1. Una época confusa

 

 

 

 

«Hay períodos que van transcurriendo inmutables y hay otros en los que cada hora, cada día, cada semana resultan distintos, como si el tiempo, que parece inconmovible, tuviese ritmos o densidades diferentes.»

A lo largo de aquellos meses, en la vida de Rai comenzó a haber muchos cambios. Para empezar, a mediados de noviembre Yolanda le avisó de que ya había aparecido quien quería comprar el piso. No les daban todo lo que pedían, pero la oferta no estaba mal y pagaban al contado.

—Eso sí, tienen mucha prisa, por lo visto. Habría que vaciarlo cuanto antes.

Aquello a Rai lo fastidiaba mucho. Ya se había acostumbrado a la espera de compradores como a un hábito y no imaginaba que aquello fuese a cambiar.

—¿Y dónde me meto yo, así, de repente? ¿Y qué hago con Lisi y con el coche que acabo de comprarme?

—¿Qué pasa con el coche?

—No sabes lo que me ha costado encontrar un garaje cerca de casa…

—Vamos, Rai. Con Lisi nos quedamos Susi y yo hasta que tengas un sitio fijo… En cuanto al garaje, no tendrás problema en encontrar otro, ya lo verás. Tú vete buscando un apartamento y mientras tanto vives en un hotelito o en una residencia…

«Un aparcamiento, un hotelito, qué sencillo parece cuando el afectado no eres tú.»

—¿Y los muebles? ¿Y los libros? ¿Y el resto de las cosas?

—Lo mío puedo traérmelo yo enseguida a Guadalajara, y lo tuyo lo guardas en un almacén, hasta la mudanza que tengas que hacer en su día, y en paz.

—¿Un almacén?

—Un guardamuebles, hombre, qué poco enterado estás de los asuntos prácticos. No necesitas demasiado espacio y no es caro…

Rai tuvo al fin que aceptar que su vida se veía definitivamente afectada por la muerte de su madre. Sintió de verdad tener que despedir a Clara, porque habían sido muchos años de convivencia, y ella se mostraba también bastante afligida. Berta le había dejado algo de dinero en su testamento y Rai le dio también una buena propina y le regaló un óleo que había sido de sus abuelos, una imagen de amapolas, margaritas y otras flores en un jarrón de bronce que a Clara le fascinaba y por el que ni Rai ni Yolanda sentían demasiado aprecio.

 

 

—Cuando tenga el apartamento listo te llamaré para que me eches una mano de vez en cuando.

—Ay, qué pena, qué pena me da dejarte, Rai —dijo la mujer, y lo abrazó mientras lo besaba, llorosa.

 

 

 

A finales de diciembre Rai tomó una habitación en un hostal, en un sector muy céntrico de la ciudad, y consiguió sitio en un aparcamiento cercano, aunque llegar hasta él resultaba complicado por las vueltas que había que dar. Siguiendo el consejo de Yolanda, guardó en un almacén los muebles, los objetos y los libros que le habían correspondido en el reparto.

Ahora le tocaba buscar el apartamento que iba a convertirse en su definitiva residencia, pero la habitación del hostal era cómoda, tenía una cama de buen tamaño, una mesa —donde colocó la urna con las cenizas de Berta, sobre el libro de Doña Oliva— lo suficientemente amplia como para permitirle trabajar con el ordenador y sus papeles, anotar algunas ocurrencias o dibujar las viñetas que iban marcando su intermitente diario, una butaca para sentarse a leer, un aseo con una pequeña ducha y un balcón sobre una calle con poco tránsito de automóviles. Además le daban de desayunar bastante bien, de manera que se encontraba tan cómodo que fue demorando la búsqueda de la vivienda que debía sustituir a la casa materna.

«¿Será que he descubierto mi verdadero acomodo? ¿Estará esto así en el libro?»

Se lo confesó a los amigos cuando le preguntaron por las vicisitudes de su cambio de residencia: hacía mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto, como si la modesta habitación del hostal fuese el perfecto cobijo que estaba esperando.

Julio se echó a reír y le contestó que aquello, o tenía que ver con un regreso subconsciente al útero materno, o significaba que su alma era la propia de un anacoreta.

