16

Alejandro se desprendió del abrazo de su padre y le miró. La campaña de Tracia le había dejado profundas marcas: tenía la piel quemada por el hielo, una gran cicatriz en el arco superciliar derecho, el ojo semicerrado y las sienes plateadas.

—Papá, ¿qué te ha pasado?

—Ha sido la campaña más dura de mi vida, hijo mío, y el invierno ha sido un enemigo más encarnizado y despiadado aún que los guerreros tracios, pero ahora nuestro imperio se extiende desde el Adriático hasta el Ponto Euxino, desde el río Istro hasta el paso de las Termópilas. Los griegos deberían reconocerme como su caudillo.

Alejandro hubiera querido hacerle enseguida otras mil preguntas, pero vio que los siervos y las doncellas acudían para cuidar de la persona de Filipo y dijo:

—Necesitas un baño, papá. Continuaremos en la cena nuestra conversación. ¿Quieres alguna cosa en especial?

—¿Hay corzo?

—Tanto como quieras. Y vino del Ática.

—Con permiso de Demóstenes.

—¡Con permiso de Demóstenes, papá! —exclamó Alejandro y corrió a la cocina para vigilar que todo fuera perfectamente preparado.

Aristóteles se reunió con el rey en la estancia del baño y se sentó para escuchar lo que quería decirle mientras las doncellas le daban masaje en los hombros y le enjabonaban la espalda.

—Es un baño tonificante a la salvia. Te sentirás mucho mejor después. ¿Cómo estás, señor?

—Destrozado, Aristóteles, y tengo todavía muchas cosas que hacer.

—Con sólo que pararas un par de semanas, no digo que ello fuera a devolverte la juventud, pero podrías recuperar la normalidad: una buena dieta desintoxicante, masajes, baños termales, ejercicios para tu pierna. Y ese ojo... que ha sido mal curado. Tengo que hacerte una revisión, apenas disponga de un momento.

—¡Ah! No puedo permitirme ninguno de esos lujos, y los cirujanos militares ya sabemos cómo son... De todos modos, debo darte las gracias; la dieta invernal de combate que estudiaste para mis soldados ha dado unos excelentes resultados. A muchos, creo, les ha salvado la vida.

El filósofo hizo una ligera inclinación con la cabeza.

—Estoy en una situación crítica, Aristóteles —prosiguió el rey—. Necesito de tu consejo.

—Habla.

—Sé que no estás de acuerdo, pero estoy preparando la toma de todas las ciudades que han permanecido ligadas a Atenas en el área de los estrechos. Perinto y Bizancio serán puestas a prueba: he de ver de parte de quién están.

—Si les obligas a elegir entre Atenas y tú, elegirán a Atenas, y tú deberás hacer uso de la fuerza.

—He cogido al mejor ingeniero militar actualmente disponible, que está proyectando para mí máquinas monstruosas, de noventa pies de altura. Me cuestan una fortuna, pero valen la pena.

—En cualquier caso, mi parecer contrario no iba a disuadirte de tu propósito.

—No, en efecto.

—Pues, entonces, ¿para qué te sirven mis consejos?

—Por la situación de Atenas. Mis informadores me dicen que Demóstenes quiere reunir una liga panhelénica en mi contra.

—Es comprensible. A sus ojos eres el enemigo más peligroso y una amenaza para la independencia y la democracia de las ciudades griegas.

—De haber querido llegar hasta Atenas, lo habría hecho. En cambio me he limitado a consolidar mi autoridad en las zonas de directa influencia macedonia.

—Has arrasado Olinto y...

—¡Me hicieron rabiar!

Aristóteles arqueó las cejas y suspiró.

—Comprendo.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por esta liga? Si Demóstenes consigue su propósito, tendré que hacerle frente con el ejército en campo abierto.

—Por ahora no creo que haya ningún peligro. Las discordias, las rivalidades y las envidias entre los griegos son tan grandes que no se hará nada de todo ello, creo yo. Pero si prosigues con tu política de agresión, lo único que conseguirás será unirles aún más. Tal como sucedió en tiempos de la invasión de los persas.

—¡Pero yo no soy un persa! —tronó el soberano.

Y descargó un fuerte puñetazo contra el borde de la pila desencadenando una pequeña tempestad.

