—¿Podré llevarme conmigo a alquien? —preguntó Alejandro después de que hubo oído cuál era la voluntad de su padre.
—A alguna persona de servicio.
—Quiero a Leptina. ¿Y los amigos?
—¿Hefestión, Pérdicas, Seleuco y demás?
—Me gustaría.
—Irán también ellos, pero habrá lecciones que sólo tú podrás escuchar, aquellas que harán de ti un hombre distinto a todos los demás. Será tu maestro quien establezca el plan de enseñanza, las materias de estudio comunes y las reservadas a ti exclusivamente. La disciplina será férrea: no se admitirá desobediencia de ningún tipo o faltas de atención o aplicación. Y sufrirás castigos exactamente igual que el resto de tus compañeros, si te haces merecedor de ellos.
—¿Cuándo debo partir?
—Pronto.
—¿Cuándo es pronto?
—Pasado mañana. Prepara tu bagaje, elige a las personas de servicio, aparte de la muchacha, y pasa un poco de tiempo con tu madre.
Alejandro asintió y se quedó en silencio. Filipo le miró con el rabillo del ojo y vio que se mordía el labio inferior para no dejar traslucir su emoción.
Se acercó a él y apoyó una mano en uno de sus hombros.
—Es necesario, hijo mío, créeme. Quiero que te conviertas en griego, que participes de la única civilización del mundo que forma hombres y no siervos, que es depositaria de los conocimientos más avanzados, que habla la lengua en la que fueron escritas la Ilíada y la Odisea, que representa a los dioses como hombres y a los hombres como dioses... Lo cual no significa traicionar tu origen, porque seguirás siendo en cualquier caso macedonio en el fondo de tu espíritu: los hijos de los leones, leones son.
Alejandro permanecía callado y hacía girar entre sus manos el estuche con su navaja de afeitar nueva.
—No hemos estado mucho juntos, hijo —prosiguió Filipo. Y le pasaba la mano rugosa por entre los cabellos, alborotándoselos—. No ha habido tiempo. Como puedes ver, soy un soldado y he hecho por ti lo que me ha sido posible hacer; conquistarte un reino tres veces más grande que el que recibiste en herencia de tu abuelo Amintas y hacerles entender a los griegos, y de modo especial a los atenienses, que aquí hay una gran potencia que deben respetar. Pero no estoy a la altura de formar tu mente, ni lo están tampoco los maestros que has tenido hasta ahora aquí en palacio. Éstos no tienen ya nada que enseñarte.
—Haré tal y como lo has decidido —afirmó Alejandro—. Me iré a Mieza.
—No te estoy desterrando, hijo, nos veremos, iré a verte, y también tu madre y tu hermana podrán visitarte de vez en cuando. Sólo he querido preparar para ti un lugar de recogimiento para tus estudios. Naturalmente te seguirán también tu maestro de armas, tu instructor de equitación y tu montero mayor. No quiero un filósofo, quiero un rey.
—Como quieras, papá.
—Una cosa más. Tu tío Alejandro nos deja.
—¿Por qué?
—Hasta ahora ha sido un soberano como lo es un actor de teatro. Llevaba las vestiduras de soberano, la diadema, pero no el reino, que ha estado en realidad en manos de Aribas. Pero tu tío tiene ahora veinte años: ya es hora de que comience a trabajar. Quitaré de en medio a Aribas y le pondré en el trono de Epiro.
—Me alegro por él, pero lamento que parta —dijo Alejandro, habituado como estaba a escuchar los planes de su padre como si fuesen cosa hecha.
Sabía que Aribas contaba con el apoyo de los atenienses y que había una flota suya en Corcira, con un contingente de infantería de desembarco.
—¿Es cierto que los atenienses están en Corcira y preparan un desembarco? Acabarás por chocar frontalmente con ellos.
—No tengo nada contra los atenienses, es más, les admiro. Pero han de comprender que acercarse a mis fronteras es como poner la mano dentro de la boca del león. En cuanto a tu tío, también yo siento separarme de él. Es un buen muchacho y un excelente soldado y... me llevo mejor con él que con tu madre.
—Lo sé.
—Me parece que ya nos hemos dicho todo. No olvides saludar a tu hermana y, obviamente, también a tu tío. Y asimismo a Leónidas. Él no es un famoso filósofo, pero es un buen hombre que te ha enseñado todo lo que ha podido y está orgulloso de ti como si fueses su hijo.
Fuera de la puerta se oía a Peritas que rascaba tratando de entrar.
—Así lo haré —replicó Alejandro—. ¿Puedo irme?
Filipo asintió y luego se acercó a la pared de detrás del escritorio, como si buscara un documento que tuviese que consultar, pero en realidad no quería que su hijo le viera con los ojos relucientes.