—O de un presidiario vocacional —añadió Tino.

—Pues yo compraré un apartamento por invertir ese dinero que he heredado, pero acaso siga viviendo en el hostal, que además es barato y está en un lugar muy bien comunicado con todo —aseguró Rai, provocativo.

A Yolanda, que tras su reconciliación había adoptado con Rai una actitud protectora —lo había invitado a pasar con ella y Susi el día de Navidad y lo llamaba a menudo para interesarse por él—, le extrañaba que, ya finalizando el mes de enero, no hubiese encontrado todavía el apartamento adecuado.

«Qué manía de meterse en mis cosas.»

—¿Pero lo estás buscando?

—Pues claro —mentía él—. Le dedico a ello el tiempo que puedo, porque la empresa me tiene muy ocupado.

En realidad no era cierto que en la empresa tuviese tanto trabajo, pues habían hecho ciertos reajustes en la asesoría y a él le había correspondido un sector pendiente de reorganizar donde no había demasiada labor, aunque tuvo que separarse de su amigo Lorenzo, pero las horas libres no las dedicaba precisamente a la búsqueda del apartamento en el que debía invertir la mayor parte de la suma que le había correspondido tras el reparto con Yolanda, sino a deambular por Madrid, a ver películas, a comprar novelas gráficas, todo ello mientras sentía cierto tedio hipnótico que no lo inquietaba, sino que lo mantenía en una pacífica inercia.

«Esto es una forma de vacaciones», pensaba. «Mamá, tú hablabas de la concordia del alma y del cuerpo, pero yo creo que eso debería ser el equilibrio de los afectos, una situación apacible en todos los sentimientos, sin estridencia de ninguno. Salvo por tu falta, no sabes lo bien que estoy.»

 

 

 

Lo mejor de su cambio de residencia había sido el alejamiento de Olga y de Raimundo padre. Ya a mediados de diciembre, cuando en su aventura amatoria empezaba a ser incómoda la logística que Olga imponía, por los absurdos horarios o lo complicado de las citas, y estaba en trance de dejar el piso —sobre lo que no le había contado nada a ella—, Rai había planteado la ruptura: a la vuelta de una fiesta, cuando estaban todavía en el coche, le dijo sin circunloquios que aquella relación suya tenía que concluir.

—Ha sido una aventura estupenda, Olga, pero tú eres la mujer de mi padre y nuestra relación no es lógica; lo hemos pasado muy bien juntos, pero es el momento de dejarlo.

Olga lo miraba con sorpresa horrorizada y Rai sintió una singular complacencia ante aquella expresión, comprendiendo que parte de su venganza se había cumplido, y que el dolor de Berta por el abandono de Raimundo en brazos de esta mujer tenía en el desencanto de ella una compensación palpable, aunque también sintiese, dentro de su satisfacción, el regusto amargo de saber que Olga no dejaba de ser otra víctima, y que el verdadero ajuste de cuentas seguiría sin cumplirse.

—Año nuevo, vida nueva —añadió, en una de aquellas ocurrencias burlonas y mordaces que Olga tanto detestaba.

 

 

 

Aquel día Olga se había marchado sin decir nada, con aire pesaroso, pero al día siguiente, muy temprano, lo llamó por el móvil y Rai decidió no contestar. Las llamadas y los mensajes se repitieron a lo largo de la jornada y aquella tarde, al regresar a su casa, Olga lo esperaba delante del portal y lo abordó nerviosa y agresiva, pidiéndole explicaciones por sus desplantes.

—¿Te crees que se me puede quitar de en medio de cualquier manera, como si fuese una bolsa de basura?

Aunque la actitud de la pareja despertaba una curiosidad malsana en los transeúntes, Rai no tuvo inconveniente en dirimir en público su querella, porque además el piso estaba ya en trance de desmontarse y no quería que ella lo advirtiese. Repitió que su aventura había terminado; que por su parte él nunca había pretendido que fuese nada serio, y que ella misma había dicho y repetido que amaba a Raimundo.

«Tienes que ser tajante.»

—Lo siento, Olga. Si es verdad que quieres a mi padre, debes irte con él. Por mí no hay nada más que hablar. Lo he pasado muy bien contigo, creo que hemos disfrutado los dos, pero se terminó.

