1. Las visitas de Doña Oliva

 

 

 

 

Muchas semanas, el domingo por la tarde, Yolanda iba a visitar a su madre. Aquella vez Rai no estaba y las horas de Berta con Yolanda fueron bastante inusuales, pues aparte de interesarse por su salud y estudiar con aire circunspecto la documentación médica que Berta le mostró, lo que era habitual, Yolanda se empeñó en hablar de su padre, al que seguía viendo con frecuencia:

—¿Qué tal con papá? —había preguntado.

Berta miró a su hija con extrañeza.

—¿Qué tal qué? Nada de nada.

—Pero viene a verte… ¿Qué tal cuando viene a verte?

La extrañeza le hizo a Berta observar a Yolanda con curiosidad, como si encontrase en sus facciones señales desusadas.

—¿Pero se puede saber por qué estás tan interesada en eso?

—Al fin y al cabo sois mis padres…

—Bueno, no tengo inconveniente en que venga a verme, pero cuando lo hace solemos discutir, y no soy yo quien lo provoca.

Hubo un silencio que Berta descubrió como incitador, en su hija, de un raro nerviosismo.

—Hay que comprenderlo, mamá, ha dado un cambio tremendo a su vida y no sé si está del todo satisfecho de ello.

—¿A qué viene eso?

Yolanda hizo un gesto ambiguo y suficiente, y Berta imaginó que aquella imprevista referencia de su hija a Raimundo solo buscaba, al fin, tranquilizarla, consolarla, incluso halagarla.

—Vamos, Yolanda, hija, tu padre sabía perfectamente lo que hacía cuando me dejó. Iba a cumplir los sesenta añitos, nada menos. Y fue una separación con todas las consecuencias legales. El caso es que, cuando yo ya estoy camino del final, él ha conseguido una vida nueva. Ha tenido suerte, cómo no va a estar satisfecho.

Yolanda buscó llevar la conversación por otros derroteros, pero sin dejar el tema paterno.

—Últimamente está muy fastidiado. No sé si sabes que escribió un trabajo con otros profesores sobre historia de la filosofía española, y resulta que uno de ellos, aquel Veloso con el que estuvimos un verano en Gijón, lo ha publicado como si fuese solamente suyo.

Berta no pudo evitar sentir complacencia ante la noticia, ni decir lo que dijo:

—Vaya, eso se llama ir por lana y salir trasquilado.

—¿Por qué dices eso?

—Al parecer, en ese trabajo tu padre había incluido algo sobre Doña Oliva, me imagino que para desautorizarla, inspirándose en ese libro que yo tanto admiro y que él antes desconocía. Es la historia del ladrón robado.

Yolanda no supo qué responder, pero defendió a su padre de manera indirecta, con suave ironía:

—Ya veo que sigues muy entregada a esa Doña Oliva, que no te separas de ella, vamos. Por eso hablas así de papá.

Aquella defensa sutil de Raimundo hizo comprender a Berta que su hija se debatía en un dilema que no podía resolver: su compasión afectuosa hacia ella nunca desgastaría el amor por su padre. Lo entendía tan bien que no quiso replicarle nada, pero testificó, una vez más, su propia devoción por Doña Oliva, que tanto le había enseñado a entender la realidad de lo que somos.

—Es cierto, no te imaginas lo entregada que estoy a ella. Y es que siempre está conmigo. Es mi mejor amiga.

De manera que cuando Yolanda se hubo ido, tras prometer que volvería el siguiente fin de semana, Doña Oliva apareció como de costumbre, sentada en una de las sillas de la mesa del comedor.

 

 

 

La primera vez que la aparición había tenido lugar Berta no se había extrañado, pues hacía mucho tiempo que intuía su presencia, pero le confortó tener también la compañía de la imagen visible.

«Doña Oliva», pensó aquella vez Berta, y luego exclamó: «¡Doña Oliva!».

Entonces había sentido la respuesta afectuosa de la aparición, no en forma de sonido, no materializada en ninguna voz, sino conformando pensamientos propios de Berta que, sin embargo, ella sabía que fluían de aquella figura, con su rostro de rasgos finos bajo una blanca toca y sobre el alto cuello de una camisa, que la contemplaba afable.

