Capítulo 4

 

 

Dexter

 

—Buenos días —me dice mi amigo Scott. Fuimos juntos a la universidad y, desde entonces, somos inseparables.

Fue mi primer amigo de verdad y lo considero parte de mi familia.

—Buenos días.

—¿Has sabido algo de tu hermana?

—Desde ayer, no —le indico inquieto—. ¿Ha pasado algo?

—Nada importante. Solo es que me dijo que iba a salir de fiesta… y, bueno, es una ciudad nueva. Ella es preciosa y suele enviarme un mensaje cuando llega a casa, pero no lo hizo.

—Tal vez estaba con alguien. —Noto que a mi amigo le cambia la cara—. O iba borracha y ni se acordó. Hoy te escribirá.

—Seguro. —Mi amigo se pasa la mano por el pelo moreno.

El lío que se traen él y mi hermana no lo entiendo, o tal vez antes de separarme de mi mujer no, pero ahora me pregunto si Scott y ella tienen razón al no querer dar un paso más, porque el amor lo jode todo.

Los dos están enamorados y además son grandes amigos desde hace muchos años. Por eso nunca dan el paso, porque se quieren tanto que tienen un miedo atroz a que ser algo más que amigos lo estropee todo.

Yo no digo nada porque es su vida, pero un día deberían dar el paso y arriesgarse.

Sí, como si yo fuera ahora el que pueda dar los mejores consejos de amor, cuando estoy que muerdo por culpa de mi mujer y sus tonterías.

Me casé con Maya hace cuatro años, tras seis de novios. Nos iba bien. Yo quería niños, pero ella quería esperar y esperamos.

Entonces fue cuando llegó Boby. Un labrador que adoptó Maya de una compañera de trabajo, porque su perrita había tenido varios y se encaprichó de uno.

No me lo consultó y, como a Maya no le gustan los perros, acabé por llevarme a Boby conmigo a la empresa.

Nunca entendí por qué a alguien a quien no le gustan los perros se le ocurre la idea de adoptar uno, pero salí ganando, porque ahora tengo un compañero de viajes. Boby es una de las mejores cosas que hay en mi vida.

Desde hace cuatro años, Maya y yo hemos estado siempre juntos, hasta que se agobió diciendo que tenía treinta y dos años, que su vida era la de una mujer mayor y que no le llenaba. Según ella, no quería esa existencia ni era lo que había soñado.

Me propuso que nos diéramos un tiempo para ser otros.

Vamos, para poder acostarnos con otras personas y ver si esto nos unía más o nos separaba.

Acepté porque no puedo obligarla a estar a mi lado, pero entonces me dijo que Boby era de ella y que no se iba de su casa.

Ahí sí que me cabreé, porque, aunque el perro era suyo, yo lo había cuidado desde que lo trajo.

No ha cedido y legalmente ella tiene las de ganar.

Tampoco quiero enfadarla, cuando estoy esperando que se le pase todo esto y volvamos a nuestra vida de siempre.

No hemos hablado desde hace dos meses y echo terriblemente de menos a Boby.

No sé si el que añore más a mi perro que a mi mujer debería preocuparme, pero, claro, he pasado más tiempo con Boby que con ella en los últimos años. Es así de sencillo.

Lo que necesitábamos no era romper, sino esforzarnos en pasar más tiempo juntos. Se lo propuse, pero me dijo que no.

Estaba muy rara desde hacía unos meses, pero nunca esperé que hasta este punto de querer dejarlo todo.

No sé cómo acabará nuestra relación, la verdad.

—Jefe —me llama Torres—, ¿usted ha dejado a la señorita Casiopea que sea su secretaria?

—¿Dónde está? —Me señala donde tengo mi mesa de trabajo y me marcho hacia allí.

Al llegar, veo la que era mi desordenada mesa de trabajo perfectamente ordenada. Casiopea está sentada tras ella, revisando unas cuentas y poniendo mala cara mientras se pasa un pelo castaño tras su oreja.

No va maquillada, pero tampoco lo necesita. Tiene grandes ojos verdes enmarcados por unas oscuras pestañas negras. Con unos labios gruesos y rojos como cerezas. Es jodidamente preciosa y se nota que no pega nada con este sitio.

A pesar de que hoy lleva una sudadera rosa clarito y vaqueros, se nota que es una chica de ciudad.

Le tiendo un casco.

—No me hace falta —dice, dejando claro que me ha visto llegar de reojo.

—Te hace falta.

—Lo haré cuando tú lo lleves. Si no lo haces, es porque me lo quieres poner solo para fastidiarme.

—Dejando el casco a un lado…, ¿se puede saber qué narices haces?

Alza la mirada y, aunque ve que estoy enfadado, no se asusta ni un poco.

