma a las vicisitudes de la escritura. Tenía que cortar con su ensimismamiento, salir más, relacionarse con la gente, pero Andrés estaba entregado sin reservas a su nuevo amor, que además coincidía con el mundo de su trabajo, y Rocío no tenía humor para distracciones, cada vez más angustiada ante su futuro laboral.

Tuvo la tentación de llamar a Rai, del que no sabía nada desde la devolución del libro de Doña Oliva, tantos meses antes, pero ni siquiera le había felicitado el Año Nuevo y tanto silencio le pareció una muestra clara de desafecto.

Durante aquel tiempo fue mucho al cine y al teatro, visitó exposiciones. Por aquellos días su hermano pasó por Madrid en un viaje a Europa exigido por su trabajo, para alegría de su madre, y le sorprendieron los cambios que advirtió en él, pues realmente se había convertido en un curioso observador de lo que durante tantos años había sido su costumbre, y criticaba con aspereza muchas cosas españolas, como si perteneciese ya a alguno de esos mundos paralelos que imaginó Demócrito.

Pero un día Chisma se presentó en Madrid muy agitada. Lo del premio estaba prácticamente conseguido, hasta el punto de que le llegarían enseguida las galeradas, para que las corrigiese cuanto antes.

—¡Pero si ni siquiera se ha fallado! —se escandalizó Marina, aunque enseguida recordó una antigua discusión con Andrés.

—Quieren que el libro aparezca enseguida, en cuanto se anuncie el fallo. De manera que, en cuanto te lleguen, que será un día de estos, te pones a ello.

—Ya sabes que tengo que incluir cosas al final.

—Tú mete todo lo que tengas que meter, no faltaba más, pero ten en cuenta que es la edición definitiva…

 

 

 

La idea del premio había despertado en Marina bastante ansiedad al recordar aquella historia que le había contado Andrés, en una de sus discusiones sobre qué debía ser la literatura de verdad, en el tiempo de sus amores iniciales, cuando ella acababa de publicar su primera novela. Andrés se burlaba de los premios editoriales.

«Forman parte del espacio del gran guiñol, del esperpento nacional», aseguraba. «¿Por qué dices eso?» «Porque todos, absolutamente todos, están apalabrados. La gente ingenua que se presenta a ellos hace el ridículo.» «¿Tienes alguna prueba?»

Entonces Andrés le había contado que el viejo escritor —aquel que más adelante, cuando reanudaron su relación, presentó con tantos elogios el libro de su amigo— le había confesado, tomando unas copas en un viaje a una universidad norteamericana para asistir a un congreso, que a él le habían prometido un premio editorial importante si se presentaba.

«Pues se presentó, y ya antes del fallo corrigió las pruebas del libro… ¡Y encima, resultó que el premio se lo dieron a otra novela!»

A Marina aquello le había parecido demasiado inverosímil. «No me lo puedo creer.» «¿Por qué iba a contarme una cosa así, si no fuese cierta? ¡Es un escritor respetable!» «¿Y un escritor respetable se presta a esa chapuza?»

Andrés se había echado a reír: «¡Él mismo se burlaba de lo que había hecho! “¡Me viene bien, por querer ser un best-seller y ganar dinero con la escritura!”, decía de sí mismo, aunque luego me confesó que el asunto lo había disgustado mucho cuando sucedió».

 

 

 

Le llegaron las pruebas, que venían por cierto muy bien corregidas, hizo algunas observaciones y añadió el nuevo texto, las vio por segunda vez, y la víspera del fallo no pudo dormir, de lo nerviosa que se sentía.

Era una mañana soleada y se despertó muy pronto, procurando no moverse de casa. Y por fin, cuando le parecía que había pasado demasiado tiempo, recibió la llamada del presidente del jurado: le habían dado el premio. Enseguida Chisma le envió un mensaje: Misión cumplida. Sé prudente con los estimulantes. Besos, y a partir de ese momento, a lo largo de todo el día, se fueron sucediendo las entrevistas, las llamadas y los mensajes de felicitación.