Hola, Berta. Aquí me tienes siempre. Soy tu amiga.

Para confirmar que la presencia de Doña Oliva era verdadera, Lisi había saltado a la tabla de la mesa y estuvo merodeando alrededor de ella hasta que se sentó a su lado, satisfecha al parecer de su compañía.

La visión de Doña Oliva había sido muy estimulante para Berta, y a partir de entonces fue avanzando mucho más en la comprensión de lo que iba a ser su libro, como si lo que se le ocurría confluyese con aquella voz de Doña Oliva que se integraba en su pensamiento.

 

 

 

—Doña Oliva —dijo Berta cuando Yolanda se hubo marchado—. ¿Has oído? El cazador cazado. Pero te aseguro que siento más pena que alegría.

Eso son menudencias, Berta. Olvídate de él y ponte a trabajar en el libro.

—Estoy imaginando cosas que no sé si serían verdaderas. ¿No puedes decirme tú algo?

Es tu libro, Berta, tu libro. Escríbelo como quieras. Seguro que lo haces bien…

—No puedo escribirlo como quiera, tengo que ajustarme lo más posible a la realidad… No olvides que se trata de un ensayo biográfico. Hay cosas que puedo imaginar porque seguramente son ciertas, pero otras…

 

* * *

 

Mientras Doña Oliva fue niña y adolescente solían reunirse en su casa, convocados por su padre el bachiller Miguel Sabuco y Álvarez —que en la ciudad era persona importante, hasta el punto de que llegó a desempeñar el cargo de procurador síndico—, varios hombres amigos de la lectura.

Las reuniones de lo que Miguel Sabuco llamaba «academia alcaraceña» tenían lugar cada quince días, por la tarde. Los asistentes tomaban un refrigerio y charlaban de lo que más complacía a todos ellos: el modo de vivir y de pensar de los antiguos romanos y griegos, y muy especialmente su filosofía y medicina.

Entre ellos destacaban por sus conocimientos el doctor Alonso de Heredia, padrino de Oliva y médico, que sabía mucho sobre Hipócrates y Galeno; fray Arnaldo de Cabrera, buen conocedor de Cicerón; el licenciado Juan de Sotomayor, poeta y muy entendido en la poesía clásica, y el letrado Francisco Garrido, estudioso de Platón y Aristóteles. Con los años, durante su estancia en Alcaraz, se incorporó a las reuniones el doctor Pedro Simón Abril, famoso traductor de las lenguas clásicas, y cuando estaba en la ciudad, el arquitecto Andrés de Vandelvira, oriundo de allí.

Oliva o Luisa Oliva, que así la llamaban en su casa, había aprendido a leer y a escribir bajo la tutela paterna, con tanta facilidad que había causado asombro a todos cuantos la conocían, y había manifestado desde muy niña intención de estar presente en aquellas reuniones.

Al principio sus padres se opusieron: su madre, porque no podía entender el interés de la mocosa en asistir a los encuentros de aquellos sesudos varones, en lugar de jugar con las muñecas o comenzar los primeros aprendizajes de las labores femeninas; su padre, porque la presencia de Oliva le parecía improcedente, sin más consideraciones. Mas a fray Arnaldo de Cabrera no le pasó inadvertida la insistente curiosidad de la niña y rogó a su padre, al final de una de aquellas reuniones, que permitiese a Oliva entrar en la sala para charlar con ella.

La niña entró, muy seria, se subió al estrado y permaneció quieta, con sus bracitos alargados delante del cuerpo, las manos unidas, en actitud de esperar las preguntas que quisiesen hacerle, y fue el propio fray Arnaldo quien comenzó un interrogatorio cuyo resultado sorprendió agradablemente a los contertulios: aquella niña de apenas siete años no solamente hablaba y leía con extraordinaria corrección la lengua castellana, sino que por sí misma había empezado a estudiar el Vocabulario castellano-latino de Elio Antonio de Nebrija que había en la biblioteca paterna, y conocía muchas palabras de la lengua clásica.