«Ojo, deja las cosas bien claras.»

—Quiero decir que no es una cuestión de elegir: que para mí lo nuestro ha concluido, hagas lo que hagas.

Otra vez Olga se fue con furiosa pesadumbre y ya no volvió a llamarlo por teléfono, de lo que Rai dedujo que había comprendido lo irrevocable de la decisión. Sin embargo, cuando a la tarde siguiente regresó a su casa, ya acuciado por los últimos arreglos para almacenar las cosas que le correspondían, se encontró con su padre, que lo esperaba ante el portal con gesto muy adusto.

«Lo que me faltaba», pensó Rai.

Ninguno de los dos saludó y quedaron quietos el uno frente al otro, en silencio.

—¿No me invitas a subir? —dijo al fin Raimundo padre.

—No —respondió Rai—. Tengo mucho que hacer. Dime lo que tengas que decirme.

Era evidente la alteración del aspecto paterno.

—Vamos a un café —propuso.

Rai se esforzó por no claudicar en nada.

«Nada de café. Esto hay que resolverlo aquí y ahora.»

—¿Se puede saber qué quieres de mí?

—No podía imaginar que me odiases tanto. ¿Por qué hacerle daño a Olga?

«Pero esto es un disparate…»

—Vamos, vamos, que yo no he pretendido hacerle ningún daño a Olga… Otra cosa son sus delirios, eso que tú tantas veces me has repetido, desde que era un niño, sobre el sueño de la razón…

 

 

—Debes saber que me avergüenzo de ti. Eres un indeseable —repuso Raimundo padre, en tono solemne.

Rai estuvo a punto de responder con sarcasmo, pero decidió alejarse de su padre y, tras abrir la puerta del portal, la cerró a sus espaldas y se encaminó a su piso, aunque en el gozo de su venganza sintió clavarse de repente un aguijón, porque se imaginó la actitud escandalizada y dolorida que hubiera mostrado Berta ante aquella escena.

 

 

 

El asunto no terminó así, pues al día siguiente por la noche recibió una llamada de Yolanda, que se mostraba muy afectada.

—Rai, papá me lo ha contado todo. ¿Cómo has podido hacerle eso?

Su primera idea fue contestarle con alguna insolencia, pero con Yolanda sus relaciones no eran las mismas que con su padre.

—Bueno, Yolanda, no sé lo que te ha contado…

—Lo tuyo con Olga. El disgusto de ella y el disgusto de él. Un hombre tan generoso…

—Mira, Yolanda, Olga ya es mayorcita, ¿no te parece? ¿Es que no tiene ninguna responsabilidad en el asunto?

Yolanda no respondió.

—Yo creo que no debes meterte en esto, hermana. Te lo digo para que no te líen, y te aseguro que yo no he engañado a nadie.

—Lo que me ha contado papá me ha dejado muy mal sabor de boca. Me parece una historia lamentable, muy sucia, en cualquier caso.

—Pues lo siento, de verdad, pero creo que no debería habértelo contado. No estamos hablando de unos niños, caramba. De manera que olvídate, Yolanda.

—Me he quedado de piedra.

«Qué pesadita.»

—Pues lo lamento, pero yo, que me siento muy tranquilo, prefiero olvidarlo…

«Bueno, ya todo es agua pasada; ahora, tranquilidad», pensaba días después, asomado a su balcón del hostal y sin haber vuelto a tener noticias de Olga, ni de Yolanda, ni de su padre…

 

 

 

A finales de enero, Rai ya llevaba más de dos años en la empresa. Confiaba en que su contrato se ampliase para abarcar todo el período de la obra que estaban construyendo en Panamá, y que más adelante se convirtiese en fijo. Sus progresivas certezas acerca de la súbita e imprevista mudanza de las cosas tuvieron entonces una importante corroboración: pues del modo más inesperado, contradiciendo una seguridad que ya estaba sedimentada dentro de él y frente a la que no había tenido inquietud alguna, resultó que no le renovaron el contrato.