 

 

 

Aquella misma noche se despertó con la sensación de haber soñado algo que ya no recordaba, algo acuciante, que acaso tenía que ver con la certeza de un olvido: Berta. Y comprendió que había olvidado incluir en el original la dedicatoria a Berta que tanto había pensado cuando ella murió y su novela estaba completándose y transformándose en su imaginación:

 

A Berta Delgado, que comenzó esta novela de Doña Oliva y me señaló tantas sendas narrativas para concluirla.

Querida Berta, vayan juntos nuestros nombres en el libro, aunque tú ya no puedas verlo.

Marina

 

Telefoneó a Chisma, que contestó entre asustada y soñolienta. Ella se lo contó: se había olvidado de incluir en el libro una dedicatoria imprescindible.

—¿Y para eso me llamas a estas horas? El libro ya está impreso y me imagino que hasta encuadernado —repuso Chisma, con un mal humor del que Marina nunca había sido testigo.

—Pues tienes que hacer que busquen la manera de solucionarlo. Aunque sea tirando una nueva edición. Yo me hago cargo de los gastos.

—Pero ¿te has vuelto loca? ¿Has bebido, o tomado algo más fuerte? ¿Sabes de lo que estás hablando?

—Chisma, te aseguro que eso es para mí muy importante.

—Marina, vete a hacer puñetas y déjame en paz —repuso Chisma, furiosa, y le colgó.

Consiguió hablar al día siguiente con el responsable editorial, que tras la inicial sorpresa le dijo que la cosa no tenía remedio, pues el libro estaba ya impreso:

—En una semana estará en las librerías. Tú tendrás ejemplares pasado mañana…

Ante la insistencia de Marina, zanjó el asunto reiterando la imposibilidad de hacer lo que ella solicitaba y asegurándole, muy amablemente, que el problema se podría resolver a partir de la siguiente edición.

 

 

 

Lo irreparable de aquel olvido le amargó a Marina los inicios del éxito que al parecer el libro iba a tener desde el primer momento, según le comunicó días después una Chisma compungida por su respuesta de aquella noche y feliz por la acogida que la novela estaba sin duda encontrando.

Aquel mismo día, al anochecer, Marina recibió una llamada de Rai.

—Hola, Rai —dijo casi sin voz, al identificar el número.

—Me imagino que sabes para qué te llamo. Mi pobre madre nunca hubiera podido imaginarse que tuvieses tan poca vergüenza, que fueses una vulgar ladrona.

Rai siguió insultándola durante un rato y ella no supo qué contestar. Cuando el otro colgó, Marina se echó a llorar y estuvo haciéndolo hasta descubrir que, por encima de la amargura de su olvido, los insultos de Rai y aquellas lágrimas que estaba vertiendo conformaban una misteriosa forma de redención.

Pensó en Berta, escuálida, con su pañuelo cubriéndole la cabeza monda, hablando con aquella Doña Oliva invisible junto a la que al parecer se acurrucaba la gata de la casa, y sintió que todo aquello pertenecía a un espacio remoto, que debía ser olvidado. Los insultos de Rai cerraban un capítulo de su vida que nunca volvería a abrir, y decidió que aquella dedicatoria, que por despiste no había incluido en la novela, nunca se imprimiría, por muchas ediciones que el libro llegase a tener.

Luego vino la presentación en Madrid, en la que intervino Andrés, que habló de la novela con agrado, valorando la composición de la atmósfera y la reconstrucción de los personajes y del asunto, tan reales. Más adelante tuvo que hacer bastantes viajes para llevar la novela a muchos otros lugares y generar eco en los medios de comunicación.

Cuando se acercaba la Feria del Libro de Madrid, donde iba a firmar varios días, encantada de que las cosas por fin estuviesen resultando tan bien, se había olvidado de Berta y de Rai y estaba convencida de que ella había sido la descubridora literaria de Oliva Sabuco.