Tal infantil disposición hacia el latín atrajo a fray Arnaldo, que se comprometió a ocuparse de las enseñanzas de Oliva en lo que a tal lengua se refería. Tres tardes cada semana, la morisca Lazaria llevaba a Oliva al convento del fraile, y este enseñaba latín a la niña en una salita aneja a la sala capitular, mientras la morisca esperaba sentada en un banco, junto a la puerta.

Para admiración de fray Arnaldo y de sus compañeros, la pequeña Oliva resultó ser una alumna aventajadísima, y un año después estaba tan versada en latín que era capaz de leer la mayor parte de los textos sin dificultad. Y los componentes de la tertulia, a la vista de que sus charlas seguían interesando mucho a la pequeña, pidieron a Miguel Sabuco que la dejase estar presente en sus reuniones.

Así fue como a lo largo de los años, desde la infancia a la adolescencia, Oliva o Luisa Oliva se familiarizó con ciertos escritores romanos y, a través de ellos, con los griegos. Terencio, Cicerón, Plinio, Platón, Aristóteles… acabaron siendo para ella muy familiares, pues leyó sus textos y comprendió al detalle lo que en ellos se planteaba. Y conoció minuciosamente el sistema con el que Ptolomeo había explicado la composición y el orden del mundo, con la Tierra envuelta por sucesivas capas: el agua, el aire, el fuego…, los elementos que son la materia de todas las cosas, así como lo referente a la redondez de la Tierra, a las tormentas, al crecer y menguar de la Luna, a los eclipses…

También aprendió mucho acerca de Hipócrates y Galeno, sobre los cuales, ya Oliva mocita, don Pedro Simón Abril y don Alonso de Heredia mantenían fuertes discusiones.

Para don Pedro Simón, Hipócrates y Galeno fueron quienes dieron orden y método razonable a la medicina, por lo que sus doctrinas necesitaban de pocas reformas. Y el traductor recordaba enfáticamente a Hipócrates, con sus ideas sobre los cuatro humores o líquidos que impregnan y recorren el cuerpo humano y cuyos desequilibrios son causa de todos los males: la bilis de hígado que abunda en los coléricos, la bilis negra del bazo que es sustancial en los melancólicos, la flema del cerebro y del pulmón que predomina en los flemáticos, y la sangre del corazón que caracteriza sobre todo a los sanguíneos; por su parte, Galeno había venido a matizar o perfeccionar esos conocimientos, y hablaba de los espíritus o neumas: el natural, procedente del hígado; el vital, procedente del corazón; el animal, creado por el cerebro, y daba especial importancia a las tres digestiones de los alimentos: la primera, que tiene lugar en el estómago; la segunda, en el hígado; la tercera, en la sangre, transformándose en los humores que alimentan todas las partes del cuerpo.

Frente a esto, don Alonso de Heredia aducía que él, como médico, encontraba en la sangre la sustancia principal que riega y alimenta todos los miembros, y consideraba que en el cerebro está la verdadera raíz de todo el aparato humano. Hay otros flujos además de la sangre, ciertamente, pero la sangre es el primero y principal de todos, y cada uno de los presentes podía cerrar los ojos y sentir cómo en el cerebro estaba la conciencia y el centro de todo su ser. Los autores antiguos eran dignos de todo respeto, como maestros de aquella parte de la filosofía, pero los tiempos iban permitiéndonos adquirir nuevos conocimientos de las cosas humanas.

Una tarde Lazaria, por indicación de Miguel Sabuco, había colocado en un rincón de la sala una pequeña mesa con papeles, plumas y un tintero, y junto a ella una banqueta, y cuando llegaron los contertulios, Oliva o Luisa Oliva, que ya era casi adolescente, les pidió permiso para tomar notas de lo que se hablase en la reunión. Como los concurrentes apreciaban ya mucho su atención continua de lo que trataban, su discreción y el buen criterio que mostraba las pocas ocasiones en que intervenía, le dieron su beneplácito para ello, y fray Arnaldo comentó jocoso que ya tenían quien iba a hacer la relación de sus pláticas.