Aquel día tuvo una impresión rara desde el momento en que llegó a la oficina, pues sus compañeros no estaban nada locuaces sino muy enfrascados en sus tareas, mostrando una mezcla de ensimismamiento y actividad que parecía propia de jornadas previas a alguna de las grandes operaciones que acometía su empresa, lo que nunca había sucedido en aquel nuevo departamento.

Como aquella mañana Rai había llegado con algo de retraso, imaginó que había alguna novedad importante y fue a hablar con el jefe, pero lo encontró muy lacónico, no afectado al parecer por urgencia alguna, y tampoco recibió de él ninguna orden que se saliese de lo que estaba haciendo aquella semana.

Fue a media mañana cuando lo llamaron de recursos humanos, pidiéndole que se presentase allí lo antes posible. Habló con él uno de los jefes, con el que a lo largo del tiempo había llegado a tener cierta relación cordial, pues era amigo del hombre que lo había recomendado para entrar en la empresa.

Sin perder la cordialidad, como si le estuviese notificando un ascenso, aquel hombre le dio la noticia de su despido, argumentando que la situación empresarial no era buena y que se veían obligados a prescindir de las personas de más reciente incorporación a la plantilla.

 

 

Tenía derecho a una indemnización que a Rai le pareció ridícula y se despidió con un fuerte apretón de manos, deseándole mucha suerte en el futuro, asegurándole que la empresa estaba muy satisfecha de sus servicios y que redactarían un informe favorable sobre su labor con ellos, en el caso de que lo solicitase, con vistas a emplearse en otro lugar.

 

 

Al regresar a su departamento, con una desolación que debía de fulgurar en su rostro y desprenderse de todos sus ademanes, los compañeros continuaban tan absortos en sus tareas reflexivas o dinámicas como a primeras horas de la mañana, y dedujo que la noticia era conocida por todos cuando él había llegado y que sin duda seguían instrucciones de mantener aquel disimulo.

Recogió en la cartera las pocas cosas personales que tenía en su mesa y se marchó sin despedirse de nadie, aunque antes de dejar el edificio intentó ver a don Anselmo.

—Lo siento —dijo la secretaria, tras avisar al jefazo de su pretensión—. Me dice que hoy le va a ser completamente imposible hablar con usted.

—Menudo cabrón —dijo Rai, y la secretaria se mostró impasible.

Rai fue a recoger su coche, comprendiendo que allí ya no tenía nada que hacer, y cuando llegó a su barrio, tras aparcar en el garaje, deambuló durante un tiempo, almorzó el menú del día en un restaurantito cercano al hostal y luego subió a su habitación para buscar entre sus papeles las señas de la amiga de su madre gracias a cuya mediación había sido contratado, pero no consiguió dar con ellas. Decidió entonces llamar a Yolanda, por si podía ayudarle a conseguirlas, y la encontró muy fría.

—Me han despedido —explicó Rai.

Yolanda mostró su sorpresa y cambió de actitud.

—Pero qué me dices…

—Problemas en la empresa, deben prescindir de los más recientes, ya sabes —continuó explicando Rai, y le contó el motivo principal de su llamada.

—No sabes cuánto lo siento. Lo malo es que el marido de doña Pilar Ibáñez, que fue quien te había recomendado, murió poco después que mamá…

Rai recordó aquella muerte. Sin duda, lo repentino del despido le había alterado la memoria.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Yolanda.

—¿Qué quieres que haga? Para empezar, disfrutar del paro…

«Lo inesperado está siempre al acecho, como un depredador de los hábitos confortables. El equilibrio de los afectos, qué ingenuidad, qué quimera. ¿Cuántos días ha durado para mí?»

 

 

 

Aquella misma noche recibió la llamada de Lorenzo, el compañero de la empresa que no había sido trasladado a aquel nuevo departamento en el que Rai había prestado servicios tan efímeros.

—Cuando me enteré ya te habías ido. No puedo entenderlo, porque las cosas no marchan tan mal…

—Pues eso argumentan. ¿Y sabes que el capullo de don Anselmo no me ha querido ni recibir?

—Que conste que lo siento, y si te puedo echar una mano en algo… Aunque tal vez el siguiente sea yo…

Lorenzo fue el único de los compañeros que le mostró su condolencia, acaso por la solidaridad que suscitaba en él sentirse en peligro.