Tan pronto como las aguas se hubieron calmado, Aristóteles prosiguió:

—Eso no cambia nada: desde siempre, cuando una potencia se vuelve hegemónica, todas las demás se coaligan en su contra. Los griegos tienen en gran estima su total independencia y están dispuestos a todo con tal de conservarla. Demóstenes sería capaz de tratar con los persas, ¿comprendes? Para ellos tiene más valor la conservación de la independencia que los lazos de sangre y de cultura.

—Es cierto. Debería quedarme tranquilo a la espera de los acontecimientos.

—No. Pero has de saber que cada vez que tomas una iniciativa militar contra posesiones o aliados atenienses pones en dificultades a los amigos que tienes en el interior de la ciudad, que son señalados como traidores o corruptos.

—Algunos lo son —observó Filipo sin alterarse—. En cualquier caso, sé que tengo razón y por tanto seguiré adelante. He de pedirte un favor, sin embargo. Tu suegro es el señor de Asso: si Demóstenes se pone a negociar con los persas, él podría ser informado de ello.

—Le escribiré —prometió Aristóteles—. Pero recuerda: si estás decidido a llevar adelante tus planes de este modo, antes o después te toparás con la coalición de Demóstenes. O algo muy parecido.

El soberano permaneció en silencio. Se puso en pie y el filósofo no pudo dejar de advertir en su cuerpo unas cicatrices recientes mientras las mujeres le secaban y le revestían con vestiduras limpias.

—¿Cómo está mi chico? —preguntó el rey.

—Es una de las personas más extraordinarias que he conocido en mi vida. Pero cada día que pasa me resulta más difícil mantenerle bajo control. Sigue tus empresas y muerde el freno. Quisiera distinguirse, dar prueba de su valor. Teme que cuando sea su turno no quede ya nada por conquistar.

Filipo sacudió la cabeza sonriendo.

—Si todos los problemas fuesen ésos... Ya hablaré yo con él. Pero por el momento quiero que se quede aquí. Tiene que terminar su educación.

—¿Has visto el retrato que le ha hecho Lisipo?

—Aún no. Pero me han dicho que es estupendo.

—Lo es. Alejandro ha decidido que en el futuro sólo Lisipo podrá retratarle. Ha quedado muy impresionado.

—He dado ya la orden de que se hagan copias para regalar a todas las ciudades aliadas a fin de que las expongan en público. Quiero que los griegos vean que mi hijo ha crecido en las laderas del monte de los dioses.

Aristóteles le acompañó al comedor, pero tal vez sería más apropiado llamarlo refectorio. El filósofo, en efecto, había eliminado los lechos para comer, así como las mesas preciosas, y había hecho instalar una mesa con sillas como en las casas de los poderosos o bajo las tiendas de campaña militares. Le parecía más conveniente para el clima de estudio y de recogimiento que debía reinar en Mieza.

—¿Has observado si tiene relaciones con muchachas? Ya es hora de que empiece —observó el rey mientras caminaban por los corredores.

—Tiene un temperamento muy reservado, casi diría que esquivo. Pero está esa muchacha, me parece que se llama Leptina.

Filipó arrugó la frente.

—Así que continúa.

—No hay gran cosa que contar. Ella le es fiel como a una divinidad. Y por otra parte es el único ser humano del sexo femenino que tiene acceso a su persona a cualquier hora del día y de la noche. No sé qué más decirte.

Filipo se rascó en el mentón la hirsuta barba.

—No me gustaría que me hiciese ningún bastardo con esa sierva. Tal vez sea mejor que le mande a una hetaira conocedora del oficio. Así no tendremos problemas y le podrá enseñar también algo de interés.

Habían llegado ya delante de la entrada del comedor y Aristóteles se detuvo.

—Yo en tu lugar no lo haría.

—Pero no os crearía ninguna molestia. Te hablo de una persona de primer orden en cuanto a educación y experiencia.

—No se trata de eso —objetó el filósofo—. Alejandro te ha dejado ya elegir a su maestro y al artista que le ha hecho el retrato porque te quiere y porque es muy culto para su edad. Pero no creo que te permita ir más allá, violar su intimidad.

Filipo refunfuñó algo incompresible, para luego decir:

—Tengo hambre. ¿Es que aquí no se come?

Cenaron todos juntos en medio de una gran alegría y Peritas se quedó bajo la mesa royendo los huesos de corzo que los comensales arrojaban al suelo.