Desde entonces la muchacha había venido anotando lo que le parecía más interesante en los debates, y a raíz de las discusiones entre don Pedro Simón y don Alonso de Heredia sobre los antiguos médicos griegos, tuvo con su padrino largas conversaciones que le hicieron conocer muchas cosas sobre la antigua medicina y sobre lo que, como médico de los nuevos tiempos, él pensaba acerca de todo aquello, de lo que Oliva tomaba nota con cuidado minucioso.

Pero la niña y luego muchacha también observaba la realidad con la misma disposición de curiosidad estudiosa. Para ello, un sujeto especial había sido la morisca Lazaria, cuya imaginación estaba siempre dispuesta, no solo a recordar muchas historias y cuentos oídos desde su propia infancia, sino a dar forma curiosa a los sucesos que se salían de lo común.

Una de las historias que Lazaria narraba como muy verdadera y antigua era la de aquel caballero llamado Al Rama, quien, ayudado por su escudero, un peculiar mono de nombre Já Numan, luchó durante mucho tiempo en terribles combates contra los demonios de Al Rávana, que había secuestrado a la bella Sita, esposa de Al Rama; por fin Al Rávana muere a manos de Al Rama, poseedor de un arma mágica que prevalece sobre el poder de los demonios. A Oliva aquellas aventuras le recordaban las de don Amadís de Gaula, que luchó contra el Endriago y también tuvo que rescatar a su amada Oriana, hija del rey Lisuarte, que quería destinarla como esposa a otro caballero.

Otra historia que a Lazaria le gustaba mucho evocar era la de los siete viajes del marino Sembá, el primero con el hallazgo del pez-isla, el siguiente con el descubrimiento del enorme huevo del pájaro Roc, el tercero con la llegada a la isla donde toparon con el gigante negro y voraz que devoraba a la tripulación y que Sembá consiguió cegar con un hierro al rojo mientras dormía… También aquellas aventuras le recordaron a Luisa Oliva algunas de las que había vivido el astuto Odiseo, y le sorprendía cómo la imaginación humana urdía parecidas historias con diferentes nombres y en distintos espacios.

Pero sin duda Lazaria fue su principal informante sobre lo que luego, en su libro, Oliva o Luisa Oliva, ya Doña Oliva, llamaría los «afectos», pues tenía sobre las cosas de la vida una experiencia, vivida u oída, realmente rica y curiosa. Contaba la historia de otra morisca, Fátima, que se había muerto de pena por perder el amor de un hombre: le entró una tristeza que no la dejaba ni comer, y poco a poco fue abandonando también sus deberes en la casa en la que servía, hasta que tuvieron que llevarla a un hospital, donde no tardó mucho en fallecer, consumida por la «desesperanza de vida».

El amor era la sustancia de muchas habladurías: engaños que eran vengados con la muerte, celos que daban también ocasión a castigos mortales en nocturnas asechanzas.

Amor, temor, avaricia —al morir un mendigo que vivía en un cobertizo miserable, rodeado de pocilgas, encontraron entre sus harapos la cantidad de reales que correspondería a un hombre rico—, gula, envidia… Lazaria era un verdadero depósito de conocimientos y muchos los ilustraba con fábulas, como la de la cigarra y la hormiga, que ya Luisa Oliva sabía por Esopo, y de la que pensaba que, pretendiendo tratar sobre lo malo de la pereza, podía también ser ejemplo de la falta de misericordia y compasión, y así sucedía con otras fábulas, que mostraban por un lado el ejemplo de un vicio o de una deficiencia reprobable en el protagonista, y por otro el egoísmo o el desinterés en el supuestamente virtuoso antagonista, pero no decía nada, porque prefería oír lo que Lazaria le contaba.

 

* * *

 

Inducida sin duda por las palabras inaudibles de Doña Oliva, que recorrían su pensamiento mezclándose con sus propias ideas, en la mente de Berta se unían las historias que había contado Lazaria a Oliva y que esta le contaba a ella con las que ella misma había oído de labios de Josefa, aquella mujer gallega que durante tantos años había servido en casa de sus padres ayudando a su madre en la cocina, en la limpieza y en el cuidado de los hijos.

A pesar de los siglos que las separaban, Berta descubría semejanzas entre la infancia de Doña Oliva y la suya. Las palabras de la morisca Lazaria resonaban en su cabeza con el tono de las palabras de Josefa, que no había perdido el acento gallego tras tantos años de estancia en Cuba «sirviendo en casa de los partagases», como solía repetir.