—Mejorar tu vida, porque, madre mía, qué desastre de mesa de trabajo y no sé cómo puede seguir esta empresa en pie aceptando estas condiciones en la venta de material. Te están timando. Conozco empresas en Nueva York que te venderían esto más barato.

—Y que me lo mandarían aquí…

—Por supuesto. Hacen envíos a todo el mundo. De verdad, puedes ahorrar mucho con esos precios. En la empresa de mi padre lo ayudaba con la administración y luego trabajé en una del mismo sector, donde pude aprender mucho. Aunque luego me dieran una patada y me tiraran como si no les hubiera salvado el culo más de una vez. —Me tiende unos papeles—. Esto es todo lo que ahorrarías si me dejas hacer unas llamadas y contratarte nuevos proveedores. Ya he visto que con los que estás no tienes un contrato de permanencia, por lo que puedes empezar con ellos desde ya.

La miro atónito, pensando que solo son las nueve de la mañana y que no entiendo cómo narices le ha dado tiempo no solo a ordenar el caos de mi mesa, sino a hacer este plan tan detallado y leer todos los informes de compra.

No digo nada, porque estoy impresionado y sé reconocer a un buen trabajador.

Leo su propuesta y, la verdad, me parece que se ha debido de equivocar. Es mucha la diferencia.

—¿De verdad ahorraríamos tanto?

—Si me dejas, puedo ser tu secretaria durante el tiempo que esté aquí y ayudarte. Si no, pues me dejas ayudarte con las obras.

Las dos opciones me parecen igual de horribles, pero si está aquí, no estaré preocupado por si se le cae el techo encima.

—Vale, me puedes ayudar con todo esto. Te haré un contrato temporal y trabajarás en la caseta donde comemos y cenamos.

Asiente.

—Perfecto, pero necesito una mesa más grande. ¿Me puedo llevar esta?

—No, ahora mandaré que te lleven una.

—Vale, voy a recoger todo y me pongo a hacer llamadas. Antes de que acabe el día estarás celebrando todo lo que vas a ahorrarte en materiales.

Veo como sus ojos chisporrotean de emoción. Se nota que ama trabajar. Es como yo, y por trabajar tanto he perdido a mi mujer. Tal vez debería avisar a Casiopea de que si te pasas media vida trabajando, al final lo pierdes todo.

Les pido a algunos obreros que lleven una mesa a la otra caseta y me pongo a trabajar en otras cosas.

Pienso que Casiopea se va a quedar toda la mañana en la caseta, pero a mediodía me viene a buscar con un café recién hecho y unas pastas que no sé de dónde narices ha sacado, pero que no tienen tan mala pinta como las de siempre.

—¿Te ha dado tiempo de ir al pueblo?

—No, ¿por?

—Las pastas.

—Ah, son mías. —Sonríe de forma preciosa—. Tómate esto mientras descansas.

No lleva casco, como siempre.

Va hacia el hueco de la ventana y tuerce el morro. El mismo gesto que hizo mi hermana cuando lo vio. Cuando me mira, no me gusta lo que va a decirme. Esto ya lo viví con Sonia.

—Esta ventana no recogerá el amanecer. Si fuera más grande, tal vez. Haced un gran ventanal.

—Eso es muy caro.

—Ya, bueno, con lo que te vas a ahorrar conmigo, bien puedes hacer que este hostal sea más especial, ¿no?

—Me estoy empezando a arrepentir de tenerte contratada.

—Lo dudo. Soy la mejor. —Sonríe y se marcha.

Miro la ventana y pienso en los deseos de Sonia.

Es cierto que antes no me lo podía permitir, porque no quería que mi hermana se dejara una pasta aquí. Aunque este sitio es de los dos, y el hostal será de los dos también, ella ha invertido todos sus ahorros y no quiero que se quede sin nada. Pero ahora, si lo que dice Casiopea es verdad, tal vez se pueda hacer.

No quiero ilusionarme y por eso no hago nada. Espero a ver si de verdad nos puede conseguir buenos precios.

A la hora de la comida, me marcho a la caseta tras asearme y veo una nota encima de una olla:

Gracias por tu coche. Me he marchado a la ciudad para comprar provisiones y de paso como por allí, a ver si tanto adorno navideño no se me atraganta.

Nos vemos luego, jefe.

PD: Tienes comida caliente en la olla y algo de postre en la nevera.

Kasia

Tomo aire antes de enfadarme, no solo porque haya invadido mis cosas, sino porque haya tenido el descaro de llevarse mi coche a la ciudad. No se lo dejo a nadie. Para ir a la ciudad hay dos furgonetas.

Me paso la mano por el entrecejo pensando si Kasia no será como un jodido dolor de muelas.