Alejandro quiso conocer todos los detalles de la campaña de Tracia: quiso saber cómo eran las armas de los enemigos, las técnicas de combate, cómo estaban fortificados sus pueblos y ciudades. Y quiso saber también cómo se habían batido los dos reyes enemigos: Kersebleptes y Teres.

En un determinado momento, mientras los criados retiraban la mesa, Filipo saludó a todos los presentes:

—Ahora, permitidme despediros y desearos buenas noches. Quisiera quedarme un poco en compañía de mi hijo.

Todos se levantaron, devolvieron el saludo y se retiraron. Filipo y Alejandro se quedaron solos, a la luz de los velones, en la gran sala vacía, uno enfrente del otro. Únicamente se oía, debajo de la mesa, un ruido de huesos rotos. Peritas había crecido ya y tenía una dentadura de león.

—¿Es cierto que volverás a partir enseguida? —preguntó Alejandro—. ¿Mañana?

—Sí.

—Esperaba que te quedases algunos días.

—También yo lo esperaba, hijo.

Siguió un largo silencio. Filipo no justificaba nunca sus decisiones.

—¿Qué harás?

—Ocuparé todos los asentamientos atenienses en la península de Quersoneso. Estoy construyendo las máquinas de asalto más grandes que se hayan visto jamás. Quiero a nuestra flota en los estrechos.

—Por los estrechos pasa el trigo para Atenas.

—Así es.

—Será la guerra.

—No hay ni que decirlo. Quiero que me respeten. Habrá una liga panhelénica, tienen que comprender que sólo yo puedo ser su jefe.

—Llévame contigo, papá.

Filipo le miró fijamente a los ojos.

—No es aún el momento, hijo. Tienes que completar tus estudios, tu formación, el adiestramiento.

—Pero yo...

—Escucha. Has tenido ya alguna breve experiencia de lo que es una campaña militar, has dado prueba de valor y de destreza en la caza y sé que eres muy bueno en el manejo de las armas, pero, créeme, aquello a lo que un día tendrás que enfrentarte será mil veces más duro. He visto a mis hombres morir de frío y fatiga, les he visto sufrir penas atroces, con los miembros desgarrados por espantosas heridas. He visto a otros caer mientras escalaban una muralla y despanzurrarse contra el suelo y he oído sus gritos desgarradores en medio de la noche, durante horas y horas antes de hacerse el silencio.

»Y mírame a mí, mira mis brazos: se dirían ramas de un árbol sobre el que un oso hubiera afilado sus uñas. He sido herido en once ocasiones, renqueante y medio ciego... Alejandro, Alejandro, tú ves la gloria, pero la guerra es sobre todo horror. Y sangre, sudor, excrementos; es polvo y fango; y sed y hambre, hielo y calor insoportable. Deja que sea yo quien afronte todo esto por ti, mientras me sea posible hacerlo. Quédate en Mieza, Alejandro. Durante un año más.

El joven no dijo nada. Sabía que aquellas palabras no admitían réplica. Pero la mirada herida y experimentada de su padre le pedía que comprendiera y que le siguiera guardando afecto.

Afuera, en lontananza, oíase el ruido sordo del trueno y los relámpagos amarillos encendían de repente los bordes de unos nubarrones sobre los oscurecidos picos del Bermión.

—¿Cómo está mamá? —preguntó Alejandro de sopetón.

Filipo bajó la mirada.

—He sabido que te has traído una nueva mujer. La hija de un bárbaro.

—Un jefe escita. Tengo que hacerlo. Y tú harás lo mismo cuando sea el momento.

—Lo sé. Pero ¿cómo está mamá?

—Bien. Dadas las circunstancias.

—Entonces me voy. Buenas noches, papá.

Se levantó y se dirigió hacia la salida, seguido por su perro. Filipo envidió al animal que le haría compañía a su hijo, escuchando su respiración en la noche.

Se puso a llover, con gotas al principio grandes y escasas y luego cada vez más abundantes. El rey, que se había quedado a solas en la sala vacía, se levantó a su vez. Salió bajo el pórtico mientras un relámpago enceguecedor iluminaba como si fuera de día el amplio patio seguido inmediatamente de un trueno estruendoso. Se apoyó en una columna y se quedó inmóvil y absorto mirando la lluvia que crujía.