Josefa también era un depósito de ejemplos de lo que puede resultar la condición humana, confirmaba Doña Oliva al descubrirlos en la memoria de Berta, que tenía once años cuando Josefa llegó a España.

A través de Josefa pudo Berta conocer aquellas historias en las que el tiempo se destruía en virtud de una sorprendente simultaneidad narrativa, donde los veteranos de la Guerra de la Independencia hacían su desfile anual en honor de Cachita, la Virgen del Cobre, y las propiedades de la familia Partagás eran confiscadas por el gobierno revolucionario, y los rebeldes de Sierra Maestra tomaban La Habana, y Josefa, muy joven y recién llegada a la isla, no hacía descanso dominical porque no sabía que tenía derecho a ello, y dos primos de sus amos eran fusilados por colaborar con el régimen de Batista…

Y es que, sin orden, los sucesos, grandes o pequeños, parecían producirse al mismo tiempo en el relato: las fiestas en la lujosa casa de los amos, las agitaciones callejeras, los trabajos diarios, las labores en que se centraba el cultivo del tabaco, los pequeños dramas domésticos de la servidumbre, desde el acoso de tal joven patrón o de aquel capataz a las muchachas hasta las envidias mutuas y las denuncias secretas por este hurto o aquel daño, con las amistades, las complicidades y las confusas actitudes que iría propiciando la revolución entre las diversas gentes.

En Josefa no había consideraciones ni críticas morales, y además de describirlo todo de manera simultánea, lo hacía como una cronista objetiva. Cuando las confiscaciones se hicieron realidad, la familia a la que servía decidió dejar la isla y marcharse a Miami, pero no toda la servidumbre pudo acompañarla y Josefa había regresado a España.

Berta pensaba en ella con la melancolía de lo que ya jamás podrá recuperarse: su cercanía jubilosa, su humilde e inofensiva fanfarronería, su maestría para preparar aquella tarta de limón que llamaba «pai» —con el tiempo sabría Berta que era el tan americano pie—, para regocijo y orgullo de la familia.

Josefa había estado en casa muchos años, y su mejor amiga había sido ella, Berta. Los domingos, Josefa salía a encontrarse con gente también proveniente de Cuba y volvía a casa muy excitada, hablando mal del régimen de Fidel, y al hilo de su excitación política y de la simultaneidad de sus recuerdos surgían luminosos ejemplos de comportamientos: miserables, abnegados, caritativos, cobardes… Y también Josefa le contaba muchas historias que había oído en su infancia gallega.

Josefa se hizo mayor y se marchó de casa, regresando a la aldea natal, en Lugo, donde a pesar de su modesta peripecia de servidora doméstica poseía algunos prados y bosques. Un día su sobrino les llamó para informarles de que Josefa había muerto.

Ahora, contemplando la imagen de Doña Oliva, Berta descubría que Lazaria y Josefa formaban parte de lo mismo, porque la imaginación y la vida comprenden una inextricable aleación en la que el tiempo es solo un espejismo determinado por el juego del olvido y de la memoria, un juego en el que está entrelazado todo lo que nos afecta a vivos y a muertos.

 

 

 

«A pesar de todo, fui una niña feliz», le dice inopinadamente Berta a Doña Oliva, que la contempla desde su silla de la mesa del comedor, «aunque mi madre era una mujer triste, muy triste, que a veces se enfadaba mucho, porque su adolescencia estuvo marcada por numerosas desgracias: en la Guerra Civil unos falangistas pasearon a su padre, su madre murió también y a ella la metieron en un hospicio, de donde salió para servir como criada doméstica; mi padre tuvo más suerte: tenía un tío cura que fue el que lo ayudó a estudiar y le dio una carrera. Pero fuimos cinco hermanos y mi niñez está llena en general de buenos recuerdos. Yo también leía mucho, como tú, porque a mi padre le encantaban los libros. Gracias a él te conocí».

Yo también fui una niña feliz, porque pude encontrar respuesta a todo lo que me interesaba, resonó la contestación de Doña Oliva en el interior de Berta.